Rafael Barrett
–Sí… ¡márchate! ¡Déjame
en paz!
–Alberto…
¿es posible?
Al
verla tan débil, tan rubia, tan suave, un malvado deseo le hizo repetir:
–¿Qué…?
¡Que te vayas! ¡Que no vuelvas!
La
arrojó del gabinete y cerró la puerta.
Una
satisfacción ácida alegraba sus venas de macho fuerte. Había sentido, bajo sus dedos
que mordían, doblarse la carne infantil y temblorosa de la mujer, y había mirado
aquel cuerpecito estrecho, otras veces palpitante de caricias largas, desvanecerse
lánguidamente en la sombra. Y como un eco salvaje oía aún el latigazo de su propia
voz:
–¡Que
te vayas! ¡Que no vuelvas…!
Pero
también comenzó a oír lamentos que subían en su conciencia… ¿A ella, a su Mari tan
dulce, había tenido el valor de castigarla? ¿Y por qué? ¿Por qué, en medio de una
disputa cariñosa y abandonada, le había ahogado de repente el ansia feroz de hacerla
sufrir, de estrujar el corazoncito adorado? Y una gran extrañeza, una gran claridad
surgió de pronto. No, no la amaba ya. Todo había acabado. Todo había muerto. Se
quedó contemplando la alta puerta inmóvil, y le pareció que no se abriría jamás.
Detrás
de la puerta, apretándose el pecho con las manos moribundas, Mari escuchaba. Era
muy de noche. Por las piedras de la calle se arrastraban los pasos de algún mendigo.
Mari le envidió no tener más que frío y hambre. Ella tenía un horrible frío en el
alma. Percibió ruido de papeles, de hojas de libro que se pasan… “Está trabajando…”,
pensó. “Ahora se levanta, se pasea… viene”. Mari no podía respirar. “Se va. No abre”.
Los pies crueles de Alberto iban y venían, sin pararse a la puerta, sin querer llegar
hasta aquella desesperación muda, llevando la limosna de paz… Y las lágrimas brotaron
sin fin, brotaron quemadoras de la fuente invisible, mojando en la oscuridad el
rostro tibio, pegado a la puerta inmóvil… Y Mari se dejó caer poco a poco al fondo
de su dolor…
Las
horas aprovechaban el negro silencio para huir empujándose las unas a las otras,
y Alberto, borracho de sueño y de tristeza, se decidió a abrir.
Mari,
desplomada en el suelo, se había quedado dormida. Él levantó la hermosa cabeza de
oro, empapada en sudor y en llanto, y besó los cálidos ojos entreabiertos. A la
luz de la lámpara aparecían algunas arrugas junto a la boca atormentada, de donde
salía un vago perfume de muerte.
Entonces
el hombre tomó a la niña en brazos, y pasaron la puerta para entrar en el amor verdadero,
hecho de tinieblas, de angustia y de llamas.
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