Silvina Ocampo
El león miraba a Enrique Donadío. La opinión que este último tenía de los
leones había variado. Otro misterio los envolvía deslumbrándolo como en la infancia.
Los leones llevaban enormes máscaras de cartón con melenas que se apolillan, quizá,
en verano. El armiño que usan los reyes también se apolilla. Eran todopoderosos
y reumáticos. Una amenaza oscura se desprendía de ellos: la amenaza provenía de
lo escondido y lejano que estaba el verdadero ser, que suspiraba tras del vidrio
impenetrable de los ojos y del cuerpo vacío, sosteniendo, como por encanto, una
máscara de gigante, que rugía. Enrique Donadío, reclinado contra la baranda de hierro
que lo mantenía a un metro de distancia de las jaulas, miraba fijamente al león.
De vez en cuando estiraba el brazo y emitía un sonido de besos, como solía hacer
cuando llamaba a los perros (pues no sabía silbar, sino más bien soplar, de un modo
ridículo). El león, que en los primeros tiempos quedaba impasible, con fijeza de
muerte en los ojos, empezaba a reconocerlo. Un día le habló: “La luz me deslumbra
a veces”, dijo en voz baja. “Quiero ser libre”. Enrique Donadío creyó que esas frases
eran prueba de un cariño inconfundible.
Enrique Donadío consagraba las tardes del jueves y del
domingo a pasear por el Jardín Zoológico. En cuanto entraba sus pasos lo encaminaban
al pabellón de las fieras. A través del león se había interesado por los otros animales.
La jaula del león era como un puente que lo llevaba de jaula en jaula; establecía
comparaciones de colores y de formas.
Enrique Donadío, que era profesor de dibujo y de inglés
en una escuela, había llevado a sus alumnos al Zoológico. Su clase se componía de
diez niños, de los cuales cinco solamente habían podido salir con él esa tarde.
A menudo los llevaba los domingos o días de fiesta; allí los niños hacían dibujos
y aprendían los nombres de los animales en inglés y en alemán.
Enrique Donadío era un hombre alto, serio y delgado.
Era miembro de la Sociedad Protectora de Niños, Pájaros y Plantas. Tenía un proyecto
en el que había pensado continuamente desde hacía tiempo, quizá desde la primera
vez que había vuelto al Zoológico, después de su infancia: abrir las jaulas, soltar
todos los animales y restituirles la libertad. Para llevar a cabo el plan era necesario
que alguien lo ayudara, y esos cinco niños estaban dispuestos a hacerlo. Al principio
se burlaban del león, le gritaban insultos, le arrojaban flechas de papel, pero
lentamente, contagiados por una misma ternura (así pensaba Enrique Donadío), quisieron
al león como a un perro sin amo, un perro bueno y misterioso, lleno de secretos
encerrados en una jaula. Pero eso no era bastante para persuadirlos de que era necesario
soltar no sólo al león, sino a todos los otros animales. Enrique Donadío ejerció
sobre ellos una gran fascinación.
–Cada uno de nosotros se parece a uno de estos animales
–solía decirles–. ¿A cuál de ellos preferirían parecerse?
Cada niño elegía su animal, lo remedaba.
Hacía tres noches que no dormían esperando el día señalado
por el profesor de inglés. Hacía tres días que comían de prisa como si fuesen a
perder un tren. Enrique Donadío, pausadamente, les había hablado de las noches en
el Zoológico; noches que son, para el que penetra en ellas, un sueño verdadero y
no banal, como son los sueños habitualmente. Cuando era niño, hasta los diez años,
había vivido en Dublín. Su tío era director del Zoológico; allí vivía en un pabelloncito,
y lo llevaba con él, a veces, de noche. En aquella época lo acusaron de bestialidad,
cosa que no pudo contar a los niños.
Nunca podría olvidar la noche del Jardín Zoológico de
Dublín. Tenía que dormir en un pasillo, pegado al cuarto de su tío, que pasaba las
noches de invierno y de verano con las ventanas de par en par abiertas. Era como
dormir afuera. Entraban todos los ruidos: aullidos, rugidos, cantos. Las baldosas
del pasillo tenían un millón de dragoncitos pintados de azul que al principio lo
asustaban más que los verdaderos animales. Las fieras parecían estar libres, pues
no estaban enjauladas como aquí, sino rodeadas por fosas. Los animales a esa hora
(les contaba Enrique Donadío con la voz conmovida) se dicen secretos horribles,
que los hacen gritar, lamentarse; cuando están enjaulados se golpean contra los
barrotes de fierro hasta sangrar, y cuando están rodeados por fosas contemplan con
ojos enloquecidos la honda pared invisible que los encierra. Pero eso no dura más
que un breve momento… todo el paisaje cambia. El Jardín Zoológico, con sus puentes
y lagos, es una selva africana o un desierto, donde corren las jirafas, o bien un
paisaje helado, lleno de focas místicas, que rezan continuamente, con ademanes de
monjas o de prisioneros. Los animales sonámbulos sueñan que están en libertad y
conspiran contra los mortales que los han martirizado; el camello, que es muy rencoroso,
cavila y cavila en los sueños moviendo la mandíbula de derecha a izquierda y de
izquierda a derecha, como los niñitos cuando les crecen los dientes. Las serpientes
silban y agitan cascabeles, que relumbran contra el pasto, fascinando vacas imaginarias;
los ruiseñores cantan como en los bosques europeos; el elefante se divierte, bañando
el cielo con juegos de agua más altos y más diversos que los de las fuentes de Versalles
el 14 de Julio; las jirafas hacen moños con el pescuezo; los monos hacen pruebas,
los cocodrilos lloran en serio. Pero si en esos momentos se abriesen las jaulas
que tienen prisioneros a esos animales, uno podría ver el espectáculo más asombroso
del mundo; quizá aparecerían fantasmas, directores del Zoológico, quizá habría peleas
de júbilo entre el tigre y el elefante, entre el león y el tigre, entre el orangután
y el oso, pero eso no sería lo más emocionante de todo… Lo más emocionante no se
puede nunca contar, hay que presenciarlo. Los alumnos estaban de acuerdo.
Era una tarde templada de noviembre. Los portones del
Jardín Zoológico se cerraban a las seis y media de la tarde. Sin pérdida de tiempo
había que estacionarse cerca del escondite que Enrique Donadío había elegido. Con
los ojos buscó a su alumno más joven y le hizo la seña convenida. Salieron caminando;
los otros niños seguían a unos metros de distancia. Después de haber comprado chocolatines
y galletitas, se acercaron al gomero coposo que queda al pie de un puente donde
siempre hay un fotógrafo. Enrique Donadío se hizo fotografiar con sus discípulos,
dispuestos en fila, según la altura. El fotógrafo no estaba de acuerdo con la distribución
del grupo; hubo que hacer concesiones: apoyar cuidadosamente los brazos contra la
balaustrada del puente. Tardaron diez minutos en revelar las fotografías. Después
de pagarlas y guardarlas en el bolsillo, Enrique Donadío se deslizó como una sombra
detrás de un árbol, el fotógrafo no se asombró, pues desde hacía un tiempo había
notado que los hombres tenían la inocente costumbre de esconderse detrás de los
árboles. Los alumnos se habían escondido; dos de ellos detrás de una enorme enredadera,
otro detrás de una estatua y los otros dos trepados sobre las ramas del gomero,
junto al profesor.
Se oía el murmullo de la gente; los guardianes golpeaban
las manos, recorriendo todos los caminos, y después de un momento interminable,
entre los ruidos que se perdían, las sombras y la oscuridad que aumentaban, se oyó
el chirrido de los portones.
De nuevo se oyeron pasos, se acercaron y se alejaron
varias veces por las curvas de los caminos. Sombras enormes crecían entre los árboles
y de pronto apareció la luna pegada al horizonte junto a los faroles que alumbraban
la calle distante. Los ruidos del día se habían terminado; crecían otros ruidos
misteriosos, que brotaban de las jaulas, de los pabellones, de las lagunas verdes.
Los alumnos hicieron un largo viaje de silencio y de espera. Enrique Donadío sabía
todo, estaba seguro de todo. Fue el primero en salir de su escondite.
–Casi me dormí –dijo, con voz tranquilizadora.
Los alumnos dejaron de temblar y salieron de los escondites,
mirando para todos lados. No había ningún guardián. El profesor estaba tranquilo.
Caminaron un largo trecho, agachados, confundiendo ramas
con sombras, y sombras con ramas quebradizas. Se sentaron sobre un banco y comieron
los chocolatines derretidos y las galletitas, que llevaban en los bolsillos. No
sabían la hora que era, pero debía de ser casi la medianoche, pues no se oía ningún
ruido, salvo el canto de algunos pájaros desvelados.
–Y ahora –dijo Enrique Donadío– tendremos que buscar
la manera de abrir las jaulas.
La voz transformada por la oscuridad los sobresaltó.
¿Dónde estarían las llaves?
Todo brillaba con frialdad metálica bajo la luna; los
barrotes de las jaulas dividían la noche como cuchillos. Los niños se levantaron
del banco y Enrique Donadío se encaminó hacia la casilla, donde sabía que dormían
los guardianes. Allí, en el cajón de un mueble del pasillo de la entrada, estaban
los manojos de llaves. Enrique Donadío, durante sus incursiones por el Zoológico,
había conversado largamente con los guardianes enterándose de todos los secretos.
En verano, dormían con las puertas abiertas. Los serenos eran los que tenían mejor
vida pues nunca trabajaban y pasaban la noche durmiendo, debajo de los árboles.
A dos metros de la casilla oyó un ronquido; fue como
una puerta abierta. Entró en la habitación, haciendo señas a sus alumnos, para que
lo esperasen afuera. No hay sueño más pesado que el de los guardianes del Zoológico,
acostumbrados a dormir entre rugidos de fieras, cantos de pájaros de todos los países
del mundo: sólo el despertador, con su campanilla, es capaz de despertarlos. Si
no fuera por el despertador, seguirían durmiendo durante el día. Como el príncipe
que entra en el Palacio de la Bella Durmiente del Bosque, conmovido, Enrique Donadío
entró en la habitación en donde estaban las llaves de todos los pabellones y de
todas las jaulas del Zoológico. Entró de puntillas, silenciosamente tomó los manojos
de llaves, que apenas sonaron. Los alumnos sonrieron; era como si las jaulas ya
se hubiesen abierto. Ahora les tocaba a ellos abrir las puertas, probar las llaves
de los pabellones, hasta encontrar las que coincidieran, y después…
Los alumnos acudieron a recibir las llaves, que llenaban
los bolsillos deformados de Enrique Donadío. Luego se deslizaron entre las sombras,
conteniendo el sonido de llaves y de risas en las manos sudadas y frías.
Nunca hubo tantas jaulas en el Zoológico, nunca hubo
tantos pabellones. Se multiplicaban en la noche, eran laberintos enrejados de olores;
estaban todos preparados, alineados y reforzados en la intimidad de las tinieblas.
El maestro y los alumnos se dirigieron primero a las
jaulas de los pájaros. Fue difícil encontrar la llave; después de probarlas varias
veces, tras largas vacilaciones, entró una llave en la cerradura. Se abrió por fin
la puerta de hierro, con dos vueltas. Hubo un revuelo y después no se oyó nada más.
Los pájaros siguieron entre las ramas. Uno de los alumnos sacudió el enrejado, hubo
otro revuelo y un canto débil, dormido. Un pájaro desplegó las alas y voló, golpeándose
contra los hierros del enrejado. No veía la puerta abierta. Pero no había que demorarse;
los alumnos siguieron caminando y abrieron las jaulas de los monos. Algunos monos
salieron corriendo, para treparse a los árboles más cercanos, otros quedaron dormidos
e indiferentes. La pesada puerta de hierro del pabellón del elefante dio mucho trabajo
para abrir. El elefante aparentemente dormía. Parecía tan sordo como los guardianes,
pues era inútil sacudir las cadenas y las llaves: no despertaba. Finalmente abrió
un ojo y con movimiento de pesadilla estiró la trompa y dio un galope. Enrique Donadío
salió corriendo con sus alumnos. El elefante, balanceándose, quedó cerca del león,
recogió un papel con su trompa y retorció la enorme cadena que llevaba atada a la
pata. Los niños se escondían detrás de los árboles mirando al elefante, mientras
Enrique Donadío se acercaba al pabellón de las fieras.
–Es el turno de los osos –susurró uno de los niños.
Después de buscar largamente entre las llaves, Enrique
Donadío encontró la etiqueta en donde estaba escrito “Pabellón de las fieras”: era
una llave torcida y oxidada, con sombras rojizas. Un olor espeso, nauseabundo, como
a carne cruda y a orina, emanaba de las jaulas de las fieras. Las puertitas de comunicación
que daban a la galería interior estaban todas cerradas. Las fieras se encontraban
del lado de adentro. Había que abrir varias puertas de comunicación antes de poner
en libertad a los leones.
–Es el turno de los osos –musitó el niño, que amaba
los osos, pero nadie lo escuchó.
No bastaba abrir la puerta grande del pabellón de las
fieras. El exterior de esas jaulas era como las cajas de hierro con secreto: había
que tantear y reflexionar un buen rato; además eran peligrosas como trampas. Al
menor movimiento las puertitas de hierro podían caer. Pero la puerta grande ya estaba
abierta, los alumnos se quedaban en el umbral, maravillados al ver que las cosas
se hacían tan fácilmente. Enrique Donadío se puso el índice delante de la boca ordenando
silencio a los alumnos, aunque nadie había hablado; el asombro de las miradas parecía
ruidoso.
–Despacito, despacito –decía la voz de Enrique Donadío
tratando de imitar al león.
El león movió las orejas, luego la cola y dio un pequeño
gruñido. Quedó quieto. Tenía los ojos cerrados y la cabeza entre las patas, en actitud
de oración. Los alumnos pasaron debajo de la baranda y se acercaron, como nunca
lo habían hecho, a las jaulas. No podían contener las risas, jadeantes como rugidos.
Había llegado el momento de abrir las jaulas –los alumnos
daban vuelta a las llaves simultáneamente; las jaulas no eran tan complicadas como
parecían a primera vista, no había más que levantar una tranca y desprender un gancho:
las jaulas estaban entreabiertas. No había ningún secreto.
Al principio el león quedo inmóvil, amodorrado; su cuerpo
parecía vacío, olvidado contra el suelo, como si tuviera las patas rellenas de algodón.
Un imperceptible temblor corría por su lomo; temblores breves como relámpagos le
contraían las patas en galopes oblicuos. Dijo: “El frío me hace temblar, a veces”.
Y luego, un rugido desgarró el silencio, un rugido débil y lúgubre, como el llanto
de los perros cuando miran la luna. El león soñaba. Era extraño que un león soñara
tan suavemente. ¿No habría llegado más bien el momento de su agonía? ¿No iba a quedar
muerto, antes de haber sido puesto en libertad?
Había un silencio sin rejas y sin puertas, pero el olor
a fiera era potente, ensordecedor como un ruido, resplandeciente como un color muy
rojo o muy amarillo, salpicado de luces.
Las puertas de las jaulas estaban abiertas. El leopardo,
el tigre, el jaguar y la pantera ¿también dormían o estaban muertos?
Las miradas de los alumnos se agrandaron; uno de ellos
buscó en los bolsillos de su delantal blanco algo que no encontraba, y de pronto
salió corriendo del pabellón y volvió con unas cuantas piedras. Desde la puerta
gritó con todas sus fuerzas:
–Fuera de las jaulas, fuera –y arrojó las piedras.
Ese grito destemplado se esparció como un líquido hirviente.
Los rugidos cubrieron la noche entrecortada por los gritos. A veinte o cuarenta
cuadras se oía el mismo ruido, o un ruido muy parecido al que se desprende de las
tribunas de un partido de fútbol en día domingo.
Se veían apenas las primeras luces del alba cuando Enrique
Donadío y sus alumnos advirtieron que estaban adentro de las jaulas. El público
que los miraba, unas horas más tarde, se componía en gran parte de los animales
que habían puesto ellos mismos en libertad. Así somos los animales, pensaron; exactamente
iguales a los hombres.
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