miércoles, 16 de julio de 2025

Quita la mano de ahí, Sebastián

Víctor Roura

 

1. Después de no verlo por más de quince años, encontré el sábado pasado a Sebastián Zurbia. Fue en el bar El Zirahuén, luego de la presentación de uno de mis libros. Se me acercó lentamente. Y dijo:

–De seguro no sabes quién soy…

Tardé en reconocerlo, la verdad. E hicimos memoria de cuando estudiamos juntos la primaria.

 

2. A la hora de sentarse, Fabiola Rosales sintió en sus nalgas la mano de Sebastián.

–Perdón –dijo inmediatamente Sebastián un miércoles de junio de 1964.

Y la quitó, la mano. Fabiola sólo lo miró un tanto extrañada. La maestra Sara Isordia hablaba sobre los puntos cardinales y las estaciones del año. Sobre la primavera y el crecimiento de las flores. Casi ningún niño prestaba atención a la clase de quinto grado. Un fuerte rumor de vocecillas se alzaba en el salón.

Después de lo sucedido, Sebastián, el canijo Sebastián, no pudo concentrarse en nada. Fabiola, por su parte, hacía flores mal trazadas en su cuaderno.

–Antes de que te sentaras quería agarrar un hilo que estaba en tu lugar –dijo Sebastián–, pero no pude…

–¿Dónde está?

Fabiola volvió a levantarse, buscando en su asiento. No halló nada.

El rumor de las vocecillas se alzaba cada vez más. La maestra Sara seguía entusiasmada con las estaciones y su voz, ronca, áspera, parecía un gruñido salido de una tensa asamblea.

Los niños, de vez en vez, la oían atentamente. Pero la mayoría no prestaba atención.

–Ya se habrá caído el hilo –dijo Sebastián–. No, mira, está pegado en tu falda…

Fabiola Rosales trataba de ver hacia atrás. Giraba su cuello por los dos lados.

–No lo veo…

–Aquí está –indicó Sebastián, quien ya lo había agarrado, rozando las nalgas de Fabiola.

Pero al sentarse, la niña sintió de nuevo la mano de Sebastián. Volteó a verlo y le sonrió con una sonrisa sin malicia ni morbo ni picardía. No sabía qué decirle. Ni Sebastián decía nada. Como tampoco hizo algo para quitar la mano. Ahí la tuvo bastante rato. Los dos sentían una sensación desconocida. Los dos presentían, de igual modo, que lo que hacían no sería aprobado por ningún adulto, pero no se atrevían a decirse nada. La mano era, sólo, el asiento de Fabiola. Nada más.

Con los días, este incidente se fue haciendo costumbre.

Antes de sentarse Fabiola Rosales, ya la mano de Sebastián esperaba las nalgas. Y los dos cómplices sonreían, mientras Sara Isordia hablaba sobre los asteroides y las estrellas y los planetas del sistema solar. Sentados como desde el inicio del año, en una banca para dos, Fabiola y Sebastián ya no permitían que los cambiaran de lugar. Según el plan de la profesora, las parejitas debían modificar su lugar cada mes para que, de ese modo, los niños se fueran conociendo más. Pero con Fabiola y Sebastián tuvo ese problema. Ellos no querían cambiar de asiento, y como a los demás niños no les importaba (“son novios, son novios lero lero”), Sara optó por dejarlos juntos.

Y todos los días, la mano de Sebastián era el asiento de Fabiola Rosales.

Pero el jueves 2 de julio las cosas cambiaron. Ese día, Fabiola miraba a Sebastián seriamente. No le sonrió, como siempre, ni le dirigió la palabra al llegar. Al entrar al salón, como siempre, acomodaron sus mochilas a un lado de la banca y Sebastián puso su mano en el lugar de Fabiola. Ella lo miró antes de sentarse. Luego sintió en sus nalgas la tibia mano de su compañerito. Estuvo así un momento. Y después le dijo, mortificada:

–Mi mamá dice que lo que hacemos es una cosa mala, que estamos pecando…

Sebastián la vio desconcertado.

–Dice que no debemos hacerlo porque Dios nos va a castigar…

La maestra Sara llegó en ese instante. Saludó a los niños. Todos se pusieron de pie y contestaron en coro. Al volver a ocupar su asiento, Sebastián preguntó:

–¿Por qué es malo?

–No sé –dijo Fabiola–, pero dice que es muy malo. Así que quita la mano de ahí…

Sebastián la deslizó por debajo de la falda de Fabiola y por fin la tuvo libre.

–Pero no te enojes conmigo –suplicó Sebastián.

–No, cómo crees –dijo Fabiola.

A la hora de la salida, la madre de Fabiola Rosales buscó a Sebastián y lo encontró a un costado de la campana que daba aviso a los refrigerios, metiendo algo en su mochila.

Lo llamó.

Al verla, Sebastián palideció. Fabiola se hallaba lejos, por la puerta principal de la escuela. Sebastián se acercó a la señora.

–¡Escuincle majadero, te voy a acusar con tu mamá! –dijo la madre de Fabiola y con la mano abierta le pegó en la nuca, y luego le asestó un coscorrón.

Fabiola, desde donde estaba, se tapó los ojos.

 

3. Otro día, si hay tiempo, les contaré cuando Sebastián Zurbia se cagó en clase y armó un tremendo desbarajuste, inolvidable, en la pequeña escuela.

 

El enemigo

Arturo Uslar Pietri

 

El sargento avanzaba por el camino de ronda, sobre la muralla que caía a pico en el mar. Cada vez que estallaba la ola en los estribos del muro, subía hasta él, con el sordo rumor de aquel golpear profundo, el penetrante vaho salitroso que parecía empañar el cristal puro de la mañana.

La inmensidad del mar se extendía limpia y abierta hasta el horizonte, desde los cocales de la costa. Apenas se divisaban a un lado, en el abierto atracadero, dos goletas que mecían en el aire la bandera amarilla de los insurgentes, que era la misma que sobre el tope de la fortaleza se sacudía en la rápida brisa que del mar venía a golpear, como otra ola transparente, el alto muro de la montaña que se levantaba a espaldas del pueblo.

El sargento era menudo y fuerte, el pelo lacio de indio le salía por entre un pañuelo de colores que tenía atado en la frente y a veces le caía, impulsado por sus bruscos movimientos de cabeza, sobre los ojos entrecerrados, quietos y penetrantes. A su lado arrastraba pendiente un sable, cuya contera tintineaba al resbalar sobre las piedras desiguales del camino de ronda.

Un centinela, que avanzaba en sentido contrario, se cuadró ante él:

–Mi sargento Tunapuy. No hay novedad.

Contestó con un saludo que era como un manotazo brusco sobre la frente, y siguió adelante. No había novedad para el soldado, pero para él sí la había, y grande. Tan grande y tan extraordinaria que iba retardando su ejecución lentamente. Tan grande que toda la fortaleza y su gente, que habían salido de la noche perezosa para entrar en la mañana incierta, iban a sacudirse y a agitarse como un hato de chivos cuando estalla cerca el primer rayo de una tempestad. El sargento Tunapuy había sido pastor de chivos, y con la manada acre y baladora había aprendido a callar y a mandar con un grito o con el golpe de una piedra. Pero eso había sido mucho antes de la guerra, cuando en el lejano valle de su aldea nadie sabía nada de otras partes y los días habían sido iguales por siglos. Después los días habían sido movidos y de todos los colores, como un pleito de pájaros en las ramas de un bucare. No había habido dos días iguales y todos habían sido de aventura, de cambio, de camino y de temor de muerte.

Ahora iba llegando al patio de los prisioneros. Desde el camino de ronda los contempló silenciosamente un rato que le pareció largo. Estaban hacinados, como los chivos en el corral, en el patio abierto al sol y en las bocas oscuras de los calabozos. Casi no les quedaba espacio para tenderse. Unos pocos conservaban restos de uniformes, pero los más estaban casi desnudos, con algún raído pantalón que les colgaba descolorido de la cintura. De ellos no subía el olor acre de los chivos, sino un olor blando y pegajoso de niñez y de trapo sudado y un rumor sordo de sueño, de murmuración y de rezo.

Eran muchos, pero allí hacinados en el patio parecían muchos más de los que eran. Los ojillos duros del sargento se fueron paseando sobre ellos, casi sin detenerse sobre ninguno. Escupió porque sentía en la boca la saliva amarga. Todos eran godos, que habían estado vestidos de diablos rojos en los batallones del rey. El sargento se los había topado muchas veces en los encuentros bruscos y entrecortados de la guerra, entre los estampidos de los fusiles y las atropelladas carreras de los jinetes. Los había visto herir y matar a sus compañeros de filas y los había visto caer muertos, con los brazos aspados entre el polvo de los campos. Eran los malvados godos. Era mucho el pueblo quemado que habían dejado ardiendo, eran muchas las manchas de zamuros que había visto volando sobre los campos por donde ellos habían pasado. Habían llegado de la tierra del rey en unos barcos grandes, con uniformes rojos, gorros altos y bayonetas relucientes, para matar y perseguir a la gente pobre. Había que acabar con todos ellos para que la pobre gente de las aldeas, de los conucos y de los hatos, pudiera quedar tranquila y sin miedo.

El sargento no los había visto de cerca sino en el combate y en la prisión. El calor los ponía colorados como si estuvieran hechos de carne cruda y hablaban de un modo distinto que no era el modo de hablar de la gente buena de la tierra. Les silbaban y les zumbaban las palabras en el fondo de la garganta, como las culebras de monte cuando se acerca el incendio.

Un comandante le había enseñado el modo de reconocerlos cuando querían ocultar su identidad. Con pedirles que dijeran “naranja” bastaba. Era un “ja” salido de las profundidades del pecho que nada tenía que ver con aquella otra palabra redonda y suave con que la gente suya nombraba la fruta de oro desleída en jugo.

Eran los godos. Eran los enemigos. La guerra duraba hacía muchos años porque no se había podido acabar con ellos, pero ahora iba a durar poco, se iban a acabar los godos, se iba a exterminar a los enemigos, y volvería la gente a vivir tranquila en los valles y en las aldeas, sin que se oyera ni el estampido de un tiro ni el galope de un lancero.

Era la gran noticia que sabía el sargento Tunapuy. Poco antes el oficial de ordenanza le había transmitido la orden. La había oído sin pestañear. Había que organizar dos compañías para matar a los prisioneros.

–¿Todos los godos?

–Todos –replicó secamente el oficial.

–¿Y los que están en la enfermería?

–También.

No era que lo asustara aquello, pero se quedó un momento perplejo, sin responder. El oficial lo sacó de aquel vacío.

–Hay que ejecutar la orden inmediatamente. Se ha declarado la guerra a muerte y hay que acabar con los enemigos. Váyalos sacando de diez en diez y los degüellan en el patio de las letrinas. Nada de gastar pólvora.

Sólo entonces fue cuando se cuadró, dio media vuelta y se marchó lentamente por el camino de ronda, hasta detenerse en aquel punto a mirar la manada de prisioneros en el patio. Todo parecía tranquilo en el mar, en la fortaleza, en la montaña, pero todo cambiaría cuando él le diera salida a aquella orden que llevaba sujeta en la boca.

Con una seca voz de mando llamó a un ordenanza:

–Reúna dos compañías en el patio de las letrinas. Escoja hombres que sepan manejar el cuchillo. Pregunte por los que sepan beneficiar ganado. Que le den a cada uno un cuchillo de matarife. Bien amolado. –Mientras el ordenanza corría a ejecutar la orden, el sargento se devolvió sin volver a mirar el patio. Bajó por una escalera lateral, atravesó un cobertizo y llegó junto a una hamaca donde estaba tendido un hombre. Al oír la voz que lo llamaba, el hombre se puso de pie.

–Cabo, haga sacar los enemigos de diez en diez y los lleva al patio de las letrinas. Allí están dos compañías para irlos degollando. Cuando se acaben los del patio, saque los de la enfermería. Que no quede un enemigo. Cualquier novedad me la trae aquí.

Se retiró el cabo a cumplir la orden y el sargento se tendió sobre la hamaca. Estiró los brazos y las piernas y cruzó las manos bajo la nuca. Trataba de aguzar el oído para oír sobre el ruido grueso del oleaje algún golpe, algún grito, algún quejido, alguna señal de la muerte que andaba en el otro patio.

Debió de haber pasado mucho tiempo cuando lo despertó el cabo con la novedad. Se restregó los ojos, pesados y borrosos de sopor. Debió de haber dormido varias horas porque un duro sol de mediodía calentaba las paredes sucias y el techo del cobertizo. Regresó con alguna torpeza al recuerdo de lo que había ocurrido o de lo que debía de estar ocurriendo. Era como si se hubiera ido escondido en el sueño, mientras las cosas pasaban. Se sobresaltó al pensar que había podido ocurrir algo inesperado y que sus superiores pudieran acusarlo de negligencia por no haber intervenido personalmente en la ejecución de los prisioneros. Se sentó rápidamente sobre la hamaca con los brazos abiertos sujetando los extremos del arco que hacía la red.

–¿Qué es lo que pasa? –preguntó con violencia.

–Nada, mi sargento –susurró el cabo–. No faltan sino unos pocos para terminar de degollar a todos los enemigos. Eso da mucho trabajo, ¿sabe?

–Gente floja. Yo he debido ir para enseñarles cómo se hace. Si yo hubiera ido, le aseguro que habríamos terminado hace tiempo. ¿Qué es lo que les pasa? ¿Les da miedo?

El cabo no replicó nada.

–¿Cuál es la novedad que me trae entonces?

El cabo lo miró con temor, sin atreverse a hablar. El sargento Tunapuy se puso iracundo.

–Acabe de decir lo que tiene, pedazo de bruto.

–Lo que pasa, mi sargento, es que ha aparecido entre los prisioneros uno que no parece enemigo.

–¿No parece enemigo? ¿Y en qué se le conocieron? ¿Le van a creer a esa gente todo lo que dice?

El sargento empezaba a sentirse rabioso y molesto. Aquella gente no servía ni para cumplir órdenes.

–No habla, mi sargento. Es un mudo.

El sargento estalló en furia.

–Y a un mudo le hacen caso. Y por un mudo paran la ejecución y me vienen a molestar a mí. ¿Hablaron con el mudo?

–No se ponga bravo, mi sargento. El mudo protestaba de que lo fueran a matar y por señas contestaba a las preguntas que le hacían los nuestros. Nosotros, es decir, el cabo, mejor dicho, todos creemos que puede…, que puede no ser un enemigo. ¿No quiere que se lo traigamos, sargento, para que usted lo vea?

Su primer impulso fue mandarlo degollar sin más, pero la cara del cabo reflejaba una angustia y una indecisión que lo hicieron vacilar. No se perdía nada con ver a aquel hombre y de todos modos sobraba tiempo para mandarlo matar después.

–Tráiganlo para ver –ordenó secamente.

Se marchó el cabo y al rato volvió con un grupo de soldados en medio de los cuales venía el prisionero. Sin decir palabra, el sargento lo estuvo examinando detenidamente. Era un hombre joven, blanco, pálido, de mediana estatura, con tintes rojizos en el pelo y en la barba oscuros, que llevaba crecidos y desordenados. Iba descalzo y por todo traje lo cubrían los restos de un pantalón roto. El sargento le miró los pies. No tenían cuarteaduras ni asperezas de hombre que ha andado mucho tiempo descalzo.

–Tienes color y aspecto de godo –le dijo, mirándole con desconfianza–. Déjame verte las manos.

El prisionero se las tendió temerosamente. Estaban sucias y maltratadas y terminaban en cortas uñas resquebrajadas y negras. Sin embargo, con todo eso, al sargento le parecieron que no eran suficientemente rudas. No eran manos de campesino o de soldado.

–No me gustan esas manos –dijo con recelo y se las golpeó con fuerza, rechazándolas. Sintió la mirada de angustia que el prisionero le lanzaba.

–¿Eras soldado? –le preguntó nuevamente.

El hombre movió la cabeza negativamente, y trató de completar su expresión con un aullido ronco que le salió de la garganta.

El sargento Tunapuy no sabía leer, pero pensaba que si el prisionero supiera escribir, algún oficial podría leer las respuestas y ponerle de ese modo un fin pronto a aquella curiosa situación.

–¿Sabes escribir?

Pero el hombre hizo un desesperado gesto de negación.

–¿Desde cuándo eres mudo?

Dio a entender por señas que desde hacía mucho tiempo. Desde que era pequeño.

–Acércate para verte la boca. El prisionero se acercó a la hamaca y se dobló sobre el sargento con la boca abierta. Tenía lengua y aparentemente una boca normal, pero más que aquélla el sargento le miró los ojos. Eran marrones y muy abiertos y lo miraban con una fijeza angustiosa.

Cuando el hombre volvió a su posición anterior, el sargento guardó silencio por un rato, miró los rostros de los soldados que acompañaban al prisionero y de los que se habían ido reuniendo atraídos por la escena, y no halló en ellos ninguna expresión que le pudiera revelar lo que pensaban. Todos parecían pendientes de él en espera de su decisión, y él estaba ensimismado.

Al sargento Tunapuy le gustaban las situaciones simples y aquélla se le presentaba demasiado complicada. Era difícil averiguar si aquel hombre era un enemigo o no lo era. Por el aspecto parecía más bien un godo, pero también había conocido muchos insurgentes que tenían un tipo parecido. El sargento Tunapuy había visto morir y había matado él mismo mucha gente, para que la posibilidad de matar a un hombre más, sin razón, entre cientos de enemigos, pudiera preocuparle. En el fondo, prefería mandar matar a un inocente que no podía probar que lo era, antes que dejarse engañar tontamente por la astucia de un enemigo. No había manera de conocer al enemigo. No tenía ni siquiera aquella habilidad de los perros que cuidaban la manada, en sus tiempos de pastor, que por el olfato distinguían entre cien animales el chivo extraño que se había metido entre ellos. Él no tenía un olfato tan seguro para oler al enemigo. Le era difícil saber si aquellas manos, si aquellos pies, si aquellos ojos temerosos, eran de un enemigo. Si fuera alguien que hablara, no habría tenido dudas. Le habrían bastado unas pocas palabras para saber si era o no un godo.

El sargento continuaba ensimismado. Pero de un ser que no hablaba es difícil saber que era un godo. Faltaban las palabras para poder decidir, sin dudas, si aquel hombre era o no un enemigo. El enemigo tenía un modo de hablar y él lo conocía y no había quien lo pudiera engañar con la voz. Pero no había unas manos de enemigo, unos pies de enemigo, una piel de enemigo, un cuerpo de enemigo, que permitieran reconocerlo de inmediato a primera vista.

Todo el atolladero en que estaba metido venía de que aquel maldito hombre era mudo. Hubiera bastado con que pudiera decir la palabra: “Naranja”. Pero no podía decir ninguna palabra, sino aquel mugido bronco que a veces parecía un quejido de dolor o de súplica. Además, un mudo es como un niño que no sabe hablar. Por hombre y recio que sea tiene algo de niño que todavía no habla. No es difícil matar a un hombre, aunque se corra el riesgo de que no sea un enemigo, pensaba el sargento, pero matar a un mudo cuesta trabajo. No es cosa que se hace sin repugnancia. Con una repugnancia que se parece a la que se tiene para matar a un niño.

De pronto, el rostro del sargento se iluminó. Si se pudiera saber de dónde era aquel hombre, no habría problema. La orden recibida decía que se debía perdonar a los criollos, aunque hubieran servido todo el tiempo con los godos.

–¿De dónde eres tú? –le preguntó casi con un grito.

El prisionero hizo señas con la mano indicando la lejanía hacia el suroeste, más allá de las montañas que se alzaban sobre la fortaleza.

–¿Eres de los llanos de Barinas?

Negó con la cabeza, y ayudándose con gestos y gruñidos fue indicando vagas direcciones en el aire.

El sargento iba preguntando con más angustiosa celeridad a cada respuesta negativa que daba el mudo.

–¿De Barquisimeto?

Era de más allá. Con la mano indicaba una forma de valle alto entre montañas.

–¿De Trujillo?

No tan lejos, indicaba. Era de más acá. Probablemente de alguna de las aldeas que se agrupan en torno a una capilla en las primeras estribaciones de la cordillera.

–¿Hay algún soldado aquí de por esos lados? –preguntó el sargento.

Se adelantó uno que era de los Humocaros. El sargento le ordenó que le preguntara por cosas y personas conocidas de la región.

–¿Conoces El Tocuyo?

El mudo afirmó con la cabeza.

El soldado que interrogaba no hallaba cómo preguntar. Recordaba la iglesia y el convento y la plaza del pueblo, pero no hallaba cómo hacer que le indicara los nombres. Tuvo entonces una ocurrencia maligna. Si le preguntara por una persona que no existía, podría entonces cogerlo en la mentira.

–Todo el mundo en el pueblo conoce al padre Damián, que es el cura de la iglesia. ¿Lo conoces?

El prisionero no respondió de inmediato, miró fijamente al que lo interrogaba, pareció que vacilaba para responder o que trataba de contestar. Al fin movió la cabeza negativamente.

–¿No lo conoces? Es lástima.

Se acercó al oído del sargento y le susurró la treta que había puesto en práctica. El sargento sonrió:

–Pero el hombre no cayó. No es tonto.

Frente a ellos, inaccesible, ajeno, aislado por su mudez, seguía esperando el prisionero. Todos los ojos convergían sobre él y pasaban de él al rostro perplejo del sargento Tunapuy.

–¿Qué es lo que sabes hacer?

Respondió haciendo señas de moler con un matraz, de colocar vendajes, de pasar la mano sobre la frente febril de un enfermo.

–¿Eres enfermero?

Asintió. Resultaba enfermero. Todos se miraron contentos. Quedaban muchos enfermos en la fortaleza, aun después de matar a los godos, y no había un buen enfermero.

–”Tienes suerte, condenado”, pensó el sargento. Pero algo en su ser se resistía a dejar escapar la presa. Quería hallar algún modo de averiguar la verdad.

–¿Cómo llegaste aquí?

Con mugidos, gestos y mímica el prisionero dio a entender que lo habían cogido al entrar en una ciudad, equivocadamente, junto con algunos soldados enemigos rezagados, que nadie hasta ese momento había querido hacerle caso por más que había tratado de hacerse entender de los guardias, y que estuvo entre el montón de prisioneros hasta que llegó el momento en que comprendió que lo iban a matar y logró que los soldados se dieran cuenta y le salvaran la vida. Daba gracias con los ojos, con las manos, con la encogida actitud de animal temeroso rodeado de peligros.

–¿Lo dejamos como enfermero? –dijo el sargento, como tratando de preguntar a los otros, y añadió sentenciosamente–: Siempre habrá tiempo de matarte, si resulta que nos has engañado.

Los soldados manifestaron su aprobación. Haber encontrado un enfermero era una gran suerte para todos.

–Está bien, llévenlo a la enfermería. Yo voy a darle la novedad al oficial de guardia –dijo el sargento, levantándose de la hamaca para salir.

Pero cuando ya iba a pasar la puerta, se detuvo y se devolvió lentamente. No lograba convencerse de la verdad de lo que habían logrado averiguar. Le daba vueltas en la cabeza el instinto hostil y el miedo al engaño.

Cuando llegó frente al prisionero, juntó las manos e hizo una cruz con los pulgares.

–Jura por ésta que no eres un enemigo.

El mudo asintió con la cabeza.

–No, así no. Arrodíllate y besa la cruz.

El prisionero cayó de rodillas y puso los labios, sos, sobre las manos entrecruzadas del sargento.

 

***

Le dieron ropas que habían sido de los prisioneros ejecutados. Era raro que alguna le ajustara bien; o le venían holgadas o demasiado estrechas, lo que le daba un aspecto grotesco y llamativo y recordaba su situación de advenedizo.

Estaba lo más del tiempo en la enfermería, yendo de un camastro a otro, o en la farmacia, donde se reveló hábil ayudando a preparar los emplastos y bebedizos para los heridos y para los enfermos de fiebre.

Al poco tiempo se había ganado el afecto de todos. Nunca habían tenido un enfermero más atento ni más eficaz. Se instalaba a la cabecera del enfermo grave, le enjugaba el sudor, le ayudaba a moverse, le traía agua y estaba pendiente de cualquier deseo para complacerlo. Pasaba las noches en claro, levantándose a cada instante, para atender a los que estaban más necesitados de ayuda y se sentaba por horas a la cabecera de los que no querían quedarse solos porque tenían miedo de morir. Era también el primero en ir a buscar al sacerdote cuando adivinaba, en algún rostro demacrado, la trágica proximidad de la agonía.

En los primeros días no tenía nombre. No sabía escribir y no lograban entender los sonidos inarticulados y broncos con que trataba de pronunciarlo. Optaron, alguna vez, por enumerar ante él todos los nombres que se les podía ocurrir, pero a cada uno de ellos movía negativamente la cabeza. Por un tiempo se contentaron con llamarlo el mudo, y él parecía contento y dispuesto a seguir atendiendo por este nombre.

Hasta que un día un soldado sacudido por la fiebre, acaso delirante, se lo quedó viendo y le dijo:

–Esperandío. Tú eres Esperandío. ¿No me conoces?

Después se puso en claro que no lo conocía, sino que tan sólo se le parecía mucho a alguien que había conocido y que se llamaba así.

Desde entonces todos empezaron a llamarlo Esperandío, y él lo aceptó con gusto. El hecho de darle un nombre le creó como una nueva personalidad. Ya no era el mudo ni el rescatado de los enemigos en el momento de la ejecución, sino Esperandío, el enfermero, con un nombre campesino que sonaba a haberlo conocido toda la vida.

Por un tiempo su situación fue dudosa, todos lo trataban como si fuera un hombre más del servicio de la fortaleza y no un prisionero.

Casi nunca salía de la enfermería y sólo alguna rara vez alguien pudo verlo subir hasta lo alto de la muralla y quedarse absorto por un rato mirando fijamente hacia lo más lejano del mar.

Cuando algunos de sus antiguos enfermos salían con permiso al pueblo, no faltaba quien viniera a invitarlo a acompañarlo, pero él siempre se resistía y hacía seña con la mano de que tenía que quedarse a cuidar de los que estaban en cama.

Hasta un día en que, estando desocupada la enfermería, vinieron a buscarlo los que tenían permiso, y a vuelta de tanto insistir lograron convencerlo de acompañarlos a salir al pueblo.

Junto a la puerta de la fortaleza se encontró al sargento Tunapuy, quien, al mirarlo, increpó al grupo:

–¿Quién le dio permiso al mudo para salir?

Los que lo acompañaban explicaron que, a fuerza de insistir ellos, él había terminado por aceptar.

–Esperandío nunca quiere acompañarnos, sargento. Por fin hoy conseguimos que viniera con nosotros un rato.

El sargento pasaba raras veces por la enfermería y, por tanto, había visto poco al hombre desde que estaba en ese servicio. Pareció vacilar un rato. Parecía volver a revivir en su cabeza la duda de que el mudo fuera un godo que lo había engañado. Tal vez, pensaba, podría aprovechar la salida para fugarse. Iba ya a darle la orden de que se devolviera, pero algo lo detuvo y lo hizo cambiar de opinión. Acaso el deseo de hacer una nueva prueba decisiva. Si era un enemigo, no perdería la oportunidad de aquella salida para fugarse. Después sería cuestión de mandar una comisión rápidamente a perseguirlo y capturarlo.

–Mira, mudo, está bien, puedes salir, pero si dentro de una hora no estás aquí, te pongo un cepo al regreso.

Salieron riendo y se perdieron por las callejas estrechas del puerto. El sargento Tunapuy no se movió durante todo el tiempo de la puerta y miraba calladamente la sombra del muro sobre el suelo para calcular la hora.

Cuando ya pensaba que el tiempo se había vencido, vio desembarcar por la calle más próxima un grupo de soldados. Entre ellos distinguió al mudo. Sin esperar a que llegaran se retiró rápidamente y se perdió en el interior de la fortaleza.

El sargento Tunapuy cayó enfermo con la fiebre. Lo llevaron a la enfermería casi inconsciente. La piel le ardía, tenía los ojos fijos y ausentes y deliraba a ratos.

Desde que lo tendieron en el camastro, el mudo se instaló a su lado sin abandonarlo un momento. Le palpaba la frente para sentirle la temperatura, le cambiaba constantemente las compresas frías para refrescarlo, y le daba a las horas fijas las medicinas acostumbradas.

Parecía acompañarlo hasta en el delirio, en una especie de diálogo sin palabras. Había momentos en que el enfermo se agitaba más y comenzaba a hablar entrecortadamente:

–Falta un chivo… Saca la cuenta… ¿Sacaste la cuenta? Ese perro no sirve… Me dejó ir un chivo… Tengo que ir a buscarlo…

Cuando trataba de incorporarse en la cama, movido por sus visiones, el enfermero lo contenía con suave firmeza, lo volvía a tender, le arreglaba las ropas y esperaba angustiado y tenso hasta que el sargento volvía a sumergirse en la modorra.

Todos los demás enfermos y los que pasaban por la sala no podían dejar de percatarse de aquella fiel adhesión. Les parecía como si, físicamente, el mudo estuviera luchando contra la muerte por la vida del sargento.

Cada vez que el sargento Tunapuy entreabría los ojos miraba la figura del enfermero, quieta y atenta a su lado. Al principio lo entreveía vagamente como sin reconocerlo, pero a medida que fue mejorando comenzó a fijarse en él, y a veces llegó a sonreírle.

Un día en que ya estaba mejor le dijo de pronto obedeciendo a un ansia de convaleciente:

–Quisiera una naranja.

Se arrepintió casi al decirlo. No sólo sabía que era difícil conseguir una naranja en la fortaleza en aquella época, sino que además recordó que aquélla era la palabra que se les hacía decir a los enemigos para reconocerlos. El mudo pensaría que se la había dicho para hacerle ver que todavía no estaba convencido de que no era un enemigo.

Pero el mudo no le dio tiempo para decir nada más. Se levantó rápido y desapareció. El sargento Tunapuy se quedó pensativo.

En su cabeza lenta pensaba con curiosidad en lo que trataría de hacer el mudo para lograr una naranja. Acaso hasta se atrevería a ir a robarla al cuarto de un oficial. Acaso saldría él mismo a buscarla por todas las pulperías del pueblo. Estaría ahora acechando por la puerta entreabierta del cuarto de un oficial, atisbando en la penumbra la forma y el esplendor de una naranja. O correría desalado por las calles empinadas del pueblo buscando inútilmente.

No ha debido pedirle semejante cosa. No ha debido tampoco permitir que aquella palabra le recordara la duda sobre su posible condición de enemigo. Los enemigos eran malos y estaban vestidos con uniformes rojos. Aquél no podía ser un enemigo.

Aquel que estaba ahora de pie junto a la cama. Aquél era el mudo. Y, aunque no hubiera podido creerlo, tenía en una mano una naranja grande y dorada como un sol y en la otra un cuchillo listo para cortarla.

La cara del sargento se llenó con una sonrisa que le hizo más pequeños los ojos. Le costaba trabajo, pero tenía que decírselo:

–Eres bueno, mudo. Eres muy bueno. Eres mejor que yo.

Y como si quisiera acercarse más a él y borrar hasta la sombra de lo que había podido ser antes, por primera vez no lo llamó mudo, sino que le dio el nombre de la nueva personalidad que le habían puesto los otros.

–Esperandío, eres bueno…

 

***

Algún tiempo después, una tarde, llegó a la fortaleza un capitán patriota con una pequeña escolta. Venían fatigados y maltrechos y daban la impresión de venir de muy lejos, de muchos peligros y trabajos.

Traía instrucciones para los jefes y se encerró con ellos por largo rato. Los hombres de la fortaleza comenzaron a hacer conjeturas sobre aquella llegada. Algunos, que habían hablado con los de la escolta, lograron informarse de que las cosas de la guerra iban mal para los patriotas. Los godos habían reconquistado la mayor parte del país. Tal vez lo que había traído era la orden de evacuar la plaza y marchar a reunirse con el grueso del ejército en algún otro punto lejano. Eso para todos significaba claramente un mal cambio: abandonar el reposo y la protección de aquellos muros para volver a los caminos tortuosos e inacabables, llenos de sol abrasador, de emboscadas y de combates.

Al anochecer, en el patio de los almendrones, se fue formando una gran rueda de oficiales y soldados en torno al capitán, que hablaba de los últimos sucesos de la guerra.

Poblaciones enteras habían desaparecido. Él había visto las casas abandonadas con las paredes desnudas, ennegrecidas por el fuego. Por los caminos se encontraban grupos de gentes que huían, abandonando sus casas, con los niños y los viejos a horcajadas sobre burros y amontonados en carretas con grandes fardos informes de ropa y de objetos preciosos. Iban huyendo de los godos. Y a veces, en la huida, se topaban de pronto con una partida de caballería enemiga. Los cercaban, los alcanzaban, los cazaban como animales.

El capitán daba detalles horribles.

–Pasé hace poco por mi pueblo y no queda nada. Primero mataron a los hombres y después a los niños, porque dijeron que no debía quedar ni semilla de insurgente. A algunos muchachos pequeños los tiraban al aire, como una pelota, para recibirlos en la punta de la bayoneta.

Las imaginaciones tejían, como un callado hervor, todas aquellas visiones de muerte y de odio.

–El enemigo no da cuartel, a todo el que sospechan de haber siquiera ayudado a un insurgente lo matan. En los pueblos que dominan nadie se atreve a esconder a uno de los nuestros. Han matado a todos los miembros de una familia: hombres, mujeres y niños, porque supieron que un insurgente se había ocultado en una casa vecina y no lo denunciaron. Y todos los que en el pueblo conocían a esa familia comenzaron a temblar, porque esa sola circunstancia los hacía sospechosos y les podía costar la vida.

El sargento Tunapuy estaba entre los que escuchaban más ávidamente y se le agitaba la sangre de temor y de odio a medida que se evocaban aquellas escenas de horror.

–El enemigo no va a dejar a ninguno de los nuestros con vida. Hay que pagarles con la misma moneda. No debemos dejar a ninguno de ellos con vida.

El sargento se apretó las manos con fuerza, nerviosamente. Recordaba la degollación de los prisioneros y le dolía no haber aprovechado aquella ocasión para haber degollado con sus manos a muchos enemigos. Había degollado reses y cerdos, pero el calor de la sangre de un enemigo en las manos debía producir una sensación distinta.

–En un pueblo del Tuy –decía el capitán– los godos fueron soltando uno por uno a los hombres de un destacamento nuestro, y al salir, entre el griterío de la gente enemiga, un lancero los perseguía, los alcanzaba y los clavaba con la lanza.

Antes de terminar y dispersarse, el capitán advirtió, con tono amenazador:

–Hay que tener mucho cuidado con los espías y los traidores. El enemigo mete gente suya entre la nuestra 58 para saber lo que tenemos y lo que pensamos hacer. Hay que estar vigilantes y desconfiar mucho.

Con aquellas palabras todos se retiraron, inquietos y temerosos. El sargento Tunapuy pasó frente a la enfermería y casi maquinalmente miró de reojo hacia el interior. La sala parecía sola, pero, como agazapado en un rincón, divisó al mudo. No quiso detenerse.

Encerraron al mudo en un calabozo, con guardia de vista. Toda la tarde lo estuvieron careando con el capitán recién llegado, que dijo que lo había conocido y que era un oficial godo.

El capitán, exasperado, le decía a gritos en su cara:

–Usted no me engaña. Lo vi entrar en El Pao de ayudante del brigadier español. Usted es un oficial godo. Usted habla. Lo oí yo mismo dar órdenes con una voz que ya quisiera yo tener. Confiese, diga la verdad.

La voz se corrió por la fortaleza de que el enfermero había resultado un enemigo. Era un oficial godo que había logrado engañarlos.

Entre los que primero llegaron estaba el sargento Tunapuy. No intervino, sino que se limitó a oír las acusaciones del capitán insurgente. Frío, lejano y reconcentrado.

El acusado negaba con obstinación, moviendo la cabeza negativamente y mugiendo a todo lo que se le decía. El capitán clamaba, rojo de ira:

–No se dejen engañar por este hombre. Todo es mentira. No es ningún mudo. Les puedo jurar que es un oficial godo.

Al entrar la noche se resolvió darle tortura. El sargento Tunapuy fue comisionado para hacerlo. Lo sacaron del calabozo y lo llevaron a un cuarto pequeño y aislado. El sargento ordenó a un cabo proceder, pero no quiso esperar a que comenzara la tortura. Rehuía la mirada de los ojos del prisionero y, por último, salió precipitadamente. No se había alejado mucho cuando lo alcanzó un primer grito desgarrador, tan firme y tan alto, que no parecía de la misma boca que daba los sordos mugidos del mudo.

Más tarde, mucho más tarde, porque por la ventana enrejada que daba al mar la noche se iba entibiando de la claridad del amanecer, vinieron a anunciarle que el prisionero había confesado.

–Confesó, mi sargento –le decía el cabo–. Se aflojó y dijo todo. No tenía nada de mudo, es un oficial enemigo.

En nada pareció inmutarse el sargento Tunapuy. Ni el más leve gesto de asombro apareció en su cara. Era como si la novedad que traía el cabo no hubiera sido novedad.

Estaba delante de él aquel cabo furriel que traía la noticia, y él, como sin prisa, lo iba mirando detalladamente. Aquél era uno de los suyos. Tenía el pelo lacio y oscuro y la piel era del color de las pimpinas bien cocidas, donde se guarda el agua amiga. No era el rojizo color de carne cruda del enemigo. Y aquella mano que pendía a lo largo del pantalón azul, desteñido, era mano amiga de sembrador o de gañán. La mano del enemigo era distinta. Y aquellos pies, cortos y gruesos, metidos en las alpargatas rotas, eran pies de conuquero y de cazador de pavas de monte. Y aquella boca gruesa y húmeda, con sus palabras amansadas, no era boca de enemigo, sino boca de guitarrero y de buscar por la noche al que anda perdido.

Apenas dijo, entre dientes:

–Es un enemigo. Eso es para que aprendan a no dejarse engañar. –Despidió al cabo y se encaminó hacia el comando de la fortaleza. En el camino pasó frente a la enfermería y, sin poderlo evitar, miró en la penumbra, temblorosa de luces de vela, el rincón donde siempre estaba el mudo. La rápida mirada en la penumbra del rincón podía construir presencias y ausencias, formas y vacíos, cuerpos y fantasmas. No podía haber nadie allí. Y si hubiera habido alguien, no sería ya el mudo, ni mucho menos aquel ser llamado Esperandío que no había existido jamás. No podía visualizarlo en las formas en que lo conoció. Ya no lograba verlo sino vestido de rojo de enemigo, con su alta gorra negra y sus armas de enemigo, erguido y amenazante en aquel entrevisto rincón de sombras. Había que acabar con el enemigo y acabarlo pronto, era todo lo que pensaba el sargento Tunapuy. Cuando se halló frente al oficial de guardia, mientras daba su información breve y entrecortada de la tortura y confesión del prisionero, repetía con una especie de concentrado furor que iba creciendo:

–Es un enemigo… Es un enemigo… Es un enemigo.

–Procedan a ejecutarlo inmediatamente.

Apenas oyó la orden del oficial, dio media vuelta y salió con paso rápido. Llevaba la orden de muerte mordida en la boca, hacia el calabozo, hacia el patio de las letrinas, hacia las primeras luces del amanecer, para soltarla en el último momento de su gozo como una fruta exprimida.

 

(Tomado de www.literatura.us)

 

martes, 15 de julio de 2025

La pista de los dientes de oro

Roberto Arlt

 

Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.

Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal.

Esto ocurre a las once de la noche.

A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado.

A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.

En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.

Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.

A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así:

El enigma del bárbaro crimen del diente de oro

Son las diez de la mañana.

El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.

Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.

No se equivoca.

A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.

Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:

–Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen.

El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota:

–Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar?

Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban.

En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de “profesión” ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.

También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas.

Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada sospecha de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.

En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares.

Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos.

Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana.

La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.

La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía… el asesino no es descubierto nunca.

Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.

Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.

A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos.

Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.

Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.

Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro.

Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda.

Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice:

–Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación.

Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta:

–¿Cuesta mucho platinarlo?

–No; la diferencia es muy poca.

Mientras Diana prepara el torno, habla:

–A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.

Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas:

–Yo creo que ese crimen es una venganza… ¿Y usted?…

–Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios, y matarlo?… Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.

Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección. Diana Lucerna le dice:

–Véngase pasado mañana.

Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe…

Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral.

Debe denunciar al asesino… Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.

Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!… Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas.

Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra… Está allí… Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.

Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.

Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:

–¿Qué le pasa, señorita?

Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice:

–Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi –yo soy italiano–, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes.

Diana lo escucha y responde:

–Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries.

Lauro prosigue:

–Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.

–¿No lo encontrarán a usted?

–No; si usted no me denuncia.

Diana lo mira:

–Es espantoso lo que usted ha hecho.

Lauro la interrumpió, frío:

–La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas.

Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón:

–¿No lo encontrarán a usted?

–Yo creo que no…

–¿Vendrá usted a curarse mañana?

–Sí, señorita; mañana iré.

Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)