Sherwood Anderson
Belle Carpenter tenía la
tez morena, los ojos grises y los labios gruesos. Era fuerte y alta. Si estaba de
mal humor, se enfurecía y lamentaba no ser un hombre para poder pelearse con alguien
a puñetazos. Trabajaba en la sombrerería de Nate McHugh y se pasaba el día bordando
sombreros junto a una ventana de la trastienda. Era hija de Henry Carpenter, el
contable del First National Bank de Winesburg, y vivía con él en una casa vieja
y oscura al fondo de la calle Buckeye. La casa estaba rodeada de pinos y debajo
de los árboles no crecía hierba. En la parte de atrás se había desprendido un canalón
oxidado y, cuando soplaba viento, golpeaba contra el tejado de un pequeño cobertizo
y producía un ruido triste y tamborileante que a veces duraba toda la noche.
De
niña, Henry Carpenter le había hecho la vida casi insoportable, pero cuando dejó
atrás la infancia y se convirtió en una mujer, perdió toda su ascendencia sobre
ella. La vida del contable estaba hecha de innumerables pequeñas mezquindades. Antes
de ir al banco por la mañana, abría el armario y se ponía un abrigo negro de alpaca
que estaba raído por el paso del tiempo. Cada tarde planchaba la ropa que había
llevado por la calle. Había inventado un sistema de tablones para hacerlo. Metía
los pantalones del traje entre los tablones y los apretaba con unos tornillos. Por
la mañana, limpiaba los tablones con un paño húmedo y los dejaba de pie detrás de
la puerta del comedor. Si alguien los cambiaba de sitio, se quedaba mudo de rabia
y no recobraba la serenidad hasta pasada una semana.
El
cajero del banco era un bravucón, pero tenía miedo a su hija. Sabía que estaba enterada
de los malos tratos a los que había sometido a su madre y que lo odiaba. Un día,
Belle volvió a casa a mediodía, embadurnó con barro de la calle los tablones que
su padre empleaba para planchar los pantalones y luego regresó a su trabajo feliz
y aliviada.
De
vez en cuando, Belle Carpenter salía a pasear por las tardes con George Willard.
Amaba en secreto a otro hombre, pero su relación amorosa, que nadie conocía, la
tenía muy angustiada. Estaba enamorada de Ed Handby, el camarero del bar de Ed Griffith,
y salía con el joven periodista para dar algún desahogo a sus sentimientos. No creía
que, dada su posición, pudiera permitirse que la vieran con el camarero, así que
daba paseos bajo los árboles en compañía de George Willard y permitía que la besara
para aliviar un anhelo muy insistente de su naturaleza. Sentía que podía controlar
al joven, pero no estaba tan segura con respecto a Ed Handby.
Handby,
el camarero, era un hombre alto y ancho de espaldas que había cumplido ya los treinta
y vivía en una habitación encima del bar de Griffith. Tenía los puños grandes y
los ojos extrañamente pequeños, aunque su voz, como si quisiera ocultar el poder
que se escondía detrás de sus puños, era suave y calmada.
A
los veinticinco años, el camarero había heredado una enorme granja de un tío suyo
de Indiana. Una vez vendida, la granja le proporcionó ocho mil dólares que Ed gastó
en apenas seis meses. Fue a Sandusky, en el lago Erie, y empezó una orgía de disipación,
cuya historia llenó después al pueblo de espanto. Aquí y allí se dedicó a despilfarrar
el dinero, conducía carruajes por las calles, invitaba a licor a grupos de hombres
y mujeres, apostaba cantidades enormes a las cartas y mantenía queridas cuyo vestuario
le costaba cientos de dólares. Una noche, en un lugar llamado Cedar Point, se vio
envuelto en una reyerta y se puso hecho una fiera. Hizo añicos el espejo del baño
de un hotel a puñetazos y luego se dedicó a romper las ventanas y las sillas de
varios salones de baile sólo por el placer de oír el ruido de los cristales al caer
al suelo y ver el terror pintado en los ojos de los oficinistas que habían ido a
Sandusky a pasar la tarde con sus novias.
En
apariencia, la relación entre Ed Handby y Belle Carpenter se reducía casi a nada.
Sólo había conseguido pasar una tarde con ella. En aquella ocasión, había alquilado
un caballo y un calesín en el establo de Wesley Moyer y la había llevado de excursión.
Dominado por la convicción de que, teniendo en cuenta su carácter, se trataba de
la mujer que necesitaba y de que debía conseguirla a toda costa, le habló de sus
deseos. El camarero estaba dispuesto a casarse y tratar de ganar dinero para mantener
a su mujer, pero era tan simple que le resultó difícil explicarle cuáles eran sus
intenciones. El cuerpo le dolía de puro deseo físico y sólo acertó a expresarse
físicamente. Cogió a la sombrerera entre sus brazos y, sujetándola con fuerza, a
pesar de los esfuerzos que hizo ella por resistirse, la besó hasta dejarla indefensa.
Luego la llevó de vuelta al pueblo y la dejó bajar del calesín.
–La
próxima vez que te coja, no te dejaré marchar. No puedes seguir jugando así conmigo
–declaró mientras se daba la vuelta para marcharse. Luego, se apeó del calesín de
un salto y la cogió por los hombros con sus fuertes manos–. La próxima vez serás
mía para siempre –dijo–. Ya puedes ir haciéndote a la idea. Somos tú y yo, y pienso
conseguirte antes de que alguien se me adelante.
Una
noche de enero en que había luna nueva, George Willard que, en la imaginación de
Ed Handby era el único obstáculo que se interponía entre él y Belle Carpenter, salió
a dar un paseo. Esa tarde, George fue al salón de billar de Ransom Surbeck en compañía
de Seth Richmond y Art Wilson, el hijo del carnicero del pueblo. Seth Richmond se
quedó en silencio apoyado contra la pared, pero George Willard habló. El billar
estaba abarrotado de muchachos de Winesburg y hablaron de mujeres. Al joven periodista
le dio por ahí. Afirmó que las mujeres deberían aprender a cuidar de sí mismas,
y que el hombre que iba con una chica no era responsable de lo que ocurriese. Mientras
hablaba, miraba en torno a él, ansioso de que lo escucharan. Fue el centro de atención
durante cinco minutos y luego empezó a hablar Art Wilson. Art estaba aprendiendo
el oficio de barbero en la tienda de Cal Prouse y ya se tenía por una autoridad
en béisbol, carreras de caballos, ir de copas y salir con mujeres. Empezó a hablarles
de una noche en que había ido a un prostíbulo de la capital en compañía de otros
dos hombres de Winesburg. El hijo del carnicero sostenía el cigarro en la comisura
de los labios y escupió en el suelo mientras hablaba.
–Aquellas
mujeres no lograron avergonzarme, aunque lo intentaron –se jactó–. Una de las chicas
trató de ponerse descarada, pero en cuanto empezó a hablar me levanté y me senté
en su regazo. Todo el mundo se rio cuando la besé. Le enseñé a no meterse conmigo.
George
Willard salió de la sala de billar y se dirigió a la calle Mayor. Llevaba varios
días haciendo mucho frío y soplando un viento muy fuerte desde el lago Erie, quince
kilómetros al norte, pero esa noche el viento había amainado y la luna nueva hacía
que la noche fuese particularmente agradable. Sin pensar a dónde iba o lo que quería
hacer, George salió de la calle Mayor y echó a andar por las calles poco iluminadas
rodeadas de casas de madera.
Al
aire libre, bajo el cielo negro cuajado de estrellas, olvidó a sus compañeros del
salón de billar. Como estaba solo y en mitad de la oscuridad, se puso a hablar en
voz alta. Con ánimo de divertirse, empezó a andar dando tumbos como un borracho
y luego imaginó que era un soldado calzado con botas relucientes que le llegaban
a las rodillas y una espada que tintineaba al andar. Se imaginó pasando revista
delante de una larga fila de hombres en posición de firmes. Empezó a examinar el
equipo de los hombres. Al llegar delante de un árbol, se detuvo y empezó a reñir
a uno. “Su petate no está en orden –dijo secamente–. ¿Cuántas veces voy a tener
que decirlo? Todo debe estar bien ordenado. Tenemos una difícil tarea por delante
y sin orden es imposible hacer nada”.
Hipnotizado
por sus propias palabras, el joven estuvo dando traspiés por la ancha acera sin
dejar de hablar. “Hay una ley para los ejércitos y los hombres –murmuró, sumido
en sus reflexiones–. Empieza por las cosas más pequeñas y se extiende hasta abarcarlo
todo. Hasta las cosas más triviales deben estar ordenadas, el lugar donde trabajan
los hombres, su ropa, sus pensamientos. Yo mismo debo ser ordenado. Debo aprender
esa ley. Debo estar en sintonía con algo grande y ordenado que se mueve en la noche
como una estrella. A mi humilde modo, tengo que empezar a aprender a moverme con
la vida, con la ley”.
George
Willard se detuvo delante de una valla de madera, junto a una farola, y se echó
a temblar. Nunca había pensado lo que ahora se le había pasado por la cabeza y se
preguntó a santo de qué se le habría ocurrido. “A quién se le ocurre salir del salón
de billar de Ransom Surbeck y pensar algo así –susurró–. Es mejor estar solo. Si
hablara como Art Wilson los chicos me comprenderían, pero nunca entenderían lo que
he estado pensando aquí”.
En
Winesburg, igual que en todos los pueblos de Ohio hace veinte años, había un barrio
donde vivían los jornaleros. Como la época de las fábricas no había llegado todavía,
los jornaleros trabajaban en los campos o en las cuadrillas del ferrocarril. Trabajaban
doce horas al día y cobraban un dólar por un largo día de esfuerzos. Las casas en
que vivían eran viviendas baratas de madera con un jardín en la parte trasera. Los
más acomodados tenían vacas y tal vez un cerdo en un pequeño cobertizo al fondo
del jardín.
Con
la cabeza repleta de altisonantes pensamientos, George Willard estuvo andando por
dicho barrio esa noche serena de enero. La calle estaba mal iluminada y en algunos
sitios no había acera. Algo en la escena que se extendía ante sus ojos excitó su
ya de por sí exaltada imaginación. Ese último año había consagrado todos sus momentos
de soledad a la lectura de libros y ahora acudió a su memoria un cuento que había
leído a propósito de la vida en los pueblos en la Edad Media, y lo hizo con tanta
claridad, que siguió andando con la curiosa sensación de quien vuelve a un lugar
que formaba parte de una existencia previa. Siguiendo un impulso, dobló la esquina
y entró en un callejón oscuro detrás de los cobertizos, donde vivían los cerdos
y las vacas.
Pasó
media hora en el callejón, oliendo el fuerte tufo de los animales apiñados en un
establo demasiado pequeño y dejando que su imaginación se solazara con las nuevas
ideas que se le habían ocurrido. El acre aroma del estiércol en el aire limpio y
despejado despertó algo embriagador en su cerebro. Las viviendas humildes iluminadas
por la luz de los quinqués, el humo de las chimeneas que ascendía en el aire despejado,
los gruñidos de los cerdos, las mujeres que lavaban los platos en las cocinas, ataviadas
con vestidos baratos de calicó, los pasos de los hombres que salían de las casas
para ir a los almacenes y bares de la calle Mayor, el ladrido de los perros, los
llantos de los niños, todo contribuyó a que, mientras estaba allí, oculto en la
oscuridad, se sintiera extrañamente apartado de la vida.
El
joven, exaltado e incapaz de soportar el peso de sus propios pensamientos, empezó
a andar con cautela por el callejón. Un perro lo atacó y tuvo que espantarlo a pedradas,
y un hombre apareció en la puerta de una de las casas y maldijo al perro. George
llegó a una parcela vacía y alzó la cabeza para mirar al cielo. Se sentía inexpresablemente
grande y rehecho por la sencilla experiencia por la que acababa de pasar y levantó
las manos con una especie de fervor emocionado. Lo dominó el deseo de decir algo
y pronunció varias palabras sin sentido, regodeándose en ellas sólo porque eran
palabras valientes, repletas de significado: “Muerte –murmuró–, noche, mar, temor,
encanto”.
George
Willard salió de la parcela vacía y volvió a la acera de delante de las casas. Sintió
que todos los habitantes de aquella calle debían ser sus hermanos y hermanas y deseó
tener el valor de ir a visitarlos y estrecharles la mano. “Ojalá hubiera aquí una
mujer a quien pudiera coger de la mano y con la que pudiera correr hasta que los
dos estuviéramos agotados –pensó–. Así me sentiría mejor”. Se fue de allí, con la
idea de una mujer en la imaginación, en dirección a la casa donde vivía Belle Carpenter.
Pensó que ella entendería su estado de ánimo y que, en su presencia, conseguiría
algo que llevaba largo tiempo queriendo conseguir. En el pasado, cuando había estado
con ella y la había besado en los labios, siempre se había ido lleno de ira. Había
tenido la impresión de que lo estaba utilizando para un propósito espurio y no le
había gustado aquella sensación. Ahora pensó que se había vuelto demasiado grande
para que lo utilizaran.
Cuando
George Willard llegó a casa de Belle Carpenter, se le había adelantado otro visitante.
Ed Handby se había presentado ante la puerta y había llamado a Belle para hablar
con ella, pero cuando ella salió, Ed perdió la seguridad en sí mismo y se puso mohíno.
–Más
vale que te apartes del chico –gruñó refiriéndose a George Willard y luego, sin
saber qué más decir, dio media vuelta para marcharse–. Como los coja juntos, les
rompo la crisma a los dos –añadió. El camarero había ido a cortejarla, no a amenazarla,
y se enfadó consigo mismo por su fracaso.
Cuando
se marchó su enamorado, Belle entró en casa y subió apresuradamente las escaleras.
Desde una ventana vio que Ed Handby cruzaba la calle y se sentaba en un bordillo
delante de la casa de un vecino. El hombre se quedó inmóvil bajo la débil luz con
la cabeza apoyada entre las manos. A ella le alegró verlo así, y cuando George llegó,
lo saludó efusivamente y se puso el sombrero a toda prisa. Pensó que Ed Handby la
seguiría mientras paseaba por las calles con George Willard y quería hacerlo sufrir.
Belle
Carpenter y el joven periodista estuvieron una hora paseando bajo los árboles y
disfrutando del aire nocturno. George Willard hablaba con grandilocuencia. La sensación
de poder que lo había embargado durante la hora que había pasado en la oscuridad
del callejón seguía dominándolo y hablaba con osadía, fanfarroneando y agitando
los brazos. Quería que Belle Carpenter reparara en que era consciente de sus pasadas
debilidades y en que había cambiado.
–Habrás
notado que soy un hombre distinto –afirmó, metiéndose las manos en los bolsillos
y mirándola a los ojos con aire decidido–. No sé por qué, pero así es. Tendrás que
tomarme más en serio o dejarme en paz. Sí señor.
La
mujer y el chico anduvieron por las calles silenciosas bajo la luna nueva. Cuando
George terminó de hablar, tomaron por una calle lateral y cruzaron un puente hasta
llegar a un sendero que subía por la falda de una colina. La colina empezaba en
los depósitos de agua y llegaba hasta los terrenos de la feria de Winesburg. En
su ladera crecían espesos arbustos y arbolillos y entre los arbustos había pequeños
claros tapizados de hierba, ahora escarchada y quebradiza.
Mientras
subía por la pendiente detrás de la mujer, a George Willard empezó a latirle el
corazón muy deprisa y se puso muy erguido. De pronto, decidió que Belle Carpenter
estaba a punto de caer rendida a sus pies. Sintió que la nueva fuerza que se había
manifestado en su interior había obrado en ella y había bastado para conquistarla.
La idea lo embriagó con una sensación de poder masculino. Aunque le había molestado
que, mientras andaban, ella no pareciera prestar atención a lo que decía, el hecho
de que lo hubiera llevado a aquel lugar despejó todas sus dudas. “Es diferente.
Todo se ha vuelto diferente”, pensó y sujetándola por el hombro la obligó a volverse
y se quedó mirándola con los ojos centelleando de orgullo.
Belle
Carpenter no se resistió. Cuando la besó en los labios, se apoyó pesadamente en
él y miró por encima de su hombro hacia la oscuridad. Su actitud parecía expectante.
Una vez más, igual que le había ocurrido en el callejón, un sinfín de palabras acudió
a la imaginación de George Willard, que abrazándose a la mujer, las susurró en el
silencio de la noche: “Lujuria, noche. Mujeres…”.
George
Willard nunca llegó a comprender lo que le pasó esa noche en la falda de la colina.
Más tarde, de vuelta en su habitación, quiso llorar y estuvo a punto de enloquecer
de rabia y odio. Sintió odio por Belle Carpenter y se convenció de que seguiría
odiándola toda la vida. Había llevado a la mujer a uno de los claros entre los arbustos
y se había hincado delante de ella. Igual que había hecho en la parcela vacía, junto
a las casas de los jornaleros, alzó las manos en agradecimiento al nuevo poder que
había en él, y estaba esperando que la mujer le respondiera, cuando apareció Ed
Handby.
El
camarero no quería golpear al chico, que según creía estaba tratando de quitarle
la novia. Sabía que era innecesario y que tenía fuerza de sobra para lograr su propósito
sin tener que recurrir a los puños. Agarró a George del hombro y le obligó a ponerse
de pie, lo sujetó con una mano mientras miraba a Belle Carpenter, que seguía sentada
en la hierba. Luego, con un rápido movimiento del brazo, le dio un empellón al muchacho,
que cayó despatarrado entre los arbustos y luego trató de intimidar a la mujer,
que se había puesto en pie.
–No
eres buena –dijo con aspereza–. Estoy tentado de abandonarte. Lo haría si no te
quisiera tanto.
A
gatas entre los arbustos, George Willard contempló la escena que se desarrollaba
ante sus ojos y se esforzó por pensar con claridad. Se dispuso a saltar contra el
hombre que lo había humillado. Que lo golpearan le parecía muchísimo mejor que permitir
que lo lanzaran a un lado de forma tan ignominiosa.
El
joven periodista saltó tres veces sobre Ed Handby y, en cada ocasión, el camarero
lo cogió del hombro y volvió a lanzarlo contra los arbustos. El hombre parecía dispuesto
a seguir haciéndolo indefinidamente, pero George Willard se golpeó la cabeza contra
la raíz de un árbol y se quedó quieto. Luego Ed Handby cogió a Belle Carpenter del
brazo y se la llevó.
George
oyó al hombre y a la mujer mientras se iban entre los matorrales. Al descender por
la falda de la colina sintió náuseas. Se odiaba a sí mismo y a su destino por haberle
deparado aquella humillación. Al recordar la hora que había pasado en el callejón,
se quedó confuso y se detuvo en la oscuridad con la esperanza de volver a oír la
voz que hacía tan poco tiempo había insuflado ánimos en su corazón. De regreso a
casa, pasó por la calle con las casas de madera y no pudo soportarlo y echó a correr,
ansioso por salir cuanto antes de aquel barrio que ahora le parecía mísero y vulgar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario