Elena Garro
–Hoy
es jueves –afirmó Adrián a la hora del desayuno.
La
mañana entraba por la ventana del comedor que daba a un patio desde el que se
podía casi tocar con las manos a los albañiles que construían un edificio
vecino, Lucy no escuchó a su marido y continuó observando a los hombres que
caminaban por los andamios con las ropas y los rostros llenos de cal. Parecen
Pierrots, se dijo.
–¿En
qué piensas? –le preguntó con voz severa Adrián.
Lucy
no contestó, se dejó mirar por su marido. Llevaba un traje azul de algodón con
cuello y puños blancos. Las trenzas rubias le caían sobre el pecho. Fascinada
observó sobre el fondo de su taza de café. Se sintió incómoda, sabía que
cualquier palabra suya podía desencadenar la ira de Adrián. Lo escuchó repetir
con violencia:
–¿En
qué piensas?
–En
nada –respondió sin dejar de contemplar el fondo de la taza.
–¡Mientes!
Estás pensando que me odias. ¿Por qué no confiesas que no quieres ir a la casa
de mi madre?
Lucy
se había convertido en un ser pasivo, aunque de pronto padeciera ataques
terribles de violencia. Había cambiado de naturaleza. Le era difícil hablar,
quizás porque su vida estaba presidida por el error.
–¡No
quiero hablar!
–Está
bien. Trata de llegar a la hora –exclamó Adrián levantándose de la mesa.
Salió
sin despedirse y Lucy quedó clavada en su silla contemplando absorta el mantel
blanco bordado por ella y las pequeñas migas de pan dejadas por Adrián. Era
jueves y eso significaba como todos los días, ver a Beatriz, su suegra. La
única diferencia consistía en que ella y Adrián comerían en su casa y Beatriz
no vendría a visitarlos hasta después de las tres de la tarde. Tampoco llegaría
Lupe, su criada, a la una de la tarde con la enorme canasta con la comida que
Beatriz enviaba todos los días. La canasta contenía dos menús: uno destinado a
Adrián y otro a ella. Beatriz había declarado que ella era incapaz de manejar
una casa y educar a su hijo, por eso la comida llegaba de su cocina y su hija
permanecía en su casa mientras que Lucy permanecía quieta en el piso pequeño.
Soy
incapaz se dijo la joven en el comedor pequeño bañado por la
luz de la mañana. Los muebles eran dispares: una mesa moderna de nogal y unas
sillas austriacas. En las vitrinas se guardaban cristales de Bohemia y
cristales de Sèvres, que ella amaba con una pasión devoradora y minúscula.
Quizás era lo único que amaba ahora. El matrimonio la había enseñado la palabra
temor y le había borrado el significado de la palabra amor. En el pequeño salón
contiguo estaban el diván y los enormes sillones tapizados en sarga verde.
Odiaba aquel verde espinaca. La alfombra antigua era verde agua y sobre ella
flotaban guías de rosas pálidas. Le gustaba imaginar que ese cuarto era un
hermoso lago invadido por monstruos tropicales y por las tardes el diván y los
sillones se convertían en cocodrilos amenazadores, que aterraban a la
reproducción de la Primavera de Botticelli, cuya sonrisa entonces parecía la de
una loca. Se levantó para acercarse a aquel rostro familiar y melancólico y
quiso descifrar su sonrisa.
Por
la ventana del saloncito entraba la luz blanca de la mañana y a lo lejos se
divisaba el perfil azul del Cerro del Ajusco dibujado de caminillos oscuros. Le
pareció que también ella vivía metida en un cuadro y que el Ajusco no era sino
el fondo profundo de la pintura, dentro de la cual ella se movía y era sometida
a interminables interrogatorios, como si ocultara secretos tenebrosos. A la
Primavera nadie la interrogaba y si lo hacía, nunca daba la respuesta. Con
movimientos automáticos hizo su cama y la de Adrián, limpió el cuarto de baño y
quitó el polvo a la habitación del fondo, que hacía las veces de biblioteca con
sus anaqueles de caoba y los volúmenes que habían pertenecido al abuelo de
Adrián. Los libros y las demás antigüedades formaban la única herencia que
había recibido su esposo. La parte substancial la guardaba Beatriz y la
compartía con su nuevo marido: Pedro. Después, limpió la cocina que sólo servía
para recalentar la comida. Lucy estaba segura de moverse en un mundo peligroso
como si fuera un personaje dentro de un cuadro sin terminar. A veces tenía la
impresión de que alguien había cambiado las esquinas de los muros y que la
escoba la observaba con sus pelos amarillos e hirsutos. Entonces, se dejaba
caer en un sillón y contaba los minutos que marcaba el reloj, para saber cuánto
tiempo faltaba para que Adrián o Beatriz llegaran a interrogarle y a decirle en
sus propias narices: ¡Mientes! La semejanza entre ambos era escalofriante: los
dos tenían los ojos negros y la miraban con fijeza, como si desearan
convertirla en piedra durante los interrogatorios. ¿Por qué desean tanto que
mienta?, se preguntó. No. Tal vez desean demostrarme a mí que miento.
Quieren equivocarme, se dijo anonadada.
Abajo,
por la acera solitaria caminaban gentes felices. ¿Qué era ser feliz? Vagamente
recordó días azules, días fluviales, que ella atravesó en su casa y sin saber
por qué dejó correr lágrimas. Ahora, dentro del tiempo fijo que la aprisionaba,
lo único que podía hacer correr eran lágrimas. Contó los días que llevaba
viviendo con Adrián: 1917 días, acababa de cumplir cinco años y tres meses de
casada, y ella tendría veintitrés años en cuatro meses más, se hacía vieja y
dentro de ella sólo quedaba un pozo profundo en el que no había ¡nada! Vivía
rodeada de tinieblas y a veces se ponía a llorar con la esperanza de que
alguien comprendiera lo que sucedía, entonces Adrián la señalaba con su dedo
índice y exclamaba: ¡Mírenla, está loca! Era mejor permanecer muda y llegar a
la una en punto a la casa de Beatriz. Se bañó y se puso otro traje de algodón,
cuyo azul claro era impecable.
A
la una en punto llamó al portón enorme de la casa de Beatriz. Su suegra vivía
en Coyoacán, en un caserón gigantesco. Le abrió la criada Lupe, y Duque, el
perro gran danés, le puso las patas en los hombros y le lamió las mejillas con
esmero. El zaguán era muy amplio, se abría a un jardín que casi abarcaba toda
la manzana y estaba descuidado. A la izquierda del zaguán se hallaba la puerta
que conducía al departamento de los criados, convertido en bodega de licores.
Al entrar le invadió el olor a alcohol y por la puerta de la bodega apareció
Pedro, el marido de Beatriz. Pedro estaba en pantalón de gabardina color
vainilla, chaleco y camisa de seda. Se cubría la calva pronunciada con unos
cuantos pelos ralos y largos que llevaba del lado izquierdo hacia el lado
derecho de la cabeza. Sí, sí, me tardo mucho tiempo en peinarme, afirmaba
molesto cuando alguien hacía alusión a la complicación de su peinado.
–Ven
a probar mi nuevo whisky. He comprado dos barricas vacías –le dijo
saliéndole al paso. Se dejó conducir por el viejo Pedro y cruzaron cuartos
repletos de botellas, taponadoras, corchos, barricas y alambiques. El hombre le
sirvió un poco de whisky en una probeta y en el momento de probarlo, el
viejo se acercó a ella y le preguntó con cinismo.
–¿Y
tú qué haces aquí? ¿Qué esperas para dejar a Adrián? ¿No sabes que él y Beatriz
no te quieren? ¿Por qué no te vas?
Lucy
colocó la probeta sobre una repisa y observó los calendarios enormes que
coleccionaba el viejo. Prendidos con chinches, cubrían los muros de la bodega y
formaban una galería de jóvenes rubias, delgadas y ágiles, desperezándose sobre
playas, divanes, alfombras y camas.
–Míralas,
todas son como tú, te repito que debes dejar a Adrián –le dijo el viejo Pedro,
observándola de muy cerca y mientras se arreglaba el fistol de la corbata, en
el que brillaba un diamante.
Lucy
miró con miedo sus dedos amarillentos en forma de espátula y cubiertos de
anillos de brillantes, el viejo también le daba miedo: tenía algo equívoco en
los ojos y en su ridícula manera de vestir. Ella había sido testigo de sus
visitas a la otra casa de Adrián, lo había visto llevarse todos los objetos de
valor, todas las joyas, los cubiertos y los candelabros, bajo la mirada
complaciente de su suegro y el hombre le producía temor. Iba a decir algo,
cuando Lupe, con sus ojos oblicuos y sus trenzas medio deshechas, entró igual a
una serpiente, sin hacer ruido y con una precisión ondulante.
–Dice
la señora Beatriz que la está esperando –le dijo mirándola a través de las
greñas sueltas que le caían sobre los ojos.
Beatriz
se hallaba sobre una vieja banca de hierro pintada de verde y colocada al fondo
del jardín. Como siempre estaba desaliñada y sin medias. Con gesto indiferente
miraba a Pablito, el hijo de Lucy, que ahora se ocupaba en arrancar hojas y que
miró a su madre con curiosidad. Lucy no se atrevió a tocarlo. El niño iba a
cumplir dos años y se parecía a ella, sólo que tenía el cabello menos rubio y
los ojos más serios.
–¡Deje
al niño, está jugando! –le ordenó Beatriz desde la banca.
Lucy
se sentó con docilidad junto a su suegra y volvió a asombrarse del escote que
dejaba ver la abundancia rosada de su pecho. La vio aspirar el humo de su
cigarrillo con un gesto de desdén en sus labios cargados de carmín y guardó
silencio. De sus hombros emergía una cabeza pequeña dotada de unos ojos de
mirada inocente si su interlocutor era un varón y de piedra si era una mujer. A
Lucy, con sus ojos negros, la petrificaban; para ella, Beatriz era un ser
temible, y mitológico. Le asombró que el jardín no se hubiera petrificado y que
su hijito todavía gateara entre las hierbas.
–¡Ay
Dios mío! ¿A qué horas llegará Nito? –preguntó Beatriz con voz trágica.
–Me
dijo que a la una –susurró Lucy.
–¡Pobre!
¡Pobre hijito mío! ¡Qué carga tan pesada lleva! –suspiró Beatriz aspirando el
humo del cigarrillo que sostenía con sus uñas manicuradas en rojo.
La
llegada de Adrián produjo la acostumbrada conmoción en Beatriz. Corrió como si
no lo hubiera visto en muchos meses. Nito ocupó un lugar en la banca, muy cerca
de su madre y bebió el vermouth que le sirvió Lupe. Una vez que
estuvieron a la mesa, Lucy escuchó decir a Pedro:
–Esta
chica está muy flaca, necesita unas vacaciones.
Inmediatamente
sobre las rajas de chile poblano, las rodajas de queso y el caldo de gallina
que se aproximaba cayó un gran silencio. Adrián continuó masticando el jamón,
mientras su madre le acariciaba una mano. El viejo Pedro insistió:
–Lucy
necesita unas vacaciones. Yo la invito a Veracruz. Llevaremos al niño, los
baños de mar le harán muy bien.
Lucy
lo escuchó aterrada. Miró al viejo alhajado que comía haciendo rechinar su
dentadura postiza y quiso gritar: ¡No! ¡No! ¡No voy!, pero guardó la protesta
ante la mirada de piedra que le dirigieron Beatriz y Adrián, que masticaban al
mismo compás, mirándola con fijeza. El olor a comida le revolvió el estómago,
pero era necesario comer aquel caldo de gallina con huevo picado que Beatriz
preparaba todos los días. Escuchó que entre los tres fijaban la fecha del viaje
y sintió extrañeza; ¿por qué Beatriz le permitía viajar sola con Pedro su
marido? ¿Por qué Adrián la enviaba con aquel viejo que se expresaba tan mal de
él? Los miró con miedo, disponiendo de su vida y de sus días con tanta libertad
y murmuró:
–No
me gusta el calor.
Adrián
la miró para imponerle silencio. Después, durante varios días forcejeó con él
para no ir a Veracruz con el marido de su suegra.
–¿Por
qué no viene Beatriz a Veracruz? No lo entiendo, está muy enamorada de Pedro.
–¡Cállate!
Pedro es un hombre magnífico –contestó Adrián.
Las
riñas alcanzaron caracteres graves y Lucy le rogó a Adrián que le concediera el
divorcio.
–¡Muy
bien! No volverás a ver a Pablito, el niño se quedará con mi madre –afirmó
Adrián.
Siempre
era la misma respuesta: no la dejarían ver al niño nunca más. Ahora lo veía los
jueves y los domingos, cuando ella y Adrián iban a comer a la casa de Beatriz,
ya que su suegra no traía al niño por las tardes, cuando venía a visitar a su
hijo. Pedro ya arregló el viaje. Se quedarán dos semanas en Veracruz la
escuchó decir. ¡Dos semanas! Nadie podía haber inventado algo más infernal.
–Tú
te vendrás a mi casa, hijito. No quiero dejarte aquí solito –concluyó Beatriz
fumando con tranquilidad.
Sin
saber cómo, se encontró en el tren de Veracruz. Había obtenido una pequeña
victoria: su hermana menor, Estela, la acompañaba en el viaje. Pedro por su
parte paseaba al niño por todos los vagones y anunciaba que era su hijo, lo que
atraía las miradas curiosas de los viajeros y los convertía en un grupo
irregular.
Llegaron
al puerto a las siete de la noche y se hospedaron en un hotel céntrico. El
edificio era antiguo, provisto de un patio interior y hermosas arcadas. El
comedor estaba en la planta baja, tenía palmas de sombra y piso de mosaico
rojo. En el vestíbulo se encontraba la Administración y algunas mesas y bancas.
De allí partía la escalera con barandal de hierro, adornada también con tiestos
de flores. Las calles y el hotel olían a sal y viento marino. Pedro se
inscribió en una habitación contigua a la de las dos jóvenes y del niño,
separadas por una puerta endeble.
Cenaron
en los portales. “El Café de la Parroquia” estaba animado y de todas las mesas
los miraban con curiosidad. Pedro se ocupaba del niño y Lucy se sentía ofendida
por la solicitud del viejo.
–¿Es
su abuelo? –le preguntó una señora gorda que cenaba en la mesa vecina.
–No,
es mi hija –contestó el viejo Pedro.
Estela
se echó a reír y el viejo le mandó una mirada de disgusto. La joven se puso
seria y Lucy le hizo guardar silencio, pues temía que Pedro hiciera una escena.
–¡Ahora
a dormir! –ordenó Pedro cuando apenas la plaza y los portales empezaban a
cobrar animación.
Las
jóvenes obedecieron contrariadas. En el cuarto del hotel vieron que la puerta
que las separaba de Pedro era demasiado endeble y en silencio escucharon los
ruidos que hacía el viejo al caminar por su habitación. También él podía oírlas
y con señas se dijeron que tenían miedo. Revisaron el armario de tablas
amarillas, la silla de madera y las camas de hierro cubiertas con colchas de
algodón a rayas.
–No
me gustan los armarios –murmuró Lucy.
–A
mí me dan miedo –contestó Estela en un susurro.
Después,
la menor señaló la puerta que comunicaba con el viejo y, de puntillas, se
acercó para escuchar con atención. Con gran cuidado, dio vuelta a la perilla y
comprobó que no habían echado la llave. Volvió al lado de su hermana.
–Está
abierta –le dijo al oído.
Cogió
una media y sin hacer ruido la ató a la perilla de la puerta. Después, entre
las dos hermanas cargaron la cama hasta la puerta y ataron el otro cabo de la
media a uno de los barrotes de la cabecera. Así, si alguien intentaba entrar,
la cama serviría de defensa y avisaría. Ambas se sintieron en peligro y
procuraron no hacer ningún ruido. Pablito las observaba con sus ojos dorados,
sin hacer caso de las cucarachas enormes que se deslizaban por los muros
pintados de amarillo sucio. El calor encajonado en el cuarto no les permitió
dormir. Además, tenían miedo. ¿Por qué estaban allí? Les resultaba inexplicable
que Beatriz siempre tan celosa de su nuevo marido hubiera aceptado gustosa
permanecer sola en la ciudad. Sola no, con su hijo Nito. Dos semanas, dos
semanas se repitieron asfixiadas por los olores de la habitación, al tiempo
que espiaban los ruidos provenientes del cuarto del viejo.
Muy
temprano, Pedro golpeó la puerta que comunicaba con el corredor y ambas se
precipitaron a desarmar la cama, esconder la media y volver el mueble de
barrotes azules a su antiguo lugar. El corazón les iba muy a la carrera y las
lágrimas corrían por sus mejillas. Se ducharon en silencio, bañaron al niño y
se vistieron de prisa.
–Tú
no digas nada –le dijeron a Pablito.
En
la playa había pocos bañistas, no era temporada y el mar encerrado en
alambradas para evitar la entrada de los tiburones, las defraudó. Pedro eligió
un galerón de madera que hacía las veces de restaurante, sacó un envoltorio y
se lo tendió a Lucy.
–Tu
traje de baño.
Lucy
y Estela, con Pablito de la mano, se dirigieron a las casetas, mientras que
Pedro pidió un cocktail de camarones.
–¡No
puedes ponerte eso! –gritó Estela cuando vio el traje de baño de lana negra que
Lucy sacó del envoltorio.
–¡Me
da igual! –contestó ella con cansancio.
Estelita
la observó con incredulidad: su hermana siempre había sido una gran deportista,
adoraba la natación y los hermosos trajes de baño, ¿qué le sucedía ahora? Buscó
en su bolso de playa y le tendió un bañador de látex azul cielo con pequeñas
estrellas blancas.
–¡Ponte
éste! –le ordenó.
Ya
por las mañanas le había prestado unos pantaloncitos cortos a rayas blancas y
azules. Estela no entendía a Lucy, ni su apatía, ¿por qué había perdido el
interés por todo? Lucy es otra persona, repetían en su casa, intrigados por la
actitud variable de Lucy, que pasaba bruscamente del silencio absoluto a
accesos de cólera terrible. Además, había perdido mucho peso y el brillo de los
ojos se había ido. Estela le puso el trajecito de baño al niño y los tres
salieron a la playa. Se tendieron en la arena caliente y se subieron las
trenzas rubias alrededor de la cabeza. Estela se cubrió con cuidado de aceite
de coco y luego cubrió la espalda de su hermana. Poco a poco, el calor se fue
introduciendo en sus cuerpos y se sintieron confortadas. Hacía mucho tiempo que
Lucy no iba al mar, ni a una piscina y ahora al borde del agua recordó a la
antigua Lucy dorada por el sol, segura de sí misma y de la vida que surgía como
una fuente inagotable, en los jardines, en las playas, en el campo, en la
ciudad. Se levantó de un salto y se tiró al mar. Deseaba irse nadando hasta sus
confines luminosos, opuestos al mundo oscuro y anguloso en el que ella vivía.
No deseaba regresar y nadó hasta topar con las alambradas, que separaban a los
bañistas de peligros tenebrosos. Recordó a las Columnas de Hércules y al Mar de
los Sargazos, se detuvo indecisa y volvió resignada a la playa, en donde
Estelita jugaba con su hijo. Ahora era el turno de su hermana menor.
–Cuida
al niño y al dinero que me dio mi papá. Aquí lo pongo –le advirtió Estela
colocando un pequeño rollo de billetes dentro de la cubeta roja de playa de
Pablito.
Lucy
se tendió bocabajo en la arena. Existía el mundo abierto que ella había
perdido, sobre la playa se dibujaron con precisión piscinas, bosques y algunos
amigos perdidos como Hans, Dieter y Eric, con ella cargando mochilas, subiendo
cuestas y encendiendo fogatas en las cimas, vio su bicicleta y a ella en largas
carreras por el bosque y no entendió que todo aquello quedara reducido ahora, a
habitaciones cerradas, conversaciones cortas y largos interrogatorios. ¿Qué
deseaba saber Adrián? Él y su madre la trataban como si fuera criminal: le
imponían castigos y la privaban de comunicarse con su familia y, además, habían
cortado los vínculos con sus amigos. Escuchó que un hombre lanzaba
exclamaciones, pero no le interesaba nada de lo que sucedía a su alrededor. Por
primera vez en 1932 días, volvía a saber que el mundo era un lugar hermoso. Con
el rabillo del ojo vio a su hijo ocupado en hacer agujeros en la arena. También
vio unos pies dorados de hombre y cubiertos de arena. Después observó al hombre
en cuclillas, mirándola con sus ojos azules y la piel dorada por el mar. El
hombre le mostraba un billete mojado.
–¿Es
suyo? –le preguntó en inglés.
Lucy
se enderezó y el joven le dijo que en las olas flotaban billetes. Alguien los
había dejado en una cubeta roja, a la que una ola había volcado. Estelita,
chorreando agua, apareció también con un billete mojado en una mano.
–¡Mira!
¡Mira! –le dijo.
Las
dos hermanas seguidas del joven y de su amigo, se lanzaron al mar a rescatar el
dinero, mientras Pablito las contemplaba divertido. Lograron recoger algunos
billetes a los que luego colocaron sobre la arena para que se secaran, mientras
las hermanas y los dos desconocidos festejaban el rescate con grandes risas.
Después de todo era magnífico que el dinero se ahogara. Los extranjeros también
reían un poco asombrados. Lucy detuvo la risa: ¿acaso el mundo no había sido
siempre agua, jóvenes y risas? Los cuatro fumaron un cigarrillo y hablaron de
sí mismos con despreocupación, como si se conocieran de largo tiempo atrás. El
joven que habló primero con Lucy se llamaba Corbett y su amigo, Ted.
–¡No!
No tienen tipo de mexicanas –dijeron los dos norteamericanos asombrados.
Lucy
contempló el cabello sedoso de su hermana lleno de hebritas de un rubio tierno
como la plata y sus espaldas de nadadora, vio a su hijo, con su cabello
diminuto de color cobrizo y luego se miró las piernas largas con una ligera
pelusa rubia. Los cinco podían ser de la misma familia. Cerca de ellos había
grupitos de bañistas morenos y silenciosos que comían camarones y ostras y que
los observaban con disgusto. Siempre la habían mirado como si fuera una
extranjera, parece una institutriz alemana, ¡sosa! Exclamaba Beatriz con
disgusto. Con Ted y Corbett se sintió en familia. Apenas acababa de entrar en
aquel ambiente risueño aparecieron frente a ella unos pantalones de gabardina
clara y unos zapatos brillantes hundiéndose en la arena.
–¡Nos
vamos!
Levantó
los ojos para encontrarse con los de Pedro, que la miraban con hostilidad.
Sintió vergüenza. El viejo alhajado como una prostituta parecía un personaje
siniestro bajo la luz del sol y el viento marino. Los muchachos se pusieron de
pie de un salto.
–¿Su
padre? –preguntó Corbett sin ocultar su asombro.
–No.
Mi suegro –contestó ella en inglés.
Pedro
cogió al niño y dio órdenes de vestirse inmediatamente. Estaba de mal talante y
el sol le daba tintes verdosos. Las hermanas corrieron a la caseta. Al salir
encontraron a Pedro esperándolas y lejos en la arena los dos muchachos rubios
las observaban incrédulos. Comieron en la barraca, bajo la mirada astuta del
viejo, que pidió arroz, jaibas, ostras, pulpos, cocada. Era capaz de provocar
que se congestionaran. La alegría de Estela se había apagado. ¡Ojalá y se
muriera este asqueroso!, pensó Lucy con asco y recordó que también los otros
dos se debían morir, entonces ella podría volver a ser lo que había sido:
libre.
–¡Ahora
a dormir la siesta! –ordenó Pedro.
–Yo
nunca duermo siesta –aclaró Estela.
Fue
inútil tratar de protestar. Pedro tomó en brazos a Pablito y abandonó el
barracón. Atravesaron la ciudad llena de sol. Iban sombríos, el viejo no les
dirigía la palabra, sabía que deseaban permanecer en la playa y contrariarlas
le producía un júbilo secreto, una compensación para su ira. Las dejó en su
cuarto húmedo por el que circulaban cucarachas y él se encerró en el suyo.
–Vámonos
a la playa –dijo Lucy en voz muy baja.
Estela
movió la cabeza y señaló la puerta que las separaba de Pedro; éste entró en ese
momento y con gesto severo llamó a Lucy, que no se movió de su sitio.
–Le
digo a usted que venga –ordenó el hombre.
Lucy
salió con él al corredor, el hombre trató de llevarla a su cuarto, mientras le
proponía con voz y palabras soeces acostarse con ella. La muchacha aterrada se
soltó de sus manos con dedos de espátula y volvió corriendo a su habitación en
donde la esperaban Estelita y su hijo.
–¿Qué
te pasa? –preguntó su hermana en voz baja.
Lucy
se sentó en la orilla de la cama, ¿cómo explicarle a Estelita lo que le había
dicho Pedro? Sí, debía decirlo, debía hablar alguna vez.
–Me
agarró por el brazo, quería –no pudo continuar, la invadió una vergüenza
desconocida, además se podía armar un escándalo y Adrián no se lo perdonaría
jamás. Miró a Pablito y se sintió acorralada. ¿Qué se propone Adrián y Beatriz?
Se preguntó asustada. Si pudiera dejar de padecer el terror que le infundían se
podría salvar, las losetas rotas del piso le contestaron: Estás perdida,
estás perdida, recordó los ojos de piedra gris de Beatriz mirándola con una
fijeza aterradora y la voz de Adrián: ¡Mientes, mientes, mientes! Era inútil
debatirse, estaba perdida, pero jamás podría acostarse con el viejo Pedro,
prefería matarse y matar a su hijo.
–¡Lucy!,
¿qué te sucede? –preguntó Estelita asustada.
–Me
voy a México –contestó ella poniéndose de pie de un salto.
–Yo
me voy contigo –dijo Estela en voz baja.
Lucy
abandonó el cuarto corriendo. Estela tomó en brazos al niño y alcanzó a su
hermana en la escalera. Salieron a la calle y caminaron largo rato a la deriva
por las aceras sofocantes. ¿Por qué Beatriz y Adrián me mandaron con Pedro?, se
preguntaba Lucy en medio del vapor asfixiante que envolvía la tarde y
apresuraba el paso, como si la velocidad pudiera darle la respuesta. ¡Qué
desdichada era! Sintió que no había nadie más desdichado en todo el mundo. Su
hermana la seguía en la carrera. ¡Cómo ha cambiado Lucy, está muy rara!,
pensaba la jovencita apresurándose para no perder a su hermana mayor. En una
esquina tropezaron con un grupo de mocosos que remataban a pedradas a un perro
moribundo. La sangre espesa del animal manchaba el cemento ardiente. El coro de
alaridos de júbilo y palabras soeces cayó sobre ellas en medio del sol mientras
el perro agonizaba. Estela soltó a Pablito y se lanzó a golpes sobre los
criminales. Lucy se unió a la pelea. Los mocosos corrían alrededor de ellas
dándoles puñetazos y una lluvia de insultos.
–¡Órale!
Gringas patonas, váyanse a su país.
Lucy
oyó el llanto de su hijo y corrió hacía él, mientras uno de los vagos la tiraba
de los pelos.
–¡Degenerados!
Al
final ellas quedaron dueñas del campo. ¿Qué podían hacer con aquel animal
moribundo? Estela se puso a llorar y Lucy pensó que iba a desvanecerse ante la
vista del perro moribundo cuya sangre continuaba manando. Se acercó a ellas un
niño:
–Yo
no quería que hicieran eso, pero siempre lo hacen –hablaba tan de prisa que
tuvo que repetir su explicación para que las jóvenes lo entendieran.
El
animal continuaba agonizando y ellas se sintieron impotentes para aliviar su
dolor, no podían abandonarlo pues los verdugos volverían a la carga. El crimen
parecía inaudito en aquella tarde de cielo aparentemente glorioso. Podría
ser el reverso del cielo, podría ser el infierno, pensó Lucy acorralada por
la luz y el dolor atroz del animal abatido. De pronto le ordenó al niño que
fuera a una farmacia a comprar cloroformo, mientras ellas vigilaban al animal.
El muchacho partió corriendo y ambas esperaron su vuelta en silencio. Pablito
sentado en el suelo miraba al perro con los ojos muy abiertos por el espanto,
también él estaba mudo. Al cabo de un rato el muchacho volvió con el encargo.
Estela se arrodilló junto al animalito y le puso su pañuelo empapado en
cloroformo junto a la nariz. Esperó hasta ver que el perro ya había muerto, lo
tomó en brazos y lo colocó en el quicio de una puerta, mientras que Lucy se
empeñaba en buscar en el aire el alma del animal, le pareció ver una ligera
columna de mercurio translúcido que subía al cielo como una flecha veloz y miró
a su hijo y lamentó seguir sobre la acera. El animal muerto había cambiado, se
diría que jamás estuvo vivo ahora era sólo un algo piadoso, abandonado en el
quicio de una puerta. Su hermana la sacó de sus cavilaciones, la cogió de un
brazo y le ordenó: ¡Vámonos!
Caminaron
sin rumbo, la gente las miraba con curiosidad, arrastrando al niño que se
detenía a cada paso, como si la calle le produjera miedo. Al cruzar una plaza
les salieron al paso los dos jóvenes norteamericanos:
–¿Qué
pasa? –dijeron alegres de volverlas a ver.
No
supieron qué decir, los habían olvidado, desde la mañana habían sucedido tantas
cosas, que los dos extranjeros les resultaron dos desconocidos, dos seres
venidos de algún país inexistente. Ellos se miraron y las invitaron a tomar un
refresco. Se dejaron llevar, no deseaban volver con Pedro. Tampoco sabían de
qué hablar con sus nuevos amigos, tan ajenos al mundo mezquino que las rodeaba.
Estuvieron en una nevería charlando hasta que empezó a oscurecer. Lucy tenía
miedo. ¿Qué nos hará Pedro?, se decía. El miedo la volvía impaciente, no
escuchaba lo que le decía Corbett, observaba a Estela, riendo y compartiendo su
helado con Pablito. Notó que Corbett le arreglaba solícito unas mechas de su
trenza que se habían escapado durante la pelea por el perro. Después señaló un
golpe en el brazo.
–¿Qué
es esto? –preguntó sorprendido.
Estela
contó la muerte del animal y mostró su blusa desgarrada. Los muchachos
guardaron silencio. Es inútil cualquier comentario. Lucy pensó que ellos sabían
que su vida con Adrián era parecida a la de aquel pobre animal perseguido por
la pandilla de asesinos y le llegó ácida como el vinagre la sordidez de su vida
íntima. Él es feliz, nunca podrá comprender la miseria vergonzante de mi vida.
Yo estoy tocada por el mal y recordó la habitación donde durmió por primera vez
con Adrián, mientras detrás de la puerta vigilaba Beatriz. Si recordaba una
sola vez más lo que había sucedido entre aquellas paredes de las que colgaban
retratos al óleo y espejos podía volverse loca. Vio que Estela se ponía de pie.
Los cuatro salieron a la calle, Corbett llevaba a Pablito en brazos, Ted y su
hermana tomaron la delantera. El horror de aquella primera noche en la casa de
Beatriz se dibujaba con precisión en el atardecer ardiente de aquel puerto
curiosamente cubierto por el polvo a pesar de su cercanía al mar. Recordó una figura
desnuda cruzando la habitación, era flácida, de piel blancuzca y ojos
terribles, llenos de una ira inimaginable, que avanzaban contra ella, y escuchó
las palabras simples de Corbett contando su biografía y la de Ted, ambos eran
pilotos de guerra, estarían tres días más en Veracruz y luego volverían a su
puesto. La muchacha apenas lo escuchó. Pedro esperaba en el hotel. Era el
enviado de Adrián y de Beatriz. Los dos estaban dispuestos a volverla loca.
Pedro tomaría represalias. Quizás era Pedro el encargado de repetir aquella
noche en la que la figura flácida de Adrián avanzó hasta ella con una ira
incontenible. Pediré auxilio se dijo y recordó que aquella noche también
había pedido auxilio y que nadie acudió en su socorro. Tal vez porque la
casa de Adrián era muy grande y estaba muy aislada, se dijo. No, nadie
escucha las llamadas de auxilio, por eso los criminales actúan con toda
impunidad. Después de aquella noche nunca volvió a ser la misma persona,
mientras veía correr su propia sangre y escuchaba las blasfemias, supo que no
existían palabras para decir lo que le había ocurrido. ¡Mi madre tiene que ver
esta sangre indecente para que vea que su hijo fue el primero! No quería
recordar. ¿Por qué surgían con tanta nitidez aquellos gestos, hechos y palabras
en el atardecer veracruzano y junto a un joven rubio que olía a pasta de
afeitar? Miró su perfil correcto, su piel dorada y su cuello poderoso. Él
desconoce el terror. Le resultaría banal el pánico que sentía frente a Pedro.
Lo envidió, si ella hubiera sido chico, también hubiera sido soldado. Combatir
a campo o a cielo abierto y matar no era un crimen, era la mejor muerte, la más
limpia. ¿Cómo decirle la sordidez de la muerte de su alma y de su cuerpo? La
suya era una muerte cotidiana, se moría en abonos, a plazos, era una sombra que
debía regenerar todos los días su propia imagen frente a ella misma, se hallaba
escarnecida, deteriorada, humillada, se creía marcada por un signo infame y
temía enfrentarse a la gente, hasta con su propia familia. Se preguntó si
Corbett no habría leído en ella aquel signo infamante. Miró las manos grandes y
doradas del muchacho que llevaba a su hijo y sintió nostalgia por algo que ella
no había tenido nunca: la ternura viril con la que la cobijaba su padre.
Llegaron al hotel, Corbett la miró con sus ojos límpidos y ella sintió su
lástima.
–¿Van
mañana a la playa? –preguntó enrojecido súbitamente.
–Sí
–contestó ella, segura de que acudiría a su llamada.
El
muchacho la miró con agradecimiento, le entregó al niño y le arregló una mecha
rubia que caía sobre su frente.
Cuando
subían las escaleras del hotel, los empleados las miraron con malicia, uno de
ellos sonreía con gozo, ambas creyeron leer en su gesto: Ya van a ver par de
putas. Estela anunció:
–Ted
viene a buscarme esta noche. Voy a salir con él. No quiero estar aquí.
–¡Por
favor! –suplicó Lucy.
El
viejo Pedro salió de la oscuridad de unos pilares.
–¿De
dónde vienen? –preguntó con insolencia.
–Llevamos
al niño a dar una vuelta –murmuró Lucy casi sin voz.
Cenaron
en silencio en el comedor del hotel que se hallaba casi vacío. La dentadura
postiza de Pedro rechinaba con descaro, mientras su dueño comía con una
velocidad inusitada. El niño empezó a dormirse sobre la silla.
–Sube
a dormir al niño –ordenó el viejo y luego miró con fijeza a Estela.
Lucy
enrojeció hasta la raíz del cabello bajo la mirada de su hermana. ¿Por qué la
miraba así? Optó por no moverse de la silla. Las tinieblas la envolvieron y el
mundo regresó con violencia a los cuartos solitarios, a las órdenes, a las
blasfemias, a los interrogatorios y las miradas acusadoras. El viejo levantó al
niño de la silla.
–¿No
me oíste? –le preguntó a la madre que permaneció clavada en su sitio mirando el
fondo de la taza de café.
Pedro
atravesó el comedor llevándose al niño. Estela contempló a su hermana que
continuaba inmóvil.
–¿Sabes
lo que me dijo? Que yo estaba aquí de más. Que tú debías ir esta noche a su
cuarto y que si te acompañaba y las dos le hacíamos compañía en la cama me
podía quedar –dijo Estela en voz muy baja.
Su
hermana no contestó a aquellas palabras terribles. ¿Qué podía decir?
Pedro era el marido de Beatriz y ella sólo era la infeliz Lucy.
–¿Es
cierto que vas a ir a su cuarto? –preguntó su hermana exasperada.
Lucy
movió la cabeza negativamente.
–Me
crees ¿verdad? Me tienes que creer. Desde que inventó este viaje tuve mucho
miedo, por eso quise que vinieras tú, siempre tengo miedo, Estelita. No sé si
estoy loca o estoy rodeada de locos. Dime, ¿estoy loca? –preguntó en susurro.
Estela
guardó silencio, parecía reflexionar, su hermana le daba pena. Desde su
matrimonio se había convertido en un ser silencioso y huraño. Tampoco ella
entendía nada y también ella tenía miedo, nunca se había sentido acorralada,
como se sentía ahora.
–Vamos
a llamar a Adrián. Le diremos lo que nos ha dicho este viejo –dijo Estela
decidida.
–No
lo creerá –aseguro Lucy.
–¡Tiene
que creerlo! ¡Me lo dijo a mí! –gritó la jovencita.
Lucy
la cogió de un brazo:
–¡No
lo creerá nunca! ¿No te das cuenta de que es el marido de Beatriz? ¡Pedro es
sagrado! Le dará la razón a él –dijo con los ojos fulgurantes de ira.
Apareció
Ted en el comedor, vestido con su traje militar. Parecía un ser de otro mundo.
Estela lo miró como un héroe. En efecto, el joven brillaba como un personaje
mágico, dorado, impecable y portador de beneficios y milagros. En la puerta
estaba Corbett igualmente erguido y purificador. Tal vez ellos con su sola
presencia podrían salvarlas. Las muchachas se miraron avergonzadas de la
sordidez que las rodeaba: arriba las esperaba el viejo Pedro, agazapado en la
oscuridad, se había llevado de rehén al niño que era tan rubio y dorado como
los dos recién llegados. Estela supo que no podía abandonar a su hermana.
–No
puedo salir –le dijo a Ted con la voz llena de lágrimas.
–¿Por
qué? –preguntó él desencantado.
Era
imposible decir la razón y Estela guardó silencio, mientras llamó a Corbett con
un gesto.
–¿Puedo
sentarme? –preguntó Ted.
Las
hermanas les ofrecieron asiento y se quedaron mudas frente a sus amigos. El
mundo soez en el que vivían en aquel hotel anónimo las humillaba. Estela no
entendía a su hermana y ésta tampoco se entendía a sí misma, ni entendía lo que
le sucedía desde su matrimonio. Quisiera no tener tanto miedo, pensó y
trató de sonreír. Estela se dio cuenta de que los hombres de la Administración
las observaban con malignidad y le pareció escuchar sus comentarios groseros.
Por su parte, Lucy pensaba locuras, como la de escapar con Corbett que con su
gorra en la mano la observaba en silencio, no volver nunca al piso que
compartía con Adrián; no ver nunca más a Pedro y a Beatriz, pero todo esto sólo
era una locura, Ted y Corbett sólo estarían en ese puerto tres días y sólo
querían nadar y charlar con ellas porque sus rasgos físicos les eran
familiares. No imaginaban que detrás de su apariencia rubia y limpia existía un
mundo oscuro y complicado opuesto al mundo de los dos pilotos. Lucy era una
criatura deteriorada, una voluntad, ajena a su voluntad, la empujaba a la
vulgaridad, hasta llegar a la promiscuidad propuesta por el viejo que las
esperaba arriba. Pensó que toda su familia se desintegraba. La presión del
mundo externo era demasiado fuerte y ella y sus hermanos carecían de armas para
resistirla, era como tratar de detener un torrente con una mano. Quizás el
culpable era su padre que los había educado en el deporte, la música, el latín,
el vegetarianismo y los bellos sentimientos. ¡Los bellos sentimientos! ¿Qué
diría su padre si ahora ella le dijera que sólo deseaba matar a Adrián y a su
madre? Los valores que les habían impuesto sólo eran válidos para un país
imaginario y la habían convertido a ella y a sus hermanos en seres inermes y
ridículos. ¿Cómo explicar la conducta increíble del hombre que esperaba arriba?
¿Cómo decirle a su padre que su noche de bodas había sido una larga noche de
insultos y de golpes? Desde aquella noche espantosa su vida había cambiado. No
su vida, ella había cambiado. Se daba cuenta de que se había convertido en un
ser vulnerable y humillado. Y lo peor era que no podía escapar de aquella
pareja mitológica formada por Adrián y Beatriz. Era un monstruo de dos cabezas,
exactamente iguales, con cuerpos aparentemente distintos y dotados de los mismos
deseos, sensaciones, apetitos y ambiciones. Beatriz se había vuelto a casar con
Pedro para vengarse de la traición cometida por Adrián al casarse con ella.
Pero ninguno de los dos estaba dispuesto a dejarla ir con vida de sus garras
feroces y de sus lenguas increíblemente viperinas. Recordó que antes era una
chica libre que andaba en bicicleta, sostenía conversaciones con sus camaradas
de estudios y contemplaba la vida como un hermoso espectáculo. Las miradas
oblicuas e insolentes de los empleados de la Administración la convencieron de
que existía un foso infranqueable entre ellos y su familia. Su madre tenía
razón: El mundo está lleno de peligros, qué bueno que los tengo a todos en
la casa. Un mozo se acercó sonriendo con felicidad.
–Dice
el señor que ya se suban –dijo con insolencia, mirando por encima del hombro de
Ted, que se volvió a él sonriente.
–¡Vámonos!
–ordenó Lucy poniéndose de pie.
También
Estela sintió la curiosidad malévola de los criados y la dicha que les producía
contrariarlas. Era mejor no darles el espectáculo regocijante. Ellos sí sabían
lo que Estela y su hermana desconocían; estaban en comunicación con Pedro y lo
aplaudían. Por eso las miraban con aquel regocijo malévolo.
–¿Nos
vemos mañana en la playa? –preguntó Ted.
–Sí
–aseguró Estela.
Estaba
decidida a ir a la playa con ellos. Al pasar cerca de la Administración escuchó
decir:
–¡Puta!
Tuvieron
que llamar al cuarto de Pedro para reclamar la llave de su cuarto, ya que éste
la había recogido en la Administración. El viejo les abrió en calzoncillos y
Estela retrocedió asustada.
–La
llave está sobre la mesilla de noche –dijo Pedro con descaro.
Lucy
evitó ver sus piernas flacas y su pecho enjuto cubierto de vellos ralos.
Recogió la llave con rapidez y se inclinó a tomar a su hijo, que dormía sobre
la cama de Pedro. Éste aprovechó el momento para atacarla por la espalda. Se
entabló una lucha sorda entra la joven que trataba de ganar la salida y el
viejo que trataba de impedírselo. Lucy no quería que su hijo al que llevaba en
brazos, se despertara y contemplara aquel espectáculo que le parecía
degradante. Al verlo se dio cuenta de que estaba decidido a organizar un
escándalo a sabiendas de que todo estaba de su parte, incluso Adrián. Cambió de
táctica, sonrió:
–Voy
a dejar al niño y vuelvo –le dijo con voz suave.
El
viejo pareció calmarse, le era insoportable mirar sus ojos vidriosos. Salió y
encontró a Estela escondida detrás de un pilar del corredor. De prisa, ambas
entraron en su habitación, cerraron la puerta con llave y acostaron al niño
para luego cargar la cama hasta la puerta de comunicación con la habitación del
viejo y atarla con una media. Estaban jadeantes, el corazón les palpitaba con
fuerza y sintieron que iban a ponerse a llorar.
–Los
de abajo le pueden prestar la llave maestra –susurró Estela señalando
temblorosa la puerta de entrada.
Se
precipitaron a llevar la otra cama junto a esa puerta y a atorarla con una
media a la perilla de la cerradura. Después cada una se sentó sobre una cama y
esperaron en silencio. No tardaron mucho rato en escuchar a alguien tratando de
abrir primero una puerta y después la otra.
–Están
atrancadas, señor –oyeron decir a un hombre. Pedro soltó algunas palabras
soeces y ellas guardaron un silencio angustioso.
Pasada
la media noche se desató un viento terrible sobre la ciudad. El viento entraba
por la ventana y las rendijas de las puertas, se diría que la cólera de las
hermanas había desatado el huracán.
–Mañana
nos vamos –dijo Estela.
Buscó
frenética el dinero para contarlo: no tenía bastante para pagar el viaje, el
mar le había tragado casi todos los billetes.
–¿Cuánto
tienes tú?
–Nada
–contestó Lucy con simplicidad.
Su
hermana la miró con incredulidad.
–¿No
te dio nada Adrián?
Estela,
agobiada, se dejó caer sobre la cama. Al amanecer el viento traía ráfagas de
lluvia. Apenas amaneció cogieron la bolsa de playa y al niño y abandonaron el
hotel. Los hombres de la Administración las vieron pasar con aire divertido.
–Hay
Norte. ¿A dónde van? –preguntaron con alegría.
En
la calle el viento soplaba con furia, las jóvenes podían dejarse caer de
espaldas pues las corrientes de aire las sostenían. Les divirtió el juego.
Llegaron a la playa barrida por un oleaje furioso. El galerón donde habían
estado la víspera se hallaba húmedo y desierto. Sólo quedaba la mujer que
preparaba el arroz, que se había refugiado en una especie de cuartucho, que
olía a orines y a cerveza. La mujer les permitió ponerse los trajes de baño.
–¿Se
van a bañar? –insistió asustada.
Ellas
se echaron a reír. Toda la furia del mar no bastaba para limpiarlas de la noche
pasada en el cuarto sucio del hotel.
–El
guardavidas no permite bañarse hoy –dijo la mujer señalando a un hombre de piel
oscura y reluciente como la de una roca, sentado en una atalaya blanca colocada
en mitad de la playa. El hombre escrutaba el mar y llevaba colgado al pecho un
silbato.
–Yo
voy primero –anunció Lucy sin escuchar a la mujer.
Salió
a la playa a enfrentarse con el viento, y el oleaje, se lanzó a las olas, no
tenía miedo, entre ella y el mar existía un acuerdo secreto, una amistad leal.
Las olas enormes pasaban sobre su cabeza y la metían con violencia evitándole
escuchar los silbatazos del hombre de la atalaya. Volvió a la playa con las
trenzas pesadas por el agua y la sal. El guardavidas se acercó indignado.
–Está
prohibido nadar cuando hay Norte –le gritó.
Ella
movió la cabeza como si no entendiera. A veces su aspecto extranjero le era
útil. Al entrar al barracón se encontró con Ted y Corbett charlando con Estela.
Ambos habían acudido puntuales a la cita. Se habían puesto los trajes de baño y
habían colocado un disco en la rocola. Al ver a Lucy corrieron a echarle una
toalla sobre los hombros. La vida era maravillosa, bastaba ver los ojos
límpidos de Corbett para saberlo. El guardavidas interrumpió la alegría de
aquel momento.
–¡No
pueden bañarse! –ordenó.
–Hoy
es su día, puede decir: ¡no! –exclamó Lucy.
Los
jóvenes tomaron la revancha de la noche pasada: también ellos habían sentido la
hostilidad gratuita de los hombres del hotel. Miraron divertidos al hombre que
apenas les llegaba a la clavícula y que los miraba con una autoridad que
resultaba cómica.
Se
echaron las bolsas al hombro y se alejaron en busca de una playa que careciera
de vigilante. El guardavidas parecía tan imbuido en su importancia que los
cuatro rieron largo rato con malevolencia. Encontraron una playa abandonada en
la que nadaron en sus olas plomizas y encrespadas, lucharon con el agua y con
el viento que amenazaba llevarlos por el aire. Quemados por la sal y el viento
atravesaron la ciudad, iban alegres, con los cabellos llenos de sal y arena.
Casi nadie transitaba las calles, excepto alguna que otra mujer chancleando
sobre la acera y algunos niños que se ofrecían como guías de turistas.
Lucy
y Estela debían regresar al hotel, temían la cólera de Pedro, cabizbajas se
despidieron de sus amigos, ellos las vieron alejarse preocupados. Las jóvenes
tenían algo indefenso, se diría que estaban en peligro y que ellos sentían ese
peligro. Ya muy cerca del hotel, Lucy declaró:
–¡No
quiero ver a Pedro! Vamos a comer a cualquier cafetín.
Estela
tampoco deseaba enfrentarse al viejo, recordaba lo sucedido la noche anterior
como una pesadilla, vio los dedos alhajados del hombre prendidos al pecho de su
hermana y supo qué hacía años que Lucy se debatía en un tiempo oscuro, en una
dimensión irreal, la escuchó decir: Le diré todo a Adrián, y Estela supo
que era inútil. A sabiendas de que la escapatoria al cafetín era sólo un minuto
arrancado al infierno en el que vivía, Lucy le agradeció a su hermana que
aceptara su proposición.
–Nunca
te cases –le dijo a Estela en el momento en que entraban al cafetín de sillas
pintadas de color de rosa.
–¡Eh,
chicas! –las llamaron en inglés.
Se
volvieron para encontrarse con Ted y Corbett riendo y contentos del
reencuentro. Pensaron que las habían seguido de lejos. Ambos tenían algo
profundamente simple que provocaba las miradas de los demás comensales que
parecían escandalizarse de sus piernas desnudas. Lucy se encontró con los ojos
de Corbett, ¿por qué no será él Adrián? Pensó que le gustaría estar siempre
bajo la mirada limpia del muchacho. Él puso una mano sobre la suya.
–¿Qué
pasa, Lucy? –le dijo.
–Nada
–contestó y casi sin quererlo volvió a mirar sus ojos azules, que de pronto se
volvieron graves.
–No
digas nada –le dijo él dándole de palmaditas en la mano.
Afuera
la lluvia arreció y el viento sopló con más furia. Era un viento aventurero que
venía de muy lejos, barría los países extranjeros, entraba a Veracruz para
partir después hacia otros rumbos. Ella y su familia siempre se habían querido
ir, en los armarios de su casa se guardaban los trajes para el viaje y mientras
se iban al encuentro de la nieve, leían La Odisea, Magallanes, Simbad el
Marino y cualquier libro de viajes y aventuras. El mundo es peligroso,
les repetía su madre, que deseaba que no salieran nunca de su casa. ¿Por qué se
habría casado? El tiempo hostil e inmóvil de su matrimonio no tenía fin, Adrián
era un extraño, igual a los clientes del cafetín que comían a grandes bocados
la comida oscura servida en los platos gruesos de porcelana barata. ¿Cómo
escapar de él y de Beatriz? Se preguntó convencida de que ambos poseían un
extraordinario poder y de que la tenían sujeta en una red invisible y rígida. Me
ven de día y de noche, se dijo y recordó sus ojos de piedra gris que la
paralizaban de terror. Escuchó sus continuos interrogatorios: Quieres ir a
tu casa, ¿verdad? ¡Confiésalo, confiésalo! ¿En qué estás pensando? ¡Ah! Piensas
en que nos odias. ¡Confiésalo, confiésalo!
–¿Y
tu marido? ¿Lo quieres? –escuchó lejana la voz desconocida de Corbett.
Se
sobresaltó, no supo qué decir, la voz del muchacho venía de la profundidad de
su pecho amplio, se recordó a sí misma por las noches, con el terror de las
pesadillas, sentada junto a la ventana, mirando la calle desierta y los
edificios vecinos blancos, como cráneos olvidados en un tiempo inmóvil.
Angustiada esperaba el final de la noche. Era peligroso llorar, Adrián podría
sorprenderla y la llamaría loca, loca, loca. Corbett le dio un golpecito en la
mano, la luz límpida de sus ojos aseguraba la certeza del orden solar. El
muchacho repitió la pregunta.
–Sí,
claro… –contestó ella al cabo de un silencio.
Mentía,
hubiera querido tener valor para decir que le temía, que la tenía atrapada en
una cortina maligna entre sus pliegues espesos de color, de color, ¡Beatriz!
se dijo recordando la abundancia de la carne que amenazaba saltar por el
escote del traje de la madre de Adrián. Corbett sacó su peinecillo y le arregló
algunas mechas que escapaban de sus trenzas. De las mesas vecinas los miraron
personajes gordos, de ojos furtivos. Se diría que les estaban preparando una
trampa.
–Vámonos
–dijo Lucy, que prefería el vendaval de la calle a las miradas de los
comensales.
Caminaron
sobre el viento. Las calles estaban desiertas. La gente se resguardaba del
huracán que amenazaba llevárselos como a hojas sueltas. Las mesas de los cafés
habían sido retiradas de los portales. Lucy y Estela recordaron a Pedro. ¿Qué
habría hecho al descubrir que se habían ido tan temprano? Sintieron miedo y
trataron de no recordar la escena nocturna a la que un pudor invencible las
obligaba a replegarse en las profundidades de su memoria, Ted preguntó:
–Y
el suegro, ¿qué hace?
No
supieron decir, simularon indiferencia y se encaminaron al hotel. ¿Cómo
confesar que andaban a la deriva porque el suegro había querido acostarse con
Lucy? En el portón del hotel se despidieron.
–Hasta
la noche.
Los
vieron alejarse con sus camisas caqui mojadas por la lluvia. Habían aceptado
que vinieran a las siete a sabiendas que no podrían salir con ellos. ¿Cómo
dejar al niño y cómo quedarse a solas con Pedro? Los empleados del hotel las
vieron subir la escalera con una sonrisa equívoca y un comentario soez en los
labios.
–¿Ves?
El mal siempre encuentra cómplices. Es inútil que me queje o diga algo, todos
se pondrían de su parte. Es evidente que el viejo Pedro es un malvado y
¡míralos!, están con él –dijo Lucy aludiendo a los empleados de la
Administración.
–¿Crees
que lo sepan? no pueden ser tan malos –dijo Estela asustada.
–Lo
saben y lo gozan, por eso estoy perdida.
Estaban
empapados y el niño parecía divertido, le había gustado la lluvia. Con la
humedad el cuarto del hotel olía a mugre de muchos años. De los rincones
surgían olores acedos y las camas despedían recuerdos de cuerpos extraños. Las
hermanas se sentaron en el borde de la cama sin saber qué hacer. Era una
desgracia el viaje, por primera vez en su vida Estela se sintió llena de
rencor: El viejo está detrás de la puerta, se dijo y se volvió a su
hermana que con las trenzas chorreando agua, ni siquiera se le ocurría buscar
una toalla para secarse y secar a su hijo, era un ser inerte en medio del
huracán que se abatía sobre la ciudad.
–Llama
a Adrián. ¿Qué vamos a hacer? No quiero ver al viejo –le dijo en voz muy baja.
–Es
inútil que le llame –contestó Lucy.
–¿No
te das cuenta de que puede repetirse la escena de anoche? –suplicó Estela.
–Sí,
me doy cuenta, pero Adrián no hará nada, ya no puedo más.
–¡Tienes
que poder! –gimió Estela.
Lucy
se puso de pie, avanzó hasta su hermana, la miró al fondo de los ojos y dijo
con voz grave.
–El
único remedio es matarlo… o matar a Pedro… o a Beatriz… ¡No, matar a los tres!
Acabar con esta pústula, con este trío infame, antes de que ellos me maten a mí
y maten a mi hijo.
–Lucy,
no hables así, qué cosas tan horribles se te ocurren –exclamó espantada.
–Te
equivocas. A veces el crimen es el único remedio contra los criminales que
actúan en la impunidad.
Lucy
se preparaba a explicar su plan, el más secreto de los planes que había hecho
para escapar de la tutela tiránica de Adrián y de Beatriz, cuando la puerta que
comunicaba con el cuarto del viejo se abrió y éste apareció con los escasos
cabellos en desorden y el gesto soez.
–¡Ven
aquí! –le ordenó a Lucy.
Estela
que había escuchado a su hermana con horror, vio que ésta se quedaba inmóvil
ante la orden del viejo. Le pareció que los minutos se eternizaban, recordó las
palabras de Lucy: Matar a los tres. Sintió que iba a llorar y ante la
actitud implacable del viejo, movida por el terror se puso de pie y corrió a su
encuentro.
–Nos
llovió, no podíamos volver, estamos empapadas, vamos a cambiar al niño –le dijo
suplicante.
El
viejo le echó la mano a un pecho y ella retrocedió espantada, lo vio acercarse
a Lucy, se sentó junto a ella y empezó a acariciarle los muslos dorados con
torpeza. Estela permaneció inmóvil, lo escuchó decir:
–No
te vas a burlar de mí. ¡Qué bonito color tienes! ¿Para quién te guardas? Ven a
mi cuarto, ¿crees que tu marido ignora a lo que venías?
Lucy
permaneció en silencio, intensamente pálida, Estela aterrada, sólo pudo gritar:
–¡Papá!
¡Papá! ¿Dónde estás? ¡Ven!
Su
grito despertó a su hermana, que abrazó a su hijo y con él en brazos salió
corriendo escaleras abajo. Estela la siguió. La encontró sentada y jadeante en
un sillón en el fondo del vestíbulo de piso de mosaico rojo, con su niño sobre
las rodillas. Se sentó a su lado y ambas guardaron silencio, mientras los
empleados las miraban divertidos. Aquel grupito de hombres sabía lo que les
sucedía y gozaban con su humillación. A Estela se le llenaron los ojos de
lágrimas.
–Si
lloras delante de estos malditos te mato –le dijo Lucy con voz resuelta.
Estela
se contuvo y volvió los ojos a su hermana que fingía jugar despreocupada con su
hijo. La imitó, el niño les sirvió de juguete para disimular su desesperación.
Pedro no bajaría y ellas lo único que tenían que hacer era esperar a que dieran
las siete y llegaran sus amigos. Con ellos estaban seguras, al abrigo de los
ataques del viejo y de las miradas grasientas de los empleados. Lucy pidió unos
cigarrillos y café.
–¿Ves
cómo es un imperativo que mate a esta trilogía maldita? –le dijo a Estela
mientras simulaba saborear el café espeso.
–No
hables así, me das miedo –suplicó la menor de las hermanas.
–Antes
yo era como tú, pero me han cambiado, ahora sé que los crímenes no siempre
aparecen en los diarios. ¿Prefieres que me maten a mí? mira, cuando vivía en la
casa de Beatriz, antes de que se casara con Pedro me desperté una noche porque
ella me estaba asfixiando con una almohada, su hijo dormía en el ala de la casa
que ocupaba Beatriz. Cuando logré desasirme de la almohada y de ella, corrí por
la casa oscura, no podía gritar, tropecé con un mueble en el salón y derribé
una mesilla llena de bibelots, entonces grité como tú, ¡papá! Se encendió la
luz y apareció Adrián en pijama. ¿Qué haces aquí?, ¿estás loca? Vi su boca
caída por el asco y sus ojos de piedra y tuve valor para decirle lo que me
había ocurrido. Adrián abrió mucho los ojos, vi que también él tenía miedo y
gritó: ¡Mamá! Beatriz entró envuelta en un viejo kimono japonés, muy
sorprendida. ¿Qué pasa, hijito? Mamá, mamá, has tratado de ahogar a Lucy con
una almohada, le reprochó. Beatriz empezó a golpearse el pecho y a gritar:
¿Yo?, ¿yo?, ¿yo? ¡Dios mío! Qué mala es esta mujer, qué mala, ¡me odia,
hijito!, ¡me odia! ¡Juro por la paz del sepulcro de mis padres que miente!
¡Miente, hijito, miente! Y Beatriz besaba la cruz una y otra vez. Adrián se
quedó perplejo unos instantes, después se volvió a mí: ¡Malvada! ¿Cómo te
atreves a calumniar a mi pobre madre? Beatriz avanzó hacia él, lloraba a
grandes sollozos y gritaba: ¡Hijo, hijo, tu mujer me calumnia, me odia!
Espantada, retrocedí ante la pareja, la cólera me nubló la vista y cogí la
mesilla derribada y la lancé contra Beatriz. ¡No miento! ¡No miento! ¡Vieja
canalla, usted trató de ahogarme con la almohada! y Beatriz esquivó el golpe
con rapidez. ¡Juzga tú, Nito, quien quiere matar a quién!, dijo dejando de
llorar, pues ella llora a voluntad.
Lucy
calló. Su hermana la contempló asustada.
–¿Qué
pasó después? –preguntó.
–Nada.
Adrián le creyó a ella. ¡Vete a tu cuarto y cuidado con volver a calumniar a mi
madre!, me dijo. ¡Quiero irme a mi casa!, contesté, al oír esto, ambos se
colocaron junto a la puerta del salón y dijeron a coro: ¡Eso sí que no! ¡Usted
se queda aquí, cargará con las consecuencias de toda su familia que no supo
educarla! Beatriz se puso en jarras, escupió y dijo: ¡Puta!, usted no va a
deshonrar esta casa honorable. Te lo advertí, Nito, te lo advertí.
–Y
luego, ¿qué pasó? –preguntó Estela en voz baja.
–Nada.
Apagaron la luz y se fueron a sus cuartos. Me quedé allí a oscuras, hacía ya
tiempo que sentía que me habían colocado un trozo de caca en el cogollito
tierno del corazón, estaba muy humillada. No tenía miedo, ya sabía que Beatriz
es una asesina.
–¡No
digas eso! y ¿por qué lo dices? –preguntó Estela asustada.
Su
hermana le lanzó una mirada de fatiga, pensó que había hablado demasiado, ahora
meditaba cómo librarse del viejo que esperaba arriba. Se inclinó sobre su
hermana.
–No
podemos subir. Si es necesario nos vamos a dormir con los norteamericanos –le
dijo. La ropa mojada se secaba lentamente sobre sus cuerpos, afuera el vendaval
barría las calles como aquella noche en que a oscuras buscó el camino de su
cuarto en la casa sombría de Adrián. No durmió, veló largas horas esperando el
regreso de Beatriz, ahora rebotaba como una pelota contra los muros de un
recinto cerrado, no encontraba salida para su situación desesperada. Sí,
debo matarlos, se repitió varias veces. Imaginó que para Beatriz era
menester utilizar un puñal muy largo, un cuchillo cebollero, un puñal
cualquiera no alcanzaría ningún punto vital, si tuviera una pistola,
suspiró. Quiso recordar su vida anterior de la que le quedaban imágenes
superpuestas en desorden: Hay dos caminos, uno bordeado de rosas, recto y
perfumado, el otro lleno de espinas, cardos y vericuetos. ¿Cuál escoges tú?,
le preguntó la Madre Dolores desde su alto pupitre y su hermosa cofia blanca
cubierta por un manto negro. ¡El de las rosas!, contestó ella con decisión. Ese
es el camino del infierno, le respondió la Madre teresiana. No comprendió el
misterio, ¿por qué las rosas llevaban al infierno? No tuvo tiempo de
preguntárselo a la Madre; unos días después unos hombres cerraron el convento y
el patio de losas blancas sembrado de naranjos, donde las niñas en fila besaban
el anillo del señor Obispo que daba paso en la entrada de la Capilla,
desapareció. Ese mundo silencioso y geométrico, en donde los misterios de la
blancura y la penumbra se sucedían en el orden previsto de los perfumes
secretos y las palabras indescifrables de las oraciones, desapareció para
siempre de su vida. Los cirios encendidos como un pequeño jardín llameante se
apagaron, así como los pasos marcados por la chasca de la Madre. De un puntapié
un hombre llamado Calles rompió el orden de la belleza secreta, como ahora, un
hombre llamado Pedro había roto el orden marino. Le pareció que desde el
principio todo lo que amaba estaba destinado a ser destruido a puntapiés. Se
vio vestida de azul caminando por la calle rosa de San Idelfonso, ¿por qué
siempre azul?, porque el azul es para las rubias, era la respuesta de su
padre. Lo había olvidado. Recordó entonces, la tarde en la que compró un abrigo
azul de Prusia, de corte de capote militar con un pequeño cuello de piel gris.
La contempló sonriendo, llevaba el cabello rubio anudado en la nuca: Pareces
un húsar, le dijo complacido y la invitó a cenar. La había educado en el
orden militar en el cual no cabían las lamentaciones ni los desfallecimientos. Los
soldados ingleses se afeitan antes de ir a la batalla, repetía y ahora ella
mecánicamente ejecutaba la disciplina del silencio. Tal vez esa mecánica le
impedía el suicidio, que como un deseo imperioso la perseguía desde el día de
su matrimonio. Te educaron para faquir, le decía Adrián riendo. Quizás
era verdad, pues no sabía quejarse. De pie, como un húsar, aguantaba los
puntapiés que destrozaban uno a uno los valores que ella había colocado por
encima de sí misma. A veces también recibía bofetadas por encima de las aceitunas
puestas sobre la mesa de Beatriz. Me iré un día, y miraba la casa donde
la trasplantaron casi sin su consentimiento. Me iré un día después de
haberlos matado, se repitió, mientras se arreglaba los cabellos mojados que
se resistían a secarse en aquel vestíbulo barrido por el viento marino que le
humedecía aún más la blusa y los shorts. Su hijo jugaba al caballito sobre las
piernas de su hermana. Se angustió al comprobar que su hijo crecía con aquella
pasmosa lentitud, Adrián y su madre, no le permitirían llevárselo, por eso
tenía que matarlos. Adrián venía de una familia de abogados y en las
discusiones de familia echaba siempre mano de las leyes que protegían sus
intereses y derechos, sin contar con que gozaba de amistades poderosas. Ella
era hija de un inmigrante y su casa empezaba a desintegrarse a fuerza de
desconocer sus derechos, que en la práctica eran nulos. Contempló a Estela,
sonreía con una sonrisa apenas dibujada, bajó los párpados gruesos y pálidos
como los pétalos de una magnolia. Siguió su sonrisa y vio que en la puerta
estaban los dos oficiales con la gorra militar en la mano.
–¿No
están listas? –les preguntaron.
Con
un gesto Lucy les ofreció asiento. Corbett ocupó un sillón con asiento de cuero
próximo al que ella ocupaba, quería saber qué ocultaba aquella muchacha alta y
atlética que se conducía de una manera tan inesperada a pesar de su aspecto
simple. Un sentimiento desconocido lo movía a protegerla, tenía la impresión de
verla en lo alto de una cornisa dispuesta a lanzarse al vacío. Le levantó la
barbilla y la miró a los ojos.
–¿Qué
pasa? Todo puede arreglarse –le dijo en vez de decirle que se había enamorado
de su silencio.
Lucy
sintió la intensidad de las palabras banales y la fuerza de la mano que le
sostenía la barbilla y tuvo la intención de arrojarse a su pecho a llorar. Con
él podía abandonar la disciplina impuesta por su padre, que le servía de coraza
frente a los que se permitían con ella abusos y crueldades. Corbett tenía la
nobleza de los que van a morir y en su mundo no ocurrían las cotidianas bajezas
de los escribanos, los dictadores de arbitrariedades, burócratas policíacos
escudriñando los pensamientos ajenos que suman y vuelven a sumar el número
infinito de sus víctimas y de sus ganancias.
Estela
y Ted jugaban con su hijo, el cabello sedoso de su hermana lanzaba destellos de
cobre pulido que atraía las miradas de los hombres cruzados de brazos alrededor
del escritorio. Lucy los miró con miedo, sonreían con despecho: Esperen, ya
verán, parecían decir sus ojos. Se volvió a Corbett que parecía reflexionar
sobre la situación.
–No
importa que no puedan salir, cenaremos aquí –dijo mirándola con sus ojos
límpidos.
Lucy
iba a contestar, cuando estalló un escándalo al pie de la escalera. Era Pedro,
que en mangas de camisa, rodeado de los hombres de la Administración, que las
miraban satisfechos, les lanzaba a voz en cuello una serie de injurias entre
las que sobresalía la palabra putas. Estela, con el niño en brazos, se quedó
petrificada de terror. Ted se volvió a ella.
–¿Qué
pasa?, ¿qué dice?, ¿por qué nos señala así? –preguntó estupefacto.
Estela
no supo qué contestar, su piel se volvió roja y los ojos se le llenaron de
lágrimas. Se acercó a su hermana.
Pedro,
con los brazos extendidos las señalaba mientras la palabra putas brotaba sin
cesar de su boca ante la aprobación de los empleados. Corbett se puso de pie y
seguido de su amigo avanzó hacía el grupo amenazador. Lucy los detuvo.
–¡Siéntense!
Está enfermo. Lo trajimos a Veracruz para que descansara –les dijo con firmeza.
Los
jóvenes se colocaron al lado de ellas con los brazos cruzados sobre el pecho en
actitud de desafío. Los hombres que rodeaban a Pedro se quedaron quietos
mirando de soslayo a las muchachas y a los extranjeros. De pronto Pedro dio la
media vuelta para rehacer el camino de regreso a su habitación. Los hombres que
le servían de coro bajaron la cabeza, se diría que sus lustrosos bigotes habían
perdido brillo. Lucy contuvo las lágrimas mientras su hermana, abrazada al
niño, lloraba con una facilidad incontenible. Los jóvenes sentían vergüenza, de
alguna manera adivinaban la humillación infligida a sus amigas.
–¿Qué
quieren que hagamos? –preguntaron temblorosos.
–Nada
–contestó Lucy, cuyas rodillas chocaban entre sí con temblor nervioso. Corbett
colocó las manos sobre las rodillas de su amiga.
–¡No
tiembles! Podemos abofetear a esos –le dijo señalando con un descaro a los
hombres de la Administración.
–¡No!
Usan navaja –contestó ella con voz severa. Al que hay que matar es al de
arriba, pensó. Él era el culpable, él desataba la bajeza en los demás.
Existen seres así que llaman a la cobardía, como existen otros que apelan a los
sentimientos nobles. Vio a Ted que levantaba el puño y lo miraba amorosamente.
Lo escuchó decir:
–Ellos
tienen navajas y nosotros puños.
Sus
amigos no entendían el problema: Pedro expandía el germen de la vileza y había
contagiado a aquellos pobres diablos. Si sus amigos los golpeaban Pedro era
capaz de pagar a alguno de ellos para que les pusiera una celada por la noche.
Trató de convencerlos.
–Ellos
siempre tienen razón, acabaríamos en la cárcel –les dijo a sus dos amigos.
–Habría
un muerto, nunca se sabría quién lo mató –agregó Estela.
Las
amenazas de Pedro obligaron a los muchachos a tomarlas bajo su protección. Se
sentaron junto a sus amigas.
–No
tengan miedo, nos quedaremos con ustedes –aseguraron sonrientes.
Formaron
un pequeño círculo y ordenaron la cena. Ted se ocupó del niño que se quedó
dormido en sus rodillas. Afuera el vendaval continuaba soplando con furia y
hasta el rincón del vestíbulo entraban remolinos de viento empapados de lluvia,
como si quisiera barrer las palabras inmundas que habían caído sobre el grupo
de jóvenes que hablaban en voz muy baja. Desde lejos los empleados continuaban
observándolos. Estela estaba segura de que cuando sus amigos salieran a la
calle iban a atacarlos en algún rincón oscuro, después dirían que dos gringos
borrachos habían provocado una reyerta. Pero no dijo una palabra acerca de sus
temores. Por su parte, Lucy buscaba la manera de lavar aquella afrenta pública
que le había inferido Pedro. Lo mataré a él primero. Los dos muchachos
ajenos a sus cavilaciones hablaban de cosas simples y observaban con agrado a
sus amigas. Cuando Estela empezó a cabecear, Ted extendió el brazo y colocó la
cabeza de la jovencita sobre su hombro. Corbett y Lucy se limitaron a hablar de
sus respectivas universidades, pero por debajo de las palabras se establecían
corrientes secretas y frases apasionadas que los obligaban a detener la
conversación y a mirarse sorprendidos. ¿Por qué estoy casada? ¿Por qué está
casada y vive en este lugar horrible? Corbett extendió la mano y le dijo con
aire divertido.
–Pecas.
Lucy
se cubrió la cara con las manos, siempre se las había reprochado.
–¿Por
qué? Son muy bonitas –dijo Corbett sorprendido.
Y
calló pensando que le gustaría besar el rostro de la chica taciturna que estaba
junto a él. Bajó la vista para escuchar a la noche que avanzaba en medio de la
furia del viento. Nadie hizo alusión a la hora. Estaban entumecidos por la
humedad. Ted se había quitado el chaquetón para cubrir al niño que dormía
apacible sobre sus rodillas. El reloj del vestíbulo sonaba de cuando en cuando
para avisar que se terminaban las horas. Los cuatro habían caído en un tiempo
en el que se amaban en silencio, un silencio cada vez más desesperado. En la
Administración quedaban dos veladores para observarlos; bajo sus ojos malignos
era imposible cualquier gesto. Los cuatro habían olvidado su presencia y sólo
deseaban el amparo de un lugar imaginario donde pudieran decirse las palabras
que se morían en sus gargantas.
–¡Odio
este lugar! –declaró Lucy. Su declaración de odio sustituía a la declaración de
amor que hubiera querido decir a Corbett.
–¿Por
qué no te vas a California? –preguntó el muchacho.
Dijo
la palabra California como si ella encerrara la promesa del paraíso. Lucy no
contestó. El paraíso había sido abolido para ella, en su mundo no existía ni
pasado ni futuro, únicamente un eterno presente que podía reducirse a la frase:
Hoy es jueves. La palabra California le abrió una rendija al perdido
mundo imaginario, a los días en que el jueves era su día predilecto, el día
dedicado a Júpiter tonante, cuando en su tiempo circulaban dioses griegos
mezclados con esplendorosas Vírgenes Marías. Miró sonámbula a Corbett y éste la
recibió en sus brazos y la arrulló unos minutos, como la prueba de que la
rendija abierta tenía cuerpo. Era la primera vez que Lucy sentía la corriente
secreta del amor que partía indestructible del pecho ancho de Corbett y se mezclaba
a su pecho delgado llenándolo de un poder desconocido. Cuando se separó de sus
brazos se sintió fortalecida, había recibido el bautismo de la Poesía.
Estela
dormitaba sobre el hombro de Ted que de vez en cuando se inclinaba para besar
furtivamente sus párpados pálidos.
Los
muchachos esperaron las primeras luces del amanecer.
–¿Están
seguras de que no quieren mudarse a nuestro hotel? –preguntaron.
Ellas
movieron la cabeza negando. Estaban al pie de la escalera que las llevaría a su
cuarto, ofrecieron sus mejillas para recibir un beso de los oficiales y luego
subieron tratando de disimular su terror. Las vieron irse, no se movieron hasta
que sus piernas largas y torneadas desaparecieron en la curva de la escalera.
Entonces, se calaron sus gorras militares, miraron con desdén a los hombres de
la Administración esperando una reacción que no se produjo y salieron a la
calle a enfrentarse con el vendaval.
Tenían
cita con ellas en el Café de la Parroquia a las nueve y media de la mañana. Era
ese el último día que estarían en el puerto. Al día siguiente partirían para el
frente.
A
la hora convenida ocuparon una mesa en el café. Casi no había parroquianos y
por la calle continuaba la desenfrenada carrera del viento. Los dos se hallaban
preocupados, habían comentado la conducta de Pedro y el terror de las
muchachas. Se habían dado cuenta de que ambas sentían una enorme vergüenza
frente a ellos, miraron el reloj, pues el retraso de sus amigas los tenía
inquietos. Les disgustaba no volver a verlas o dejarlas en manos de aquel viejo
cuyas intenciones eran bien claras. Se disponían a ir a buscarlas cuando las
vieron avanzar con el niño en brazos. Vistas de lejos, batiéndose con el
temporal, parecían perdidas e indefensas. A través del cristal de la ventana
del café vieron cuando sus amigas al sentirse observadas improvisaron un gesto
de seguridad e indiferencia. Las recibieron de pie.
–¿Ya
desayunaron?
Las
jóvenes guardaron silencio. No podían disimular su depresión y resultaba
difícil arrancarles una palabra.
–¿Sucedió
algo? –preguntó Corbett acariciando la mano de Lucy.
La
joven movió la cabeza y Estela apenas pudo contener las lágrimas.
–Nada.
¿Cómo
confesar lo que había sucedido? Era demasiado humillante. Cuando los dos
oficiales se marcharon del hotel y ellas se preparaban a dormir, el mismo dueño
del hotel entró intempestivamente en su cuarto:
–El
señor se fue a México y ustedes deben pagarme ahora mismo la cuenta –dijo
mirándolas con cinismo.
Ellas
asustadas habían guardado silencio. Estaban aturdidas. Carecían de dinero y el
hombre que tenían delante parecía muy seguro de sí mismo.
–¿Me
van a pagar? O tendré que cobrarme en especie –preguntó sonriendo.
–¿Qué
quiere decir? –preguntó Estela.
–Bueno.
Ahí está la cama, ahí me pueden liquidar la cuenta.
–¡Insolente!
Salga de aquí o llamó a la policía –gritó Lucy.
–¿A
la policía? Seré yo el que llame. Este no es un hotel de putas y menos de putas
que no pagan. ¿Los gringos no les pagaron?
–¡Salga
de aquí! Se le va a pagar la cuenta. Y entérese, mi hermana es menor de edad y
puedo demandarlo –le dijo Lucy con voz iracunda.
Y
acto seguido lo sacó a empellones de la habitación. La escena no terminó ahí,
el individuo empezó a golpear la puerta. Lucy se puso los shorts y la blusa y
salió a parlamentar con el individuo que la acorraló junto a un pilar para
hacerle proposiciones soeces. Logró librarse de él y bajó corriendo a la
Administración para pedir una llamada telefónica con México. Quería hablar con
Adrián. El empleado le negó el uso del teléfono. Regresó a su cuarto tratando
de guardar la compostura. Encontró a Estela sollozando.
–Vamos
a la Central de Teléfonos ahora mismo –ordenó Lucy.
Frenética
se lanzó a la ducha, se cepilló el cabello y vistió al niño que contemplaba la
escena sin comprender nada. Contaron el dinero que les quedaba y salieron a la
calle. Buscaron la Central Telefónica y les costó mucho rato comunicarse con
Adrián. Cuando por fin escuchó su voz comprendió que estaba perdida.
–Sé
lo que hiciste. Pedro se comunicó conmigo. Andas con un soldado gringo –le dijo
con voz pastosa.
–¡Adrián!,
eso no es cierto. Pedro se metió a mi cuarto.
–¡Calumniadora!
¿Cómo te atreves a hablar así de un hombre excelente? Pobre Pedro, muerdes la
mano del que te ayuda.
–Sí…
sí… es excelente, pero necesito que me mandes dinero para volver a México y
salir del hotel –le pidió sumisa, pues sabía que era inútil decirle la verdad:
Adrián no deseaba creerle a pesar de que estaba convencido de que le decía la
verdad. ¿Para qué cree que su marido la mandó conmigo?, le había dicho el viejo
Pedro. ¡Lo mataré!, se prometió.
–El
hotelero se metió en mi cuarto, quiere que le pague hoy mismo –suplicó casi
llorando.
–No
pienso mandarte ni un centavo. ¿Lo oyes? ¡Ni un centavo! –advirtió Adrián y
colgó el teléfono. Lucy miró a su hermana que esperaba ansiosa el resultado de
la entrevista telefónica.
–No
va a mandar nada.
A
continuación le explicó que Pedro había tomado la delantera y buscó donde
sentarse a llorar. ¿Por qué vine?, se repitió llorando. Imposible recurrir a su
padre: apenas tenía dinero y estaba esperando una operación que le devolviera
la vista. Todas las desgracias le caían encima. Ella era la culpable de haberse
casado con Adrián en contra de la voluntad de sus padres.
–Le
voy a poner un telegrama a mi papá. No podemos quedarnos aquí –anunció Estela
con aire decidido.
Lucy
se opuso, discutieron violentamente. Al final Estela se impuso, era necesario
que el dinero llegara ese mismo día para salirse del hotel. Una vez que
enviaron el telegrama abandonaron la oficina a enfrentarse al viento helado que
azotaba la ciudad. Despacio se dirigieron al café en donde las esperaban los
oficiales. Tenían la impresión de que el mundo entero les había caído encima
convertido en cenizas. Ahora qué importaba que ellos leyeran el estigma infame
con el que las habían marcado Pedro, el hotelero y Adrián. Ahora frente a ellos
no podían explicar la catástrofe ocurrida. Estela comprendió el silencio de su
hermana mayor.
–¿Qué
pasa? –insistió Corbett mirando a Lucy con fijeza.
–Se
fue el señor –contestó ella sin agregar más detalles.
Estaban
libres y su suerte dependía de la rapidez de la respuesta de su padre. No
deseaban volver a ver al individuo que las había sorprendido casi desnudas en
su cuarto y las había injuriado con sus palabras obscenas.
–¿Qué
hacemos? –preguntó Ted animado por la partida del viejo.
–Vamos
a la playa –pidió Lucy.
La
playa continuaba desierta, en el barracón estaba la mujer que vendía arroz. La
india se alegró al verlos. Lucy se puso el traje de baño y seguida por Corbett
se lanzó al mar enfurecido. Si pudiera ahogarme, se decía mientras
luchaba blandamente con el oleaje espumoso que la llevaba de un lado a otro con
gran fuerza. Su amor por el mar era correspondido y las olas no estaban
dispuestas a matarla. Corbett la seguía a grandes brazadas. Salieron del agua
tiritando, la vieja del barracón los contempló con amabilidad, parecían
hermanos.
Estela
no quiso bañarse, estaba obsesionada con el telegrama y la respuesta de su
padre. Tenía que llegar ese mismo día. Lucy, Corbett y Ted volvieron al agua,
mientras ella quedó cuidando al niño para que no lo arrebatara el viento.
Asustada vio llegar a dos policías.
–¿No
sabe que está prohibido bañarse? ¡Hay Norte! –le dijeron furiosos.
La
chica no contestó y los hombres insistieron silabeando las palabras para
hacerse entender. Ella se limitó a verlos con sus grandes ojos llenos de
asombro. ¿Cómo pueden prohibir que se nade cuando hay Norte y en cambio
permiten que un viejo trate de violarnos? Se preguntaba atónita. Los policías
esperaron a los nadadores, cuando éstos reaparecieron los vieron con ojos
solemnes y repitieron órdenes y amenazas con voz lenta para hacerse entender.
Lucy fingió que ignoraba el español. Poco a poco los policías perdieron los
ánimos, Ted puso su chaqueta sobre los hombros de Estela y los cuatro
abandonaron la playa. Los policías los vieron alejarse.
–¡Gringos
pendejos! –exclamaron.
Los
cuatro jóvenes con el niño en brazos vagabundearon por la ciudad barrida por el
viento y lavada por la lluvia. Hace ya tiempo que vivo a contrapelo, se
repetía Lucy a cada paso. Le diré a mi padre lo que nos pasó, se decía
Estela, pero el rubor intenso que cubría su rostro le aseguraba que una vez en
su presencia no tendría valor para confesarle aquella horrible aventura. Lucy
pensó. Sólo matando puedo liberarme de ellos. Imaginó enseguida los
cuerpos acuchillados por ella de Adrián, de Beatriz y de Pedro y sintió
vértigo. ¿Qué haré con ellos? La invadió una repugnancia desconocida y se dijo:
Sólo podría matarlos en la calle en un día de lluvia como éste. La lluvia lava
la sangre. Apenas se dio cuenta de que entraban a un cafetín. Los muchachos no
se atrevieron a invitarlas a su hotel, les pareció que tomaban ventaja de las
jóvenes que parecían perdidas en medio de los remolinos de lluvia y de viento.
Ocuparon una mesa y se dispusieron a comer. De vez en vez, Estela se levantaba
para llamar a su hotel y preguntar si había llegado algo para ellas: ¡Nada!
Por
la tarde la lluvia las empujó a entrar a una escuela vacía. El gran patio
cuadrado se hallaba inundado y la fuente situada en el centro resultaba
minúscula comparada con la magnitud de la tormenta que se abatía sobre ella.
Los jóvenes se sentaron en un pretil del patio a contemplar caer la lluvia.
Estaban tristes y la lluvia a pesar de su violencia los llenaba de melancolía.
Fue Corbett el que se puso de pie frente a Lucy.
–¿Por
qué no te vas a California? –insistió.
Lucy
se abrazó a su hijo.
–¿Por
él? –preguntó el muchacho.
Lucy
asintió y él bajó la cabeza. Ted tomó a Estela por la mano.
–Nosotros
nos vamos a dar una vuelta. Nos veremos más tarde en el café de La Parroquia.
Ambos
salieron corriendo, liberados de la angustia que expandía Lucy que quedó en el
patio de la escuela acompañada de Corbett y de su hijo. De pronto, Lucy se echó
a llorar. Sus lágrimas corrían con la facilidad de la lluvia que caía sobre la
fuente. El oficial buscó un pañuelo albeante en sus bolsillos y se lo tendió.
–Lo
necesitas –le dijo.
Se
sentó a su lado, con los codos sobre las rodillas, inclinado, para no verla
llorar. Sabía que el llanto le hacía bien. Echó un brazo sobre los hombros de
la joven y la atrajo hacia sí. El conserje de la escuela apareció frente a
ellos.
–¿Hasta
qué hora se van a quedar aquí? –preguntó sorprendido al ver las lágrimas en el
rostro de la chica.
–Un
rato más –contestó ella con humildad.
Corbett
le dio una propina y el hombre se retiró con discreción.
–Mañana
a las seis de la mañana nos vamos –dijo Corbett cabizbajo.
–Ya
lo sé.
–Es
posible que nunca más nos veamos –agregó él–. No puedes quedarte en esta
ciudad. Debes volver a un lugar seguro, a tu casa –recomendó bajando la cabeza.
Corbett
llamaba un lugar seguro a aquella casa en donde ella rebotaba como una pelota
entre cuatro muros vacíos. Lo miró con envidia: ir a la guerra era un honor,
en cambio volver al lugar seguro era una ignominia. No dijo nada.
–¿Por
qué no te vas esta misma noche? Ni Ted ni yo nos sentiremos felices sabiéndolas
abandonadas en esta ciudad –afirmó muy en serio.
Ella
se empeñó en guardar silencio. No podía confesar aquella última humillación: no
tener dinero para pagar el hotel, comprar los billetes de tren y la agresión
del hotelero. Trató de no recordar la conversación con Adrián. Y si le contara
lo que me sucede ¿me creería?, se preguntó asombrada. ¡No, no me creería!
Adrián es tan brutal que nadie puede creerme. Es mejor guardar silencio.
Corbett pareció desesperarse, la cogió por los hombros y la miró con fijeza.
–¿Qué
pasa? ¿Por qué no contestas?
Lucy
se limitó a esconder la cabeza en el pecho del oficial y él la abrazó en
silencio. Abandonaron la escuela callados, el muchacho llevaba al niño en
brazos. Silenciosos deambularon por la ciudad. La lluvia calaba sus vestidos y
el agua chorreaba de sus cabellos. El niño gritaba entusiasmado. Al final se
encontraron sentados a una mesa de café, en espera de Estela y Ted, que
llegaron con mucho retraso. Era evidente que ambos habían buscado un lugar para
besarse y que ahora formaban un grupo aparte. Lucy vio a Ted escribir sobre las
servilletas de papel palabras de amor repetidas una y otra vez. Luego, con
gesto rápido entregaba aquellas notas a su hermana y observaba atento el efecto
que causaban sus mensajes sobre el rostro melancólico de la jovencita.
Se
había enamorado del piloto y de sus ojos de color violeta y la angustia de la
situación le impedía entregarse a aquel amor imprevisto, surgido en unas horas,
en medio de la tempestad que azotaba la ciudad y la sordidez compartida con su
hermana mayor. ¿Cómo puede vivir así Lucy? Oscilaba entre el terror que le
producía tener que regresar a aquel hotel y la desesperación de saber que su
primer amor era sólo por unas horas, pues al día siguiente Ted desaparecería
para siempre.
–Te
voy a escribir. Te voy a escribir. ¿No me crees? –repetía el joven mirándola
desde el fondo de sus ojos encendidos por aquel amor inesperado.
Al
volver al hotel, se toparon en la Administración con el dueño, se diría que las
esperaba. Sonrió al verlas llegar escoltadas por los dos oficiales.
–Los
jóvenes van a subir con nosotras –le anunció Lucy con frialdad.
–No
pueden entrar hombres a los cuartos –contestó el dueño.
–¿No
pueden? ¿Y por qué entró usted? –Lucy esperó en vano la respuesta, el hombre se
mordió los labios y calló.
–Ellos
van a esperar en el corredor. No son de su ralea –añadió Lucy.
Sin
esperar la respuesta del hombre subió acompañada de Ted y de Corbett. Estela
llevaba al niño.
Una
vez en la habitación, se pusieron blusas y shorts secos. Estela cambió de ropa
al niño. Lo hizo de prisa ya que en el corredor las esperaban sus amigos. Lucy
salió primero, alcanzó a Corbett y ambos avanzaron hasta un pilar de piedra,
allí el joven la tomó en brazos y le besó el cuello y los cabellos.
–Será
difícil olvidarte –murmuró.
Lucy
no dijo nada, sabía que para ella resultaría mucho más difícil. Se recostó
sobre su pecho y le agradeció a su hermana que le regalara aquellos minutos de
felicidad. No puedo perdonarle a Adrián que me haya enseñado el odio, se
confesó a sí misma con sorpresa. Corbett cortó una rama de helecho y se la
colocó entre los cabellos. Segundos después se reunieron a ellos Ted, Estela y
el niño. En grupo bajaron al vestíbulo y ocuparon la misma mesa de la noche
anterior, la lluvia continuaba y no deseaban exponer al niño de Lucy al viento
y la humedad nocturna. Desde la Administración los hombres observaban al grupo.
Los cuatro sintieron lo absurdo de su situación: estaban inmovilizados siendo
observados por aquellos hombres hostiles. Sobre las muchachas pesaba el secreto
de la falta de dinero. ¿Y si aquellos hombres habían detenido el telegrama de
su padre? Todo era posible. Pedro debió darles una buena propina. ¿Y si su
padre tampoco tenía el dinero suficiente para cubrir los gastos del hotel y del
viaje? Adrián tenía algún motivo para enviarme con su padrastro, meditó Lucy
preocupada. No podré decirle a mi padre lo que nos ocurrió con el viejo,
meditaba Estela.
Al
amanecer Ted abrazó a Estela.
–Te
amo –le repitió en voz baja.
Corbett
evitó mirar a Lucy. Se sentía abatido. Cuando sonaron las cuatro y media de la
madrugada, los muchachos se pusieron de pie, ellas los acompañaron hasta la
puerta del hotel, allí indecisos, se miraron largo rato, Ted abrazó a Estela
murmurando palabras apasionadas, mientras que Corbett miró al cielo oscuro del
que caían torrentes de agua fresca. Por fin los muchachos salieron a la calle,
mientras ellas los miraban perderse bajo la lluvia. Lucy tuvo un desgarrón,
entregó a su hijo a Estela y salió corriendo detrás de los oficiales. Estela la
siguió aturdida.
–¡Corbett!
¡Corbett! –gritó Lucy.
El
oficial se volvió para recibir en sus brazos a la joven. La besó muchas veces
bajo la lluvia, mientras que Estela, Ted y el niño esperaban bajo una cornisa.
De pronto Lucy se desprendió de los brazos de su amigo.
–¡Gracias!,
creo que ahora seré incapaz de matar a alguien –dijo y echó a correr rumbo al
hotel.
–¿Matar?,
¿tú? –exclamó el muchacho, pero ya ella iba lejos–. ¡Te escribiré! ¡Te
escribiré! –gritó Corbett y se quedó transido en el amanecer de esa ciudad
desconocida. Lucy había desaparecido tragada por la puerta del hotel y él
seguía de pie aguantando la lluvia y con el corazón roto. Ted y Estela
aparecieron a su lado, ahora el muchacho llevaba en brazos al niño. No le
dijeron nada. Corbett los vio dirigirse al hotel, también vio cuando su amigo
entregaba al niño, mientras él continuaba con el pecho dolorido. Ted se reunió
a él y ambos caminaron a buen paso. Iban cabizbajos.
–Volveré
por ella –afirmó Ted.
–Es
inútil, están perdidas, es inútil –afirmó Corbett.
–Sé
lo que quieres decir, pero no Estela –respondió Ted. Corbett lo miró piadoso.
–¡Las
dos! Lucy se equivocó y su hermana compartirá el error, terminarán muy mal
–aseguró Corbett con la seguridad de alguien que ve desde la playa que se ahoga
mar adentro y calcula que por más esfuerzos que haga no tendrá tiempo de llegar
a salvarlo.
Con
precisión hicieron su pequeño equipaje. No era fácil pensar en las muchachas,
tampoco era fácil dejar de pensar en ellas, en ese momento lo único trágico en
sus vidas eran esas dos apariciones en aquel país extraño. Estaban marcadas
para la destrucción. La guerra les pareció más natural, más soportable, que el
pensamiento de abandonar a aquellas náufragas en ese lugar perdido. Habían
pasado tres días con ellas y no habían logrado enterarse de lo que las
atormentaba, pero su silencio anunciaba un drama insoluble. A las seis de la
mañana abordaron el avión y desde el cielo trataron de situar el lugar donde se
hallaban sus amigas, después ya en pleno mar y cómplices del mismo sentimiento
se hundieron en sus asientos y se entregaron a sensaciones confusas y
dolorosas.
Estela
y Lucy por su parte, esperaron sentadas en el vestíbulo la entrada del nuevo
día. Estaban calladas y el niño se había dormido sobre sus piernas.
–¿Por
qué no suben a dormir? –insistía de vez en cuando el velador que las miraba
burlón y satisfecho de que los dos norteamericanos hubieran desaparecido para
siempre de la vida de las jóvenes.
Ellas
no contestaron. El hombre sabía que había presenciado el adiós definitivo y que
sin la corpulencia de los dos norteamericanos él podía burlarse impunemente de
las dos jóvenes abandonadas en el hotel.
–¿Ya
se fueron verdad? ¿Sintieron feo? –preguntó.
Ambas
guardaron silencio, sabían que cualquier gesto o palabra suya la aprovecharía
el hombre de la Administración. Cuando la mañana se iluminó, se dirigieron a su
cuarto oloroso a cucaracha y esperaron. Hacia las once del día el dueño
reapareció.
–¿Van
a pagarme? –preguntó arreglándose las mangas de la camisa.
–Estamos
esperando el dinero y haga el favor de no volver a entrar o llamaré a la
policía –le dijo Lucy, que sintió que se ponía lívida de ira.
–Este
es un lugar decente y es inútil que vayan a la policía. Allí tengo amigos, me
conocen –contestó el dueño con voz torva.
Las
examinó de arriba abajo, como quien examina a dos reses y luego abandonó la
habitación con paso lento. Estela se echó a llorar amargamente. ¿Por qué vine
con Lucy?, se preguntó muchas veces. Su hermana bajó a la Administración para
espiar la posible llegada del telegrama, debían tener alguna respuesta y el
dueño del hotel era capaz de esconderla. Decidida se sentó cerca de la puerta y
observó a los mozos que barrían los mosaicos rojos. La gota de miel que Corbett
había depositado en su corazón desaparecía lentamente para convertirse en una
enorme lágrima salada que se diluía en la corriente de sangre que corría por
sus venas. Estoy maldita, nunca podré liberarme de este infierno, se repetía
mientras las gentes pasaban frente al portón del hotel y la vida se deslizaba
apacible bajo su mirada que amenazaba con nublarse con un torrente de lágrimas.
Arriba su hermana continuaba llorando, Lucy sabía que tenía miedo y ella debía
mostrar valor ante aquella situación degradante.
–¿Ya
vino el telégrafo? –preguntó.
–Quién
sabe –le contestaron los empleados de la Administración.
Decidió
ir al telégrafo. Atravesó la ciudad llena de lluvia. En la oficina central una
empleada de tez amarillenta buscó entre los avisos de los telegramas llegados
en las últimas horas. Lo hizo de mala gana y de mala gana aceptó que un giro
telegráfico había llegado a nombre de Lucy y había sido entregado al hotel.
–¡Lo
sabía! –exclamó Lucy.
La
empleada guardó los avisos de un golpe y la miró con rabia. Lucy tuvo que
rogarle largo rato a aquella mujer amarillenta para que le diera el comprobante
del giro a fin de poder reclamarlo en el hotel. Ante sus ruegos la mujer aceptó
darle el comprobante. De vuelta al hotel reclamó el giro. Los empleados
parecieron embrollarse.
–No
ha llegado nada. –Dijo uno de ellos.
–Déjeme
buscar. –Dijo otro.
–No,
no hay nada –dijeron a coro después de simular que habían buscado en las
gavetas.
La
ira hizo enrojecer el rostro de Lucy, que permaneció de pie, inmóvil,
mirándolos con una fijeza terrible que los hizo temblar. La miraron alta, con
las trenzas rubias espesas, como un vengador inesperado y uno de ellos
fingiendo sorpresa exclamó:
–¿Es
éste? –y le tendió un sobre amarillo.
Lucy
se lo arrebató con un gesto rápido, le lanzó una mirada fulminante y regresó a
la oficina central a cobrarlo. Tuvo que esperar largo rato pues antes de
pagarle, la mujer amarillenta hizo varias llamadas al hotel para cerciorarse de
que Lucy era Lucy. Vieja horrible, Estela debe estar desesperada, se
dijo una y otra vez, observando la calma que tomaba la mujer y el goce que le
producía hacerla esperar.
A
las cuatro de la tarde cobró el dinero. Volvió corriendo al hotel en donde
encontró a su hermana deshecha por el llanto y la angustia.
–¿Dónde
te metiste? –le gritó.
–¡Mira!
¡Mira! Hay que empacar rápidamente –contestó enseñando el dinero.
Las
dos hermanas hicieron la maleta con una prisa parecida al furor. Lucy tomó a su
hijo en brazos y los tres bajaron a liquidar la cuenta, para irse enseguida a
la estación a esperar el tren nocturno que debía regresarlas a la ciudad de
México. Allí terminarían los días amargos de Estela que volvía a su casa y
empezarían días más amargos para Lucy que volvía al piso de Adrián.
Cuando
se vieron sentadas en los asientos polvorientos del vagón de primera, un
cansancio enorme cayó sobre las dos. Había terminado la pesadilla, es decir, la
pequeña pesadilla de Veracruz. Entonces tuvieron tiempo de pensar en Ted y en
Corbett y un sentimiento confuso las invadió. Les pareció que no eran reales:
¿en dónde estarán? Los imaginaron libres atravesando los cielos. Ellas en
cambio seguían atadas al destino de la mezquindad. Lloraron a sabiendas de la
inutilidad de sus lágrimas. El paisaje nocturno era amenazador. Por la mañana
cruzaron llanos infinitos cubiertos de magueyes oscuros provistos de espinas
como puñales. Después pasaron cerca de las pirámides, achatadas, pegadas al
suelo, ignorantes del cielo.
A
las ocho y media de la mañana entraron a la estación de la ciudad de México.
Abordaron un taxi y Lucy depositó a Estela en la casa de sus padres.
–Dile
a mi papá que muchas gracias –le dijo a su hermana a guisa de despedida.
–Y
tú, ¿qué vas a decirle a Adrián? ¡Ten cuidado! Por favor, ten cuidado –suplicó
Estela.
En
el mismo taxi continuó hasta el departamento que compartía con Adrián. Éste la
recibió con la misma ira fría que lo consumía diariamente.
–¡Te
prohíbo que calumnies a Pedro! ¿Entiendes? Me ha contado ¡todo! Eres una,
¡miserable!
–¿Te
contó también cómo trató de acostarse conmigo?
–¡Mientes!
¡Mientes! ¡Miserable!
Lucy
calló. Era inútil discutir con aquel demente. ¿Qué se propone?, se preguntó con
miedo mientras le preparaba el desayuno, se lo sirvió y contempló las sillas
austriacas. El niño sentado sobre un cojín ocupaba una de ellas. ¡Cómo tardaba
en crecer! Su vida se estaba terminando y su hijo se empeñaba en continuar
siendo un bebé rosado con su cabello castaño mezclado con hilos de oro.
–¿A
qué edad alcanza la mujer su mayoría de edad? –preguntó con voz mecánica.
Adrián
la miró con disgusto, todo en ella le provocaba una repulsión incontenible.
–¡Qué
preguntas tan imbéciles haces! A los veintiún años –exclamó masticando las
tostadas. A Lucy le faltaban diecinueve años para abandonar aquella silla
austriaca en donde se hallaba clavada oyendo masticar a Adrián. No los
resistiré, se dijo. Una fatiga como un enorme trozo de hierro cayó sobre
ella y se dejó caer de bruces sobre el mantel.
–¿Qué
te pasa? ¿Por qué te tiras así sobre la mesa? –preguntó su marido con enojo.
–Estoy
muy, muy, muy cansada. Creo que lo único que debemos hacer es divorciarnos
–contestó ella sin levantarse de la mesa.
–¡Esa
idea te la ha metido tu madre en la cabeza! ¡Vieja siniestra! ¡Vieja puritana!
No pienses ni por un segundo que voy a darle ese gusto a tu madre.
Hubo
un silencio y Adrián se levantó de la mesa, se arregló con alegría el nudo de
la corbata y anunció triunfante:
–Trata
de estar puntual a la una en la casa de mi madre. Procura llevar bien limpio al
niño. Debes pedirles una disculpa a Pedro y a mi madre.
–¿Disculpa?
–preguntó Lucy con voz apagada.
–¡Sí!
Disculpas. Te burlaste de todos nosotros. ¿Por quién te tomas, chiquita?
–preguntó haciendo hincapié en la palabra chiquita.
–No
iré –respondió Lucy con voz apagada.
–¡Fíjate
bien en lo que te digo: estarás ahí a la una en punto! Hoy es jueves.
Dio
media vuelta y salió del departamento. Lucy lo escuchó cerrar la puerta.
Hoy
es jueves… Hoy es jueves, se repitió varias veces, mirando
con fijeza a su hijo. Desde un lugar profundo el terror empezó a invadirla:
tenía que ver a Pedro, soportar la mirada gris de la Gorgona, entregar a su
hijo a esperar todavía diecinueve años. Se sintió incapaz de aquella hazaña. Se
levantó de un salto y corrió a la cocina. Presurosa buscó entre los cuchillos
aquel que estuviera más afilado, tocó su filo frío y volvió al comedor en donde
el niño bebía su leche. Lo miró, el líquido blanco corría por las comisuras
rosas de los labios del niño. Tendría que empezar por él, como en una
alucinación lo vio degollado sobre el mantel blanco, con sus ojos dorados e
inmóviles mirándola a ella, su madre, después seguiría con ella misma, pero la
cabeza de Pablito sobre el mantel la miraba fijamente. Dejó caer el cuchillo.
El ruido hizo que el niño se bajara de la silla para ver con curiosidad que era
lo que había caído. Lucy recogió el cuchillo con rapidez y corrió a colocarlo
en el cajón de la cocina.
–Acompáñame,
tengo que limpiar la casa. Debemos estar listos a las doce, porque, hoy es
jueves, Pablito, hoy es jueves, hoy es jueves, hoy es jueves, hoy es jueves
–repitió alzando cada vez más la voz. Su hijo la siguió hasta la habitación de
dormir en donde Lucy se derrumbó sobre la cama y repitió: hoy es jueves,
Pablito, hoy es jueves…
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