Franz Kafka
Un
filósofo solía frecuentar los lugares donde jugaban los niños. Y cuando veía a
un chico con un trompo, se ponía en acecho. Apenas estaba el trompo en
movimiento, el filósofo lo perseguía para atraparlo. Que los niños hicieran
burla y procuraran alejarlo de su juego lo tenía sin cuidado, y era feliz
teniéndolo prisionero mientras giraba, pero esto duraba sólo un instante,
entonces lo arrojaba al suelo y se marchaba. Creía, en efecto, que el
conocimiento de cualquier minucia, como por ejemplo un trompo que giraba sobre
sí mismo, bastaba para alcanzar el conocimiento de lo general. De ahí que se
desentendiera de los grandes problemas, que no le parecían económicos. Conocida
realmente la minucia más insignificante, era conocido el todo, por lo cual se
ocupaba sólo en el trompo semoviente. Y cuando se hacían los preparativos para
hacer girar el trompo, tenía siempre la esperanza de que todo saliera bien y,
si el trompo giraba, en medio de las carreteras sin aliento, su esperanza se
tornaba en certeza, pero cuando se quedaba con el tonto trozo de madera en la
mano, se sentía mal, y el griterío de los niños, que hasta entonces no oyera y
que ahora, de súbito, le atronaba los oídos, lo echaba fuera de allí, y se
tambaleaba como un trompo bajo un látigo torpe.
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