Sergio Pitol
En Portinaitx, al norte de Ibiza,
sobre un hormiguero de calas apenas vislumbradas, imaginadas, casi, revisa las notas
de un proyecto de relato esbozado meses atrás sobre una experiencia también apenas
entrevista, tan oscura como el paisaje que se extiende bajo su balcón: un manto
espeso, cuyo seno se descubre a veces por iluminaciones instantáneas: el fulgor
de un relámpago revela que la oscuridad detenida tras los cristales es sólo la última
de muchas capas de la misma sustancia, espesa como emulsión de plomo, que se pierde
en el horizonte. No hay mar azul sino un agua sucia, tan sucia como el cielo.
Un poco por
hastío comienza a revisar las notas de un último proyecto de relato. La necesidad
de escribirlo había sido tan apremiante que durante unos días le fue imposible disfrutar
de cualquier película, libro, cena con amigos, encuentro en un bar. Lo único que
deseaba era sentarse ante un cuaderno y trazar su arquitectura. Por eso dejó de
lado aquella otra historia confusa con la que entonces se debatía: la de un hombrecito
amedrentado que, vestido siempre con una camisa de terciopelo color violeta, recorrió
la ciudad de un lado a otro, de la Barceloneta a las laderas del Tibidabo, de Sans
a San Andrés, tratando de escapar de un hipotético perseguidor, intentando protegerse
bajo el ala del par de viejas a las que alternativamente guiaba por la ciudad; dos
fantasmas de visita en una vieja morada, dos mujeres del todo diferentes salvo en
la necesidad, la obsesión de aferrarse a una porción del pasado con qué poder enfrentar
a la vejez que se desploma sobre ellas. El hombrecito se convertirá en cicerone
y a su lado encontrará algo de la protección que tan desesperadamente necesita.
Una fue en otros tiempos corresponsal de guerra; volvió a España a consultar archivos
y bibliotecas, más que nada a cotejar imágenes, a recordar, a cerciorarse de que
no sólo ha perdido una –ésa– sino todas las batallas. El día de su despedida, el
día en que el hombre de la camisa violeta va a volver a hundirse en su viscoso desamparo,
lo lleva a una esquina de la Diagonal y le relata la salida de las brigadas:
–Estábamos seguros
de que volveríamos dentro de poco. Parecía que toda la población nos acompañaba.
Tenía que tratarse de una retirada estratégica, pensábamos. Era imposible, era demasiado
cruel aceptar que hubiésemos perdido la guerra.
Ya para entonces
la otra se había marchado. Había vivido en Barcelona de 1943 a 1945. Un día bebieron
como locos. Ebria, comenzó a recordar a su marido. Se detuvieron en mil bares de
medio pelo; al final pasaron a la parte severa de la ciudad, y en un momento, en
una esquina, ante una puerta, exclamó extasiada:
–Aquí estaba
la mejor casa de citas que he conocido en mi vida. No tienes idea del lujo con que
la tenían montada. Por esta puerta entrábamos las mujeres; por aquélla, los hombres
–luego, al advertir la sorpresa en los ojos de su protegido, estableció, apresuradamente–.
Me citaba aquí con mi marido. Nos gustaba jugar; darnos ciertas sorpresas.
Pero ni las
aventuras políticas de la una, ni las galantes de la otra lograrían liberarlo de
su acoso.
Aquella historia,
una novela corta, le había exigido demasiados esfuerzos, requería conocimientos
mayores sobre la ciudad de los que poseía. De alguna manera la persecución debía
fundirse con su visión arquitectónica de Barcelona con lo cual corría el riesgo
de empantanarse en el folklore del Barrio Chino o en la parafernalia modernista,
deslumbrado por las meras superficies. De cualquier manera, lo cierto fue que la
historia del hombre perseguido y de las ancianas de cuyas faldas no osaba desasirse
quedó arrumbada por la violencia de un nuevo sobresalto, una excitación que, por
desgracia, corrió con la misma suerte que todos los proyectos de los tres o cuatro
últimos años. Cuando en Portinaitx relee los esbozos de la historia que desplazó
a la del hombrecito piensa en la necesidad de aceptar su destino y conformarse con
el modesto papel de comentarista literario que viene desempeñando.
En esa ocasión,
como siempre, ha viajado con una maleta llena casi exclusivamente con sus mentidos
implementos de trabajo: unos cuantos cuadernos –en varias ocasiones se le ha ocurrido
la idea de escribir una crónica de viaje–, varios libros que no leerá, salvo la
rutinaria novela policial de vacaciones, esa vez una de Van Gulik, y la carpeta
llena de cartas por responder (ya el mismo día de la llegada le escribió a Victoria
para contarle la alucinante experiencia de su noche en el barco, un auténtico ship
of fools, ahíto de una juventud ante la cual se sintió como una momia, rodeado de
guitarras, melenas y vistosos ropajes multicolores, en el seno de una ensordecedora
Cruzada de los Niños que, recorridos los caminos de Europa, aborda la nave rumbo
a Ibiza, último ancoraje antes del arribo a la Tierra Prometida. Lo que quizá más
le impresionó durante la travesía fue la discrepancia radical entre las posibilidades
de placer disponibles en su adolescencia y las que goza el enjambre al que con envidia
contempla, acodado en una barandilla. Pasea la mirada por los distintos grupos reunidos
en cubierta. Una alemana, que hubiera podido ser su compañera en la escuela de Mascarones,
se pasea con ademanes marciales e inquisitivos entre la multitud. Por la adustez
del atuendo y del semblante le recuerda a cierto personaje jocoso de sus años universitarios.
El horror que la escena le produce rebasa la infamia cronológica; la diferencia
no se reduce a ni se explica por el solo transcurso de veinte años; se trata de
algo más radical; la intrusión de un determinado elemento zoológico en la jaula
de una especie distinta. Como si de repente, en el pabellón de las zancudas, entre
flamencos, garzas blancas y rosadas, cigüeñas y grullas, en medio de un lujo de
plumajes sedosos y aceitados se hubiera colado una hiena. Pero él necesita volver
engullible esa experiencia pastosa y repulsiva; por eso, al escribirle a Victoria,
prefiere comentar que tuvo la sensación de que un topo, un camello, o mejor, una
liebre, había penetrado en la jaula de las garzas y, ¡qué se iba a hacer!, concluía,
eran animales con el mismo derecho al paisaje, al mar, al sol). Escribe aquella
primera carta poco después de instalarse en el pequeño hotel de un sitio descubierto
al azar en una tarjeta comprada a los pocos minutos de desembarcar en Ibiza; en
ella aparecía Portinaitx como un abigarramiento de bahías, calas y caletas. Su llegada
coincide con el inicio de las lluvias. Tiene que permanecer la mayor parte del tiempo
encerrado en su cuarto, igual, por lo visto, que los Rojas, la pareja de uruguayos
a quienes conoció el día que llegó y a quienes le gustaría frecuentar un poco más,
en el intento de evadirse de un grupo de holandeses cuya impertinencia no sólo lo
obliga a escribir varias cartas a Victoria, sino también a Isabel que lo lanzó a
ese viaje, a Carlos, varias tías, a muchos primos, a los Martinelli, a Miklos, sin
detener ahí su actividad, ya que en los once días siguientes, dueño de una cantidad
de tiempo como no había disfrutado en años, además de la novela de Van Gulik, lee
varios de los libros apilados en la mesa de noche y hojea los cuadernos en que se
suponía debía anotar sus impresiones de viaje, donde encuentra los apuntes, los
distintos comienzos de aquel relato para el que tal vez un día logre encontrar la
forma apropiada. Duda que llegue ese día. El tiempo de elegir ha pasado y él optó
en un mal sentido. Además, en ese caso concreto, se ha esfumado la obsesión que
durante unos días le impidió interesarse en todo lo que no fuera ese tema. En aquel
entonces, obsesionado por las dos marcas que contempló en un pecho, trató de establecer
una construcción literaria que no sólo lo librara de esa imagen, sino que se planteó,
por mera curiosidad intelectual, ciertos problemas de técnica literaria. Hacer estallar
la coherencia en los personajes, en el ritmo, en el desarrollo del tema, por ejemplo.
Se le ocurría que los labios, los dientes, sobre todo, la risa del marinero eran
elementos básicos en los que debía morosamente detenerse, hasta crear una gravedad
que pesara en el resto de la historia.
Pero si su propósito
había sido la eliminación de una tensión personal podía enorgullecerse de haberlo
logrado. Aquélla se desvaneció al igual que las otras figuraciones que la circundaron.
Y ahora sólo encuentra en algunos párrafos en vías de organización dos o tres elementos
que le parecen sugestivos: la mujer que espera, el amante ausente, el amigo común
que vive la experiencia, imágenes de barcos que viven encallados o hundidos. Una
de las notas alude a tres moscas atrapadas en una telaraña, tres moscas capaces
de convertirse por su propia voluntad en arañas, rodeadas de moscas condenadas a
ser sólo moscas, a quienes las otras podían apresar y succionar cuando les viniera
en gana. Y piensa con desánimo que trataron de enhebrarse en un tejido, cuando cada
hilo debía trenzarse con los otros hasta crear una figura coherente, él se resquebrajó,
vencido de antemano. Se había aplicado con furia a la tarea, pero a medida que el
relato se aclaraba, cuando se requería un esfuerzo definitivo, lo neutralizó y apagó
del modo más idiota, preparando unos desvaídos ensayitos sobre la novela italiana
del XIX, que en verdad le interesaba muy poco, o, peor, metiéndose en un cine, lo
que siempre logra distraerlo, sin necesidad de preocuparse demasiado por lo que
ve; y así corrió el tiempo y los distintos inicios de la narración no pasaron de
ser notas borrosas sobre moscas atrapadas, barcos y naufragios. En cambio proliferaron
los apuntes sobre Manzoni, Cappuana, D’Anunzio y Verga.
Pero en el moho
de Ibiza, por inercia, cae en la tentación de volver a trabajar en aquel cuento
y con esa intención, interesado más que nada en el fenómeno de carga y descarga
de una energía diferente a las demás, una noche en que charla con los Rojas en el
restaurante del hotel, les cuenta que cuando se creía escritor, cuando –corrige
inmediatamente– lo era en activo, se le presentaban aquellas tensiones acompañadas
de una necesidad imperiosa de expresión, las que gradualmente se desvanecían de
no encontrar una respuesta inmediata. Señala también que en los últimos tiempos,
al producirse aquellas alteraciones, consciente o inconscientemente comenzó a oponerles
resistencias, soportando en seco su presión. En vez de escribir y liberarse de ellas
resistía unos cuantos días de neurastenia hasta que gracias a sus artículos, a los
distintos trucos de que se componía su vida cotidiana, y, sobre todo, al cine, volvía
a sentirse libre. ¿Habría alguna diferencia entre obsesión e inspiración? Recuerdan
él o Rojas o la mujer de Rojas que cuando a alguien le preguntaron por la inspiración
dijo no saber lo que eso significaba, que alguien más asentó que en literatura un
noventa por ciento lo constituía la dedicación y la disciplina, un diez el talento
y un cero la inspiración, pero tampoco recuerdan al autor de la frase ni las proporciones
exactas; de lo único que se acuerdan es que la constancia se llevaba la mayor tajada
y la inspiración ninguna, o una insignificante. En un intento por ejemplificar sus
puntos de vista saca a colación la famosa visión de los calzones sucios de la niña
que baja de un árbol, que indujo a Faulkner a escribir una obra maestra, y entonces
Rojas, para su sorpresa, porque en las conversaciones anteriores no había revelado
el menor interés por problemas de teoría literaria, esboza con voz tranquila y parsimoniosa,
como si de golpe se hubiera convertido en su maestro, un desarrollo histórico del
concepto de inspiración, partiendo del “¡Canta, oh Musa, la gloria del pélida Aquileo!”,
donde el poeta, simple vocero de la Musa, es por ello un inspirado, un poseso, y
salta al Renacimiento que vuelve a resucitar esa concepción y a los momentos del
frenesí romántico en que dudar de la inspiración es cometer un sacrilegio de dimensiones
sólo comparables a la torpe fatuidad de confiar a ciegas en la razón, y luego a
los asertos de Darío y a las teorías de Huidobro, sin darle la menor oportunidad
para exponer sus puntos de vista, ni siquiera para manifestar su acuerdo o disensión,
pues apenas intenta decir algo, el otro le detiene con un seco:
–Sí, tal vez,
no estoy seguro; debería conocer mejor eso para poder opinar.
Y advierte que
él en verdad sabe muy poco, tan poco que ni siquiera logra precisar el concepto
que intenta desarrollar. ¡La obsesión, la inspiración! Esa noche vuelve a su habitación
con varios coñacs encima, convencido de que tanto la Musa como la deidad que procura
la constancia le han vuelto la espalda, afligido como un viejo coleccionista obligado
a desprenderse del último de sus cuadros, sabedor de que el momento en que la inspiración
se produjo no volverá a repetirse, que la liberación se realizó por medios incorrectos,
menos comprometedores, espurios del todo, sin exigirle ningún esfuerzo, fuera de
crearle una vaga conciencia de culpa, de frustración, de traición personal; aunque
debía precisar que a veces recordaba con nostalgia la armazón de esa historia abandonada
para la que había ya establecido un trazo general, las situaciones determinantes
que conducen a la protagonista a asumir la situación de su amigo, lo que, sin apenas
advertirlo, la hace consciente de un anhelo personal, le descubre deseos no sospechados,
comienza a trastornarla en aquel hotel parecido a un barco donde espera la carta
de su amante. La locura debería producirse ya en el sueño, en el momento en el que
se le revela la identidad del cuerpo que flagela.
Las notas del
relato que encuentra en el cuaderno quedaron como una especie de escoleta ejecutada
en el vacío, porque el concierto, por ausencia de director o, quizás de partitura,
no llegó a ejecutarse jamás. Lee unas páginas, cuando comenzaba a integrar los elementos
de la narración:
“La historia
deberá ser relatada por la mujer o por un narrador impersonal que la tome como punto
de mira, como un foco de conciencia. Todo comenzará realmente después de la conversación
de ella con Javier. En un primer momento la protagonista se siente obsesionada por
saber cómo es físicamente el marinero. ¿Cómo podría ser un nativo de Ufa? Localizar
en el mapa la tal república de Bashkiria. Su amigo, el decorador que ha vivido la
aventura comenta: ‘Por el cabello pude advertir que era un eslavo’. ¿Hasta dónde
habría llegado Javier? ¿En qué punto se había detenido? Debió, por fuerza, haberlo
golpeado. ¿De qué otra manera podía saber que se reía al ser azotado? ¿Cómo podría
tratarlo ahora? Dejará de verlo durante algunos días hasta que pueda digerir la
historia. Pero la historia no se deja digerir, sino que, por el contrario, la va
poseyendo gradualmente, terminará por devorarla. Se le aparece hasta en sueños.
Cuando Javier le cuenta el incidente del vaso de cerveza arrojado al suelo, ella
comenta: “Claro, lo arroja para que lo golpeen”. Hay momentos en que querría salir
hacia la zona del puerto a buscarlo. ¿Sería muy difícil localizarlo? Posee algunos
datos: un barco alemán, matrícula de Hamburgo. Boris, nacido en Ufa, residencia
en Hannover. Ufa, sí, como la empresa de las películas de Zarah Leander. ¿Cómo encontrarlo?
¿Quién es? ¿Qué profesión tiene? ¿Periodista? ¿Pero entonces, qué hace encerrada
en ese hotel de Barcelona? Pudo haber sido periodista cuando conoció a Jimmy y haber
renunciado al trabajo al marcharse con él. De vez en cuando envía algún reportaje
a Caracas. Josefina y Javier son venezolanos. Ella detesta su nombre; prefiere que
la llamen Fina. Desde hace meses espera el regreso de Jimmy en ese hotel que les
parece una nave. Tal vez sólo ellos encuentran la semejanza. Pero no puede ser una
espera de meses sino sólo de unas cuantas semanas. Desde que vive con Jimmy le ha
sido infiel muy pocas veces. Ambos creen en la libertad sexual pero apenas la ejercen.
El dato quizá no tenga ninguna importancia. En cambio es fundamental precisar desde
el principio que ella ha sufrido siempre de algún mal nervioso”.
Al escribir
aquellas notas, comenzó a saber cuál sería el cauce que seguiría la trama. Los personajes
serían tres: la mujer que espera, el amante ausente, el amigo decorador. Al principio
pensó en hacerlo pintor, pero la decoración, aunque sólo fuera por obviedad, resultaba
más apropiada a las experiencias que debía vivir. Cuando tuvo a los protagonistas
más o menos trazados advirtió que no importaban, que eran arquetipos que la vida
repetiría cíclicamente, que, aunque le resultara doloroso aceptar la afirmación,
lo único que contaba era la historia. Cualquier lucha contra la anécdota estaba
de antemano perdida.
Otro apunte:
“La pasión de
Jimmy, el ausente, por el mar, es desaforada. Fina sabe, desde el comienzo que el
mar es su único rival. El mar y los barcos. Es posible que también él sea un periodista
ocasional. Tiene otros ingresos. Cuenta con rentas seguras. Ha escrito varios libros
de viajes. Por lo general pasan medio año en cada lugar, a veces menos; luego emprenden
otro largo recorrido. Siempre en barco. De la Guayra a Yokohama, de Yokohama a Vancouver,
de Vancouver a Capetown, de Capetown a Barcelona. A Jimmy le gustaría que esas travesías
no terminaran nunca. Han viajado en cargueros noruegos, griegos, yugoslavos, alemanes.
El último viaje –para ella fatigosísimo– lo hicieron en un barco con patente de
Liberia cuya tripulación parecía la resaca de la marina internacional, un racimo
de adolescentes patibularios o de viejos ex-legionarios que la contemplaban con
un raro fulgor en la mirada; ahora sabía que no era producto del deseo. ¿Habría
en el mundo muchos hombres como Boris, el marinero de bovinos ojos azules que trabajaba
en un barco alemán? Fue una lata de viaje. A momentos le resultó casi imposible
ocultar el malhumor, disimular sobre todo el rencor que le producía ver a Jimmy
renacer ante el solo contacto con el barco, a la primera bocanada de aire salino,
ante el tufo característico de un camarote en un barco de carga.
Se lo había
advertido desde el principio:
–Conmigo los
únicos males te llegarán por el agua. No los esperes de mí ni de mi pobre mujer,
incapaz hasta de matar a una mosca. Sólo del agua, hasta de los ríos. Cuídate de
las estelas de los barcos. Cuídate, sobe todo, de los barcos.
Sweet old Jimmy!
Y mientras espera
en aquel hotel en forma de barco, cuando logra olvidar a Boris, el desconocido marinero
de Ufa, piensa
en una nave
varada,
en una grieta
que se ensancha cada vez más a un costado de la nave,
en dos grandes
grietas que se ensanchan como dos ásperas cicatrices sobre un torso desnudo.
Y en torno a
esa nave que se desgaja, un paisaje funesto: arrecifes, cayos, erizos.
¡El hundimiento
del Titanic!
Ya no hay modo
de que la nave se salve. Se contempla como un fantasma en medio de los largos pasillos
de aquella crujiente fábrica de hierro que se precipita hacia el fondo. Toda la
historia deberá girar en torno a la crisis del personaje femenino. El nombre de
Josefina es tan arbitrario como los demás. La única razón por la que los eligió
es que comienzan con J. Josefina, Javier, Jimmy. Boris es otra cosa, el elemento
absurdo, contaminador: la lepra.”
Después se presentó
el problema de ubicar a los personajes. La primera tentación fue comenzar con la
escena en que Javier le refiere a su amiga la aventura con el marino de Ufa. Pero
tal inicio resultaba poco convincente, una entrada en materia demasiado abrupta.
Hasta que al fin contempla con toda nitidez la escena. Josefina sale del ascensor
de aquel hotel situado en las faldas del Tibidabo, frente a una rotonda donde florecen
los algarrobos que, igual que las lilas y las glicinas, son flores que aman el invierno.
El hotel es un barco anclado, rodeado de un mar tranquilo, muerto, una tersa bahía
de superficie aceitosa, cuyas aguas pueden resquebrajar la nave con la misma despreocupación
con la que cascarían una avellana. Y en su interior Josefina ansía ver perecer a
Jimmy, no por agua sino destazado por hierros retorcidos, triturado por compuertas
deformes, ondulantes como láminas de papel estaño. Es la primera vez en tres días
que sale de su cuarto. Ni siquiera se preocupa por pasar a la recepción a preguntar,
como lo ha venido haciendo con perfecta ociosidad desde el día de la partida de
Jimmy, si le ha llegado carta. Sabe que en el caso de haberla no sería de él. No
se hace ilusiones absurdas (pero en el fondo alienta siempre la posibilidad de que
se produzcan esos hechos maravillosos que le confirmen su vaga creencia en la imprevisibilidad
de la conducta humana). Piensa en su última conversación con Jimmy sobre la necesidad
de una separación, aprovechando el viaje para tramitar su divorcio en el pequeño
pueblo inglés donde se había casado diez años atrás. Se encamina directamente hacia
el bar del hotel. Observa al camarero, que a su vez la observa furtivamente. Siempre
que se pone esa chaqueta encuentra las mismas miradas, aunque esa vez le parece
que hay algo más, una especie de complicidad que se manifiesta en los guiños del
hombre que le sirve una copa de jerez. En la barra dos muchachos la miran y cuchichean.
¿Habrán descubierto su secreto? ¿Sabrán que desde hace unos cuantos días, desde
la conversación con Javier y la noche del sueño ya no es la misma? ¡Cómo pensar
en recibir una carta de Jimmy! ¡La imprevisibilidad de la naturaleza humana…! ¡Bravo!
Faltan por lo menos quince días para que llegue la primera carta. Sabe que le escribirá
sin duda tan pronto como se divorcie. En el fondo también él es sumiso, tan sumiso
como el marinero de Ufa. ¿Lo serían todos los hombres de mar? ¿Lo serían muchos?
“Tu mayor enemigo será el mar…” Viajes interminables, horizontes sin fin, resplandores
extraños en las miradas de los jóvenes tripulantes… ¿El paraíso? ¿El limbo?… Sabe
qué frases leerá en esa primera carta, conoce el ritmo de los párrafos tan bien
como su caligrafía. Le parecerá escuchar su voz cuando lea, una, dos, tres veces
seguidas el breve pliego. Lo guardará en las páginas del libro que tendrá en las
manos. ¿Qué leería en aquel momento? Habría que buscar un título apropiado para
ocultar bajo sus tapas la carta del buen Jimmy. ¿Tal vez Los Sonámbulos? Se encerraría
en el cuarto y volvería a leerla otras veces. Sabe que hará un esfuerzo de concentración
moral y que después de meditar limpia y honestamente –todo lo que hace Jimmy adquiere
al instante una intolerable pátina de pureza– emitirá un sí definitivo. Sí, seguirán
viviendo juntos: sí, la necesitaba; sí, se casaría con ella ahora que estaba libre
de cualquier compromiso. Pero eso ya lo sabía, igual que las palabras con que se
expresaría, porque había manejado toda la situación, el apresuramiento del divorcio,
la breve separación que les permitiría pensar con serenidad, “sin influirse ni presionarse”,
en lo conveniente que resultaría casarse. Le había enseñado a añorar el matrimonio
desde el principio, en las mismas ocasiones en que ensalzaba las ventajas de una
unión libre. Y como en toda novela rosa, cuando el momento de la proposición llegara
tendría que fingir sorpresa, pedir tiempo para reflexionar, y, finalmente, pronunciar
un tímido, un trémulo sí, inspirado en el único propósito de hacerlo feliz. ¡El
sumiso idiota lobo de mar! La carta llegaría dentro de dos semanas. Por principio,
mientras el divorcio no estuviera legalizado, Jimmy no haría nada. Pero eso ya no
importaba. No le hacía ninguna ilusión recibir esa carta, la carta por la que no
preguntó al pasar a la recepción por miedo de encontrar una nota de Javier. Temía
que Javier, ante su negativa a responder el teléfono –en el hotel seguían instrucciones
precisas: la señora había salido de compras, bajado a la ciudad, no llegaría en
todo el día–, hubiera comprendido que había llegado demasiado lejos y forzara un
encuentro para aclarar la situación.
Y en Ibiza la
lluvia continuaba.
–Desde hace
años es así –se lamentaba el camarero–. Todo cambió con la llegada del turismo.
Ya nunca deja de llover en estas fechas.
Tiene sobre
la mesa los distintos cuadernos. Concentrarse en ellos le permite evadirse de la
curiosidad que su presencia y su profesión despiertan en algunos miembros de ese
rebaño forzado a un encierro exasperante. Un matrimonio danés lo atosiga hablándole
a todas horas del Voyage a Kathmandu. Están seguros, por encontrarlo en Ibiza, de
que trabaja en algo sobre hippies y droga, y se han decidido cordialmente a auxiliarlo.
La señora es más solícita. Podría contarle cosas terribles. Casos ocurridos en Fionia,
su ciudad natal, entre gente de su propio círculo.
Ante el alud
de mal francés, el cuaderno de notas resulta una salvación.
Recuerda que
cuando todavía muy perplejo le contó a Flora lo ocurrido en casa de Victoria, seguro
de impresionarla, ella no mostró la menor sorpresa. Por el contrario, lo que la
asombró fue su reacción. Opinó que lo absurdo de todas esas historias estribaba
en que en la actualidad seguíamos sin saber nada al respecto, que ciertos tabúes
pesaban tanto que teñían las consideraciones de los mismos científicos, lo que impedía
que aun en el presente pudiésemos conocer nada de nada.
–Uno se entera
de que alguien a quien trata con cierta frecuencia, a quien ve desempeñar normalmente
sus funciones, corresponde a tal o cual categoría que ha considerado siempre como
aberrante. Alguien tan agradable, estimulante o necio como cualquiera otra persona.
Para nosotros fue normal hasta que una casualidad, una indiscreción o un descuido
nos informó de la supuesta falla. Ahora –concluyó–, me río de tales simplificaciones.
Fue más que
suficiente. Un cauterio sobre el tumor. El gran golpe al pathos con que recordaba
la escena y del que deseaba impregnar el relato. A ello se debió, quizá, que la
historia se quedara en esas notas sin otra utilidad, por lo pronto, que librarlo
del Chemin de Kathmandu y de los casos ocurridos entre las mejores familias de Fionia.
¿Cómo poder recuperar la palabra insistente, imperativa, la risa boba, el encuentro
en el local en penumbra, la imagen del marinero ebrio, sentado en la mesa de al
lado, cuya mano no logra sujetar siquiera la cocacola que cae al suelo, igual, más
tarde, que una botella de cerveza y un vaso? Apenas repara en su existencia. Contempla
entusiasmado a una negra que baila como un animal que husmeara a una serpiente;
la ve olfatear el aire y tender los brazos hacia adelante, con movimientos que imprime
sólo en las rodillas, en las caderas y que se reproducen en todo el cuerpo, se transmiten
al cuello, que gira como animal acechado, a las manos que palmean en el vacío, a
las fosas nasales que se contraen y se distienden, hasta convertir de pronto aquel
ritmo de moda en un estruendo de tambores yarubas. En una tregua, se sienta a su
mesa, bebe de su vaso, pide otra copa y le cuenta algo que no comprende mientras
las manos torpes del marinero de la mesa de junto dejan caer al suelo la botella
de cerveza; comenta que hace aquello a propósito para que alguien lo golpee, pero
ya en ese instante la música también cambia de ritmo y la negra vuelve a levantarse
y se lanza a la pista. Está por salir cuando irrumpe en el local un grupo de conocidos
suyos; llegan en busca de alguien, le explica Rosa, un fotógrafo italiano que se
les perdió y al que daban por descontado encontrar allí, y se desparraman en su
mesa y en la de junto y el marinero rubio queda de golpe incorporado al grupo. En
el instante en que Jordi con su voz aguardentosa propone ir a casa de Victoria a
beber una última copa, encienden las luces del salón y los sudorosos asistentes
saben que la noche ha terminado en tumulto, se mueven hacia la puerta, y el marinero
sigue con ellos, lo que parece natural, pues todos están igualmente borrachos y
nadie sabe que nadie lo conoce. Jordi lo sostiene por un brazo porque dos veces
ha estado a punto de caer en el corredor, y él vuelve a aclararles que no es su
amigo, que jamás lo ha visto, que será mejor dejarlo en una esquina, el muelle queda
a un paso y cualquier otro marinero, de regreso, podría acompañarlo hasta su barco,
pero Victoria lo ha tomado por el otro brazo y observa que sería importante verlo
reaccionar en un ambiente distinto. (No, no fue esa noche, sino varios días después
cuando tuvo una idea cabal de lo ocurrido). En casa de Victoria apenas reparó en
él. Lo oyó hablar con Rosa, pero casi no entendía el alemán y los jadeantes monólogos
del otro eran absurdos, confusos, asfixiados por el alcohol y el sueño. Lo único
que logró comprender fue que sus zapatos eran franceses, los había comprado en Cherburgo
y le habían costado mucho dinero, que su barco hacía regularmente el trayecto de
Hamburgo a Barcelona, que había nacido en Ufa, Bashkiria, y señaló en el mapa de
una agenda que Rosa extrajo de su bolso, un punto en la URSS al norte de Afganistán,
que en 1944 cuando tenía sólo un año sus padres cruzaron la frontera y se instalaron
luego en Alemania, en Hannover donde había vivido siempre. No hablaba el ruso, conocía
sólo unas cuantas palabras. Se llamaba Boris. Luego entrecerró los ojos; durante
un buen rato nadie le hizo caso. La misma Victoria pareció olvidar su interés en
el tipo, y aunque él, a esa hora, lo único que deseaba era regresar a su casa, siguió
bebiendo por inercia y manteniendo también por inercia una discusión cualquiera,
hasta que de repente se encontró nuevamente sentado al lado del personaje, quien
trataba de convencer de algo a Rosa y, como para demostrarle la veracidad de sus
palabras, se levantó la camisa hasta el cuello. No sabía de qué conversaban. Por
eso preguntó si las dos heridas burdamente cicatrizadas que corrían en líneas paralelas
desde los hombros hasta un par de centímetros arriba de las tetillas eran resultado
de un accidente o de una operación; el otro respondió con una carcajada entre burlona
y estúpida y musitó unas cuantas palabras que no comprendió. Pero, en cambio, entendió
a la perfección el ademán, cuando levantó la mano derecha y flexionó varias veces
la muñeca, emitiendo un chasquido chirriante con la cabeza. Dijo unas cuantas palabras
incoherentes y volvió a quedarse dormido. Cuando la reunión se deshizo casi no podían
moverlo. Alguien le tomó el pulso, opinó que estaba demasiado borracho, que sería
mejor acostarlo en un sofá. Victoria no lo permitió. Tuvieron que bajarlo casi a
peso, lo metieron en un taxi y le dieron instrucciones al chofer para que lo acercara
al puerto. Amanecía. Rosa lo llevó a su casa. En el trayecto no hablaron sino de
la posibilidad de un próximo viaje a Cádiz donde unos amigos rodarían una película,
y al llegar a la cama cayó como piedra y durmió hasta la tarde del día siguiente.
No recordó el
episodio sino hasta varios días después; traducía un ensayo de De Santis sobre Manzoni,
fue en uno de esos lapsos en que el trabajo se vuelve mecánico y una palabra, determinada
frase, cierta cadencia, cualquier cosa, puede servir de disparadero mental. Nunca
deja de divertirlo el modo en que la mente, fuera de vigilancia y de control, logra
recapturar los momentos más inesperados: un paisaje perdido en un amanecer perdido,
al lado de amigos, ¡ay!, para siempre perdidos, contemplando cerca de Tlaxcala,
la tarde en que tomó una taza de café con una profesora alemana y apenas pudo atender
a la conversación, deslumbrado como estaba por un Kirchner excelente que pendía
de la pared, la cara atribulada de Antonieta cuando le informó que el tumor en el
seno había resultado canceroso, el anochecer de un domingo del invierno pasado,
en que muerto de frío caminaba por la calle semicircular de las Arolas que tanto
le gusta, ante aparadores cerrados, pensando que en uno de esos edificios debía
vivir el personaje de la novela que trataba entonces de escribir, el hombrecito
de la camisa violeta siempre amedrentado y, en ese preciso instante, en sentido
contrario, se aproximó tambaleante, un borracho que cantaba con voz quebrada: “miedo,
tengo miedo, mucho miedo”, y, de pronto, entre esa ola de recuerdos que aparece
cuando ya mentalmente ha traducido una frase larga y los dedos se mueven en el teclado
por un impulso independiente, dejando un momentáneo hueco cerebral, vio las dos
cicatrices trazadas en un pecho blancuzco, los dos gruesos bordes de color solferino
que descienden de los hombros y frenan sobre las tetillas. Sintió un estremecimiento.
Las manos se le detuvieron sobre la máquina. Volvió a ver la sala de la casa de
Victoria, la camisa remangada, las dos marcas, la risa bobalicona, desafiante, complaciente.
Y aquella imagen comenzó a repetirse, con mínimas variantes, a obsesionarlo, hasta
que para librarse de ella pensó en transformarla en cuento, y, de pronto, apareció
una trama más o menos coherente: la mujer que espera en el hotel la carta de su
amante. El decorador que ha pasado la noche con un marinero de Ufa, la conversación
con la protagonista, la pesadilla, el ulterior desarreglo mental.
“El tercer personaje,
Javier, el decorador, es amigo de ella desde hace muchos años; desde siempre. La
amistad es muy íntima: fue él quien le presentó a Jimmy en una exposición en Caracas.
Jimmy no se podía resentir por esa intimidad. ¿No el mismo Swan confiaba la custodia
de Odette a Charlus? Javier los escalofriaba con el recuento de algunas experiencias
en los recodos más alucinantes de la zona del puerto. O los hacía morir de risa
con sus compilaciones de textos idiotas. Pero el día en que Javier le cuenta la
experiencia que ha vivido (en la narración la experiencia tendría que ser completa)
crea en ella una perturbación que aumenta de día en día. A eso se debe que al inicio
sienta horror hasta de encontrar una nota suya en la recepción del hotel.
Hay momentos
en que su ausencia, más que la de Jimmy, le produce un sentimiento intolerable de
orfandad. Ya no podría decirle, por ejemplo, eres realmente un idiota, no podría
decirle te estás matando, ya no podría decirle qué piensas, eres un bárbaro, debes
traerme más a este lugar, te estás arruinando, ¿pero a qué horas trabajas? Tendría
que prescindir de reprocharle tantas cosas. Dios mío, ya no podría decirle tráeme
más a menudo, me gusta, no me gusta esta gente, este sitio, ya no podría pedirle
que no le dijera a Jimmy en qué lugares habían estado, porque a Jimmy debían darle
a menudo versiones relativamente expurgadas; ya no podría preguntarle de qué hablaba
con esa muchedumbre, no podría conversar sobre temas escabrosos que en ellos adquirían
un tono cotidiano, casi casto, como si hablaran de los libros que leían; ya no podría
decirle prepárame otra ginebra, pero ya no bebas, vas a acabar mal, tendrás dificultades,
no te prolongarán la residencia, ¿no te das cuenta?, no sabes quiénes son, ¿pero
en qué mundo viven?, ¿dónde duermen?, un día te va a pasar algo, llévame sí, cuando
quieras, no sé qué pensar, no habrá dinero que te rinda, sí, demasiada energía desperdiciada;
no, por favor, no me digas eso, yo espero, sigo esperando, sé que no me queda sino
esta posibilidad. Ya no podrían oír discos juntos, sino sólo hablarían, lo quisiera
o no, del marinero de ojos azules que arrojaba vasos por el suelo, esperando a que
lo golpearan…
Un día llega
a recogerlo para comer en un pequeño restaurante al que asistían con cierta frecuencia.
Comienzan a conversar sobre Ibsen. Javier prepara la escenografía para La dama del
mar; está documentándose sobre el autor y la época. Saca una libretita y le muestra
la perla que descubrió el día anterior en el prólogo a las obras completas. Una
defensa del prologuista a las mujeres noruegas para hacer que el lector no vaya
a confundirlas con las perversas heroínas de esos dramas: “Añadamos ahora, por nuestra
parte –le lee– que no todas tienen los ojos azules. Las hay buenas y malas, conscientes
e irresponsables y en su misma variedad radica su universalidad.” Y ella ríe encantada,
pensando en el horror con que aquel prologuista consideraría la independencia y
rebeldía de las escandinavas. ¿Qué si no un monstruo podía parecer Nora en la España
de 1943? Pero Javier está nervioso, apenas ríe, y cuando le pregunta que qué ocurre,
dice que se acaba de levantar, que no durmió casi, que es muy difícil contar lo
que le ha sucedido; no, no puede decírselo, pero baja la voz y describe su encuentro
en un bar, o, sería mejor, en la calle. (Le gustaría que el marinero, muy borracho,
fuera encontrado en el punto en que Escudillers desemboca en las Ramblas, atónito
al estrellarse de golpe contra tanta luz y espacio. Javier se le acerca y le pregunta
algo, y, sin más, vuelven a Escudillers y se meten en un bar a seguir bebiendo.)
–Por un momento
llegué a creer que se trataba de un vampiro –le dice–. Pasé el susto de mi vida.
Cuando se marchó corrí a la ventana y no lo vi salir. O fue muy rápido, o se deslizó
por la pared o en realidad no existía. Me senté en un sillón y vi entonces la mancha
de café que había derramado y, al lado, en la alfombra, una billetera vacía. Eso
me reaseguró. Por terrible que hubiera sido todo, al menos se trataba de una persona
de carne y hueso y no de una alucinación.
Le va contando
en voz muy baja, entre pausas, la historia. Ella hace muchas preguntas: él responde
y, luego, cuando terminan de comer, perciben el vacío formado entre ellos. Josefina
sabe que por primera vez existen muchas otras cosas que él no se atreve a revelarle,
que, como a Jimmy, le ha servido una versión censurada, “apta para todos los públicos”,
o casi; intuye que su actuación no fue tan pasiva como quiere hacerle creer, que
no se conformó con escuchar al marinero, que ha incurrido en suficientes contradicciones
que indican una participación más activa en el acto. Pero Javier no podrá contarle
lo ocurrido porque él mismo se halla muy perplejo y trata de volver al tema de Ibsen,
a su escenografía, a hablarle de dos lámparas que le compró a una anciana empobrecida
que se está desprendiendo de sus cosas, aunque nada logra crear el clima normal
de conversación y así, cuando después del café, le propone hacer un paseo, ella
antepone una excusa cualquiera; debe esperar una llamada telefónica, encontrarse
luego con alguien en el hotel, y él ya no insiste; sabe que será mejor no verla
durante unos días.
Después de despedirse, Josefina no volverá al hotel, caminará sin
dirección precisa, le parecerá conocer al marinero, haber visto su pecho flagelado
y sentirá una enorme curiosidad por saber dónde está Ufa, dónde Bashkira; saber por qué vive en Hannover, cómo son, qué hacen sus padres;
imaginará rostros posibles para Boris, tendrá la sensación de que nunca podrá volver
a sentirse segura junto a Javier; no lo puede imaginar ni aceptarlo en aquel papel;
le parecerá verlo levantarse de la cama en busca de sus pantalones tirados junto
con el resto de su ropa en un rincón del cuarto, sacar el cinto, volver a erguirse,
alzar la mano y azotar con violencia, le parecerá oír la risa de Boris y su voz
quejumbrosa que sólo sabe decir schlagen! Desearía besarle las heridas, lamerle
las cicatrices, morderlo, sangrarlo, volver a besarlo, destrozarlo, y descubre que
lo que no le perdona a Javier es haberla suplantado. De pronto advertirá que está
muy lejos de su hotel, que ha sido una locura caminar tanto y tomará un taxi y durante
horas, en su habitación, volverá una y otra vez a paladear la imagen. Aquella noche
no puede dormir, trata de leer, pero no logra concentrarse, bebe un poco de coñac
mientras tiende solitarios en la cama; luego se vuelve a acostar, piensa que se
está convirtiendo en una señorita ridícula, quebradiza. Recuerda que Javier le ha
hecho crónicas personales verdaderamente terroríficas, la de la noche, por ejemplo,
en que durmió con el tipo que se desangraba, y tantas y tantas más. Y entonces,
raramente tranquilizada, logra dormirse.
El sueño es
denso, sofocante, abrasador…
Está en la misma
habitación. Sin dejar de ser un cuarto de hotel, adquirirá un aire de clínica, de
quirófano: en la cama yacen desnudos ella y el marinero alemán; bueno, un hombre
que por fuerza supone debe ser el marinero alemán. Cuando el hombre le pide ser
azotado se levanta y lo golpea con una fusta negra. Lo oye reír a cada golpe, como
un niño agradecido; comienza a excitarse al descargar la fusta, aunque el placer
es mayor en las pausas, cuando el otro le pide más azotes, cuando le suplica que
golpee con más energía. En ese momento advierte que el hombre le habla en inglés,
y que conoce perfectamente la voz; también conoce las espaldas, el lunar en la nuca
y sin poder casi respirar se inclina sobre él, le levanta el mechón de pelo que
le cubre la cara y comprueba que es Jimmy, un Jimmy sudoroso y sonriente que con
voz y mirada implorantes le suplica que le pegue siempre más fuerte.
En los tres
días transcurridos a partir de aquel sueño ha vuelto intermitentemente a pensar
en la escena. Los sentimientos iniciales de sorpresa, de horror y rechazo han cedido
a otro, mucho más violento, de placer. Ahora mismo, en el bar del hotel, mientras
piensa en el libro que leerá dentro de dos semanas, en el que guardará la carta
de Jimmy, no puede evitar pensar en sus anchas espaldas perfectamente doradas, salpicadas
de pecas, cubiertas de vello en la parte próxima al cuello, y oír el chasquido del
flagelo, la voz de Jimmy que se queja e implora, y sentir en sus puños la fuerza
y el placer que transmite. Sonríe mientras una racha de calor invade el cuerpo,
y es posible que su sonrisa trasluzca algo en verdad perverso, pues los dos jóvenes
que la observan de reojo han apartado, cohibidos, la mirada.
–El mar es mi
enemigo, mi rival –se oye decir, sin sorpresas, con muy poca emoción, como si la
voz no procediera del todo de ella– y yo seré tu amiga, tu enemiga; cuando sea tu
enemiga me amarás más aún: serás mi ovejita, yo seré tu lobo; gozarás y gozaré al
ver sangrar tu cuerpo subrayado.”
Sería el final
del cuento.
Las vacaciones están por terminar.
El tiempo parece componerse. Ahora, sin embargo, tiene que regresar a Barcelona.
Ha llegado la hora de abordar el ship of fools y observar con melancolía, con envidia,
con irritación, a esa fauna a la que no pertenece. Todas las notas, a pesar de las
correcciones realizadas, se quedarán en un proyecto más. Quizá sea mejor volver
a su idea anterior, al tema del hombrecito de la camisa de terciopelo violeta que
recorre Barcelona, muerto de miedo, con una mujer que reconoce veinticinco años
después una casa de citas que frecuentaba en su juventud, y con otra que contempla
con tristeza la Diagonal por la que desfiló treinta años atrás mientras musita,
bajo una lluvia fina, que su historia ha sido muy larga, muy triste; una historia
cinematográfica con demasiados episodios, pero sin un final feliz.
Barcelona, abril de 1970
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