Álvaro Mutis
Había
sido antaño soldado de fortuna, mercenario a sueldo de gobiernos y gentes harto
dudosas. Frecuentador de bares en donde se enrolaban voluntarios de guerras
coloniales, hombres de armas que sometían a pueblos jóvenes e incultos que
creían luchar por su libertad y sólo conseguían una ligera fluctuación en las
bulliciosas salas de la Bolsa. Le faltaba un brazo y hablaba correctamente
cinco idiomas, Olía a esas plantas dulceamargas de la selva que, cuando se
cortan, esparcen un aroma de herida vegetal.
Al llegar no habló con nadie. Fue a refugiarse en
un cuarto de los patios interiores. Allí descargó ruidosamente su mochila de
soldado, ordenó sus pertenencias, según un orden muy personal, alrededor de un
saco de dormir, prendió su pipa y se puso a fumar en silencio. Pasados algunos
días alguien le descubrió, mientras se bañaba en el río, un tatuaje debajo de
la axila derecha con un número y un sexo de mujer cuidadosamente dibujado.
Todos le temían con excepción del dueño, a quien le era indiferente, y del
fraile, que sentía por él cierta adusta simpatía. Sus maneras eran bruscas,
exactas, medidas y en cierta forma un tanto caballerescas y pasadas de moda.
Desde cuando llegó le fueron confiadas ciertas
tareas que suponían una labor de control sobre las entradas y salidas de los
demás habitantes de la mansión. Todas las llaves de cuartos, cuadras e
instalaciones de beneficio estaban a su cuidado. A él había que acudir cada vez
que se necesitaba una herramienta o había que sacar los frutos a vender. Nunca
se supo que negara a nadie lo que solicitaba, pero nadie tomaba algo sin
comunicárselo a él, ni siquiera al dueño. De su brazo ausente, de cierta manera
rígida de volver a mirar cuando se la hablaba y del timbre de su voz emanaban
una autoridad y una fuerza indiscutibles.
En el desenlace de los acontecimientos se mantuvo
al margen y nadie supo si participó en alguna forma en los preliminares de la
tragedia. Se llamaba Paul y él mismo solía lavar la ropa a la orilla del río
con un aire de resignación y una habilidad adquirida con la costumbre, que
hubieran enternecido a cualquier mujer. Sus largos ratos de ocio los pasaba
tocando en la armónica aires militares. Era incómodo verlo con una sola mano y
ayudándose con el muñón arrancar aires marciales al precario instrumento.
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