Rogelio Flores
Me despertó el zumbido de
las moscas, el calor y el exceso de luz. Mi boca sabía a cobre y arena, quizá un
poco a sudor. Abrí los ojos y noté cómo de día, y con el calor infernal, el lugar
parecía aun más feo y solitario de como lo recordaba, húmedo y oscuro. Mas no sentía
temor alguno.
El sudor pegó la ropa a mi piel, así como el escapulario
y la imagen de la Guadalupana, su plástico envoltorio parecía fundirse conmigo y
me lastimaba el pecho. Sin embargo esa molestia valía la pena, pues sin la presencia
de mi santa madre, la virgencita, no habría llegado a este punto. Cuánto calor hace
que no puedo despertar del todo, ni siquiera con la música.
Tijuana no debe estar lejos, otros pasajeros lucen
igual, o con más desesperación por llegar que yo, así que habrán pasado bastantes
horas. A juzgar por el punzante aroma a sudor y comida rancia algunos deben venir
del sur, deben tener días viajando por esta maldita ruta de segunda y sus innumerables
escalas, parecen desesperados y hambrientos. Por suerte me senté en los lugares
de atrás y no hay nadie cerca de mí. Sólo las moscas.
Malditos insectos, parecen balas en su vuelo para
escapar del camión, mas rebotan en el vidrio y furiosos pierden el rumbo para girar
en círculos y zumbar frenéticos, como si con tal desplante de rabia encontraran
el camino a la paz, o la libertad. Inocentes, eso no pasa nunca. La furia, el odio
y la rabia no son buenos consejeros sino amigos ingratos, te ayudan en algún momento,
pero te la cobran con intereses justo cuando menos te lo esperas, y no les importa
dejarte en el piso como muñeca de trapo. Se paga un precio muy alto por dejarse
llevar por ellos, como pasa generalmente en las venganzas.
Esa canción me gusta, nos gustaba a los dos: “Tatuajes
de tus besos llevo en todo mi cuerpo, tatuado sobre el cuerpo el tiempo en que te
conocí…”.
Yo no quería matar a nadie, lo juro, menos a él. Por
mi cabeza nunca pasaron esas ideas y si lo hice, de algún modo no fui yo… no fui
yo quien le quitó la vida, sino la venganza y el rencor acumulado dentro de mí;
fueron estas manos que se mandan solas y este cuerpo, mas no mi corazón, ni mi mente
donde sólo él estaba.
Me cegué, y cuando me di cuenta de lo que había pasado
era demasiado tarde, nada se podía hacer por salvar su vida, ni la mía tampoco,
pues en esas circunstancias se había ido al infierno, junto con todos mis sueños
e ilusiones. Sólo quedaba tranquilizarse y huir, volver a empezar en donde nadie
me conoce, donde nada debo y nada temo. En el otro lado.
No será tan difícil, domino el inglés y mi tipo físico
me permitirá un cómodo anonimato entre la gente rubia. Podré conseguir un trabajo,
al principio será miserable de seguro, pero podré mejorar… no será difícil colocarme
en un restaurante, ya sea en los trastes o la comida… hace horas no pruebo bocado,
por cierto, aunque el sabor de mi boca es más amargo cada vez; cobre y arena, sudor
y celos, miedo, arrepentimiento.
El calor trae consigo más moscas, los demás pasajeros
abren las ventanas en su totalidad para refrescarse con el aire, incluso buscan
los asientos más cercanos al chofer y la puerta del camión. Yo no puedo –ni quiero–
prefiero permanecer atrás para estar sola. Sin embargo el camión frena, el chofer
quita la cinta de Joan Sebastián y se dirige, entonces, hacia mí. Los demás pasajeros
me observan con miedo.
El conductor me mira preocupado, y con su voz más
amable me llama.
–Señorita, señorita, ¿se siente bien? –sus pasos son
cada vez más lentos y acerca sus manos a las mías, entonces me quita la navaja y
habla de nuevo. Yo entonces no lo escucho ni lo miro, pues observo atenta como se
abre la puerta y él irrumpe por las escaleras del camión sin que nadie repare en
su presencia. Aún lleva la misma ropa y todavía le escurre sangre de los orificios
de bala, mas nadie se da cuenta.
Decido mostrarle mi mejor sonrisa y corresponde, le
pido perdón con la mirada, levanto mis manos y el chofer se aleja de un salto cuando
mira mis muñecas abiertas. Él por el contrario me mira con dulzura y levanta las
manos también, se acerca. El sol del desierto inunda los pasillos a su paso, el
chofer comienza a gritar y otras personas le responden. Pero a nosotros no nos importa,
pues estamos a unos cuantos pasos de abrazarnos y olvidar todo en un beso púrpura.
Alrededor suyo, numerosas moscas revolotean veloces y zumban frenéticas.
(Tomado
de www.ficticia.com)
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