Silvina Ocampo
¿Cuánto tiempo hace que no pienso
en otra cosa que en ti, imbécil, que te intercalas entre las líneas del libro que
leo, dentro de la música que oigo, en el interior de los objetos que miro? No me
parece posible que el revestimiento de mi esqueleto sea igual al tuyo. Sospecho
que perteneces a otro planeta, que tu Dios es diferente del mío, que el ángel guardián
de tu infancia no se parecía al mío. Como si se tratara de alguien que hubiera entrevisto
en la calle, me parece que no nos hemos conocido en la infancia y que aquella época
hubiera sido mero sueño. Pensar de la mañana a la noche y de la noche a la mañana
en tus ojos, en tu pelo, en tu boca, en tu voz, en esa manera de caminar que tienes,
me incapacita para cualquier trabajo. A veces, al oír pronunciar tu nombre mi corazón
deja de latir. Imagino las frases que dices, los lugares que frecuentas, los libros
que te gustan. En medio de la noche, me despierto con sobresaltos preguntándome:
“¿dónde estará esa bestia?” o “¿con quién estará?” A veces, con mis amigos, llevo
el diálogo a temas que fatalmente atraen comentarios sobre tu modo de vivir, sobre
las particularidades de tu carácter, o bien paso por la puerta de tu casa, perdiendo
un tiempo infinito en esperarte para ver a qué horas sales o cómo te has vestido.
Ningún amante habrá pensado tanto en su amada como yo en ti. Recuerdo siempre tus
manos levemente rojas, y la piel de tus brazos oscura en los pliegues del codo o
en el cuello como arena húmeda. “¿Será suciedad?”, pienso, esperando con un defecto
nuevo lograr la destrucción de tu ser tan despreciable. Podría dibujar tu cara con
los ojos cerrados, sin equivocarme en ninguna de sus líneas: me guardaré de hacerlo,
pues temo mejorar tus facciones o divinizar la expresión un poco bestial de tus
mejillas prominentes. Será una mezquindad de mi parte, pero todas mis mezquindades
te las debo a ti. Después de nuestra infancia, que transcurrió en un colegio que
fue nuestra prisión donde nos veíamos diariamente y dormíamos en el mismo dormitorio,
podría enumerar algunos furtivos encuentros: un día en el andén de una estación,
otro día en una playa, otro día en un teatro, otro día en la casa de unos amigos.
No olvidaré aquel último encuentro, tampoco olvido los otros, pero el último me
parece más significativo. Cuando advertí tu presencia en aquella casa perdí por
la fracción de un segundo el conocimiento. Tus pies lascivos estaban desnudos. Pretender
describir la impresión que me causaron las uñas de tus pies sería como pretender
reconstruir el Partenón. Creo, sin embargo, que en la infancia tuve el presentimiento
de todo lo que iba a sufrir por ti. Oí a mi madre pronunciar tu nombre cuando entramos
a visitar por primera vez aquel colegio donde había en el jardín tantos jacarandas
en flor y aquellas dos estatuas sosteniendo globos de luz en cada lado del portón.
–Alba Cristián
es hija de una amiga mía. La internarán también aquí. Es de tu edad –dijo mi madre
cruelmente.
Sentí un extraño
malestar: pensé que era por culpa del colegio donde me iban a internar. Sin embargo,
inconscientemente, como esos antiguos anillos que contenían veneno debajo de un
camafeo o de una piedra, tu nombre semejante también a un círculo me pareció venenoso.
Otro presentimiento me avasalló aquel día del paseo a los lagos de Palermo, cuando
nos bajamos a comer la merienda sobre el césped y que Máxima Parisi te enseñó unas
tarjetas postales que no quiso enseñarme a mí y que al final de la tarde, comiendo
un helado de frambuesa, se recostó sobre tu hombro en el ómnibus que nos llevó de
vuelta al colegio. En aquella intimidad que me excluía, sentí la amenaza de otras
desventuras. No creas que olvidé la llave misteriosa de tu mesa de luz que hacía
sonreír a Máxima Parisi ni aquel atado de cigarrillos americanos que fumaron sin
convidarme en la glorieta de los arbustos “cuerpo a tierra” decían ustedes “como
los soldados”, en aquel escondite que aborrecí hasta el día de hoy. No creas que
olvidé aquel libro pornográfico, ni el gato que bautizaban con un nuevo nombre estrafalario
cada día, ¡pobre diablo! Ni aquella suerte de supositorios para perfumar el baño
con olor a rosa que disolvían en un vaso de agua y que se pasaban por el pelo y
por los brazos. No creas que olvidé la enfermedad de Máxima cuando te colgaste de
mi brazo todo el día diciéndome que yo era tu amiga predilecta y que me invitarías
a tu casa de campo durante el verano. No me hice ilusiones, además no me inspirabas
ninguna simpatía. No aspiré a tu amistad sino para alejarte de otras. En el fondo
de mi corazón se retorcía una serpiente semejante a la que hizo que Adán y Eva fueran
expulsados del Paraíso.
Sospechaba que
mi vida sería una sucesión de fracasos y de abominaciones. No hay niño desdichado
que después sea feliz: adulto podrá ilusionarse en algún momento, pero es un error
creer que el destino pueda cambiarlo. Podrá tener vocación por la dicha o por la
desdicha, por la virtud o por la infamia, por el amor o por el odio. El hombre lleva
su cruz desde el principio: hay cruces de madera tosca, de aluminio, de cobre, de
plata o de oro, pero todas son cruces.
Bien sabes cuál
es la mía, pero tal vez no sepas cuál es la tuya, pues no todos los seres son lúcidos,
ni capaces de leer el destino en los signos que diariamente ven a su alrededor.
¿Será cruel advertírtelo? Me tiene sin cuidado. No siento por ti la menor lástima.
Me molesta que alguien aún crea que somos amigas de infancia. No falta quien me
pregunte con tono almibarado y escandalizado a la vez:
–¿No tenés amigos
de infancia?
Yo les respondo:
–No me casé
con los amigos de infancia. Si ahora tengo poco discernimiento para elegirlos, ¿cómo
habrán sido las equivocaciones de mis primeros años? Las amistades de infancia son
erróneas, y no se puede ser fiel al error indefinidamente.
Aquel día, en
casa de nuestros amigos, al verte, una trémula nube envolvió mi nuca, mi cuerpo
se cubrió de escalofríos. Tomé un libro que estaba sobre la mesa y comencé a hojearlo
ávidamente: sólo después advertí que el libro se titulaba Balance de las ventas
de animales bovinos. La dueña de casa me ofreció una naranjada horrible “de
alfileres” como denominábamos toda bebida que llevaba soda. Bebí de un trago para
ocultar el temblor de mi mano; felizmente hacía calor y salí al balcón con el pretexto
de tomar fresco y de mirar la vista que abarcaba el Río de la Plata a lo lejos y
en primer plano el Monumento de los Españoles que divisado de ese ángulo parecía,
más que nunca, un gigantesco postre de bodas o de primera comunión. Sonreí a tu
cara de bestia, sonreíste. Vivir así no era vivir. Sentí vértigos, náuseas. Desde
aquel séptimo piso contemplé la calle pensando cómo sería mi caída, si me tiraba
de esa altura. Un puesto de fruta, cajones de basura al pie de la casa (estarían
en huelga los basureros) y una baranda alta me molestaban para imaginar la escena.
Traté de concentrarme en esa idea llena de dificultades para serenarme. Tenía el
poder, que ahora no tengo, para desdoblarme: conversé con la gente que me rodeó,
reí, miré a todos lados con los ojos clavados en el fondo de aquel precipicio con
cajones de basura, con frutas y con hombres que pasaban. Todo era menos inmundo
que tu cara. “De cuántas músicas, de cuántas personas, de cuántos libros tengo que
renegar para no compartir mis gustos contigo”, pensé al mirar hacia el interior
del departamento a través del vidrio de la ventana. “Quiero mi soledad, la quiero
con mil caras impersonales.” Te miré y a través del vidrio que reverberaba tembló
tu cara de piraña como en el fondo del agua. Pensé en quien no puedo pensar por
causa tuya y en el sortilegio que me envolvía. Estás en mí como esas figuras que
ocultan otras más importantes en los cuadros. Un experto puede borrar la figura
superpuesta pero ¿dónde está el experto? Necesito dar una explicación a mis actos.
Después de haberte saludado con una inusitada amabilidad te invité a tomar té. Aceptaste.
Te dije que en mi casa había pintores. Sugeriste felizmente que sería mejor ir a
tu casa. En el momento en que prepares el té y lo dejes sobre la mesa fingiré un
desmayo. Irás a buscar un vaso de agua que yo te pediré, entonces echaré en la tetera
el veneno que traigo en mi cartera. Servirás el té después de un rato. Yo no tomaré
el mío, pensé como delirando mientras me hablabas.
No cumplí mi
proyecto. Era infantil. Me pareció más atinado usar ese procedimiento para matar
a L. Deseché la idea porque la muerte no me pareció un castigo.
–¿Qué te pasa?
–me decía L.
La conversación
recaía sobre ti. Le decía de ti las peores cosas que pueden decirse de un ser humano.
Hablé de suciedad, de mentiras, de deslealtad, de vulgaridad, de pornografía. Inventé
cosas atroces que resultaron maravillosas. No sospeché que por primera vez L. se
interesaba en tu personalidad, en tu vida, en tu manera de sentir y que todo había
nacido de mi imaginación.
Durante el tiempo
que dediqué a pensar sólo en ti, a hablar de tus terribles vestimentas, de tu malignidad,
de tu falta de asco para meterte en la boca dinero sucio y cosas que encontrabas
en el suelo, con mi complicidad, con mis sospechas, con mi odio construí para ustedes
ese edificio de amor tan complicado donde viven alejados de mí por mi culpa. Quiero
que sepas que debes tu felicidad al ser que más te desdeña y aborrece en el mundo.
Una vez que ese ser que te adorna con su envidia y te embellece con su odio desaparezca,
tu dicha concluirá con mi vida y la terminación de esta carta. Entonces te internarás
en un jardín semejante al del colegio que era nuestra prisión, un jardín engañoso,
cuidado por dos estatuas, que tienen dos globos de luz en las manos, para alumbrar
tu soledad inextinguible.
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