Juan José Arreola
Hay en Zapotlán una plaza que le dicen de Ameca, quién sabe por qué. Una
calle ancha y empedrada se da contra un testerazo, partiéndose en dos. Por allí
desemboca el pueblo en sus campos de maíz.
Así es la Plazuela de Ameca, con su esquina ochavada
y sus casas de grandes portones. Y en ella se encontraron una tarde, hace mucho,
dos rivales de ocasión. Pero hubo una muchacha de por medio.
La Plazuela de Ameca es tránsito de carretas. Y las
ruedas muelen la tierra de los baches, hasta hacerla finita, finita. Un polvo de
tepetate que arde en los ojos, cuando el viento sopla. Y allí había, hasta hace
poco, un hidrante. Un caño de agua de dos pajas, con su llave de bronce y su pileta
de piedra.
La que primero llegó fue la muchacha con su cántaro
rojo, por la ancha calle que se parte en dos. Los rivales caminaban frente a ella,
por las calles de los lados, sin saber que se darían un tope en el testerazo. Ellos
y la muchacha parecía que iban de acuerdo con el destino, cada uno por su calle.
La muchacha iba por agua y abrió la llave. En ese momento
los dos hombres quedaron al descubierto, sabiéndose interesados en lo mismo. Allí
se acabó la calle de cada quien, y ninguno quiso dar paso adelante. La mirada que
se echaron fue poniéndose tirante, y ninguno bajaba la vista.
–Oiga amigo, qué me mira.
–La vista es muy natural.
Tal parece que así se dijeron, sin hablar. La mirada
lo estaba diciendo todo. Y ni un ai te va, ni ai te viene. En la plaza que los vecinos
dejaron desierta como adrede, la cosa iba a comenzar.
El chorro de agua, al mismo tiempo que el cántaro, los
estaba llenando de ganas de pelear. Era lo único que estorbaba aquel silencio tan
entero. La muchacha cerró la llave dándose cuenta cuando ya el agua se derramaba.
Se echó el cántaro al hombro, casi corriendo con susto.
Los que la quisieron estaban en el último suspenso,
como los gallos todavía sin soltar, embebidos uno y otro en los puntos negros de
sus ojos. Al subir la banqueta del otro lado, la muchacha dio un mal paso y el cántaro
y el agua se hicieron trizas en el suelo.
Ésa fue la merita señal. Uno con daga, pero así de grande,
y otro con machete costeño. Y se dieron de cuchillazos, sacándose el golpe un poco
con el sarape. De la muchacha no quedó más que la mancha de agua, y allí están los
dos peleando por los destrozos del cántaro.
Los dos eran buenos, y los dos se dieron en la madre.
En aquella tarde que se iba y se detuvo. Los dos se quedaron allí bocarriba, quién
degollado y quién con la cabeza partida. Como los gallos buenos, que nomás a uno
le queda tantito resuello.
Muchas gentes vinieron después, a la nochecita. Mujeres
que se pusieron a rezar y hombres que dizque iban a dar parte. Uno de los muertos
todavía alcanzó a decir algo: preguntó que si también al otro se lo había llevado
la tiznada.
Después se supo que hubo una muchacha de por medio.
Y la del cántaro quebrado se quedó con la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera
se casó. Aunque se hubiera ido hasta Jilotlán de los Dolores, allá habría llegado
con ella, a lo mejor antes que ella, su mal nombre de mancornadora.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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