Silvina Ocampo
Vivían en la obscuridad de corredores fríos donde se establecen
corrientes de aire producidas por las plantas de los patios. Tenían almas de
funámbulos jugando con los arcos en los patios consecutivos de la casa. No
sentían esa pasión desesperada de todos los chicos por tirar piedras y por
recoger huevos celestes de urraca en los árboles. Cipriano y Valerio –Cipriano
y Valerio los llamaba sin oírlos la planchadora sorda, que rompía la mesa de
planchar con sus golpes–. Cipriano y Valerio eran sus hijos, y cada vez se
volvían más desconocidos para ella; tenían designios obscuros que habían nacido
en un libro de cuentos de saltimbanquis, regalado por los dueños de casa.
Cipriano saltaba a través de los arcos con galope
de caballo blanco, y Valerio de vez en cuando hacía equilibrio sobre una silla
rota y escondía cuidadosamente su afición por las muñecas. No comprendía por
qué los varones no tenían que jugar con muñecas. No había sabido que era una
cosa prohibida hasta el día en que se había abrazado de una muñeca rota en el
borde de la vereda y la había recogido y cuidado en sus brazos con un
movimiento de canción. En ese momento lo atravesaron cinco risas de chicas que
pasaban y su madre lo llamó, y con el mismo gesto de tirar la basura le arrancó
la muñeca. Cipriano había aumentado ampliamente su vergüenza con sus lágrimas.
La planchadora Clodomira rociaba la ropa blanca con
su mano en flor de regadera y de vez en cuando se asomaba sobre el patio para
ver jugar a los muchachos que ostentaban posturas extraordinarias en los marcos
de las ventanas. Nunca sabía de qué estaban hablando y cuando interrogaba los
labios una inmovilidad de cera se implantaba en las bocas movibles de sus
hijos. Era una admirable planchadora; los plegados de las camisas se abrían
como grandes flores blancas en las canastas de ropa recién planchada, y planchaba
sin mirar la ropa, mirando las bocas de sus hijos. Detrás de las cabezas se
elaboraba algún extraño proyecto que largamente trató de adivinar en el
movimiento de los labios, hasta que acabó por acostumbrarse un poco a esa
puerta cerrada que había entre ella y sus hijos. Por las mañanas los dos chicos
iban al colegio, pero las tardes estaban llenas de juegos en el patio, de
lecturas en los rincones del cuarto de plancha, de pruebas en imaginarios
trapecios que la madre empezaba a admirar.
Cipriano había ido al circo un día con su madre.
Durante el entreacto fueron a visitar los animales. Cuando volvieron, al cruzar
delante de la pista Cipriano sintió el vértigo de altura que había sentido en
la azotea de la casa adonde raras veces lo habían dejado subir. Soltó la mano
de su madre y corrió hacia adentro del picadero, dio vueltas de caballo
furioso, dio vueltas de carnero de pruebista, se colgó de un alambre de
trapecista, se dio golpes de clown. Y todo eso con una rapidez vertiginosa en medio
de una lluvia de aplausos. Todo el público lo aplaudía. Cipriano, deslumbrado
en las estrellas de sus golpes, era el caballo blanco de la bailarina, el
pruebista de saltos mortales con diez pruebistas encima de su cabeza, el
trapecista de puros brazos con alas que atraviesan el aire para luego caer en
la red elástica sobre un colchón enorme, donde duermen los trapecistas. Su
madre lo llamaba por entre el tumulto de aplausos: ¡Cipriano, Cipriano! y se
creyó muda, con su hijo perdido para siempre. Hasta que un acomodador se lo
trajo lleno de moretones y bañado en sudor. El público sonreía por todas partes
y Clodomira sintió su terror furioso transformarse súbitamente en admiración
que la hizo temer un poco a su hijo como a un ser desconocido y privilegiado.
Cuando llegaron de vuelta a la casa, Valerio, que
estaba enfermo con la cabeza tapada dentro de las sábanas, asomó los ojos y vio
todo el espectáculo glorioso del circo desenrollarse como una alfombra en los
cuentos de Cipriano. Cipriano llevaba un nimbo alrededor de su cara del color
de la arena de la pista, sus moretones adquirían formas extrañas de tatuajes
sobre sus brazos.
Cipriano vivió desde ese día para volver al circo,
Valerio para que Cipriano volviera al circo. Era a través de su hermano que
Valerio gozaba todas las cosas, salvo su afición por las muñecas.
El fervor acrobático sin cesar crecía en el cuerpo
de Cipriano; llegaron a inventar un traje de saltimbanqui hecho con medias de
mujer y camisetas viejas del portero.
Un día no sentían ya el frío de la tarde sobre los
brazos desnudos. Parados en el borde de una ventana del tercer piso, dieron un
salto glorioso y envueltos en un saludo cayeron aplastados contra las baldosas
del patio. Clodomira, que estaba planchando en el cuarto de al lado, vio el
gesto maravilloso y sintió, con una sonrisa, que de todas las ventanas se
asomaban millones de gritos y de brazos aplaudiendo, pero siguió planchando. Se
acordó de su primera angustia en el circo. Ahora estaba acostumbrada a esas
cosas.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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