Doris Lessing
La primera mañana de vacaciones,
mientras se dirigía a la costa, el chico inglés se detuvo en una curva del camino
y miró hacia abajo, hacia la cala salvaje y rocosa, y después hacia la atestada
playa que tan bien conocía de los años anteriores. Su madre caminaba delante de
él, con una colorida bolsa de rayas en la mano. El otro brazo, que se balanceaba
relajado, se veía muy blanco bajo el sol. El muchacho observó el brazo blanco y
desnudo, y dirigió la mirada, que ocultaba un gesto de desaprobación, hacia la cala
y después de nuevo hacia su madre. Ella, al notar que no iba a su lado, giró sobre
sus talones.
–¡Oh,
estás ahí, Jerry! –dijo. Lo miró con impaciencia y después le sonrió–. ¿Es que no
quieres venir conmigo, cariño? ¿Preferirías…? –Frunció el entrecejo, se quedó preocupada
por las diversiones que su hijo estaría anhelando en secreto, diversiones que ella
ni siquiera había imaginado, por un exceso de ajetreo o por descuido. Ya estaba
hecho a esa ansiosa sonrisa de disculpa. El arrepentimiento lo empujó a correr detrás
de ella. Y sin embargo, mientras corría, volvió la mirada por encima del hombro
hacia la cala; y durante la mañana, mientras jugaba en la playa resguardada, había
estado pensando en ella.
A
la mañana siguiente, cuando llegó la rutinaria hora del baño y del sol, su madre
le dijo:
–¿Estás
cansado de la playa de siempre, Jerry? ¿Te gustaría ir a algún otro lugar?
–¡Oh,
no! –respondió él al instante, con una sonrisa que obedecía a ese inagotable empuje
de arrepentimiento, una especie de gesto caballeroso. Aun así, al descender por
el camino junto a ella, se le escapó–: Me gustaría ir a esas rocas de allí abajo
y echar un vistazo.
Ella
concedió toda la atención de que fue capaz a esa idea. Era un lugar de aspecto salvaje
y no había nadie allí, pero dijo:
–Por
supuesto, Jerry. Cuando te canses de estar allí, vienes a la playa grande. O ve
directamente al pueblo, si lo prefieres. –Se fue, con aquel brazo desnudo que se
balanceaba, ahora ligeramente enrojecido por el sol del día anterior. Y Jerry estuvo
a punto de correr detrás de ella porque se le hacía insoportable el hecho de que
se fuera sola. Pero no lo hizo.
Ella
pensaba: Por supuesto que es lo bastante mayor para estar a salvo sin mí. ¿Lo he
tenido muy atado? No tiene que sentirse obligado a quedarse a mi lado. Debo ser
prudente.
Era
hijo único, tenía once años. Ella era viuda. Estaba decidida a no ser posesiva ni
a mostrarse falta de dedicación. Se marchó preocupada hacia la playa.
En
cuanto a Jerry, una vez que vio que su madre había llegado a la playa, inició el
descenso hacia la cala. Desde donde estaba, en lo alto, por encima de las rocas
de color marrón rojizo, la costa era un cucharón verde azulado en movimiento, ribeteado
de blanco. Al descender, vio que se extendía en pequeños promontorios y ensenadas
de roca abrupta y afilada, y el vigor y chapoteo de la superficie se teñían de morado
y azul oscuro. Finalmente, cuando descendió los últimos metros, entre resbalones
y rasguños, divisó una orilla de olas blancas y el movimiento superficial y luminoso
del agua sobre la arena blanca y, más allá, un azul intenso y puro.
Corrió
en línea recta hacia el agua y empezó a nadar. Era un buen nadador. Pasó rápido
por encima de la arena reluciente, por encima de una zona donde las rocas yacían
bajo la superficie como monstruos desvaídos y entonces se encontró en el verdadero
mar, un mar cálido donde las frías corrientes irregulares sacudían sus piernas desde
las profundidades.
Cuando
llegó lo bastante adentro para volver la vista atrás y ver no solo la pequeña cala
sino más allá del promontorio que se alzaba entre esta y la playa grande, se quedó
flotando y buscó con la mirada a su madre. Allí estaba, una mancha amarilla debajo
de una sombrilla que parecía la cáscara de una naranja. Nadó de vuelta a la costa,
aliviado al cerciorarse de que estaba allí, aunque fuera sola.
Junto
a un pequeño saliente de tierra en el que la cala limitaba con el promontorio, había
un grupo de rocas. En ellas, algunos muchachos se estaban quitando la ropa. Corrieron
desnudos y se arrojaron al agua desde las rocas. El chico inglés nadó hacia ellos,
pero se mantuvo a la distancia de un tiro de piedra. Eran gente de aquella costa;
lucían un bronceado intenso y hablaban una lengua que no comprendía. Estar con ellos,
ser uno de ellos, eso era lo que ansiaba con todas sus fuerzas. Se acercó a nado
un poco más; se volvieron y lo observaron con los ojos oscuros entrecerrados, en
señal de alerta. Entonces uno le sonrió e hizo un gesto. Era suficiente. En un minuto
llegó nadando y ya estaba en las rocas junto a ellos, con una sonrisa nerviosa,
de súplica desesperada. Lanzaron alegres gritos de saludo; y después, dado que aún
conservaba esa incomprensible sonrisa nerviosa, se dieron cuenta de que era un extranjero
que se había alejado de su playa y se olvidaron de él. Pero estaba contento. Estaba
con ellos.
Comenzaron
a tirarse de cabeza una y otra vez desde un punto elevado a una poza de mar azul
entre rocas abruptas y afiladas. Después de zambullirse y salir de nuevo a la superficie
rodeaban el escollo a nado, volvían a trepar y esperaban turno para lanzarse otra
vez. Eran mayores; para Jerry, hombres. Se lanzó al agua y ellos lo observaron;
y cuando nadó para volver a guardar turno, le hicieron sitio. Se sintió aceptado
y se lanzó de nuevo, concentrándose, orgulloso de sí mismo.
El
mayor de los muchachos no tardó en prepararse, se tiró al agua y no salió. Los otros
seguían en su sitio y miraban. Después de esperar a que apareciera el impecable
rostro bronceado, Jerry lanzó un grito de alarma; lo miraron con despreocupación
y volvieron la vista al agua. Después de un buen rato, el chico salió del otro lado
de una gran roca oscura, soltando el aire de los pulmones con un jadeo y un chillido
de triunfo. De inmediato, los otros saltaron. En un momento, la mañana parecía repleta
de muchachos parlanchines; al siguiente instante, el aire y la superficie del agua
estaban vacíos. Pero a través del intenso azul podían verse las oscuras siluetas
que se movían y avanzaban.
Jerry
se zambulló, a la caza de la especie de nadadores subacuáticos, vio una pared rocosa
negra que se cernía sobre él, la tocó y salió de inmediato a la superficie, donde
la pared era una pequeña barrera por encima de la cual se podía mirar. No había
nadie a la vista; debajo de él, en el agua, las tenues siluetas de los nadadores
habían desaparecido. Entonces un muchacho, y después uno tras otro, aparecieron
del lado más apartado de la barrera rocosa, y Jerry entendió que la habían atravesado
por alguna brecha o un agujero. Se sumergió otra vez. No podía ver nada en el agua
salada, que le escocía, salvo la roca lisa. Cuando salió a la superficie todos los
muchachos estaban en la roca desde donde se lanzaban, preparándose para repetir
la hazaña. Y en ese momento, presa del pánico ante la posibilidad de fracaso, gritó,
en inglés:
–¡Miradme!
¡Mirad! –Y comenzó a chapotear y a dar patadas en el agua como un perro tonto.
Ellos
miraron hacia abajo, serios, con el entrecejo fruncido. Conocía ese gesto. En los
momentos de fracaso, cuando hacía el payaso para llamar la atención de su madre,
ella lo recompensaba precisamente con esa severa e incómoda inspección. A pesar
de la sofocante vergüenza, mientras sentía la suplicante sonrisa en su rostro como
si fuera una huella que nunca podría borrar, miró hacia arriba, al grupo de muchachotes
bronceados de la roca y gritó: “Bonjour! Merci! Au revoir! Monsieur, monsieur!”,
a la vez que agitaba los dedos junto a sus oídos.
Le
entró agua en la boca, se atragantó, se hundió, volvió a salir a la superficie.
La roca, que hasta hacía poco sostenía a los muchachos, daba la sensación de elevarse
sobre el agua cuando desaparecía el peso. Ahora volaban hacia abajo por encima de
él, al agua; el aire estaba lleno de cuerpos que caían. Entonces la roca quedó vacía,
al calor del sol. Contó uno, dos, tres…
Cuando
llegó a cincuenta estaba aterrado. Debían de estar ahogándose por debajo de él,
en las cuevas submarinas de la roca. Al llegar a cien, miró a su alrededor hacia
la ladera desolada, preguntándose si debía gritar para pedir ayuda. Empezó a contar
más y más deprisa, para apremiarlos, para que salieran rápido a la superficie o
para que se ahogaran rápido. Cualquier cosa antes que el horror de seguir contando
y contando en la mañana azul que se había quedado vacía. Y entonces, cuando iba
por ciento sesenta, el agua que estaba al otro lado de la roca se llenó de muchachos
que resoplaban como si fueran ballenas. Volvieron nadando a la orilla sin dirigirle
ni una mirada.
Trepó
de nuevo por la roca que hacía de trampolín mientras sentía su abrasadora aspereza
bajo los muslos. Los muchachos ya estaban recogiendo su ropa y corrían por la orilla
hacia otro promontorio. Se iban para alejarse de él. Gritó abiertamente, con una
mirada amenazante. Nadie le miró, gritaba al vacío.
Le
dio la sensación de que había pasado mucho tiempo, y nadó hacia algún punto desde
donde pudiese ver a su madre. Sí, aún seguía allí, una mancha amarilla debajo de
una sombrilla color naranja. Regresó hacia la gran roca, trepó por ella y se zambulló
entre los cantos afilados y rabiosos. Se sumergió hasta tocar otra vez la pared.
Pero la sal le escocía tanto en los ojos que no podía ver nada.
Salió
a la superficie, nadó hasta la costa y regresó al pueblo a esperar a su madre. Poco
después la vio subir despacio por el camino, balanceando la bolsa de rayas, con
el brazo colorado y desnudo colgando a un lado.
–Quiero
unas gafas de buceo –dijo jadeando, con un tono a medio camino entre la insolencia
y la súplica.
Ella
le dirigió una mirada paciente, inquisitiva, mientras respondía, con aire despreocupado:
–Sí,
por supuesto, cariño.
Pero
¡ahora, ahora, ahora! Las necesitaba en ese preciso instante y en ninguno más. Refunfuñó
y estuvo dando la lata hasta que fueron a la tienda. En cuanto le hubo comprado
las gafas, se las arrebató como si su madre fuera a quedárselas, y salió corriendo
camino abajo, hacia la cala.
Jerry
nadó hasta la enorme pared rocosa, se ajustó las gafas de buceo y se zambulló. El
impacto del agua arruinó el vacío cercado de plástico y las gafas se aflojaron.
Comprendió que debía sumergirse hasta la base de la roca desde la superficie. Se
fijó las gafas, llenó los pulmones y flotó, boca abajo, sobre el agua. Ahora podía
ver. Era como si tuviese otros ojos; unos ojos de pez que lo mostraban todo con
nitidez y delicadeza en el agua refulgente.
Debajo
de él, a unos dos metros de profundidad, el suelo era de arena blanca pura y brillante,
y la marea había formado en ella ondas perfiladas y contundentes. Dos siluetas grisáceas
se movían por allí, como piezas redondeadas de madera o teja. Eran peces. Los observó
mientras se acercaban de frente el uno al otro; después se quedaron inmóviles, avanzaron
de pronto, se apartaron y volvieron a dar la vuelta. Era como una danza acuática.
Unos palmos más arriba, el agua resplandecía como si alguien lanzara lentejuelas.
Peces de nuevo, un sinnúmero de pececillos del tamaño de su uña iban a la deriva,
y durante un instante sintió su ligero roce en las extremidades. Era como nadar
entre plata desmenuzada. La enorme roca que los muchachos habían atravesado nadando
se alzaba contundente sobre la blanca arena, negra, con algunas hierbas verdosas
en lo alto. No alcanzaba a ver en ella ninguna brecha. Se sumergió hasta la base.
Subía
una y otra vez, se llenaba de aire los pulmones y volvía a sumergirse. Una y otra
vez tanteó la superficie de la roca, sintiéndola, casi abrazándola en su necesidad
desesperada de encontrar la entrada. Y entonces, de pronto, mientras seguía aferrado
a la pared negra, sus rodillas se elevaron y sus pies salieron disparados hacia
delante y no hallaron ningún obstáculo. Había encontrado el agujero.
Salió
a la superficie, trepó entre las piedras que descansaban en la pared rocosa hasta
que encontró una grande y, con esta en los brazos, se dejó caer a un lado de la
roca. Descendió, por el peso, directamente hasta el suelo de arena. Se agarró con
fuerza a la piedra que le hacía de ancla, se quedó a su lado y miró en el interior
de la oscura plataforma, justo en el lugar donde habían penetrado sus pies. Podía
ver el agujero. Era un hueco oscuro, pero no podía ver el interior. Soltó el ancla,
se aferró con las manos a los bordes del agujero e intentó meterse en él.
Logró
introducir la cabeza, se le atascaron los hombros, los movió hacia los lados y pudo
ahondar hasta la cadera. No podía ver nada. Algo blando y pegajoso le tocaba la
boca; vio una fronda oscura que se movía contra la roca grisácea y le entró pánico.
Pensó en pulpos, en algas viscosas. Volvió hacia atrás y entrevió, mientras retrocedía,
un tentáculo de algas inofensivo que se amontonaba en la boca del túnel. Pero ya
era suficiente. Alcanzó la luz del sol, nadó hasta la orilla y se tendió en la roca
que hacía de trampolín. Miró hacia abajo, a la poza azul de agua. Sabía que debía
encontrar la manera de abrirse camino a través de la cueva, o agujero, o túnel,
y salir del otro lado.
En
primer lugar, pensó, tenía que aprender a controlar la respiración. Se metió otra
vez en el agua con una gran piedra en los brazos, para poder quedarse en el fondo
del mar sin esfuerzo. Contó. Uno, dos, tres. Contó tranquilamente. Oía los latidos
en el pecho. Cincuenta y uno, cincuenta y dos… Comenzaba a dolerle el pecho. Soltó
la roca y salió a la superficie. Vio que el sol estaba bajo. Salió disparado hacia
el pueblo y encontró a su madre en el supermercado.
–¿Te
lo has pasado bien? –fue lo único que le preguntó. Y él contestó:
–Sí.
El
muchacho estuvo soñando toda la noche con la cueva de la roca, y nada más acabar
el desayuno se dirigió hacia la cala.
Aquella
noche sangró mucho por la nariz. Había estado cuatro horas bajo el agua para aprender
a mantener la respiración, y ahora se sentía débil y mareado.
–Yo,
en tu lugar, mediría mis fuerzas, cariño –le dijo su madre.
Ese
día y el siguiente, Jerry ejercitó sus pulmones como si todo, su vida entera, todo
lo que pudiera llegar a ser, dependiera de ello. Por la noche volvió a sangrarle
la nariz, y su madre insistió en que se quedara con ella al día siguiente. Le atormentaba
perder un día de su concienzudo entrenamiento, pero estuvo con su madre en la otra
playa, que ahora le parecía un lugar para niños pequeños, un lugar donde su madre
podía tumbarse a tomar el sol tranquilamente. No era su playa.
Al
día siguiente, no pidió permiso para ir a su playa. Se fue antes de que su madre
tuviera tiempo de considerar las ventajas y los inconvenientes del asunto. Comprobó
que un día de descanso había mejorado su resistencia en diez segundos. Llegó a contar
hasta ciento sesenta cuando los muchachos mayores atravesaron el conducto. Había
contado rápido, por el miedo. Ahora, probablemente, si lo intentara, sería capaz
de atravesar el túnel, pero no iba a intentarlo todavía. Una curiosa perseverancia,
insólitamente madura, una impaciencia controlada, le llevó a esperar. Mientras tanto,
permanecía bajo el agua, en la arena blanca, sujeto a las piedras que había cogido
en la superficie, y estudiaba la entrada del túnel. Conocía todos sus ángulos y
rincones, en la medida en que estaban a la vista. Era como si ya sintiera su aspereza
sobre los hombros.
Cuando
su madre no estaba, se sentaba junto al reloj del pueblo y comprobaba su capacidad.
Descubrió, primero con incredulidad y después con asombro, que podía contener la
respiración sin esfuerzo durante dos minutos. Las palabras “dos minutos”, que el
reloj acreditaba, lo acercaban a la aventura que para él resultaba tan necesaria.
Una
mañana, su madre le dijo de pasada que debían regresar a casa al cabo de cuatro
días. Decidió que lo haría el día antes de partir. Lo haría aunque muriera en el
intento, se dijo a sí mismo en tono desafiante. Pero dos días antes de marcharse
–una jornada triunfal en la que había sumado quince segundos más a su cómputo– sangró
tanto por la nariz que se mareó y tuvo que tumbarse rendido, como una mata de algas,
sobre la gran roca, mientras observaba la espesa sangre que corría y goteaba lentamente
hasta el mar. Se asustó. ¿Y si se mareaba en el túnel? ¿Y si moría allí, atrapado?
¿Y si…? Le daba vueltas la cabeza bajo el tórrido sol y estuvo a punto de rendirse.
Pensó en regresar a la casa y acostarse, y el próximo verano, quizá, cuando contara
con un año más a sus espaldas, entonces atravesaría el túnel.
Pero
después de haber tomado esa decisión, o de pensar que la había tomado, se vio a
sí mismo sentado en lo alto de la roca, mirando al agua; y supo que ese instante,
ese momento, justo cuando su nariz acababa de dejar de sangrar y todavía le dolía
la cabeza y notaba las punzadas, era el momento de hacerlo. Si no lo hacía entonces
no lo haría nunca. Temblaba de miedo por si no lo hacía; y temblaba de espanto ante
el larguísimo túnel bajo la roca, bajo el mar. Incluso a la luz del sol, la pared
rocosa parecía muy ancha y profunda; toneladas de rocas ejercían presión en el lugar
al que él se dirigía. Si moría, permanecería allí hasta que un día –quizá hasta
el próximo verano– los muchachos mayores encontrasen el acceso bloqueado.
Se
puso las gafas, se las ajustó y comprobó que no entrara aire. Le temblaban las manos.
Luego eligió la piedra más pesada que pudo cargar y se deslizó por el borde de la
roca hasta que la mitad de su cuerpo se introdujo en el agua fría, acogiéndolo,
y la otra mitad quedó al sol. Dirigió la mirada al cielo despejado, se llenó los
pulmones de aire una vez, dos veces, y se sumergió rápidamente hasta el fondo con
ayuda de la piedra. La soltó y empezó a contar. Se agarró a los bordes del agujero
y penetró en él, moviendo los hombros en cuanto recordó que debía hacerlo, sacudiendo
las piernas para avanzar.
Pronto
estuvo bien adentro. Se encontraba en un pequeño agujero lleno de agua verde amarillenta.
La pared del techo era rugosa y le arañaba la espalda. Se impulsó hacia dentro con
las manos –rápido, rápido– y usó las piernas a modo de palanca. Su cabeza chocó
contra algo; un punzante dolor lo dejó aturdido. Cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta
y dos… No había nada de luz, y era como si el agua descargara sobre él todo el peso
de la roca. Setenta y uno, setenta y dos… No notaba ninguna molestia en los pulmones.
Se sentía como un globo inflado, sus pulmones estaban ligeros y relajados, pero
sentía latidos en la cabeza.
Notaba
todo el tiempo encima de él la presión de la roca, que era rugosa y a la vez viscosa.
Pensó otra vez en los pulpos y se preguntó si habría algas en las que pudiera quedarse
enredado. Dio una patada de pánico, convulsa, hacia delante, agachó la cabeza y
nadó. Sus pies y sus manos se movían con libertad, como si estuviera mar adentro.
El agujero debía de haberse ensanchado. Pensó que estaba nadando muy rápido, y tenía
miedo de golpearse la cabeza si el túnel se estrechaba de repente.
Cien,
ciento uno… El agua se iluminaba. Sintió la victoria. Comenzaban a dolerle los pulmones.
Unas cuantas brazadas más y estaría fuera. Contaba frenéticamente; llegó a ciento
quince y luego, al cabo de un rato, repitió ciento quince. A su alrededor el agua
era del color de una esmeralda. Entonces vio, por encima de su cabeza, una grieta
que se abría en la roca. Por allí entraba el sol y permitía ver la roca lisa, oscura,
del túnel, la concha de un mejillón y delante la oscuridad.
Estaba
al límite de sus fuerzas. Miró hacia arriba, a la grieta, como si contuviera aire
en vez de agua, como si pudiera acercar su boca a ella y sorber el aire. Ciento
quince, se oyó decir a sí mismo en su mente; aunque ya lo había dicho hacía rato.
Debía avanzar en la oscuridad o se ahogaría. Se le estaba hinchando la cabeza, los
pulmones se le desgarraban. Ciento quince, ciento quince, retumbaba en su cabeza,
y se agarraba débilmente a las rocas en la oscuridad, empujándose hacia delante,
dejando atrás el pequeño espacio de agua iluminada por el sol. Sentía que se estaba
muriendo. Estaba a punto de perder la conciencia. Luchó en la oscuridad, ya en medio
de intervalos de inconsciencia. Un dolor terrible, cada vez más intenso, le azotaba
la cabeza, y en ese momento la oscuridad se quebró en un estallido de luz verde.
Sus manos, a tientas, no dieron con nada; sus pies, a patadas, lo impulsaron hacia
el mar abierto.
Se
quedó flotando en la superficie, con el rostro vuelto hacia el cielo. Boqueaba como
un pez. Le dio la sensación de que se iba a hundir y se ahogaría; casi no podía
nadar los pocos metros que lo separaban de la roca. Cuando lo logró se quedó tumbado
boca abajo, jadeando. No podía ver nada salvo una mancha de oscuridad surcada de
venas rojas. Pensó que se le habían reventado los ojos; estaban llenos de sangre.
Se arrancó las gafas y una gota de sangre cayó al mar. Le sangraba la nariz y las
gafas estaban llenas de sangre.
Recogió,
haciendo un cuenco con las manos, agua para echársela a la cara, y no sabía si el
sabor que notaba era el de la sangre o el de la sal. Después de un rato su corazón
se calmó, se le aclaró la vista y logró incorporarse. Podía ver a los muchachos
del pueblo zambulléndose y jugando a unos cientos de metros de allí. No quería estar
con ellos. No quería otra cosa que volver a casa y tumbarse.
Al
cabo de poco rato, Jerry nadó hacia la orilla y subió lentamente por el camino hacia
la casa. Se echó en su cama y se quedó dormido, y se despertó al oír pasos fuera.
Su madre regresaba. Se precipitó al cuarto de baño, pensando que ella no debía verlo
con restos de sangre, o de lágrimas, en la cara. Salió del baño y se encontró con
su madre cuando entraba en la casa, sonriente, con los ojos iluminados.
–¿Te
lo has pasado bien esta mañana? –le preguntó, mientras apoyaba un instante la mano
sobre su hombro moreno y cálido.
–Oh,
sí, gracias –respondió él.
–Estás
un poco pálido. –Y luego dijo, en tono cortante y angustiado–: ¿Con qué te has golpeado
la cabeza?
–Oh,
es solo un golpe –le contestó.
Ella
lo miró más de cerca. Él estaba tenso; tenía los ojos vidriosos. Ella se inquietó.
Y entonces se dijo: ¡Oh, no es para tanto! No puede ocurrirle nada. Nada como un
pez.
Comieron
juntos.
–Mamá
–le dijo–, puedo aguantar debajo del agua dos, tres minutos. –Le salió de dentro
de pronto.
–¿Ah,
sí, cariño? –contestó ella–. Bueno, no deberías pasarte. Me parece que ya está bien
de nadar por hoy.
Estaba
lista para una disputa de voluntades, pero él cedió al instante. Ir a la cala ya
no tenía la más mínima importancia.
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