Gregorio López y Fuentes
Tras
un día de camino para encontrar al hijo que regresaba del colegio después de
algunos años de ausencia, el padre tuvo el primer disgusto. Apenas se habían
saludado, el muchacho en lugar de preguntar por su madre, por los hermanos o al
menos por la abuela, ansiosamente le dijo:
–Padre, ¿y el burro canelo?
–El burro canelo… se murió de roña, de
garrapatas y de viejo.
Al muchacho se le habían olvidado
costumbres y hasta los nombres de las cosas que lo rodearon desde que nació.
¡Cómo era posible que para montar pusiera en el estribo el pie derecho! Pero el
asombro del padre fue mayor cuando el chico preguntó con gran curiosidad si
aquello era trigo o arroz al pasar junto a unos campos sembrados de maíz.
Mientras el muchacho descansaba, el padre
sorprendido y triste informó a su esposa lo ocurrido. La madre no quiso darle
mucho crédito, pero cuando llegó la hora de la cena, la mujer sintió el mismo
desencanto. El muchacho sólo hablaba de la ciudad. Uno de sus maestros le había
dicho que el jorongo se llamaba “clámide”, y el huarache, el sufrido huarache
del arriero, se le llama “coturno”.
La madre había preparado para su hijo
querido lo que más le gustaba: atole de maíz tierno, con piloncillo y canela.
Cuando se lo sirvió, caliente y oloroso, el hijo hizo la más absurda pregunta
de cuantas había hecho:
–Madre, ¿cómo se llama esto?
Y mientras esperaba la respuesta se puso a
menear el atole con un circular ir y venir de la cuchara.
–Al menos, si has olvidado el nombre, no
has olvidado el meneadillo –dijo la madre suspirando.
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