Jorge Ibargüengoitia
¿Cómo llegó? ¿De dónde vino? Nadie lo sabe. El primer signo que tuve de su
presencia fueron las pantaletas.
Yo acababa de entrar en el camarote (el único camarote)
con la intención de abrir una lata de sardinas y comérmelas, cuando noté que había
un mecate que lo cruzaba en el sentido longitudinal y de éste, sobre la mesa y precisamente
a la altura de los ojos de los comensales, pendían las pantaletas. Poco después
se oyó el ruido del agua en el excusado y cuando levanté los ojos vi una imagen
que se volvería familiar más tarde, de puro repetirse: Pampa Hash saliendo de la
letrina. Me miró como sólo puede hacerlo una doctora en filosofía: ignorándolo todo,
la mesa, las sardinas, las pantaletas, el mar que nos rodea, todo, menos mi poderosa
masculinidad.
Ese día no llegamos a mayores. En realidad, no pasó
nada. Ni nos saludamos siquiera. Ella me miró y yo la miré, ella salió a cubierta
y yo me quedé en el camarote comiéndome las sardinas. No puede decirse, entonces,
como algunas lenguas viperinas han insinuado, que hayamos sido víctimas del amor
a primera vista: fue más bien el caffard lo que nos unió.
Ni siquiera nuestro segundo encuentro fue definitivo
desde el punto de vista erótico.
Estábamos cuatro hombres a la orilla del río tratando
de inflar una balsa de hule, cuando la vimos aparecer en traje de baño. Era formidable.
Poseído de ese impulso que hace que el hombre quiera desposarse con la Madre Tierra
de vez en cuando, me apoderé de la bomba de aire y bombeé como un loco. En cinco
minutos la balsa estaba a reventar y mis manos cubiertas de unas ampollas que con
el tiempo se hicieron llagas. Ella me miraba.
“She thinks I’m terrific”, pensé en inglés. Echamos
la balsa al agua y navegamos en ella “por el río de la vida”, como dijo Lord Baden-Powell.
¡Ah, qué viaje homérico! Para calentar la comida rompí
unos troncos descomunales con mis manos desnudas y ampolladas y soplé el fuego hasta
casi perder el conocimiento: luego trepé en una roca y me tiré de clavado desde
una altura que normalmente me hubiera hecho sudar frío; pero lo más espectacular
de todo fue cuando me dejé ir nadando por un rápido y ella gritó aterrada. Me recogieron
ensangrentado cien metros después. Cuando terminó la travesía y la balsa estaba
empacada y subida en el Jeep, yo me vestí entre unos matorrales y estaba
poniéndome los zapatos sentado en una piedra, cuando ella apareció, todavía en traje
de baño, con la mirada baja y me dijo: “Je me veux baigner”. Yo la corregí:
“Je veux me baigner”. Me levanté y traté de violarla, pero no pude.
La conquisté casi por equivocación. Estábamos en una
sala, ella y yo solos, hablando de cosas sin importancia, cuando ella me preguntó:
“¿Qué zona postal es tal y tal dirección?” Yo no sabía, pero le dije que consultara
el directorio telefónico. Pasó un rato, ella salió del cuarto y la oí que me llamaba;
fui al lugar en donde estaba el teléfono y la encontré inclinada sobre el directorio:
“¿Dónde están las zonas?”, me preguntó. Yo había olvidado la conversación anterior
y entendí que me preguntaba por las zonas erógenas. Y le dije dónde estaban.
Habíamos nacido el uno para el otro: entre los dos pesábamos
ciento sesenta kilos. En los meses que siguieron, durante nuestra tumultuosa y apasionada
relación, me llamó búfalo, orangután, rinoceronte… en fin, todo lo que se puede
llamar a un hombre sin ofenderlo. Yo estaba en la inopia y ella parecía sufrir de
una constante diarrea durante sus viajes por estas tierras bárbaras. Al nivel del
mar, haciendo a un lado su necesidad de dormir catorce horas diarias, era una compañera
aceptable, pero arriba de los dos mil metros, respiraba con dificultad y se desvanecía
fácilmente. Vivir a su lado en la ciudad de México significaba permanecer en un
eterno estado de alerta para levantarla del piso en caso de que le viniera un síncope.
Cuando descubrí su pasión por la patología, inventé,
nomás para deleitarla, una retahíla de enfermedades de mi familia, que siempre ha
gozado de la salud propia de las especies zoológicas privilegiadas.
Otra de sus predilecciones era lo que ella llamaba “the
intrincacies of the Mexican mind”.
–¿Te gustan los motores? –preguntó una vez–. Te advierto
que tu respuesta va a revelar una característica nacional.
Había ciertas irregularidades en nuestra relación; por
ejemplo, ella ha sido la única mujer a la que nunca me atreví a decirle que me pagara
la cena, a pesar de que sabía perfectamente que estaba nadando en pesos, y no suyos,
sino de la Pumpernikel Foundation. Durante varios meses la contemplé, con
mis codos apoyados sobre la mesa, a ambos lados de mi taza de café y deteniéndome
la cara con las manos, comerse una cantidad considerable de filetes con papas.
Los meseros me miraban con cierto desprecio, creyendo
que yo pagaba los filetes. A veces, ella se compadecía de mí y me obsequiaba un
pedazo de carne metido en un bolillo, que yo, por supuesto, rechazaba diciendo que
no tenía hambre. Y además, el problema de las propinas: ella tenía la teoría de
que 1% era una proporción aceptable, así que dar cuarenta centavos por un consumo
de veinte pesos era ya una extravagancia. Nunca he cosechado tantas enemistades.
Una vez tenía yo veinte pesos y la llevé al Bamerette.
Pedimos dos tequilas.
–La última vez que estuve aquí –me dijo– tomé whisky
escocés, toqué la guitarra y los meseros creían que era yo artista de cine.
Esto nunca se lo perdoné.
Sus dimensiones eran otro inconveniente. Por ejemplo,
bastaba dejar dos minutos un brazo bajo su cuerpo, para que se entumeciera. La única
imagen histórica que podía ilustrar nuestra relación es la de Sigfrido, que cruzó
los siete círculos de fuego, llegó hasta Brunilda, no pudo despertarla, la cargó
en brazos, comprendió que era demasiado pesada y tuvo que sacarla arrastrando, como
un tapete enrollado.
¡Oh, Pampa Hash! ¡Mi adorable, mi dulce, mi extensa
Pampa!
Tenía una gran curiosidad científica.
–¿Me amas?
–Sí.
–¿Por qué?
–No sé.
–¿Me admiras?
–Sí.
–¿Por qué?
–Eres profesional, concienzuda, dedicada. Son cualidades
que admiro mucho.
Esto último es una gran mentira. Pampa Hash pasó un
año en la sierra haciendo una investigación de la cual salió un informe que yo hubiera
podido inventar en quince días.
–¿Y por qué admiras esas cualidades?
–No preguntemos demasiado. Dejémonos llevar por nuestras
pasiones.
–¿Me deseas?
Era un interrogatorio de comisaría.
Una vez fuimos de compras. Es la compradora más difícil
que he visto. Todo le parecía muy caro, muy malo o que no era exactamente lo que
necesitaba. Además estaba convencida de que por alguna razón misteriosa, las dependientas
gozaban deshaciendo la tienda y mostrándole la mercancía para luego volver a guardarla,
sin haber vendido nada.
Como el tema recurrente de una sinfonía, aparecieron
en nuestra relación las pantaletas. “I need panties”, me dijo. Le dije cómo
se decía en español. Fuimos a diez tiendas cuando menos, y en todas se repitió la
misma escena: llegábamos ante la dependienta y ella empezaba, “necesito…”, se volvía
hacia mí: “¿cómo se dice?”, “pantaletas”, decía yo. La dependienta me miraba durante
una millonésima de segundo, y se iba a buscar las pantaletas. No las quería ni de
nylon, ni de algodón, sino de un material que es tan raro en México como la tela
de araña comercial y de un tamaño vergonzoso por lo grande. No las encontramos.
Después, compramos unos mangos y nos sentamos a comerlos en la banca de un parque.
Contemplé fascinado cómo iba arrancando el pellejo de medio mango con sus dientes
fuertísimos y luego devoraba la carne y el ixtle, hasta dejar el hueso como la cabeza
del cura Hidalgo; entonces, asía fuertemente el mango del hueso y devoraba la segunda
mitad. En ese momento comprendí que esa mujer no me convenía.
Cuando hubo terminado los tres mangos que le tocaban,
se limpió la boca y las manos cuidadosamente, encendió un cigarro, se acomodó en
el asiento y volviéndose hacia mí, me preguntó sonriente:
–¿Me amas?
–No –le dije.
Por supuesto que no me creyó.
Después vino el Gran Finale. Fue el día que la
poseyó el ritmo.
Fuimos a una fiesta en la que estaba un señor que bailaba
tan bien que le decían el Fred Astaire de la Colonia del Valle. Su especialidad
era bailar, mirándose los pies para deleitarse mejor. Pasó un rato. Empezó un ritmo
tropical. Yo estaba platicando con alguien cuando sentí en mis entrañas que algo
terrible se avecinaba. Volví la cabeza y el horror me dejó paralizado: Pampa, mi
Pampa, la mujer que tanto amé, estaba bailando alrededor de Fred Astaire como Mata
Hari alrededor de Shiva. No había estado tan avergonzado de ella desde el día que
empezó a cantar “Ay, Cielitou Lindou…” en plena Avenida Juárez. ¿Qué hacer? Bajar
la vista y seguir la conversación. El suplicio duró horas.
Luego, ella vino y se arrojó a mis pies como la Magdalena
y me dijo: “Perdóname. Me poseyó el ritmo”. La perdoné allí mismo.
Fuimos a su hotel (con intención de reconciliarnos)
y estábamos ya instalados en el elevador, cuando se acercó el administrador a preguntarnos
cuál era el número de mi cuarto.
–Vengo acompañando a la señorita –le dije.
–Después de las diez no se admiten visitas –me dijo
el administrador.
Pampa Hash montó en cólera:
–¿Qué están creyendo? El señor tiene que venir a mi
cuarto para recoger una maleta suya.
–Baje usted la maleta y que él la espere aquí.
–No bajo nada, estoy muy cansada.
–Que la baje el botones, entonces.
–No voy a pagarle al botones.
–Al botones lo paga la administración, señorita.
Ésa fue la última frase de la discusión.
El elevador empezó a subir con Pampa Hash y el botones,
y yo mirándola. Era de esos de rejilla, así que cuando llegó a determinada altura,
pude distinguir sus pantaletas. Comprendí que era la señal: había llegado el momento
de desaparecer.
Ya me iba pero el administrador me dijo: “Espere la
maleta”. Esperé. Al poco rato, bajó el botones y me entregó una maleta que, por
supuesto, no era mía. La tomé, salí a la calle, y fui caminando con paso cada vez
más apresurado.
¡Pobre Pampa Hash, me perdió a mí y perdió su maleta
el mismo día!
No hay comentarios:
Publicar un comentario