Manuel Romero de Terreros
A Jesús Reyes Ferreira
Las trémulas llamaradas, que el fuego de la chimenea despedía, hacían oscilar
fantásticamente, sobre las paredes del aposento, la sombra del viejo don Alejandro.
Arrebujado éste en un sillón, al lado del ancho hogar, procuraba calentar su cuerpo,
entumecido, no tanto por el mal tiempo que a la sazón hacía, cuanto por los años
y penas que sobre él pesaban. Pero, a pesar de su proximidad al fuego, sentía frío.
¡Cuántas noches pasara largas horas en el mismo sitio,
fija la mirada en la rojiza lumbre! A veces, los encendidos leños asumían formas
que su imaginación trocaba en personas y sucedidos reales, y de esa manera convertía
aquel hogar en escenario, en el cual se representaba a menudo el tétrico drama de
su vida.
El primer acto, por decirlo así, era de escaso interés.
Después de sus primeros años, pasados al lado de su madre, veía su vida de colegio,
vida triste y sin amigos, que tanto influyó sobre su carácter, haciéndolo huraño
y retraído.
Empezaba el segundo acto con un cuadro pavoroso. Sobre
el lecho de muerte yacía su madre, el único ser de él querido, y al lado, de pie,
contemplábala un hombre severo, casi repugnante: su padre.
Sucedíanse los demás actos del drama con toda fidelidad.
Don Alejandro recorría las principales capitales del mundo, en busca de distracción;
pero todos huían de él, como si fuese un ser infecto: con lo cual se agriaba su
carácter más y más. Cuando volvía a su casa, encontraba que su padre se moría. Sin
sentir dolor alguno, veía cómo se apagaba la existencia del autor de sus días. El
médico indicaba que no había más recurso… Llegaba el sacerdote, pero el moribundo
sólo lograba enunciar, con gran dificultad, las palabras:
–¡El cofre…!
El salón en que se hallaba don Alejandro guardaba muchas
obras de arte y objetos antiguos. Entre ellos, en un rincón del aposento, se hallaba
un gran cofre de hierro, cubierto, casi en su totalidad, con clavos y remaches de
bronce. Este era, sin duda alguna, el cofre al cual el moribundo había querido referirse,
pero la llave no había podido encontrarse y el secreto, si secreto había en él,
permanecía ignorado.
Por milésima vez, don Alejandro dirigió la mirada hacia
el ángulo de la estancia, y se estremeció al ver que el cofre se hallaba abierto.
La pesada tapa descansaba contra el muro, dejando ver el vetusto y complicado mecanismo
de su cerradura.
Mucho tiempo permaneció el anciano sin poder apartar
de aquel sitio los espantados ojos. Por fin, haciendo un supremo esfuerzo, abandonó
su sitial al lado de la chimenea, y con una sensación de espanto, se dirigió hacia
el cofre. Al principio nada pudo distinguir en el interior, pero pocos momentos
después, vio un rectángulo amarillento que yacía en el fondo. Hincose de rodillas
y con mano trémula extrajo aquel objeto. Era un sobre, manchado por el transcurso
del tiempo, sin rótulo de ninguna especie.
Repentino y formidable estrépito hízole volver el rostro
amedrentado, y vio que la tapa del cofre había caído en su sitio, cerrándolo de
nuevo.
Volvió al lado del hogar, para leer el contenido del
sobre: pero sus manos estaban de tal manera temblorosas, que no pudo verificarlo.
Después de algunos instantes, logró conquistar relativa tranquilidad; abrió la cubierta
y con ojos de terror, extrajo el pliego que contenía. Pero le daba vueltas la cabeza,
y tuvo que apoyarse en la butaca para no caer al suelo. Fijó de nuevo la vista en
el fuego del hogar, y vio claramente la pavorosa escena de la muerte de su madre.
Anonadado, miró el anciano furtivamente a su alrededor, temiendo ser observado,
y decidió hacer un esfuerzo para leer el pliego; pero el papel se escapó de sus
temblorosas manos y cayó entre las llamas que lo consumieron vorazmente.
Don Alejandro miró hacia el rincón en donde estaba el
cerrado cofre y se acercó más aún a la chimenea, pero, a pesar de su proximidad
al fuego sentía frío.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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