Bruno Aceves
Solía caminar todos los
días la misma ruta. Desde hacía tiempo, apenas se levantaba y no pensaba en
otra cosa; pocas actividades en la vida, ya sea en días laborales o fines de
semana, le otorgaban tal placer. Se podría decir que vivía para ello y que también
trabajaba para ello. Junto con otro vecino de la colonia, jubilado también,
parecía seguir una rutina, fieles ambos a la costumbre y atentos al reloj.
Cuando no se veían y no podían discutir se quedaban sin algo, sin el alivio de
poder ver el mundo pasado, conocido, en el otro. Las cosas cambiaban muy
rápidamente, de eso no tenían dudas. Ambos solían levantarse de mal humor,
contrarios a todas las leyes, y así permanecían hasta que desayunaban. Se
necesitaban, casi, porque ese rumbo se había poblado de vecinos nuevos, poco
comunicativos, como máquinas sin olor encerradas en una estructura metálica de “No
te conozco ni me importa, porque no necesito a nadie”. Y en esa opinión sí que
habían coincidido alguna vez, cosa rara, cuando tocaron el tema como por
accidente, porque ni uno ni otro terminó de bravucón, y más bien como que se
miraron comprendiéndolo todo, la puerta abierta, ojos mirando ojos y miradas que
lo sabían de sobra. Se necesitaban como se necesitan el bien y el mal, por pura
fuerza de costumbre y para sentirse superiores. Aunque fuera para ladrarse tres
cosas y seguir su camino, como quien dice. La edad, además, había hecho que ni
uno ni otro encontrara durante el día mayores distracciones.
Había tenido una vida plena. Llevaba años
viviendo en la misma casa, con sus hijos menores, y algunos de ellos ya le
habían dado hasta nietos. Merecía la calma de la vejez, lo sabía, pero
extrañaba su movilidad de antaño. Cuando podía, antes, hasta solía jugar futbol
con sus nietos; con esas reglas que sólo ponen y entienden los pequeños,
aquellos podían ser los más divertidos partidos de su vida. Nunca fumó cigarro
alguno, nunca bebió gota de alcohol, pero aceptaba de buena gana que lo
hicieran algunos de sus amigos. Eso sí: detestaba el puro, con ese olor tan
penetrante, y las ambulancias y patrullas, que veía como un signo de fatalidad
y una fuente inagotable de temores. Si se trataba de dormir, aunque luego
alguien podía quejarse de sus ronquidos, él lo hacía completamente en serio.
Jamás sufrió de insomnio y jamás perdonaba una buena siesta después de comer.
Aunque las Matemáticas o la astronomía no eran su fuerte, ni lo era la
jurisprudencia, su buena memoria, junto con buenas intenciones y una rectitud
sin tacha alguna, le habían ayudado a ganarse un respeto y un reconocimiento
dignos de una vida decente.
Desde que batallaba tanto para subir escalones o
mantenerse en pie durante mucho tiempo había dejado de viajar distancias largas
y se conformaba con los relatos de las experiencias de terceros, principalmente
sus hijos, que solían traerle siempre algún pequeño recuerdo y que insistían en
quitarle la corbata con el afán de que estuviese más cómodo. Nunca lo lograron.
Aunque su fuerza ya no era la de antes, su mirada podía ser muy convincente.
Pero la vejez había llegado un día de golpe, el
día de la muerte de su mejor amiga y “esposa”, entre comillas, así, “esposa”,
con la que no estaba casado porque algún resquicio anarquista los había hecho
vivir en unión libre. Fue mutuo acuerdo, de eso todos estaban enterados,
sobraban las anécdotas, y por mutuo acuerdo, también, jamás cedieron en
bautizar a sus hijos. Matilde, Mati, murió un día de abril, y eso desmoronó su
mundo. Aunque lo acompañaran sus hijos, esa vida ya no era la misma y sus
fuerzas se fueron acabando. Luego vino la jubilación, el reemplazo por una
juventud que para las empresas no implica gastos médicos y que carece de las
agallas para protestar y se conforma con una pelotita plástica de brillante
color amarillo. Decidió que no quería que lo conectaran a una de esas máquinas
que dan vida artificial, siempre se opuso a retar a la Naturaleza porque
entonces estaría viviendo una vida que ya no era la suya. A todos les hizo
entender que quería morir viejo, sí, pero lúcido, que su decisión era
inapelable y que en el momento en que su cabeza empezara a jugarle cosas raras
él quería morir, él “tenía que morir”. Quería morir desnudo, con su mejor
corbata, dormido, y después de despedirse de los más queridos. Así fue:
desnudo, dormido en el pasto, y después de besar una mano. Al ver al
veterinario, se echó, dijo “adiós” con la mirada a todos, lamió la mano de uno
de los dueños luego de que éste le puso una corbata nueva y limpia, y se
recostó, cerrando los ojos. Cuando se fue el veterinario lo enterraron en el
fondo del jardín, y tampoco en esa ocasión hubo ceremonia religiosa porque una
muerte así no hubiera sido congruente, aunque de perro, con aquella particular
vida de principios.
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