Francisco Rojas González
–El “tío”, fue él… El “tío” –declaró la mujeruca entre gemidos, cuando sus
ojos vidriosos miraban el rostro del cadáver de un hombre joven y membrudo. Frente
a ella, solemne y áspero, el patriarca de Tezompan escuchaba.
La mujer, presa de locuacidad histérica, no paraba la
lengua.
“Anoche llegó borracho… decía cosas horribles; entonces
dudó más de tres veces del ‘tío’. Por fin, ahogado en mezcal, acabó por dormirse.
Esta mañana amaneció tieso… Fue que lo provocó, sí, dudó más de tres veces del poder
del ‘tío’, ese del que sólo usted, por ser el más viejo y el más sabio, puede pronunciar
su nombre”.
El patriarca se mantuvo unos momentos silencioso, la
mujer lo miraba expectante. Luego, silabeando claramente, dijo la palabra vedada
a todos los labios excepto a los de él:
“Hículi Hualula cuando se le provoca es perverso, vengativo,
malo; en cambio…”
El viejo cortó la oración apenas iniciada, quizás porque
recordó que yo estaba presente, yo, un extraño que desde hacía una semana venía
atosigando con mis impertinencias de etnólogo a la arisca población huichola de
Tezompan… Mas ya era tarde, el extraño término había quedado escrito en mi libreta;
ahí estaba: “Hículi Hualula”, insólita voz que sólo estaba permitido pronunciar
al más viejo y más sapiente.
El patriarca tuvo para mí una mirada recelosa, comprendió
que había cometido una grave indiscreción y trató de remediar en alguna forma su
ligereza, siempre que con ello no quebrantara las leyes inmutables de la hospitalidad.
Entonces el anciano dijo a la mujer breves palabras en su lengua indígena. Ella
se volvió hacia mí y, sin dejar de verme con sus ojos pequeños y enrojecidos, dio
suelta a una perorata en huichol, ese idioma rígido, de sonoridades exóticas y que
yo apenas si conocía a través de las eruditas disquisiciones de los filólogos… Cuando
acabó su exposición, la reciente viuda, anegada en lágrimas, se echó sobre el pecho
del difunto y tuvo sacudimientos y sollozos conmovedores.
El anciano patriarca pasó tiernamente su mano sobre
la cabeza de la mujer; después vino hasta mí para decirme lleno de cortesía:
“Bueno es que la dejemos sin más compañía que su pena”.
Me tomó por un brazo y con ademán considerado guiome
hasta la puerta del jacal; pero ahí me detuve decidido, no podía abandonar el sitio
sin ahondar en el enigma de la palabra que, escrita en la libreta de apuntes, demandaba
mi atención profesional imperativamente.
–¿Qué es el Hículi Hualula? –pregunté sorpresiva y secamente.
El viejo soltó mi brazo. Dio un paso atrás, su mirada
tornose chispeante y en sus labios se dibujó una mueca desagradable:
–Por su salud, señor, no lo repita. El nombre del “tío”
sólo yo puedo pronunciarlo sin incurrir en su enojo.
–Necesito saber quién es él, cuáles son sus poderes,
sus atributos.
El hombre no habló más, se mantuvo inconmovible, con
los ojos vagos, sumidos, tal si miraran hacia adentro, igual que las patéticas deidades
ancestrales…
En vano insistí; el hombre se había cerrado en un mutismo
cáustico, pero de tal manera angustioso, que decidí abandonar ese camino de indagación,
más por piedad que por temores. Sin embargo, me creí desde ese instante mayormente
obligado a penetrar hasta el fondo del enigma.
Entendía entonces que la sola clarificación del misterio
que aprisionaba el terminajo significaría el éxito completo de mi empresa y que
ignorarlo, en cambio, representaría nada menos que el fracaso.
Lo anterior explicaría muy bien la obsesión de que fui
víctima durante varios días. Con la seguridad de que una investigación directa carecería
de eficacia y acaso traería efectos adversos, decidí circundar la incógnita con
una serie de pesquisas discretas, cuyos cabos, atados prudentemente, podrían otorgarme
resultados más satisfactorios…
Pero una mañana en que el rigor calenturiento de las
tercianas me había tundido más fieramente que de ordinario, mi templanza saltó hecha
añicos y volví a lanzarme por el sendero de la irreflexión: doña Lucía, la mestiza,
preparaba en mi obsequio una tisana de quina; cerca de ella, en los fogones domésticos,
tres o cuatro mujeres huicholas se hallaban entregadas a la pulverización del maíz
tostado para el “pinole”. Cuando doña Lucía, gorda y bonachona, me alargaba el jarro
con el amargo compuesto, vino a mis labios, incontenible y bruscamente, la cuestión:
–Doña Lucía, ¿sabe usted qué o quién es el Hículi Hualula?
La mujer hizo un gesto de espanto, llevose el índice
a los labios y, sin alcanzar resuello, volvió a mirar a las indias, quienes tapándose
los oídos y armando atroz aspaviento salían del jacal horrorizadas.
La mestiza, dando muestras de gran inquietud, tomó entre
sus manos regordetas mi diestra y luego, con acento mejor de conmiseración que de
reproche, me dijo:
–Por favor, señor, no diga nunca esa palabra… Ahora
me ha causado usted un gran perjuicio, mis criadas se han ido y no regresarán a
esta casa donde se ha pronunciado el nombre del “tío” indebidamente, hasta que la
luna nueva deshaga con su luz el hechizo.
–Usted lo sabe, doña Lucía, dígame quién es, qué es,
en dónde está…
La mujer, sin agregar una palabra, me dio la espalda;
luego se echó sobre el metate para arremeter la labor que las huicholas dejaron
inconclusa.
Esa misma tarde tuve que ir hasta una cementera para
recoger la letra en huichol de una balada agrícola. El campesino que iba a pronunciarme
la canción me esperaba recargado contra un lienzo de alambre espigado que protegía
la labor; era la suya una “milpa” hermosa, altas, gruesas y verdinegras matas de
maíz se estremecían al paso del aire templado; el hombre se sentía orgulloso y su
buen humor era patente. Se trataba de un indio pequeño y seco como un cañuto de
otate; hablaba poco, pero sonreía mucho, dijérase que no desperdiciaba una oportunidad
para lucir su magnífica dentadura.
–Bonita “milpa”, Catarino –dije por saludo.
–Sí, bonita –contestó.
–¿Abonaste el terreno?
–No lo necesitaba, es bueno de por sí… Y con la ayuda
de Dios y del “tío”, pues las “milpas” crecen, florean y dan mucho maicito –dijo
en tono simple, como se dicen los refranes, las sentencias más vulgares o las plegarias.
Yo sentí correr por mi cuerpo un cosquilleo y a punto
estuve de caer nuevamente en necedad.
–¿El “tío” dijiste? –pregunté con exagerada indiferencia–.
¿Ese del que no se debe pronunciar el nombre?
–Sí –repuso sencillamente Catarino–. El “tío”, que es
bueno con quien lo respeta.
Había en la cara del huichol tal serenidad y en sus
palabras tanta y tanta confianza y fe, que se me antojó perversidad aun el solo
intento de arrancarle el secreto.
De todos modos, en aquella tardecita avancé un poco
en el esclarecimiento del misterio: el “tío” era bueno cuando otorgaba la vida;
pero el “tío” era malo cuando causaba la muerte.
Poco tiempo tardé en apuntar las palabras de la “canción
de la siembra”, agradecí a Catarino sus atenciones y emprendí el regreso a Tezompan.
En el camino alcancé a Mateo San Juan, el maestro rural:
era un buen chico, huichol de pura raza. A las primeras palabras cruzadas con él,
se descubría su inteligencia; pronto también se percataba uno del anhelo del joven
por mejorar la condición económica y cultural de los suyos. Mateo tenía especial
interés en informar a los extraños que había vivido y estudiado en México, en la
Casa del Estudiante Indígena allá en la época de Calles.
Mateo San Juan era accesible y comunicativo. Esa tarde
paseaba, pues había terminado a buena hora sus labores docentes. En sus manos jugueteaba
una hermosa chirimoya. Cuando me vio partió entre sus dedos el fruto y obsequioso
me brindó una mitad. Seguimos juntos saboreando el dulzor de la chirimoya, y el
no menos grato de la buena compañía.
Sin embargo, yo no era leal con Mateo San Juan, mis
palabras todas tendían a llevar la conversación hacia el punto de mi conveniencia,
hacia el sitio de mis intereses. No fue una empresa difícil que digamos abordar
el tema; el mismo Mateo dio pie para ello, cuando habló de las muchas dificultades
que al extraño se le ofrecen antes de penetrar en la realidad del indio: “Nos es
más fácil a nosotros comprender el mundo de ustedes, que a los hombres de la ciudad
conocer el sencillo cerebro de nosotros” –dijo Mateo San Juan un poquito engreído
con su frase.
–¿Qué es el Hículi Hualula? –pregunté decidido.
Mateo San Juan me miró serenamente y hasta advertí en
sus labios un leve repliegue de ironía.
–No es raro que “el misterio” haya cautivado a usted;
igual ocurre a todos los forasteros que averiguan su existencia… Yo le aconsejaría
ser muy discreto al tratar ese asunto, si no quiere encontrarse con resultados desagradables.
–Así sospecho, pero yo no descansaré hasta conocer el
fondo de esa preocupación… Usted sería un informante ideal, Mateo San Juan –dije
un poco turbado ante la actitud del maestro.
–No espere usted de mí ninguna luz en torno del “tío”…
¡Que pase usted buen tarde, señor investigador! –Y diciendo eso, aceleró su paso
hasta tomar un veloz trotecillo.
–Eh, Mateo, espere –grité repetidas veces, mas el maestro
rural no detuvo su marcha y acabó por perderse de vista en un recodo del camino.
Llegó el sábado y con él mi única esperanza; estaba
en Tezompan el cura de Colotlán, quien semana a semana hacía visita a la jurisdicción
de su parroquia. Cuando el anciano sacerdote se apeó de su mulo tordillo y antes
de que se despojara de su guardapolvo de holanda, ya estaba yo en su presencia,
suplicándole que me escuchara breves momentos. El clérigo amablemente se puso a
mis órdenes.
–Sólo –dije– que necesito hablarle en extrema reserva.
–Bien –repuso el cura–, en la sacristía estaremos solos
el tiempo que sea necesario.
Y ahí, en aquel silencioso ambiente, el cura me dijo
todo lo que había podido indagar en torno del “tío”.
–En verdad –dijo–, esa cuestión logró interesarme hace
tiempo, mas el hermetismo de esta gente nunca me permitió adentrar todo lo que hubiera
deseado en la misteriosa preocupación: “tío” le dicen, porque lo suponen hermano
de “tata Dios” y es para ellos tan poderoso, que el pueblo entero puede dormir tranquilo
si se sabe bajo su protección… Pero el “tío” es cruel y vengativo, con su vida pagará
quien lo injurie o pronuncie su nombre…
Esto último queda reservado tan sólo al más viejo de
la comunidad. Bajo el amparo del “tío”, los huicholes viajan confiados, pues creen
que contando con sus influencias, las serpientes se apartarán del camino, los rayos
descargarán a distancia y todos los enemigos quedarán maniatados. No hay enfermedad
que resista al “tío” y sólo mueren los hombres que no se encuentran en gracia de
él… Lamento, amigo mío –concluyó el clérigo–, no poder darle mayores datos, pues
ahora mis esfuerzos se cifran, mejor que en conocer detalles de la diabólica creencia,
en arrancarla de los corazones de esos infelices…
“Y bien –me dije cuando a solas hice balance de las
informaciones proporcionadas por el cura–, lo poco que sé del ‘tío’ apenas es un
aguijón para meterme en el misterio y hacer de él algo preciso y claro…” Pero comprobé
que el tiempo destinado a la investigación de los huicholes terminaba; dentro de
dos días debería estar con los coras y por ello abandonar, quizás para siempre,
el esclarecimiento de la incógnita.
Tímidos golpes a la puerta suspendieron mi soliloquio.
Sin esperar la venia, Mateo San Juan penetró en el jacal que me servía de habitación
y laboratorio. El profesor rural tenía entonces un gesto cómicamente enigmático;
venía envuelto hasta la barbilla en una frazada solferina y el ala de su sombrero
de palma caíale sobre los ojos; saludó con voz un poco trémula. Aquella actitud
me hizo presentir que algo importante se avecinaba. Mateo permaneció en pie, no
obstante la invitación afectuosa que le hice para que tomara asiento en uno de los
bancos rústicos que amoblaban mi choza.
–He pensado mucho lo que vengo a hacer; he calculado
el paso que voy a dar, porque no quiero ser egoísta. El mundo entero, y no sólo
los huicholes, debe disfrutar de las mercedes del “tío”, gozar de sus efectos y
apreciarlo en todas sus bondades…
–¿Entonces, está usted dispuesto a…?
–Sí, a pesar de que con mi revelación pongo en peligro
el pellejo.
–No creo, Mateo San Juan que todo un maestro rural sienta
pavor supersticioso, tal y como lo experimentan el común de los indígenas.
–Del “tío” no tengo temores, sino de sus “sobrinos”.
Pero, repito, no quiero ser ruin; la humanidad debe ser favorecida con las virtudes
del “tío”…
–Sea más explícito, por favor, basta ya de preámbulos.
–Cuando la ciencia –continuó Mateo sin alterarse– ponga
a su servicio al “tío”, entonces todos los hombres habrán alcanzado, como nosotros
los huicholes, la alegría de vivir; acabarán con los dolores físicos, terminará
su cansancio, se exaltarán saludablemente las pasiones, al tiempo que un sueño luminoso
los llevará hasta el paraíso; calmarán su sed sin beber y su hambre sin comer; sus
fuerzas renacerán todos los días y no habrá empresa difícil para ellos… Sé que la
ciencia del microscopio, de la química con todas sus reacciones, lograrían prodigios
el día en que pusieran al alcance de todos las virtudes del “tío”… Del “tío” que
es estimulante de la amistad y del amor, suave narcótico, sabio consejero; que con
su ayuda, los hombres se harían mejores, porque nada los unirá más que la mutua
felicidad y el completo entendimiento. El “tío” hace tierno el corazón y liviano
el cerebro…
–No siga usted –interrumpí decepcionado–, el “tío” no
es otra cosa que el “peyote” ¿verdad?
Mateo San Juan sonrió despreciativo y luego dijo:
–El “peyote” es conocido de ustedes hace muchos años,
sus efectos son vulgares, intoxicantes, pasajeros y desde luego más dañosos que
benéficos… El “tío” es otra cosa; hasta ahora, si no somos los huicholes, nadie
ha probado sus propiedades extraordinarias…
–Bueno… ¿Cómo hago para llevarme al “tío” a los laboratorios
de México?
Mateo San Juan se tornó solemne y, apartando su poncho,
dejó entre mis manos un bulto pequeño y ligero, no mayor que el puño.
–Ahí lo tiene usted… Llévelo; algún día todos los hombres
exaltarán sus excelencias, llegará a ser más estimado que la riqueza, tan útil como
el pan, tan preciado como el amor y tan deseado como la salud. Va envuelto en hojas
de sábila, únicas que resisten sus fuertes emanaciones. No lo descubra usted hasta
el momento en que vaya a ser estudiado y procure usted que esto se haga antes de
que transcurra una semana… ¡Ah, si llegan a saber mis paisanos que lo he entregado
en manos de un extraño, acabarán conmigo…! Váyase usted hoy mismo, lléveselo y no
se olvide de su amigo Mateo San Juan.
–Gracias… ¿Pero cómo pueden abrigar sus paisanos intenciones
tan negras contra usted, si el “tío” tan sólo sugiere buenos pensamientos y acciones
nobles?
El maestro rural dijo sobriamente:
–No me perdonarían porque los huicholes miran en él
el hermano de la divinidad intocable; ustedes, en cambio, tan sólo sabrán de sus
efectos favorables y lo estimarán simplemente como lo que es… Llévelo y aprovéchelo
bien, pero salga inmediatamente, antes de que el tiempo oculte a los laboratorios
todas sus virtudes.
–No voy por lo pronto a México –informé–; pero esta
misma tarde saldrá mi ayudante a Colotlán llevando al “tío” y por correo registrado
lo reexpedirá a México, con una carta mía para el Instituto Biológico, donde lo
examinarán y estudiarán a fondo.
–Que todo sea para bien, señor investigador.
–Gracias de nuevo, Mateo San Juan. Ha realizado usted
una buena acción.
Esa misma tarde, de acuerdo con lo planeado, mi ayudante,
un joven mestizo de Colotlán, salió con el encargo de mandar al “tío” perfectamente
asegurado por la vía postal. Un poco más tarde, yo debería partir para la región
de los coras, donde haría una fugaz visita para revisar ciertas informaciones dudosas…
Pero antes quise despedirme del buen maestro rural.
Llegué a su choza, una viejecita india, humilde y temerosa,
estaba en la puerta rodeada de vecinas que la confortaban. Cuando me miró, dijo
palabras trémulas y ahogadas:
“Fue el ‘tío’… sí, fue el ‘tío’ que no perdona…”
Lleno de tremendas dudas penetré en el jacal. Ahí tendido
en una estera de palma estaba mi amigo Mateo San Juan; su cara desfigurada a golpes
y su cuerpo molido a palos daban compasión. Él plegó su cara deforme para recibirme
con una sonrisa:
“Las pobres mujeres –dijo– creen que fue el ‘tío’, pero
fueron los ‘sobrinos’, como yo me lo temía.”
Cuando regresé a México, mi primera visita fue para el Instituto de Biología.
Ahí desconocían por completo al “tío”, supuesto que jamás llegó ninguna encomienda
postal de mi remisión. Hice después una pesquisa en el correo con resultados también
negativos. Como siguiente gestión, escribí una carta a mi ayudante de Colotlán.
Esperé la respuesta un par de semanas; al no recibirla, la urgí por telegrama. Este
último sí recibió contestación: el joven, en una misiva afligida y cobardona, me
suplicaba dramáticamente que nunca volviera a tratarle nada “respecto a lo que se
contrae su estimable carta”, pues la prueba que había experimentado en ocasión de
mi visita “estuvo a punto de ser fatal para el suscrito”.
En falla mi ayudante, escribí a Mateo San Juan. La carta
me fue devuelta sin abrir. Insistí y los resultados fueron idénticos a los primeros.
El último recurso era el señor cura de Colotlán. A él
escribí con mayor confianza; le hablaba con claridad y le encarecía que me enviara
de nuevo a Hículi Hualula. Pocos días después me llegó una lacónica carta del sacerdote:
Mateo, impresionado por la gente de su pueblo, había “perdido la tierra, al engancharse
como bracero; las últimas noticias que se habían tenido de él decían que estaba
en Oklahoma, trabajando como peón de vía…” “Y, respecto a su encarguito –continuaba
la carta del cura–, lamento en verdad no poderlo satisfacer, pues ello traería aparejados
trastornos, escándalo y agitaciones que mi ministerio, mejor que provocar, está
para prevenir. Tocante a su proyecto de un nuevo viaje por estas latitudes, le aconsejo,
si aprecio le tiene a la vida, no intentarlo siquiera”.
La derrota ha sido para mí desquiciante, la inquietud
ha madurado de manía y ésta ha producido ofuscamientos y los ofuscamientos han tomado
la forma de hechos alarmantes… Lo he visto en sueños, sí, trajeado con las suntuosas
galas que llevan los huicholes en sus ceremonias al Padre Sol… Ha pasado junto a
mí y me ha guiñado el ojo; cuando le hablé por su nombre. Hículi Hualula ha reído
ruidosa y roncamente, mientras lanzaba a mis pies escupitajos solferinos.
La tarde en que lo descubrí dirigiendo el tránsito de
vehículos en los cruceros de las avenidas Juárez y San Juan de Letrán, estaba magnífico:
el rostro pétreo inconmovible, aliñado con un bezote de turquesa, la testa tocada
con un penacho de plumas de guacamayo, los pies con sandalias de oro y su índice
horrible, hecho de carne verde de nopal y armado con una uña de púa de maguey, me
señalaba, al tiempo que por la boca escurrían espantosas imprecaciones en huichol…
Alguien me ha dicho que quien me condujo a la Cruz Roja
había escuchado de mí estas palabras:
“El ‘tío’… fue el ‘tío’ que no perdona”, al mismo tiempo
que mis ojos vagaban imbécilmente… Que entonces mi voluntad era nula y mi pulso
alterado…
El médico recetó bromurados, reposo y baños tibios…
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