Susana Revuelta Sagastizábal
Llevábamos
cerca de tres años ahorrando para aquella expedición y tenía que torcerse un
tobillo justo a mitad de escalada. No paraba de quejarse y sollozar, y que no
le moviéramos, decía, que le dolía horrores. O sea, que ni para adelante ni
para atrás. Entonces ¿qué hacíamos? Dejarle allí, a veinte bajo cero, habría
sido condenarle a una lenta agonía. Se le habían helado las lágrimas y la punta
de la nariz la tenía renegrida, claramente principio de congelación. Y lo peor:
más que hablar, farfullaba. Eso significaba que estaba empezando a delirar.
Entre los dos le sujetamos de los brazos y
le ayudamos a levantarse. Al moverle, un pedrusco cayó al vacío. Me quedé
mirando el abismo bajo nuestros pies y me dio por calcular cuánto tardaría en
llegar al fondo.
(Tomado de www.enfrascopequeno.blogspot.com)
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