Jean Lorrain
Cuando la reina Imogine
supo que la princesa Neigefleur no estaba muerta, que el lazo de seda que ella misma
le había anudado alrededor del cuello no la había estrangulado sino a medias y que
los gnomos del bosque habían recogido aquel dulce cuerpo letárgico en un ataúd de
cristal y, lo que es peor, que lo guardaban invisible en una gruta mágica, entró
en estado de cólera: se irguió tensa en la silla de cedro en la que soñaba, sentada
en la habitación más alta de la torre, desgarró en toda su longitud la pesada dalmática
de brocado amarillo enriquecido con lirios y follajes de perlas, rompió contra el
suelo el espejo de acero que acababa de comunicarle la odiosa noticia y, agarrando
de mala manera por una pata trasera al sapo encantado que le servía para sus maleficios,
lo lanzó con toda su fuerza al fuego de la chimenea donde hizo frisst, grisst,
prisst y se evaporó como una hoja seca.
Tras
lo cual, algo calmada, abrió las hojas del alto ventanal cuyos enrejados de plomo
contenían enanos tocando la trompa, y se asomó para ver la campiña. Estaba completamente
cubierta de nieve y, en el aire frío de la noche, los lentos copos diseminados como
guata, cubrían todo el horizonte con un extraño armiño cuyas manchas invertidas
habrían sido blancas sobre un fondo negro. Un gran resplandor rojizo coloreaba la
nieve al pie de la torre; la reina sabía que era el fuego de las cocinas, de las
cocinas regias donde los cocineros preparaban el festín para la noche, pues todo
transcurría el domingo mismo de la Epifanía y había una gran fiesta en el castillo;
y la malvada reina Imogine no pudo reprimir una sonrisa en la negrura de su alma,
pues sabía que, en esos momentos, se estaba asando para la mesa del rey un maravilloso
pavo en el que ella había reemplazado traidoramente el hígado por un revoltillo
de huevos de lagarto y de beleño, horrible fármaco que debía acabar de enajenar
la mente del viejo monarca y alejar para siempre de aquella flaqueante memoria el
dulce recuerdo de la princesa Neigefleur.
Aquella
delicada y melosa pequeña máscara de Neigefleur, ¿por qué se atrevía con sus grandes
ojos azules de porcelana y su insípida cara de muñeca a sobrepasarla en belleza,
a ella, a la maravillosa Imogine de las islas de Oro? Había tenido que venir a aquel
maldito y pequeño reino de Aquitania para escuchar decirle a voz en grito, y a cada
hora del día, al viento en los setos, a las rosas en los arriates y hasta a su espejo,
un espejo auténtico animado por las hadas: “¡Tu belleza es divina y encanta a los
pájaros y a los hombres, gran reina Imogine, pero la princesa Neigefleur es más
bella que tú!” ¡La muy pestilente!
A
partir de entonces ya no tuvo tregua ni descanso; no había habido ruindades de las
que, como verdadera madrastra, no hubiera acusado a la pequeña princesa para perderla
a los ojos del rey. Pero el viejo imbécil, cegado de ternura, sólo la escuchaba
a medias, por muy enamorado que estuviera de pasión sensual por la belleza de la
reina maga. Ni siquiera los venenos tenían poder sobre el frágil cuerpecillo de
la niña: su inocencia o las hadas la protegían. Aún recordaba con rabia el día en
que, no pudiendo más, había mandado a sus doncellas desvestir a la asustada princesa
y azotar sus temblorosos hombros hasta hacerla sangrar; quería ver por fin herida
y dañada por los azotes aquella deslumbrante desnudez, pero los azotes, en manos
de las arpías, se habían convertido en plumas de pavo real que no habían hecho sino
rozar y acariciar la piel de la virgen estremecida.
Fue
entonces cuando, exasperada de despecho, había decidido su muerte. La había estrangulado
con sus manos regias y ordenado que la transportaran durante la noche al confín
del parque, dispuesta a acusar del asesinato a cualquier grupo de gitanos. Pero,
¡oh, felicidad inesperada! Ni siquiera había tenido que contarle esta mentira al
rey, porque los lobos se habían encargado del asunto; la princesa Neigefleur había
desaparecido y la orgullosa madrastra triunfaba, cuando he aquí que su espejo mágico
la contrariaba al ser interrogado. Es verdad que se había vengado de él rompiéndolo
en aquel mismo instante, pero le habían ganado la batalla puesto que su rival vivía
dormida bajo la protección tutelar de los enanos.
Y,
muy perpleja, iba a sacar del fondo de un armario una cabeza disecada de un ahorcado
que consultaba en ocasiones especiales y, tras haberla depositado sobre un gran
libro abierto en medio de un pupitre, encendía tres velas de cera verde y se sumía
en siniestros pensamientos.
Ahora
iba caminando muy lejos, muy lejos, muy lejos del palacio adormecido, en el gran
silencio del bosque helado, por el bosque semejante a una inmensa madrépora; había
echado por encima de su traje de seda blanca una capa de lana oscura que le hacía
parecerse a un viejo brujo y con su orgulloso perfil oculto bajo la oscura capucha,
se apresuraba entre los pies de los enormes robles cuyos troncos, blancos de nieve,
parecían a su vez grandes penitentes. Había algunos que, con sus grandes ramas dirigidas
hacia lo alto en la oscuridad, parecían maldecirla con toda la fuerza de sus largos
brazos descarnados; otros, aplastados en extrañas actitudes, parecían arrodillados
a orillas del camino; habríase dicho que se trataba de monjes orando bajo cogullas
de escarcha, y todos desfilaban extrañamente, con las manos juntas y tensas por
encima de la nieve, donde los pasos amortiguados no despertaban ningún ruido: el
ambiente era casi agradable en el bosque porque la helada lo había aletargado, y
la reina, concentrada en su proyecto, precipitaba su carrera silenciosa, con los
laterales de su capa herméticamente recogidos sobre no se sabe qué objeto, que se
removía y lloraba levemente. Era un niño de seis meses que había robado al pasar
en la habitación de una mujer del servicio y que llevaba esta apacible y dulce noche
de invierno para degollarlo al sonar las doce de la noche, como está mandado, en
un cruce de caminos. Los elfos, enemigos de los gnomos, acudirían todos a beberse
la sangre tibia y ella los encantaría con su flauta de cristal, la flauta de tres
agujeros que logra todos los mágicos encantamientos. Una vez encantados, los obedientes
elfos la conducirían por entre el dédalo del aterido bosque hasta la gruta de los
enanos. La entrada estaba abierta y visible durante toda esta bendita noche de la
Epifanía, lo mismo que durante la noche de Navidad. Esas dos noches, todo encantamiento
queda en suspenso por la todopoderosa gracia del Nuestro Señor; y toda caverna o
escondite subterráneo de gnomos, guardianes de tesoros escondidos, se mantiene accesible
al paso de los humanos. Entraría en el antro dispersando con su esmeralda el ejército
azorado de los kobolds, se acercaría al ataúd de cristal, forzaría la cerradura,
rompería las paredes si fuera necesario y heriría en el corazón a su rival dormida;
esta vez no se le escaparía.
Y
cuando se apresuraba, rumiando su venganza, bajo los finos corales blancos y las
arborescencias del bosque helado, de repente, se escucharon salmos y voces, una
vibración de cristal corrió a través de las ramas entumecidas, todo el bosque vibró
como un arpa y la reina, inmovilizada de estupor, vio avanzar un singular cortejo:
bajo aquel cielo nubloso de invierno, en el brillante decorado de un claro de nieve,
pasaban dromedarios y caballos de raza finos, luego palanquines de seda abigarrada
y brillante, estandartes coronados por la media luna, bolas de oro ensartadas en
las largas hojas de las lanzas, literas y turbantes. Negritos completamente diabólicos
con su blusa de seda verde pisaban asustados la nieve; aros decorados de pedrería
sonaban en sus tobillos y, de no se por el esmalte resplandeciente de su sonrisa,
se les habría tomado por pequeñas estatuas de mármol negro. Se apresuraban tras
los pasos de majestuosos patriarcas cubiertos de suaves tejidos rayados en oro;
la gravedad de su altivo perfil se prolongaba en la sedosa espuma de largas barbas
blancas, e inmensas capas, del mismo blanco plateado que sus barbas, se abrían sobre
pesadas túnicas de un azul de noche o de un rosa de aurora, completamente decoradas
de pedrerías y arabescos de oro; y los palanquines en los que difusas mujeres veladas
se entreveían como en un sueño, oscilaban a lomos de los dromedarios, y la luna
que acababa de aparecer, espejeaba en el reverso de seda de los estandartes. Aromas
penetrantes de cinamomo, de benjuí y de nardo se exhalaban en tenues remolinos azulados;
copones, completamente esconzados de esmaltes brillaban entre las manos de un negro
de ébano a guisa de pebeteros y, bajo la luna ascendente, surgían los salmos, menos
cantados que susurrados en dulce lengua oriental, como enrollados en la gasa de
los velos y la humareda de los incensarios.
La
reina, oculta tras el tronco de un árbol, había reconocido a los Reyes Magos, el
rey negro Gaspar, el joven jeque Melchor y el viejo Baltasar; iban, como hace dos
mil años, a rendirle su homenaje al Divino Niño.
Ya
habían pasado. Y, lívida bajo su capa de pastor, la reina recordaba demasiado tarde
que la noche de la Epifanía, la presencia de los Magos camino de Belén rompe el
poder de los maleficios y que ningún sortilegio es posible en el aire nocturno impregnado
aún de la mirra de sus incensarios.
Por
lo tanto había realizado su viaje en vano. Eran inútiles las leguas recorridas por
el bosque fantasma y tenía que repetir su peligroso recorrido en medio del frío
y de la nieve. Quiso dar un paso y volverse, pero el niño que llevaba oculto bajo
la capa pesaba exageradamente en su brazo; había adquirido una pesadez de plomo
y la mantenía clavada allí, inmóvil en la nieve; una nieve extrañamente amontonada
a su alrededor y en la que sus pies entumecidos no podían moverse. Un horrible encantamiento
la tenía prisionera en el bosque espectral: si no lograba romper el círculo, su
muerte era segura. Pero, ¿quién acudiría a socorrerla? Todos los malos espíritus
permanecen prudentemente agazapados en sus guaridas durante la luminosa noche de
la Epifanía; sólo los buenos espíritus, amigos de los humildes y de los que sufren,
se arriesgan a merodear por él; y a la insidiosa reina Imogine se le ocurrió la
idea de llamar a los gnomos para que le ayudaran, los buenos y pequeños señores,
completamente vestidos de verde y encapirotados de prímulas, que habían recogido
a Neigefleur; y, sabiendo que éstos son unos enamorados de la música, tuvo fuerzas
para sacar su flauta de cristal de debajo de su capa y llevársela a los labios.
Desfallecía
bajo el peso del niño convertido en algo semejante a un bloque de hielo; sus pies
crispados en la nieve se ponían morados, luego negros, pero sus labios violetas
encontraban aún sonidos melancólicos y suaves, de una tristeza desgarradora y de
una tierna voluptuosidad, dolorosos y cautivadores adioses de un alma en agonía;
resignada, intentaba aún con una vaga esperanza, una llamada inútil.
Y,
mientras que toda la mentira de su vida se enternecía en sus labios, sus ojos escudriñaban
ávidamente el claroscuro del calvero, la sombra de los árboles, los surcos tortuosos
de las raíces y hasta los tocones abandonados por los leñadores: equívocos perfiles
vegetales en los que antes se manifiestan los gnomos.
De
repente, la reina se estremeció. Desde todos los puntos del calvero, una multitud
de ojos la miraban: era como un círculo de estrellas amarillas cerrado sobre sí
misma. Había entre los árboles, en las raíces de los robles, a lo lejos, muy cerca,
y cada par de ojos fulguraba fosforescente en la oscuridad. Eran los gnomos… ¡por
fin! Y la reina ahogaba un grito de alegría que casi inmediatamente después se congelaba
de terror: acababa de ver dos orejas puntiagudas por encima de cada par de ojos;
por debajo de cada par de ojos un hocillo velludo y un sofaldo de bezo de dientes
blancos. Su flauta mágica no había atraído sino a los lobos…
Al
día siguiente encontraron su cuerpo despedazado por las fieras. Así murió durante
una noche clara de invierno la malvada reina Imogine.
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