Anatoly Dneprov
La discusión versaba sobre las ilimitadas posibilidades de la técnica moderna.
Habíamos empezado por los refrigeradores y los automóviles para pasar gradualmente
a los televisores, los aviones a reacción y los cohetes dirigidos. Cada uno de los
presentes hablaba como si fuera un eminente especialista en la materia, a pesar
de que el nivel del diálogo no superaba los suplementos ilustrados de los periódicos
dominicales.
Como es natural, no podíamos olvidar la cibernética.
Hablábamos de esta nueva ciencia casi a media voz, tímida y misteriosamente, como
se hacía cincuenta años antes con el hipnotismo o cien años más atrás con los espectros.
En especial, el hecho de que la cibernética existiera y de que ya existieran máquinas
cibernéticas había acalorado poco a poco a los interlocutores.
–Nosotros las construimos, nosotros –susurraba con entusiasmo
el hombre rubio y alto de la usada camisa azul. Extendió hacia delante las manos
y separó los gruesos dedos–. Miren, todos los dedos están cubiertos de manchas rojas.
Es el estaño. De la mañana a la noche no hago otra cosa que soldar esas malditas
máquinas. Hilos, válvulas… Vistas por dentro parecen una tienda de radios. Y pensar
que todo eso funciona. ¡Técnica! Pueden derribar aeroplanos o adivinar con quién
te vas a casar…
–Trastos viejos, amigo. Trastos viejos –afirmó, con
voz ronca, el vagabundo calvo y tétrico, que movía absurdamente las manos sobre
el sucio encerado–. Esos trastos no sólo predicen con quién te casarás, sino que
nombran a los gobernantes. El año cincuenta y dos, una bestia electrónica llamada
“Univac” eligió al gobernador del estado de Nevada. Eso significa algo más que elegir
esposa; se trata, se diga lo que se diga, de un superior.
–¿Es verdad, como dicen, que la policía tiene una máquina
que indica dónde y cuándo los muchachos se proponen dar un golpe? Dicen que cuando
los muchachos van a hacer un trabajito, ya hay alguien que los espera, amigos –pio,
riéndose a carcajadas, un tipo sospechoso de gafas negras.
–Es cierto. Existe. Tanto los tribunales como la policía
están armados de máquinas semejantes. Son algo increíble. La máquina te hace algunas
preguntas estúpidas y tú sólo tienes que contestar “sí” o “no”. Sólo el diablo sabe
dónde debe estar el “sí” y dónde debe estar el “no”. Porque te pregunta cosas como:
“¿Querrías visitar la Luna?” “Cuando eras niño, ¿te mordió un perro?”… Después de
que has esparcido a gusto casi un centenar de estos “sí” y estos “no”, la máquina
dice: “Pónganle las esposas. Le esperan diez años de trabajos forzados”. Y ya está.
Será nuestra ruina –murmuró el vagabundo pelado–. Muy pronto todas esas máquinas
ocuparán nuestro lugar. Vivirán por nosotros. Se beberán la cerveza. Irán al cine.
Lo harán todo ellas solas…
–Son máquinas inteligentes. Geniales. Restablecerán
sobre la Tierra el orden y el bienestar. El caos desaparecerá, los negocios florecerán
–declamó, inspirado, el borracho intelectual que destacaba de la masa de vagabundos
a causa del frac que había conservado, no se sabe cómo.
–¿Qué has dicho? ¿El caos desaparecerá y los negocios
florecerán? No te vayas a creer que somos todos unos niños. Entiendes tú tanto de
electrónica como yo de capar ratones. Esto no sucederá nunca, es inútil que confíes
en ello.
El gamberro gordinflón, de fisonomía cubierta de pelo
rojo, habló con pasión.
–¿Y quién es éste, si se puede saber? ¿Claud Shennon
o Norbert Wiener? –preguntó sarcásticamente el intelectual.
–Ni Wiener, ni Claud. La electrónica la tengo yo aquí
–se frotó, expresivamente, con la palma de la mano el cuello, mojado de sudor.
–Le pusieron una multa porque no había pagado el impuesto
de la radio –se burló el tipo de gafas oscuras.
–O le echaron dos meses a la sombra por vender válvulas
electrónicas fundidas.
–Se equivocan, caballeros. Si les interesa, conozco
demasiado bien estas malditas máquinas electrónicas. Demasiado bien, pueden…
–Eh, se diría que has estado metido en algún asunto
sucio –intervino el borracho pelado.
–Peor –musitó lúgubremente el propietario de la cara
bermeja, acercándose al grupo–. Me llamo Rob Day. Quizá hayan oído ese nombre. Salí
una vez en el cine.
–No, nunca lo he oído –dijo el intelectual.
–No tiene importancia. Ahora ya no me fío ni en sueños
de las máquinas electrónicas.
Rob Day, con profundo descorazonamiento, sorbió su whisky.
–Cuéntanos algo, cómo ellos te han… –se interesó el
tipo de las gafas oscuras.
–Existe en nuestro bendito país una empresa industrial
que hace publicidad de máquinas electrónicas para uso privado e individual. Se trata,
por así decirlo, de máquinas caseras, cuya obligación es hacernos menos pesada la
vida. En un domingo lleno de sol se lee el periódico: “Querido señor, si precisa
la compañía de un buen interlocutor, si se halla solo y necesita una compañera y
si le sirve un buen consejo para enderezar sus negocios tambaleantes, escríbanos.
Los hermanos Crooks y su personal de expertos ingenieros le ofrecen sus servicios.
Díganos sus necesidades y nosotros le proporcionaremos una máquina electrónica que
piensa, capaz de llenar cualquier hueco de su vida particular. A buen precio, segura
y con garantía. Esperamos su pedido. Con nuestra mejor estima, Hermanos Crooks y
Co.” Cuando leí este anuncio tenía algo de dinero, suficiente para que un joven
soltero pudiese llevar una existencia decorosa. Y de pronto me puse a reflexionar.
La máquina electrónica te elige la esposa. La máquina elige al gobernador. La máquina
atrapa a los ladrones. La máquina redacta guiones cinematográficos. Todos hablan
de lo mismo: esto lo ha hecho la máquina electrónica, aquello ha sido posible gracias
a la máquina electrónica, esto sólo lo podrá hacer la máquina electrónica. En resumen,
la máquina electrónica es algo parecido a la lámpara de Aladino de Las mil y
una noches. Bajo la sugestión de estas ideas, decidí dirigirme a los hermanos
Crooks a fin de encargarles algo para mi propio uso. Mis necesidades eran limitadas
y muy simples: una máquina electrónica que pueda darme consejos en operaciones financieras.
Quiero hacerme rico. Punto. ¿Qué les parece? Un mes más tarde se detuvo frente a
mi casa, en la calle 95, un camión con una caja enorme que contenía algo parecido
a un piano vertical. Entraron dos tipos en mi casa.
“–¿Vive aquí Rob Day?
“–Sí, soy yo.
“–Por favor, ¿dónde la podemos dejar?
“Acompañé a los muchachos a mi casa, donde instalaron
la máquina.
“–¿Cuánto cuesta? –pregunté.
“–Diez mil dólares.
“–¿Están locos? –grité.
“–No, señor. Es su precio. Pero el dinero no lo queremos
ahora. Sólo pagará cuando se haya convencido de que la máquina funciona a plena
satisfacción.
“–¡Diablos! Entonces que se quede… Enséñenme ahora el
modo de usarla.
“–Es muy sencillo, señor. Además de los esquemas analíticos,
se han instalado en esta máquina cuatro radiorreceptores y un televisor. Estos aparatos
escucharán todas las transmisiones durante las veinticuatro horas del día. Deberá
introducir cada día, en la ranura alargada debajo del pupitre, tres diarios por
lo menos. La máquina le prestará asesoramiento financiero sobre la base de un delicado
análisis de todas las informaciones de la situación económica y política del país.
“–Muy bien. ¿Y las operaciones financieras? –pregunté.
“–Durante una semana la máquina analizará toda la información.
Luego podrá usted ponerse a trabajar. Observe este teclado con números. Sólo tiene
cinco registros. El más alto corresponde a los centenares de millares de dólares;
el de abajo, a las decenas, y así sucesivamente. Supongamos que desee usted invertir
cinco mil dólares. Marca usted este número en el teclado y con el pie aprieta el
pedal. Por la ranura de la derecha saldrá una tira de papel con el consejo impreso
sobre cómo emplear la suma indicada para obtener el máximo beneficio”.
Como pueden ver, nada más sencillo. Los muchachos prepararon
y montaron la máquina CE modelo número 1, pusieron el enchufe en la toma de corriente
y se marcharon.
–¿Y qué es CE? –preguntó alguien.
–Quiere decir consejero electrónico. Confieso que esperé
con impaciencia a que terminara la semana. Metía diariamente los tres periódicos
en el teclado, escuchaba, maravillado, el ruido del papel en el interior, observando
luego cómo los periódicos salían proyectados por detrás, completamente revueltos.
La bestia se los leía de cabo a rabo. En su interior se oía un murmullo semejante
al de una colmena. Por fin llegó el día suspirado, en el que mi consejero habría
asimilado los informes necesarios. Me acerqué al teclado, pensando qué podría hacer.
Como no soy tan estúpido como para invertir de golpe una fuerte suma, pulsé tímidamente
la tecla que marcaba “un dólar”. Luego apoyé el pie sobre el pedal…
“No tuve tiempo de reaccionar, pues ya salía por la
ranura lateral una cinta telegráfica con la siguiente frase: ‘A las siete de la
tarde, en la esquina de la calle 95 con la calle 31, en el bar Universo, invitar
una cerveza a Jack Linder’.
“Así lo hice. No sabía quién era Jack Linder. Pero cuando
entré en el bar sólo oí hablar de él: ‘Jack Linder es afortunado. Jack Linder es
un muchacho de corazón. Jack Linder tiene un corazón de oro’. Un minuto después
sabía ya el motivo de toda esta adulación. Jack Linder había heredado de un cierto
pariente australiano. Estaba de pie, apoyado en el mostrador con una sonrisa satisfecha.
Me acerqué a él y le dije:
“–Señor, permítame que le invite una jarra de cerveza.
“Y sin esperar la contestación, le puse delante una
jarra de un dólar.
“La reacción de Jack Linder fue pasmosa. Me abrazó,
me besó en ambas mejillas, y metiéndome un billete de cinco dólares en el bolsillo,
declaró, con toda seriedad: ‘Por fin he encontrado entre esta pandilla de friegaplatos
un hombre de bien. Toma, hermano, toma, no hagas cumplidos. Te lo doy por tu buen
corazón’.
“Dejé el bar Universo con lágrimas de emoción, muy complacido
por la inteligencia de aquella bestia CE, modelo número 1.
“Después de esta primera operación, mi fe en la máquina
creció notablemente. A la vez siguiente marqué diez dólares. La máquina me aconsejó
que comprara cinco paraguas y fuera con un usurero, cuya dirección me dio. Aquellos
paraguas me fueron arrancados de las manos por la mujer del usurero, la cual me
pagó veinte dólares. En su apartamento, en el terrado, habían estallado las tuberías
de agua y el municipio se había negado a repararlas porque los inquilinos no habían
pagado el alquiler.
“Transformé luego ciento cincuenta dólares en cuatrocientos
de la manera siguiente: la máquina me había ordenado que fuera a la Estación Central
y que me tumbara sobre las vías delante del rápido con destino a Chicago. Estuve
un buen rato indeciso antes de decidirme a dar este paso. A pesar de todo, fui y
me tumbé. No es una sensación muy agradable el notar sobre la cabeza el rombo de
la locomotora eléctrica. Se oyeron dos toques de campana, el tren dio la señal,
pero yo permanecí tendido. Llegó un agente corriendo.
“–¡Levántate, vagabundo! ¿Qué haces aquí?
“Yo seguía inmóvil, mientras mi corazón palpitaba como
si quisiera salírseme del pecho. Empezaron a jalarme, pero yo me resistía. Me patearon
mientras me agarraba con las manos a los rieles.
“– Saquen de la vía a este cretino! –gritó el maquinista.
“–¡Por su culpa el tren lleva ya un retraso de cinco
minutos!
“Muchas personas se me echaron encima a la vez y me
llevaron en vilo a la comisaría de la estación. El enjuto guardia me puso una multa
de ciento cincuenta dólares exactamente.
“–Vaya –pensé–, ése es el CE modelo número 1.
“Salí de la comisaría como un perro apaleado, cuando,
de repente, me vi rodeado por una masa de gente.
“–¡Es él! –gritaban–. ¡Llevémoslo en triunfo!
“–Pero, ¿por qué? –pregunté–. ¿Qué he hecho?
“–¿Y lo preguntas? De no ser por ti, todos estaríamos
hechos polvo.
“–Pero, ¿de qué se trata?
“–El tren de Chicago retrasó su marcha. A la salida
de la estación, los rieles estaban arrancados. Cinco minutos antes… ¡Viva nuestro
salvador!
“Entonces comprendí lo ocurrido y dije:
“–Señoras y señores. Los vivas están bien. Pero me multaron
con ciento cincuenta dólares…
“Inmediatamente, cuantos estaban a mi alrededor empezaron
a meterme dinero en los bolsillos. En casa los conté. Eran exactamente cuatrocientos
dólares, ni más ni menos. Acaricié tiernamente los costados calientes de mi máquina
CE modelo número 1 y, con un trapo, le quité el polvo. Luego marqué cinco dólares
y apreté el pedal. El consejo fue el siguiente: ‘Ponte inmediatamente un traje nuevo,
vete al puente de Brooklyn y salta al río Hudson entre el quinto y el sexto pilote’.
“Después de todo cuanto había pasado en la Estación
Central ya no temía nada. Al caer la tarde encontré una tienda de trajes confeccionados
en la Quinta Avenida y allí compré lo más elegante que tenían. Me vestí como para
una boda y me dirigí al puente de Brooklyn. Al inclinarme sobre el parapeto y mirar
hacia la oscuridad, entre la cual corrían las sucias aguas del Hudson, sentí un
escalofrío en la espalda. Aquello era mucho más temerario que tumbarse sobre unos
rieles. Pero sentía aún una ilimitada confianza en mi máquina, por lo que, cerrando
los ojos, me tiré. Entonces pasó algo inverosímil. A través de los párpados semicerrados
me vi inundado por una brillante luz. Todo se incendió de pronto a mi alrededor
y, pocos segundos después, caí sobre algo blando y elástico, luego salté por el
aire, volví a caer, me golpeé de nuevo y quedé colgado en el aire. Abrí los ojos
y descubrí que estaba enganchado en una espesa red tendida entre los pilotes del
puente. Desde la parte inferior era iluminado por potentes reflectores, junto a
los cuales se adivinaban sombras humanas. Al fin alguien gritó por un altavoz:
“–Muy bien. Brillantísimo. Suba aquí.
“Me arrastraron hacia arriba y empezaron a felicitarme.
Luego apareció un tipo que me entregó un paquete de billetes.
“–Tenga –dijo–. Dentro de ocho días vaya a ver al cine
Homunculus la película con su participación en calidad de suicida. Aquí tiene 1.500
dólares. Después de la proyección del film se le entregarán otros 500.
“Durante una semana entera asistí a todas las proyecciones
del cine Homunculus para verme en mi papel de suicida. Pero los otros 500 dólares
nunca los vi. Me dijeron que me había admirado justamente por esa suma.
“Algún tiempo más tarde vinieron a visitarme los representantes
de la firma Hermanos Crooks y yo pagué con alegría el precio de mi máquina electrónica.
En lo sucesivo se transformó, por decirlo así, en algo mío en alma y cuerpo.
“La siguiente operación que realicé por consejo de la
máquina electrónica fue mi matrimonio con una vieja dama de Park Avenue. El matrimonio
me había costado mil dólares. Cinco días más tarde la dama murió, dejándome un cheque
de cinco mil dólares. Invertí esa suma en un viejo rancho medio derruido. Por él
cobré del gobierno, una semana más tarde, quince mil dólares: en aquel terreno debían
construir la quinta sección de un campo de tiro atómico. Por aquella cantidad compré
a un canadiense cangrejos del océano Pacífico, que revendí inmediatamente por treinta
mil al restaurante Ritz. Por un verdadero milagro mis cangrejos eran los únicos
de todas las partidas existentes en el mercado que poseían un grado de infección
radiactiva consentido por la ley.
“Tras todas estas afortunadas operaciones, decidí hacerme
millonario. Un día, después de haber rezado, marqué en el teclado de mi consejero
una cifra con cuatro ceros que representaba todo mi capital en aquel momento. Luego
apreté el pedal. No olvidaré nunca aquella tarde.
“La cinta no podía salir, ignoro el motivo. Por fin
se pudo ver una esquinita, que volvió a desaparecer inmediatamente. En el interior
de la máquina se oía un estruendoso zumbido. Finalmente, cuando ya estaba a punto
de perder la paciencia, salió la cinta con el consejo que recordaré mientras viva:
‘Quema en la chimenea todo el dinero que tengas’.
“Me rasqué mucho rato la cabeza, pensando si debía seguir
o no el consejo de la máquina. Pero tenía una fe demasiado ciega en ella. Después
de haber reflexionado largamente, empaqueté con un cordel todos mis dólares, encendí
la chimenea y arrojé el dinero al fuego. Sentado allí delante, mirando como mi dinero
se transformaba en cenizas, esperaba, agradablemente turbado, que sucediera el próximo
milagro de la serie. Un milagro que no podía ni siquiera imaginar, cuando mi máquina
inteligente ya lo sabía todo, la base del análisis de la coyuntura política y económica.
“El dinero se quemó tranquilamente. Había removido las
cenizas con un bastón, pero el milagro no se producía. Ya vendrá, ya vendrá, seguro,
pensaba, caminando, agitado, arriba y abajo por la habitación y frotándome nerviosamente
las manos.
“Pasó una hora, luego dos, y el milagro no se producía.
Me quedé perplejo junto al teclado. Dije:
“–¿Y bien? –No obtuve respuesta–. Espabílate. ¡Devuélveme
mi dinero!
“La máquina continuaba guardando un silencio sospechoso.
En realidad, no sabía hablar. Entonces perdí por completo la cabeza y marqué en
el teclado la misma suma que ya no poseía. Cuando apreté el pedal, sucedió una cosa
bastante desagradable. Salió la cinta telegráfica completamente cubierta de ceros.
Ceros ininterrumpidos, sin una palabra que tuviera sentido. Enfadado, empecé a golpear
la máquina con el puño, luego lo hice con los pies, pero no se detenía. Sólo salían
ceros. Esto me puso en un estado de furor tal que cogí la reja de fundición con
la que se cierran las chimeneas y con ella empecé a golpear fuertemente al consejero
electrónico. Volaron astillas, la cinta se detuvo y la máquina se paró de golpe.
Y yo, desesperado, seguí golpeando hasta que, sobre el piso, sólo quedó un montón
de chatarra, astillas de vidrio y una masa informe de hilos eléctricos.
“Me dejé caer sobre el diván y, con la cabeza entre
las manos, grité como una pantera herida, maldiciendo a todo y a todos, empezando
por las válvulas de radio y terminando por los consejeros electrónicos construidos
con ellas. Durante este ataque de delirio lancé una ojeada a los restos de mi máquina
y advertí un trozo de cinta lleno de letras. Por unos momentos creí enloquecer cuando
leí lo que estaba impreso y que aquella bestia electrónica no me había hecho saber:
‘Véndeme, añade la suma que consigas a todo lo que posees y compra en Hermanos Crooks
y Co. la máquina perfeccionada CE modelo número 2’.”
–¿Y por qué dices que la máquina no te lo quería decir?
–preguntó a Rob el borracho calvo, el cual, mientras escuchaba el increíble relato,
había recuperado la sobriedad–. Podría suceder que, sencillamente, se hubiese estropeado.
–Pues es verdad, el diablo se la lleve, no quiso. Me
aconsejó a propósito que quemara el dinero para que no la vendiera. Pero no había
tenido en cuenta mi carácter. Los periódicos no escriben esas cosas.
–Es extraño –observó el intelectual del frac–. Se diría
que no quiso separarse de usted.
–Precisamente. Me había tomado mucho afecto. En los
últimos tiempos, cuando la fortuna me era tan particularmente favorable, le hacía
la corte como a una novia. La tenía envuelta en una cubierta de seda. Cada día le
quitaba el polvo. Compré incluso algunas macetas con palmas y las puse a su alrededor
para que se sintiera a gusto. En vez de tres periódicos se leía diez. Y miren el
resultado. Como consecuencia de la nueva coyuntura política y económica, yo debería
haberla vendido y comprado la nueva y perfeccionada CE modelo número 2, pero la
muy canalla, con su egoísmo despiadado, me engañó.
–Ese es el siglo en que vivimos –sentenció el muchacho
de la camisa azul–. Ya no se puede fiar uno ni de las máquinas electrónicas…
Con profundos suspiros todos se empezaron a marchar.
Rob Day fue el último.
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