Carlos Edmundo de Ory
Un
cierto predicador de una de las tantas religiones menores que pueblan la
tierra, no incluida en las estadísticas, pero cuyo número de adeptos había
crecido últimamente en medida considerable (hasta promover la alarma en los
partidarios de otras sectas), se puso un buen día a predicar a voz en cuello
ante un grupo, harto nutrido, de celosos neófitos, quienes, pendientes de los
proféticos labios, sintiéndose gradualmente iluminados, finalizaron por caer en
éxtasis.
Esto ocurría una mañana de domingo en un amplio
local cerrado al que sólo tenían acceso los miembros de la fe, de la cual era
el que hablaba dignísimo custodio, a justo título, tanto por ser jefe máximo en
la actualidad como animador candente de su propagación. Los creyentes allí
congregados, una vez que el oficio solemne fijara una tregua a la ceremonia que
solíase celebrar cada domingo a la misma hora, sentáronse como de costumbre en
sus respectivos bancos a fin de, en actitud reposada, mantener firme la
atención en las palabras que les dirigía.
Apenas había levantado los brazos el fogoso
predicador y lanzara las llamas de las primeras frases –fuego en la voz–, he
aquí que, soliviantados sin duda por un sentimiento unánime de fervor, como
bajo la fuerza de un arranque imprevisto, cayeron nuevamente de hinojos y así
permanecieron inmóviles, las cabezas inclinadas y ambas manos ocultando el
rostro, mientras el místico apóstol proseguía su sublime sermón con el mismo
ritmo de catarata desenfrenada con que lo había iniciado.
Ebrio de cólera celeste, pleno de irresistible
autoridad, mostrando sin cesar la lava de su espíritu, con lenguaje tajante y
sin embargo parabólico, les estaba diciendo estas cosas: “Os exhorto, hermanos
míos, a comulgar con la acción redentora de los sacrificios personales. Os
exhorto a exponeros a la pira del sacrificio expiatorio. Pero escuchadme bien:
nuestra fe pide un sacrificio sin tragedia; un sacrificio sin preámbulos,
rituales, sencillo y silencioso. Que sea público, si se quiere, pero sin cálculos,
sin miras a la santidad, sin mea culpa, sin pompa ni vanidades.”
Hizo una pausa para tragar saliva y apenas el
silencio se tragaba los ecos de su última frase, mientras los fieles alzaban
los ojos beatamente hacia el público, su voz volvió a resonar con vibración tan
potente que todas las cabezas se inclinaron a un mismo tiempo, los párpados
bajos, y de nuevo la voz del predicador se tragaba el silencio. Prosiguió
diciendo: “Una vez más os digo: ¡Pronto!¡Pronto!¡Pronto!¡Hundíos en las
verdaderas ciénagas y pacificaos allí, envueltos en la sofocación del limo! Lo
que nos hace falta es un sacrificio humilde. Un sacrificio que no deje huella
ni deje nombre. ¡Algo que no se parezca en nada a lo que hizo Cristo! Que sea
un sacrificio subterráneo, por decirlo con una imagen clara y precisa. Un
sacrificio que mire hacia abajo. La cruz es un sacrificio cara a los aires; un
sacrificio elevado en toda la extensión de la palabra. Era un sacrificio
vertical, digno del Hijo del Hombre. ¿No fue un espejo de sacrificios en el que
el hombre se miró y no quiso reconocerse? Ahora bien. No os pido que os miréis
en ese espejo empañado por el vaho que arroja la peste del pecado. Hace falta
en estos momentos de humanidad degenerada un sacrificio de bajos fondos, porque
no somos dignos de la lección de Cristo. Cristo era el techo de la humanidad y
nosotros somos eso: los bajos fondos. Que nuestro sacrificio sea digno de
nosotros… ¡Pronto!¡Pronto!¡Pronto!¡Buscad las simas…!”
Decía estas cosas levantando los
brazos. Los brazos que nadie podía ver, curvados como estaban y paralizados por
el recogimiento religioso. Esta vez, los fieles sabían que el predicador había
dado fin a su sermón dominical, pero no se movieron, tan conmovidos estaban de
lo que acababan de oír. ¿Lo comprendían? Más que comprenderlo. Un silencio sobrecogedor
pesaba ahora sobre las meditaciones de los fieles. Cada cuerpo interrogaba a su
alma acerca del recto sentido de la parábola de los bajos fondos. ¡Inesperado
sermón!
En medio de la capilla, entre todos esos cuerpos
inclinados, uno se eleva de súbito: un hombre, y por un corto tiempo permanece
de pie, extraordinariamente erguido, poderoso y duro; pesado, como si estuviera
clavado en el suelo. Todo el mundo lo mira, habiendo levantado las cabezas
simultáneamente como si hubieran sido mecánicas y un resorte las pusiera en
movimiento al unísono.
El hombre enhiesto sale de la hilera. Avanza hacia
la puerta. Como guiado por un impulso imperioso sale del recinto, dejando las
puertas entreabiertas. El predicador suspende su propia meditación, oculta a
las miradas, se levanta de su asiento y contempla la retirada solitaria de un miembro
de la congregación. Al fin, desciende del púlpito. Pero nadie hace caso ya de
él. Han visto al hombre, con paso lento, dirigirse a la puerta. Lo han visto
desaparecer. Toda la congregación se estremece. Lo vieron erguirse y quedarse
de pie sin movimiento. Todos se habían puesto de pie cuando el hombre abría la
puerta para salir. Sin moverse de su sitio miran hacia fuera; el hombre, con
andar pausado, se aleja. ¿Lo ven o ya no lo ven? Se dirige hacia el campo.
Entonces, sin previo aviso, los fieles abandonan
las filas de bancos y se marchan a la zaga del hombre. Allá va. Silenciosamente
marchan detrás de él. El predicador también. Donde va el hombre, ellos van a
pocos pasos de distancia. Cuando el hombre se detiene, ellos se detienen. Haga lo
que haga el hombre, ellos lo hacen. También el predicador. Van a campo
traviesa. Todos marchan ya con picos y palas, porque el hombre ha cogido pico y
pala. La marcha continúa, silenciosa, extática. El hombre camina; eso es todo.
Le siguen mujeres y hombres y también el predicador.
Llegando finalmente a una planicie, en plena
extensión, el hombre cesa de caminar. Tras él, el cortejo interrumpe el paso.
Sobre sus cabezas, el espacio inmenso. Bajo sus pies, la tierra llana y seca.
El cielo está cubierto de nubes, y el sol invisible. Es mediodía.
El hombre, sin decir nada, comienza a cavar con sus
instrumentos. Los demás cavan con él, con los suyos, en el mismo trozo de
tierra. El predicador hace lo mismo. Por un breve tiempo, picos y palas
funcionan supeditados al continuo vaivén de brazos. Cuando el agujero es
bastante profundo y ancho, el hombre abandona sus utensilios y mira al cielo.
En ese instante todo el mundo hace como él, deposita en tierra los instrumentos
y miran al cielo. Pero el hombre ya se ha tendido dentro del agujero, más largo
que ancho, hecho a la medida de su cuerpo: sobre la tierra escarbada, entre su
pico y su pala, horizontal, rígido, ha cerrado los ojos. No dice nada y espera.
Toda la gente rodea el hoyo y empuñan solamente las palas. Uno sólo de los
presentes llora, sin ser visto, alejado del grupo. Es el predicador.
Todos los ojos miran al hombre, allí abajo, que
parece dormir. Una mujer hunde la pala en el montón de tierra y arroja la
primera palada sobre la cara del hombre. Inmediatamente, el resto de los
testigos imita su acción. En un corto tiempo vierten la tierra extraída sobre
el hombre horizontal, inmóvil y viviente, apelado por el sacrificio de los
bajos fondos. Ya no vive, y marchan encima para aplastar la tierra y dejarla otra
vez llana.
Las nubes se despejan ahora y el sol baña la
llanura de luz. Más allá, otro agujero se practica en tierra. La misma mujer de
antes es enterrada viva. Se alejan de allí y cavan en otro sitio. Otro fiel
descansa. Más allá otro agujero, y otro, y otro, y otro más allá. Y cada vez
quedan menos fieles. El sol declina, apareciendo y desapareciendo entre espesos
nubarrones. Antes de la hora del crepúsculo un grupito de fieles cubre un agujero
con la tierra extraída de él. El cielo es de color gris plomo y el horizonte
violeta lanza resplandores rojo sangre.
El sol declina. Dos hombres marchan llevando en las
manos picos y palas. Se detienen, hunden los picos, remueven la tierra, luego
trabajan con las palas. Han abierto, con dificultad, un hoyo como los
anteriores y están cansados. Miran ponerse el sol en el horizonte, donde no hay
más que leves cintas de nubes. Empieza a llover cuando el hombre que queda termina
de tapar el hoyo. Se aleja de allí, con paso lento. Bajo las sombras del
anochecer, camina de vuelta, llevando sobre los hombros un pico y una pala. Es
el predicador.
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