lunes, 4 de marzo de 2024

Hoy es jueves

Elena Garro

 

–Hoy es jueves –afirmó Adrián a la hora del desayuno.

La mañana entraba por la ventana del comedor que daba a un patio desde el que se podía casi tocar con las manos a los albañiles que construían un edificio vecino, Lucy no escuchó a su marido y continuó observando a los hombres que caminaban por los andamios con las ropas y los rostros llenos de cal. Parecen Pierrots, se dijo.

–¿En qué piensas? –le preguntó con voz severa Adrián.

Lucy no contestó, se dejó mirar por su marido. Llevaba un traje azul de algodón con cuello y puños blancos. Las trenzas rubias le caían sobre el pecho. Fascinada observó sobre el fondo de su taza de café. Se sintió incómoda, sabía que cualquier palabra suya podía desencadenar la ira de Adrián. Lo escuchó repetir con violencia:

–¿En qué piensas?

–En nada –respondió sin dejar de contemplar el fondo de la taza.

–¡Mientes! Estás pensando que me odias. ¿Por qué no confiesas que no quieres ir a la casa de mi madre?

Lucy se había convertido en un ser pasivo, aunque de pronto padeciera ataques terribles de violencia. Había cambiado de naturaleza. Le era difícil hablar, quizás porque su vida estaba presidida por el error.

–¡No quiero hablar!

–Está bien. Trata de llegar a la hora –exclamó Adrián levantándose de la mesa.

Salió sin despedirse y Lucy quedó clavada en su silla contemplando absorta el mantel blanco bordado por ella y las pequeñas migas de pan dejadas por Adrián. Era jueves y eso significaba como todos los días, ver a Beatriz, su suegra. La única diferencia consistía en que ella y Adrián comerían en su casa y Beatriz no vendría a visitarlos hasta después de las tres de la tarde. Tampoco llegaría Lupe, su criada, a la una de la tarde con la enorme canasta con la comida que Beatriz enviaba todos los días. La canasta contenía dos menús: uno destinado a Adrián y otro a ella. Beatriz había declarado que ella era incapaz de manejar una casa y educar a su hijo, por eso la comida llegaba de su cocina y su hija permanecía en su casa mientras que Lucy permanecía quieta en el piso pequeño.

Soy incapaz se dijo la joven en el comedor pequeño bañado por la luz de la mañana. Los muebles eran dispares: una mesa moderna de nogal y unas sillas austriacas. En las vitrinas se guardaban cristales de Bohemia y cristales de Sèvres, que ella amaba con una pasión devoradora y minúscula. Quizás era lo único que amaba ahora. El matrimonio la había enseñado la palabra temor y le había borrado el significado de la palabra amor. En el pequeño salón contiguo estaban el diván y los enormes sillones tapizados en sarga verde. Odiaba aquel verde espinaca. La alfombra antigua era verde agua y sobre ella flotaban guías de rosas pálidas. Le gustaba imaginar que ese cuarto era un hermoso lago invadido por monstruos tropicales y por las tardes el diván y los sillones se convertían en cocodrilos amenazadores, que aterraban a la reproducción de la Primavera de Botticelli, cuya sonrisa entonces parecía la de una loca. Se levantó para acercarse a aquel rostro familiar y melancólico y quiso descifrar su sonrisa.

Por la ventana del saloncito entraba la luz blanca de la mañana y a lo lejos se divisaba el perfil azul del Cerro del Ajusco dibujado de caminillos oscuros. Le pareció que también ella vivía metida en un cuadro y que el Ajusco no era sino el fondo profundo de la pintura, dentro de la cual ella se movía y era sometida a interminables interrogatorios, como si ocultara secretos tenebrosos. A la Primavera nadie la interrogaba y si lo hacía, nunca daba la respuesta. Con movimientos automáticos hizo su cama y la de Adrián, limpió el cuarto de baño y quitó el polvo a la habitación del fondo, que hacía las veces de biblioteca con sus anaqueles de caoba y los volúmenes que habían pertenecido al abuelo de Adrián. Los libros y las demás antigüedades formaban la única herencia que había recibido su esposo. La parte substancial la guardaba Beatriz y la compartía con su nuevo marido: Pedro. Después, limpió la cocina que sólo servía para recalentar la comida. Lucy estaba segura de moverse en un mundo peligroso como si fuera un personaje dentro de un cuadro sin terminar. A veces tenía la impresión de que alguien había cambiado las esquinas de los muros y que la escoba la observaba con sus pelos amarillos e hirsutos. Entonces, se dejaba caer en un sillón y contaba los minutos que marcaba el reloj, para saber cuánto tiempo faltaba para que Adrián o Beatriz llegaran a interrogarle y a decirle en sus propias narices: ¡Mientes! La semejanza entre ambos era escalofriante: los dos tenían los ojos negros y la miraban con fijeza, como si desearan convertirla en piedra durante los interrogatorios. ¿Por qué desean tanto que mienta?, se preguntó. No. Tal vez desean demostrarme a mí que miento. Quieren equivocarme, se dijo anonadada.

Abajo, por la acera solitaria caminaban gentes felices. ¿Qué era ser feliz? Vagamente recordó días azules, días fluviales, que ella atravesó en su casa y sin saber por qué dejó correr lágrimas. Ahora, dentro del tiempo fijo que la aprisionaba, lo único que podía hacer correr eran lágrimas. Contó los días que llevaba viviendo con Adrián: 1917 días, acababa de cumplir cinco años y tres meses de casada, y ella tendría veintitrés años en cuatro meses más, se hacía vieja y dentro de ella sólo quedaba un pozo profundo en el que no había ¡nada! Vivía rodeada de tinieblas y a veces se ponía a llorar con la esperanza de que alguien comprendiera lo que sucedía, entonces Adrián la señalaba con su dedo índice y exclamaba: ¡Mírenla, está loca! Era mejor permanecer muda y llegar a la una en punto a la casa de Beatriz. Se bañó y se puso otro traje de algodón, cuyo azul claro era impecable.

A la una en punto llamó al portón enorme de la casa de Beatriz. Su suegra vivía en Coyoacán, en un caserón gigantesco. Le abrió la criada Lupe, y Duque, el perro gran danés, le puso las patas en los hombros y le lamió las mejillas con esmero. El zaguán era muy amplio, se abría a un jardín que casi abarcaba toda la manzana y estaba descuidado. A la izquierda del zaguán se hallaba la puerta que conducía al departamento de los criados, convertido en bodega de licores. Al entrar le invadió el olor a alcohol y por la puerta de la bodega apareció Pedro, el marido de Beatriz. Pedro estaba en pantalón de gabardina color vainilla, chaleco y camisa de seda. Se cubría la calva pronunciada con unos cuantos pelos ralos y largos que llevaba del lado izquierdo hacia el lado derecho de la cabeza. Sí, sí, me tardo mucho tiempo en peinarme, afirmaba molesto cuando alguien hacía alusión a la complicación de su peinado.

–Ven a probar mi nuevo whisky. He comprado dos barricas vacías –le dijo saliéndole al paso. Se dejó conducir por el viejo Pedro y cruzaron cuartos repletos de botellas, taponadoras, corchos, barricas y alambiques. El hombre le sirvió un poco de whisky en una probeta y en el momento de probarlo, el viejo se acercó a ella y le preguntó con cinismo.

–¿Y tú qué haces aquí? ¿Qué esperas para dejar a Adrián? ¿No sabes que él y Beatriz no te quieren? ¿Por qué no te vas?

Lucy colocó la probeta sobre una repisa y observó los calendarios enormes que coleccionaba el viejo. Prendidos con chinches, cubrían los muros de la bodega y formaban una galería de jóvenes rubias, delgadas y ágiles, desperezándose sobre playas, divanes, alfombras y camas.

–Míralas, todas son como tú, te repito que debes dejar a Adrián –le dijo el viejo Pedro, observándola de muy cerca y mientras se arreglaba el fistol de la corbata, en el que brillaba un diamante.

Lucy miró con miedo sus dedos amarillentos en forma de espátula y cubiertos de anillos de brillantes, el viejo también le daba miedo: tenía algo equívoco en los ojos y en su ridícula manera de vestir. Ella había sido testigo de sus visitas a la otra casa de Adrián, lo había visto llevarse todos los objetos de valor, todas las joyas, los cubiertos y los candelabros, bajo la mirada complaciente de su suegro y el hombre le producía temor. Iba a decir algo, cuando Lupe, con sus ojos oblicuos y sus trenzas medio deshechas, entró igual a una serpiente, sin hacer ruido y con una precisión ondulante.

–Dice la señora Beatriz que la está esperando –le dijo mirándola a través de las greñas sueltas que le caían sobre los ojos.

Beatriz se hallaba sobre una vieja banca de hierro pintada de verde y colocada al fondo del jardín. Como siempre estaba desaliñada y sin medias. Con gesto indiferente miraba a Pablito, el hijo de Lucy, que ahora se ocupaba en arrancar hojas y que miró a su madre con curiosidad. Lucy no se atrevió a tocarlo. El niño iba a cumplir dos años y se parecía a ella, sólo que tenía el cabello menos rubio y los ojos más serios.

–¡Deje al niño, está jugando! –le ordenó Beatriz desde la banca.

Lucy se sentó con docilidad junto a su suegra y volvió a asombrarse del escote que dejaba ver la abundancia rosada de su pecho. La vio aspirar el humo de su cigarrillo con un gesto de desdén en sus labios cargados de carmín y guardó silencio. De sus hombros emergía una cabeza pequeña dotada de unos ojos de mirada inocente si su interlocutor era un varón y de piedra si era una mujer. A Lucy, con sus ojos negros, la petrificaban; para ella, Beatriz era un ser temible, y mitológico. Le asombró que el jardín no se hubiera petrificado y que su hijito todavía gateara entre las hierbas.

–¡Ay Dios mío! ¿A qué horas llegará Nito? –preguntó Beatriz con voz trágica.

–Me dijo que a la una –susurró Lucy.

–¡Pobre! ¡Pobre hijito mío! ¡Qué carga tan pesada lleva! –suspiró Beatriz aspirando el humo del cigarrillo que sostenía con sus uñas manicuradas en rojo.

La llegada de Adrián produjo la acostumbrada conmoción en Beatriz. Corrió como si no lo hubiera visto en muchos meses. Nito ocupó un lugar en la banca, muy cerca de su madre y bebió el vermouth que le sirvió Lupe. Una vez que estuvieron a la mesa, Lucy escuchó decir a Pedro:

–Esta chica está muy flaca, necesita unas vacaciones.

Inmediatamente sobre las rajas de chile poblano, las rodajas de queso y el caldo de gallina que se aproximaba cayó un gran silencio. Adrián continuó masticando el jamón, mientras su madre le acariciaba una mano. El viejo Pedro insistió:

–Lucy necesita unas vacaciones. Yo la invito a Veracruz. Llevaremos al niño, los baños de mar le harán muy bien.

Lucy lo escuchó aterrada. Miró al viejo alhajado que comía haciendo rechinar su dentadura postiza y quiso gritar: ¡No! ¡No! ¡No voy!, pero guardó la protesta ante la mirada de piedra que le dirigieron Beatriz y Adrián, que masticaban al mismo compás, mirándola con fijeza. El olor a comida le revolvió el estómago, pero era necesario comer aquel caldo de gallina con huevo picado que Beatriz preparaba todos los días. Escuchó que entre los tres fijaban la fecha del viaje y sintió extrañeza; ¿por qué Beatriz le permitía viajar sola con Pedro su marido? ¿Por qué Adrián la enviaba con aquel viejo que se expresaba tan mal de él? Los miró con miedo, disponiendo de su vida y de sus días con tanta libertad y murmuró:

–No me gusta el calor.

Adrián la miró para imponerle silencio. Después, durante varios días forcejeó con él para no ir a Veracruz con el marido de su suegra.

–¿Por qué no viene Beatriz a Veracruz? No lo entiendo, está muy enamorada de Pedro.

–¡Cállate! Pedro es un hombre magnífico –contestó Adrián.

Las riñas alcanzaron caracteres graves y Lucy le rogó a Adrián que le concediera el divorcio.

–¡Muy bien! No volverás a ver a Pablito, el niño se quedará con mi madre –afirmó Adrián.

Siempre era la misma respuesta: no la dejarían ver al niño nunca más. Ahora lo veía los jueves y los domingos, cuando ella y Adrián iban a comer a la casa de Beatriz, ya que su suegra no traía al niño por las tardes, cuando venía a visitar a su hijo. Pedro ya arregló el viaje. Se quedarán dos semanas en Veracruz la escuchó decir. ¡Dos semanas! Nadie podía haber inventado algo más infernal.

–Tú te vendrás a mi casa, hijito. No quiero dejarte aquí solito –concluyó Beatriz fumando con tranquilidad.

Sin saber cómo, se encontró en el tren de Veracruz. Había obtenido una pequeña victoria: su hermana menor, Estela, la acompañaba en el viaje. Pedro por su parte paseaba al niño por todos los vagones y anunciaba que era su hijo, lo que atraía las miradas curiosas de los viajeros y los convertía en un grupo irregular.

Llegaron al puerto a las siete de la noche y se hospedaron en un hotel céntrico. El edificio era antiguo, provisto de un patio interior y hermosas arcadas. El comedor estaba en la planta baja, tenía palmas de sombra y piso de mosaico rojo. En el vestíbulo se encontraba la Administración y algunas mesas y bancas. De allí partía la escalera con barandal de hierro, adornada también con tiestos de flores. Las calles y el hotel olían a sal y viento marino. Pedro se inscribió en una habitación contigua a la de las dos jóvenes y del niño, separadas por una puerta endeble.

Cenaron en los portales. “El Café de la Parroquia” estaba animado y de todas las mesas los miraban con curiosidad. Pedro se ocupaba del niño y Lucy se sentía ofendida por la solicitud del viejo.

–¿Es su abuelo? –le preguntó una señora gorda que cenaba en la mesa vecina.

–No, es mi hija –contestó el viejo Pedro.

Estela se echó a reír y el viejo le mandó una mirada de disgusto. La joven se puso seria y Lucy le hizo guardar silencio, pues temía que Pedro hiciera una escena.

–¡Ahora a dormir! –ordenó Pedro cuando apenas la plaza y los portales empezaban a cobrar animación.

Las jóvenes obedecieron contrariadas. En el cuarto del hotel vieron que la puerta que las separaba de Pedro era demasiado endeble y en silencio escucharon los ruidos que hacía el viejo al caminar por su habitación. También él podía oírlas y con señas se dijeron que tenían miedo. Revisaron el armario de tablas amarillas, la silla de madera y las camas de hierro cubiertas con colchas de algodón a rayas.

–No me gustan los armarios –murmuró Lucy.

–A mí me dan miedo –contestó Estela en un susurro.

Después, la menor señaló la puerta que comunicaba con el viejo y, de puntillas, se acercó para escuchar con atención. Con gran cuidado, dio vuelta a la perilla y comprobó que no habían echado la llave. Volvió al lado de su hermana.

–Está abierta –le dijo al oído.

Cogió una media y sin hacer ruido la ató a la perilla de la puerta. Después, entre las dos hermanas cargaron la cama hasta la puerta y ataron el otro cabo de la media a uno de los barrotes de la cabecera. Así, si alguien intentaba entrar, la cama serviría de defensa y avisaría. Ambas se sintieron en peligro y procuraron no hacer ningún ruido. Pablito las observaba con sus ojos dorados, sin hacer caso de las cucarachas enormes que se deslizaban por los muros pintados de amarillo sucio. El calor encajonado en el cuarto no les permitió dormir. Además, tenían miedo. ¿Por qué estaban allí? Les resultaba inexplicable que Beatriz siempre tan celosa de su nuevo marido hubiera aceptado gustosa permanecer sola en la ciudad. Sola no, con su hijo Nito. Dos semanas, dos semanas se repitieron asfixiadas por los olores de la habitación, al tiempo que espiaban los ruidos provenientes del cuarto del viejo.

Muy temprano, Pedro golpeó la puerta que comunicaba con el corredor y ambas se precipitaron a desarmar la cama, esconder la media y volver el mueble de barrotes azules a su antiguo lugar. El corazón les iba muy a la carrera y las lágrimas corrían por sus mejillas. Se ducharon en silencio, bañaron al niño y se vistieron de prisa.

–Tú no digas nada –le dijeron a Pablito.

En la playa había pocos bañistas, no era temporada y el mar encerrado en alambradas para evitar la entrada de los tiburones, las defraudó. Pedro eligió un galerón de madera que hacía las veces de restaurante, sacó un envoltorio y se lo tendió a Lucy.

–Tu traje de baño.

Lucy y Estela, con Pablito de la mano, se dirigieron a las casetas, mientras que Pedro pidió un cocktail de camarones.

–¡No puedes ponerte eso! –gritó Estela cuando vio el traje de baño de lana negra que Lucy sacó del envoltorio.

–¡Me da igual! –contestó ella con cansancio.

Estelita la observó con incredulidad: su hermana siempre había sido una gran deportista, adoraba la natación y los hermosos trajes de baño, ¿qué le sucedía ahora? Buscó en su bolso de playa y le tendió un bañador de látex azul cielo con pequeñas estrellas blancas.

–¡Ponte éste! –le ordenó.

Ya por las mañanas le había prestado unos pantaloncitos cortos a rayas blancas y azules. Estela no entendía a Lucy, ni su apatía, ¿por qué había perdido el interés por todo? Lucy es otra persona, repetían en su casa, intrigados por la actitud variable de Lucy, que pasaba bruscamente del silencio absoluto a accesos de cólera terrible. Además, había perdido mucho peso y el brillo de los ojos se había ido. Estela le puso el trajecito de baño al niño y los tres salieron a la playa. Se tendieron en la arena caliente y se subieron las trenzas rubias alrededor de la cabeza. Estela se cubrió con cuidado de aceite de coco y luego cubrió la espalda de su hermana. Poco a poco, el calor se fue introduciendo en sus cuerpos y se sintieron confortadas. Hacía mucho tiempo que Lucy no iba al mar, ni a una piscina y ahora al borde del agua recordó a la antigua Lucy dorada por el sol, segura de sí misma y de la vida que surgía como una fuente inagotable, en los jardines, en las playas, en el campo, en la ciudad. Se levantó de un salto y se tiró al mar. Deseaba irse nadando hasta sus confines luminosos, opuestos al mundo oscuro y anguloso en el que ella vivía. No deseaba regresar y nadó hasta topar con las alambradas, que separaban a los bañistas de peligros tenebrosos. Recordó a las Columnas de Hércules y al Mar de los Sargazos, se detuvo indecisa y volvió resignada a la playa, en donde Estelita jugaba con su hijo. Ahora era el turno de su hermana menor.

–Cuida al niño y al dinero que me dio mi papá. Aquí lo pongo –le advirtió Estela colocando un pequeño rollo de billetes dentro de la cubeta roja de playa de Pablito.

Lucy se tendió bocabajo en la arena. Existía el mundo abierto que ella había perdido, sobre la playa se dibujaron con precisión piscinas, bosques y algunos amigos perdidos como Hans, Dieter y Eric, con ella cargando mochilas, subiendo cuestas y encendiendo fogatas en las cimas, vio su bicicleta y a ella en largas carreras por el bosque y no entendió que todo aquello quedara reducido ahora, a habitaciones cerradas, conversaciones cortas y largos interrogatorios. ¿Qué deseaba saber Adrián? Él y su madre la trataban como si fuera criminal: le imponían castigos y la privaban de comunicarse con su familia y, además, habían cortado los vínculos con sus amigos. Escuchó que un hombre lanzaba exclamaciones, pero no le interesaba nada de lo que sucedía a su alrededor. Por primera vez en 1932 días, volvía a saber que el mundo era un lugar hermoso. Con el rabillo del ojo vio a su hijo ocupado en hacer agujeros en la arena. También vio unos pies dorados de hombre y cubiertos de arena. Después observó al hombre en cuclillas, mirándola con sus ojos azules y la piel dorada por el mar. El hombre le mostraba un billete mojado.

–¿Es suyo? –le preguntó en inglés.

Lucy se enderezó y el joven le dijo que en las olas flotaban billetes. Alguien los había dejado en una cubeta roja, a la que una ola había volcado. Estelita, chorreando agua, apareció también con un billete mojado en una mano.

–¡Mira! ¡Mira! –le dijo.

Las dos hermanas seguidas del joven y de su amigo, se lanzaron al mar a rescatar el dinero, mientras Pablito las contemplaba divertido. Lograron recoger algunos billetes a los que luego colocaron sobre la arena para que se secaran, mientras las hermanas y los dos desconocidos festejaban el rescate con grandes risas. Después de todo era magnífico que el dinero se ahogara. Los extranjeros también reían un poco asombrados. Lucy detuvo la risa: ¿acaso el mundo no había sido siempre agua, jóvenes y risas? Los cuatro fumaron un cigarrillo y hablaron de sí mismos con despreocupación, como si se conocieran de largo tiempo atrás. El joven que habló primero con Lucy se llamaba Corbett y su amigo, Ted.

–¡No! No tienen tipo de mexicanas –dijeron los dos norteamericanos asombrados.

Lucy contempló el cabello sedoso de su hermana lleno de hebritas de un rubio tierno como la plata y sus espaldas de nadadora, vio a su hijo, con su cabello diminuto de color cobrizo y luego se miró las piernas largas con una ligera pelusa rubia. Los cinco podían ser de la misma familia. Cerca de ellos había grupitos de bañistas morenos y silenciosos que comían camarones y ostras y que los observaban con disgusto. Siempre la habían mirado como si fuera una extranjera, parece una institutriz alemana, ¡sosa! Exclamaba Beatriz con disgusto. Con Ted y Corbett se sintió en familia. Apenas acababa de entrar en aquel ambiente risueño aparecieron frente a ella unos pantalones de gabardina clara y unos zapatos brillantes hundiéndose en la arena.

–¡Nos vamos!

Levantó los ojos para encontrarse con los de Pedro, que la miraban con hostilidad. Sintió vergüenza. El viejo alhajado como una prostituta parecía un personaje siniestro bajo la luz del sol y el viento marino. Los muchachos se pusieron de pie de un salto.

–¿Su padre? –preguntó Corbett sin ocultar su asombro.

–No. Mi suegro –contestó ella en inglés.

Pedro cogió al niño y dio órdenes de vestirse inmediatamente. Estaba de mal talante y el sol le daba tintes verdosos. Las hermanas corrieron a la caseta. Al salir encontraron a Pedro esperándolas y lejos en la arena los dos muchachos rubios las observaban incrédulos. Comieron en la barraca, bajo la mirada astuta del viejo, que pidió arroz, jaibas, ostras, pulpos, cocada. Era capaz de provocar que se congestionaran. La alegría de Estela se había apagado. ¡Ojalá y se muriera este asqueroso!, pensó Lucy con asco y recordó que también los otros dos se debían morir, entonces ella podría volver a ser lo que había sido: libre.

–¡Ahora a dormir la siesta! –ordenó Pedro.

–Yo nunca duermo siesta –aclaró Estela.

Fue inútil tratar de protestar. Pedro tomó en brazos a Pablito y abandonó el barracón. Atravesaron la ciudad llena de sol. Iban sombríos, el viejo no les dirigía la palabra, sabía que deseaban permanecer en la playa y contrariarlas le producía un júbilo secreto, una compensación para su ira. Las dejó en su cuarto húmedo por el que circulaban cucarachas y él se encerró en el suyo.

–Vámonos a la playa –dijo Lucy en voz muy baja.

Estela movió la cabeza y señaló la puerta que las separaba de Pedro; éste entró en ese momento y con gesto severo llamó a Lucy, que no se movió de su sitio.

–Le digo a usted que venga –ordenó el hombre.

Lucy salió con él al corredor, el hombre trató de llevarla a su cuarto, mientras le proponía con voz y palabras soeces acostarse con ella. La muchacha aterrada se soltó de sus manos con dedos de espátula y volvió corriendo a su habitación en donde la esperaban Estelita y su hijo.

–¿Qué te pasa? –preguntó su hermana en voz baja.

Lucy se sentó en la orilla de la cama, ¿cómo explicarle a Estelita lo que le había dicho Pedro? Sí, debía decirlo, debía hablar alguna vez.

–Me agarró por el brazo, quería –no pudo continuar, la invadió una vergüenza desconocida, además se podía armar un escándalo y Adrián no se lo perdonaría jamás. Miró a Pablito y se sintió acorralada. ¿Qué se propone Adrián y Beatriz? Se preguntó asustada. Si pudiera dejar de padecer el terror que le infundían se podría salvar, las losetas rotas del piso le contestaron: Estás perdida, estás perdida, recordó los ojos de piedra gris de Beatriz mirándola con una fijeza aterradora y la voz de Adrián: ¡Mientes, mientes, mientes! Era inútil debatirse, estaba perdida, pero jamás podría acostarse con el viejo Pedro, prefería matarse y matar a su hijo.

–¡Lucy!, ¿qué te sucede? –preguntó Estelita asustada.

–Me voy a México –contestó ella poniéndose de pie de un salto.

–Yo me voy contigo –dijo Estela en voz baja.

Lucy abandonó el cuarto corriendo. Estela tomó en brazos al niño y alcanzó a su hermana en la escalera. Salieron a la calle y caminaron largo rato a la deriva por las aceras sofocantes. ¿Por qué Beatriz y Adrián me mandaron con Pedro?, se preguntaba Lucy en medio del vapor asfixiante que envolvía la tarde y apresuraba el paso, como si la velocidad pudiera darle la respuesta. ¡Qué desdichada era! Sintió que no había nadie más desdichado en todo el mundo. Su hermana la seguía en la carrera. ¡Cómo ha cambiado Lucy, está muy rara!, pensaba la jovencita apresurándose para no perder a su hermana mayor. En una esquina tropezaron con un grupo de mocosos que remataban a pedradas a un perro moribundo. La sangre espesa del animal manchaba el cemento ardiente. El coro de alaridos de júbilo y palabras soeces cayó sobre ellas en medio del sol mientras el perro agonizaba. Estela soltó a Pablito y se lanzó a golpes sobre los criminales. Lucy se unió a la pelea. Los mocosos corrían alrededor de ellas dándoles puñetazos y una lluvia de insultos.

–¡Órale! Gringas patonas, váyanse a su país.

Lucy oyó el llanto de su hijo y corrió hacía él, mientras uno de los vagos la tiraba de los pelos.

–¡Degenerados!

Al final ellas quedaron dueñas del campo. ¿Qué podían hacer con aquel animal moribundo? Estela se puso a llorar y Lucy pensó que iba a desvanecerse ante la vista del perro moribundo cuya sangre continuaba manando. Se acercó a ellas un niño:

–Yo no quería que hicieran eso, pero siempre lo hacen –hablaba tan de prisa que tuvo que repetir su explicación para que las jóvenes lo entendieran.

El animal continuaba agonizando y ellas se sintieron impotentes para aliviar su dolor, no podían abandonarlo pues los verdugos volverían a la carga. El crimen parecía inaudito en aquella tarde de cielo aparentemente glorioso. Podría ser el reverso del cielo, podría ser el infierno, pensó Lucy acorralada por la luz y el dolor atroz del animal abatido. De pronto le ordenó al niño que fuera a una farmacia a comprar cloroformo, mientras ellas vigilaban al animal. El muchacho partió corriendo y ambas esperaron su vuelta en silencio. Pablito sentado en el suelo miraba al perro con los ojos muy abiertos por el espanto, también él estaba mudo. Al cabo de un rato el muchacho volvió con el encargo. Estela se arrodilló junto al animalito y le puso su pañuelo empapado en cloroformo junto a la nariz. Esperó hasta ver que el perro ya había muerto, lo tomó en brazos y lo colocó en el quicio de una puerta, mientras que Lucy se empeñaba en buscar en el aire el alma del animal, le pareció ver una ligera columna de mercurio translúcido que subía al cielo como una flecha veloz y miró a su hijo y lamentó seguir sobre la acera. El animal muerto había cambiado, se diría que jamás estuvo vivo ahora era sólo un algo piadoso, abandonado en el quicio de una puerta. Su hermana la sacó de sus cavilaciones, la cogió de un brazo y le ordenó: ¡Vámonos!

Caminaron sin rumbo, la gente las miraba con curiosidad, arrastrando al niño que se detenía a cada paso, como si la calle le produjera miedo. Al cruzar una plaza les salieron al paso los dos jóvenes norteamericanos:

–¿Qué pasa? –dijeron alegres de volverlas a ver.

No supieron qué decir, los habían olvidado, desde la mañana habían sucedido tantas cosas, que los dos extranjeros les resultaron dos desconocidos, dos seres venidos de algún país inexistente. Ellos se miraron y las invitaron a tomar un refresco. Se dejaron llevar, no deseaban volver con Pedro. Tampoco sabían de qué hablar con sus nuevos amigos, tan ajenos al mundo mezquino que las rodeaba. Estuvieron en una nevería charlando hasta que empezó a oscurecer. Lucy tenía miedo. ¿Qué nos hará Pedro?, se decía. El miedo la volvía impaciente, no escuchaba lo que le decía Corbett, observaba a Estela, riendo y compartiendo su helado con Pablito. Notó que Corbett le arreglaba solícito unas mechas de su trenza que se habían escapado durante la pelea por el perro. Después señaló un golpe en el brazo.

–¿Qué es esto? –preguntó sorprendido.

Estela contó la muerte del animal y mostró su blusa desgarrada. Los muchachos guardaron silencio. Es inútil cualquier comentario. Lucy pensó que ellos sabían que su vida con Adrián era parecida a la de aquel pobre animal perseguido por la pandilla de asesinos y le llegó ácida como el vinagre la sordidez de su vida íntima. Él es feliz, nunca podrá comprender la miseria vergonzante de mi vida. Yo estoy tocada por el mal y recordó la habitación donde durmió por primera vez con Adrián, mientras detrás de la puerta vigilaba Beatriz. Si recordaba una sola vez más lo que había sucedido entre aquellas paredes de las que colgaban retratos al óleo y espejos podía volverse loca. Vio que Estela se ponía de pie. Los cuatro salieron a la calle, Corbett llevaba a Pablito en brazos, Ted y su hermana tomaron la delantera. El horror de aquella primera noche en la casa de Beatriz se dibujaba con precisión en el atardecer ardiente de aquel puerto curiosamente cubierto por el polvo a pesar de su cercanía al mar. Recordó una figura desnuda cruzando la habitación, era flácida, de piel blancuzca y ojos terribles, llenos de una ira inimaginable, que avanzaban contra ella, y escuchó las palabras simples de Corbett contando su biografía y la de Ted, ambos eran pilotos de guerra, estarían tres días más en Veracruz y luego volverían a su puesto. La muchacha apenas lo escuchó. Pedro esperaba en el hotel. Era el enviado de Adrián y de Beatriz. Los dos estaban dispuestos a volverla loca. Pedro tomaría represalias. Quizás era Pedro el encargado de repetir aquella noche en la que la figura flácida de Adrián avanzó hasta ella con una ira incontenible. Pediré auxilio se dijo y recordó que aquella noche también había pedido auxilio y que nadie acudió en su socorro. Tal vez porque la casa de Adrián era muy grande y estaba muy aislada, se dijo. No, nadie escucha las llamadas de auxilio, por eso los criminales actúan con toda impunidad. Después de aquella noche nunca volvió a ser la misma persona, mientras veía correr su propia sangre y escuchaba las blasfemias, supo que no existían palabras para decir lo que le había ocurrido. ¡Mi madre tiene que ver esta sangre indecente para que vea que su hijo fue el primero! No quería recordar. ¿Por qué surgían con tanta nitidez aquellos gestos, hechos y palabras en el atardecer veracruzano y junto a un joven rubio que olía a pasta de afeitar? Miró su perfil correcto, su piel dorada y su cuello poderoso. Él desconoce el terror. Le resultaría banal el pánico que sentía frente a Pedro. Lo envidió, si ella hubiera sido chico, también hubiera sido soldado. Combatir a campo o a cielo abierto y matar no era un crimen, era la mejor muerte, la más limpia. ¿Cómo decirle la sordidez de la muerte de su alma y de su cuerpo? La suya era una muerte cotidiana, se moría en abonos, a plazos, era una sombra que debía regenerar todos los días su propia imagen frente a ella misma, se hallaba escarnecida, deteriorada, humillada, se creía marcada por un signo infame y temía enfrentarse a la gente, hasta con su propia familia. Se preguntó si Corbett no habría leído en ella aquel signo infamante. Miró las manos grandes y doradas del muchacho que llevaba a su hijo y sintió nostalgia por algo que ella no había tenido nunca: la ternura viril con la que la cobijaba su padre. Llegaron al hotel, Corbett la miró con sus ojos límpidos y ella sintió su lástima.

–¿Van mañana a la playa? –preguntó enrojecido súbitamente.

–Sí –contestó ella, segura de que acudiría a su llamada.

El muchacho la miró con agradecimiento, le entregó al niño y le arregló una mecha rubia que caía sobre su frente.

Cuando subían las escaleras del hotel, los empleados las miraron con malicia, uno de ellos sonreía con gozo, ambas creyeron leer en su gesto: Ya van a ver par de putas. Estela anunció:

–Ted viene a buscarme esta noche. Voy a salir con él. No quiero estar aquí.

–¡Por favor! –suplicó Lucy.

El viejo Pedro salió de la oscuridad de unos pilares.

–¿De dónde vienen? –preguntó con insolencia.

–Llevamos al niño a dar una vuelta –murmuró Lucy casi sin voz.

Cenaron en silencio en el comedor del hotel que se hallaba casi vacío. La dentadura postiza de Pedro rechinaba con descaro, mientras su dueño comía con una velocidad inusitada. El niño empezó a dormirse sobre la silla.

–Sube a dormir al niño –ordenó el viejo y luego miró con fijeza a Estela.

Lucy enrojeció hasta la raíz del cabello bajo la mirada de su hermana. ¿Por qué la miraba así? Optó por no moverse de la silla. Las tinieblas la envolvieron y el mundo regresó con violencia a los cuartos solitarios, a las órdenes, a las blasfemias, a los interrogatorios y las miradas acusadoras. El viejo levantó al niño de la silla.

–¿No me oíste? –le preguntó a la madre que permaneció clavada en su sitio mirando el fondo de la taza de café.

Pedro atravesó el comedor llevándose al niño. Estela contempló a su hermana que continuaba inmóvil.

–¿Sabes lo que me dijo? Que yo estaba aquí de más. Que tú debías ir esta noche a su cuarto y que si te acompañaba y las dos le hacíamos compañía en la cama me podía quedar –dijo Estela en voz muy baja.

Su hermana no contestó a aquellas palabras terribles. ¿Qué podía decir? Pedro era el marido de Beatriz y ella sólo era la infeliz Lucy.

–¿Es cierto que vas a ir a su cuarto? –preguntó su hermana exasperada.

Lucy movió la cabeza negativamente.

–Me crees ¿verdad? Me tienes que creer. Desde que inventó este viaje tuve mucho miedo, por eso quise que vinieras tú, siempre tengo miedo, Estelita. No sé si estoy loca o estoy rodeada de locos. Dime, ¿estoy loca? –preguntó en susurro.

Estela guardó silencio, parecía reflexionar, su hermana le daba pena. Desde su matrimonio se había convertido en un ser silencioso y huraño. Tampoco ella entendía nada y también ella tenía miedo, nunca se había sentido acorralada, como se sentía ahora.

–Vamos a llamar a Adrián. Le diremos lo que nos ha dicho este viejo –dijo Estela decidida.

–No lo creerá –aseguro Lucy.

–¡Tiene que creerlo! ¡Me lo dijo a mí! –gritó la jovencita.

Lucy la cogió de un brazo:

–¡No lo creerá nunca! ¿No te das cuenta de que es el marido de Beatriz? ¡Pedro es sagrado! Le dará la razón a él –dijo con los ojos fulgurantes de ira.

Apareció Ted en el comedor, vestido con su traje militar. Parecía un ser de otro mundo. Estela lo miró como un héroe. En efecto, el joven brillaba como un personaje mágico, dorado, impecable y portador de beneficios y milagros. En la puerta estaba Corbett igualmente erguido y purificador. Tal vez ellos con su sola presencia podrían salvarlas. Las muchachas se miraron avergonzadas de la sordidez que las rodeaba: arriba las esperaba el viejo Pedro, agazapado en la oscuridad, se había llevado de rehén al niño que era tan rubio y dorado como los dos recién llegados. Estela supo que no podía abandonar a su hermana.

–No puedo salir –le dijo a Ted con la voz llena de lágrimas.

–¿Por qué? –preguntó él desencantado.

Era imposible decir la razón y Estela guardó silencio, mientras llamó a Corbett con un gesto.

–¿Puedo sentarme? –preguntó Ted.

Las hermanas les ofrecieron asiento y se quedaron mudas frente a sus amigos. El mundo soez en el que vivían en aquel hotel anónimo las humillaba. Estela no entendía a su hermana y ésta tampoco se entendía a sí misma, ni entendía lo que le sucedía desde su matrimonio. Quisiera no tener tanto miedo, pensó y trató de sonreír. Estela se dio cuenta de que los hombres de la Administración las observaban con malignidad y le pareció escuchar sus comentarios groseros. Por su parte, Lucy pensaba locuras, como la de escapar con Corbett que con su gorra en la mano la observaba en silencio, no volver nunca al piso que compartía con Adrián; no ver nunca más a Pedro y a Beatriz, pero todo esto sólo era una locura, Ted y Corbett sólo estarían en ese puerto tres días y sólo querían nadar y charlar con ellas porque sus rasgos físicos les eran familiares. No imaginaban que detrás de su apariencia rubia y limpia existía un mundo oscuro y complicado opuesto al mundo de los dos pilotos. Lucy era una criatura deteriorada, una voluntad, ajena a su voluntad, la empujaba a la vulgaridad, hasta llegar a la promiscuidad propuesta por el viejo que las esperaba arriba. Pensó que toda su familia se desintegraba. La presión del mundo externo era demasiado fuerte y ella y sus hermanos carecían de armas para resistirla, era como tratar de detener un torrente con una mano. Quizás el culpable era su padre que los había educado en el deporte, la música, el latín, el vegetarianismo y los bellos sentimientos. ¡Los bellos sentimientos! ¿Qué diría su padre si ahora ella le dijera que sólo deseaba matar a Adrián y a su madre? Los valores que les habían impuesto sólo eran válidos para un país imaginario y la habían convertido a ella y a sus hermanos en seres inermes y ridículos. ¿Cómo explicar la conducta increíble del hombre que esperaba arriba? ¿Cómo decirle a su padre que su noche de bodas había sido una larga noche de insultos y de golpes? Desde aquella noche espantosa su vida había cambiado. No su vida, ella había cambiado. Se daba cuenta de que se había convertido en un ser vulnerable y humillado. Y lo peor era que no podía escapar de aquella pareja mitológica formada por Adrián y Beatriz. Era un monstruo de dos cabezas, exactamente iguales, con cuerpos aparentemente distintos y dotados de los mismos deseos, sensaciones, apetitos y ambiciones. Beatriz se había vuelto a casar con Pedro para vengarse de la traición cometida por Adrián al casarse con ella. Pero ninguno de los dos estaba dispuesto a dejarla ir con vida de sus garras feroces y de sus lenguas increíblemente viperinas. Recordó que antes era una chica libre que andaba en bicicleta, sostenía conversaciones con sus camaradas de estudios y contemplaba la vida como un hermoso espectáculo. Las miradas oblicuas e insolentes de los empleados de la Administración la convencieron de que existía un foso infranqueable entre ellos y su familia. Su madre tenía razón: El mundo está lleno de peligros, qué bueno que los tengo a todos en la casa. Un mozo se acercó sonriendo con felicidad.

–Dice el señor que ya se suban –dijo con insolencia, mirando por encima del hombro de Ted, que se volvió a él sonriente.

–¡Vámonos! –ordenó Lucy poniéndose de pie.

También Estela sintió la curiosidad malévola de los criados y la dicha que les producía contrariarlas. Era mejor no darles el espectáculo regocijante. Ellos sí sabían lo que Estela y su hermana desconocían; estaban en comunicación con Pedro y lo aplaudían. Por eso las miraban con aquel regocijo malévolo.

–¿Nos vemos mañana en la playa? –preguntó Ted.

–Sí –aseguró Estela.

Estaba decidida a ir a la playa con ellos. Al pasar cerca de la Administración escuchó decir:

–¡Puta!

Tuvieron que llamar al cuarto de Pedro para reclamar la llave de su cuarto, ya que éste la había recogido en la Administración. El viejo les abrió en calzoncillos y Estela retrocedió asustada.

–La llave está sobre la mesilla de noche –dijo Pedro con descaro.

Lucy evitó ver sus piernas flacas y su pecho enjuto cubierto de vellos ralos. Recogió la llave con rapidez y se inclinó a tomar a su hijo, que dormía sobre la cama de Pedro. Éste aprovechó el momento para atacarla por la espalda. Se entabló una lucha sorda entra la joven que trataba de ganar la salida y el viejo que trataba de impedírselo. Lucy no quería que su hijo al que llevaba en brazos, se despertara y contemplara aquel espectáculo que le parecía degradante. Al verlo se dio cuenta de que estaba decidido a organizar un escándalo a sabiendas de que todo estaba de su parte, incluso Adrián. Cambió de táctica, sonrió:

–Voy a dejar al niño y vuelvo –le dijo con voz suave.

El viejo pareció calmarse, le era insoportable mirar sus ojos vidriosos. Salió y encontró a Estela escondida detrás de un pilar del corredor. De prisa, ambas entraron en su habitación, cerraron la puerta con llave y acostaron al niño para luego cargar la cama hasta la puerta de comunicación con la habitación del viejo y atarla con una media. Estaban jadeantes, el corazón les palpitaba con fuerza y sintieron que iban a ponerse a llorar.

–Los de abajo le pueden prestar la llave maestra –susurró Estela señalando temblorosa la puerta de entrada.

Se precipitaron a llevar la otra cama junto a esa puerta y a atorarla con una media a la perilla de la cerradura. Después cada una se sentó sobre una cama y esperaron en silencio. No tardaron mucho rato en escuchar a alguien tratando de abrir primero una puerta y después la otra.

–Están atrancadas, señor –oyeron decir a un hombre. Pedro soltó algunas palabras soeces y ellas guardaron un silencio angustioso.

Pasada la media noche se desató un viento terrible sobre la ciudad. El viento entraba por la ventana y las rendijas de las puertas, se diría que la cólera de las hermanas había desatado el huracán.

–Mañana nos vamos –dijo Estela.

Buscó frenética el dinero para contarlo: no tenía bastante para pagar el viaje, el mar le había tragado casi todos los billetes.

–¿Cuánto tienes tú?

–Nada –contestó Lucy con simplicidad.

Su hermana la miró con incredulidad.

–¿No te dio nada Adrián?

Estela, agobiada, se dejó caer sobre la cama. Al amanecer el viento traía ráfagas de lluvia. Apenas amaneció cogieron la bolsa de playa y al niño y abandonaron el hotel. Los hombres de la Administración las vieron pasar con aire divertido.

–Hay Norte. ¿A dónde van? –preguntaron con alegría.

En la calle el viento soplaba con furia, las jóvenes podían dejarse caer de espaldas pues las corrientes de aire las sostenían. Les divirtió el juego. Llegaron a la playa barrida por un oleaje furioso. El galerón donde habían estado la víspera se hallaba húmedo y desierto. Sólo quedaba la mujer que preparaba el arroz, que se había refugiado en una especie de cuartucho, que olía a orines y a cerveza. La mujer les permitió ponerse los trajes de baño.

–¿Se van a bañar? –insistió asustada.

Ellas se echaron a reír. Toda la furia del mar no bastaba para limpiarlas de la noche pasada en el cuarto sucio del hotel.

–El guardavidas no permite bañarse hoy –dijo la mujer señalando a un hombre de piel oscura y reluciente como la de una roca, sentado en una atalaya blanca colocada en mitad de la playa. El hombre escrutaba el mar y llevaba colgado al pecho un silbato.

–Yo voy primero –anunció Lucy sin escuchar a la mujer.

Salió a la playa a enfrentarse con el viento, y el oleaje, se lanzó a las olas, no tenía miedo, entre ella y el mar existía un acuerdo secreto, una amistad leal. Las olas enormes pasaban sobre su cabeza y la metían con violencia evitándole escuchar los silbatazos del hombre de la atalaya. Volvió a la playa con las trenzas pesadas por el agua y la sal. El guardavidas se acercó indignado.

–Está prohibido nadar cuando hay Norte –le gritó.

Ella movió la cabeza como si no entendiera. A veces su aspecto extranjero le era útil. Al entrar al barracón se encontró con Ted y Corbett charlando con Estela. Ambos habían acudido puntuales a la cita. Se habían puesto los trajes de baño y habían colocado un disco en la rocola. Al ver a Lucy corrieron a echarle una toalla sobre los hombros. La vida era maravillosa, bastaba ver los ojos límpidos de Corbett para saberlo. El guardavidas interrumpió la alegría de aquel momento.

–¡No pueden bañarse! –ordenó.

–Hoy es su día, puede decir: ¡no! –exclamó Lucy.

Los jóvenes tomaron la revancha de la noche pasada: también ellos habían sentido la hostilidad gratuita de los hombres del hotel. Miraron divertidos al hombre que apenas les llegaba a la clavícula y que los miraba con una autoridad que resultaba cómica.

Se echaron las bolsas al hombro y se alejaron en busca de una playa que careciera de vigilante. El guardavidas parecía tan imbuido en su importancia que los cuatro rieron largo rato con malevolencia. Encontraron una playa abandonada en la que nadaron en sus olas plomizas y encrespadas, lucharon con el agua y con el viento que amenazaba llevarlos por el aire. Quemados por la sal y el viento atravesaron la ciudad, iban alegres, con los cabellos llenos de sal y arena. Casi nadie transitaba las calles, excepto alguna que otra mujer chancleando sobre la acera y algunos niños que se ofrecían como guías de turistas.

Lucy y Estela debían regresar al hotel, temían la cólera de Pedro, cabizbajas se despidieron de sus amigos, ellos las vieron alejarse preocupados. Las jóvenes tenían algo indefenso, se diría que estaban en peligro y que ellos sentían ese peligro. Ya muy cerca del hotel, Lucy declaró:

–¡No quiero ver a Pedro! Vamos a comer a cualquier cafetín.

Estela tampoco deseaba enfrentarse al viejo, recordaba lo sucedido la noche anterior como una pesadilla, vio los dedos alhajados del hombre prendidos al pecho de su hermana y supo qué hacía años que Lucy se debatía en un tiempo oscuro, en una dimensión irreal, la escuchó decir: Le diré todo a Adrián, y Estela supo que era inútil. A sabiendas de que la escapatoria al cafetín era sólo un minuto arrancado al infierno en el que vivía, Lucy le agradeció a su hermana que aceptara su proposición.

–Nunca te cases –le dijo a Estela en el momento en que entraban al cafetín de sillas pintadas de color de rosa.

–¡Eh, chicas! –las llamaron en inglés.

Se volvieron para encontrarse con Ted y Corbett riendo y contentos del reencuentro. Pensaron que las habían seguido de lejos. Ambos tenían algo profundamente simple que provocaba las miradas de los demás comensales que parecían escandalizarse de sus piernas desnudas. Lucy se encontró con los ojos de Corbett, ¿por qué no será él Adrián? Pensó que le gustaría estar siempre bajo la mirada limpia del muchacho. Él puso una mano sobre la suya.

–¿Qué pasa, Lucy? –le dijo.

–Nada –contestó y casi sin quererlo volvió a mirar sus ojos azules, que de pronto se volvieron graves.

–No digas nada –le dijo él dándole de palmaditas en la mano.

Afuera la lluvia arreció y el viento sopló con más furia. Era un viento aventurero que venía de muy lejos, barría los países extranjeros, entraba a Veracruz para partir después hacia otros rumbos. Ella y su familia siempre se habían querido ir, en los armarios de su casa se guardaban los trajes para el viaje y mientras se iban al encuentro de la nieve, leían La Odisea, Magallanes, Simbad el Marino y cualquier libro de viajes y aventuras. El mundo es peligroso, les repetía su madre, que deseaba que no salieran nunca de su casa. ¿Por qué se habría casado? El tiempo hostil e inmóvil de su matrimonio no tenía fin, Adrián era un extraño, igual a los clientes del cafetín que comían a grandes bocados la comida oscura servida en los platos gruesos de porcelana barata. ¿Cómo escapar de él y de Beatriz? Se preguntó convencida de que ambos poseían un extraordinario poder y de que la tenían sujeta en una red invisible y rígida. Me ven de día y de noche, se dijo y recordó sus ojos de piedra gris que la paralizaban de terror. Escuchó sus continuos interrogatorios: Quieres ir a tu casa, ¿verdad? ¡Confiésalo, confiésalo! ¿En qué estás pensando? ¡Ah! Piensas en que nos odias. ¡Confiésalo, confiésalo!

–¿Y tu marido? ¿Lo quieres? –escuchó lejana la voz desconocida de Corbett.

Se sobresaltó, no supo qué decir, la voz del muchacho venía de la profundidad de su pecho amplio, se recordó a sí misma por las noches, con el terror de las pesadillas, sentada junto a la ventana, mirando la calle desierta y los edificios vecinos blancos, como cráneos olvidados en un tiempo inmóvil. Angustiada esperaba el final de la noche. Era peligroso llorar, Adrián podría sorprenderla y la llamaría loca, loca, loca. Corbett le dio un golpecito en la mano, la luz límpida de sus ojos aseguraba la certeza del orden solar. El muchacho repitió la pregunta.

–Sí, claro… –contestó ella al cabo de un silencio.

Mentía, hubiera querido tener valor para decir que le temía, que la tenía atrapada en una cortina maligna entre sus pliegues espesos de color, de color, ¡Beatriz! se dijo recordando la abundancia de la carne que amenazaba saltar por el escote del traje de la madre de Adrián. Corbett sacó su peinecillo y le arregló algunas mechas que escapaban de sus trenzas. De las mesas vecinas los miraron personajes gordos, de ojos furtivos. Se diría que les estaban preparando una trampa.

–Vámonos –dijo Lucy, que prefería el vendaval de la calle a las miradas de los comensales.

Caminaron sobre el viento. Las calles estaban desiertas. La gente se resguardaba del huracán que amenazaba llevárselos como a hojas sueltas. Las mesas de los cafés habían sido retiradas de los portales. Lucy y Estela recordaron a Pedro. ¿Qué habría hecho al descubrir que se habían ido tan temprano? Sintieron miedo y trataron de no recordar la escena nocturna a la que un pudor invencible las obligaba a replegarse en las profundidades de su memoria, Ted preguntó:

–Y el suegro, ¿qué hace?

No supieron decir, simularon indiferencia y se encaminaron al hotel. ¿Cómo confesar que andaban a la deriva porque el suegro había querido acostarse con Lucy? En el portón del hotel se despidieron.

–Hasta la noche.

Los vieron alejarse con sus camisas caqui mojadas por la lluvia. Habían aceptado que vinieran a las siete a sabiendas que no podrían salir con ellos. ¿Cómo dejar al niño y cómo quedarse a solas con Pedro? Los empleados del hotel las vieron subir la escalera con una sonrisa equívoca y un comentario soez en los labios.

–¿Ves? El mal siempre encuentra cómplices. Es inútil que me queje o diga algo, todos se pondrían de su parte. Es evidente que el viejo Pedro es un malvado y ¡míralos!, están con él –dijo Lucy aludiendo a los empleados de la Administración.

–¿Crees que lo sepan? no pueden ser tan malos –dijo Estela asustada.

–Lo saben y lo gozan, por eso estoy perdida.

Estaban empapados y el niño parecía divertido, le había gustado la lluvia. Con la humedad el cuarto del hotel olía a mugre de muchos años. De los rincones surgían olores acedos y las camas despedían recuerdos de cuerpos extraños. Las hermanas se sentaron en el borde de la cama sin saber qué hacer. Era una desgracia el viaje, por primera vez en su vida Estela se sintió llena de rencor: El viejo está detrás de la puerta, se dijo y se volvió a su hermana que con las trenzas chorreando agua, ni siquiera se le ocurría buscar una toalla para secarse y secar a su hijo, era un ser inerte en medio del huracán que se abatía sobre la ciudad.

–Llama a Adrián. ¿Qué vamos a hacer? No quiero ver al viejo –le dijo en voz muy baja.

–Es inútil que le llame –contestó Lucy.

–¿No te das cuenta de que puede repetirse la escena de anoche? –suplicó Estela.

–Sí, me doy cuenta, pero Adrián no hará nada, ya no puedo más.

–¡Tienes que poder! –gimió Estela.

Lucy se puso de pie, avanzó hasta su hermana, la miró al fondo de los ojos y dijo con voz grave.

–El único remedio es matarlo… o matar a Pedro… o a Beatriz… ¡No, matar a los tres! Acabar con esta pústula, con este trío infame, antes de que ellos me maten a mí y maten a mi hijo.

–Lucy, no hables así, qué cosas tan horribles se te ocurren –exclamó espantada.

–Te equivocas. A veces el crimen es el único remedio contra los criminales que actúan en la impunidad.

Lucy se preparaba a explicar su plan, el más secreto de los planes que había hecho para escapar de la tutela tiránica de Adrián y de Beatriz, cuando la puerta que comunicaba con el cuarto del viejo se abrió y éste apareció con los escasos cabellos en desorden y el gesto soez.

–¡Ven aquí! –le ordenó a Lucy.

Estela que había escuchado a su hermana con horror, vio que ésta se quedaba inmóvil ante la orden del viejo. Le pareció que los minutos se eternizaban, recordó las palabras de Lucy: Matar a los tres. Sintió que iba a llorar y ante la actitud implacable del viejo, movida por el terror se puso de pie y corrió a su encuentro.

–Nos llovió, no podíamos volver, estamos empapadas, vamos a cambiar al niño –le dijo suplicante.

El viejo le echó la mano a un pecho y ella retrocedió espantada, lo vio acercarse a Lucy, se sentó junto a ella y empezó a acariciarle los muslos dorados con torpeza. Estela permaneció inmóvil, lo escuchó decir:

–No te vas a burlar de mí. ¡Qué bonito color tienes! ¿Para quién te guardas? Ven a mi cuarto, ¿crees que tu marido ignora a lo que venías?

Lucy permaneció en silencio, intensamente pálida, Estela aterrada, sólo pudo gritar:

–¡Papá! ¡Papá! ¿Dónde estás? ¡Ven!

Su grito despertó a su hermana, que abrazó a su hijo y con él en brazos salió corriendo escaleras abajo. Estela la siguió. La encontró sentada y jadeante en un sillón en el fondo del vestíbulo de piso de mosaico rojo, con su niño sobre las rodillas. Se sentó a su lado y ambas guardaron silencio, mientras los empleados las miraban divertidos. Aquel grupito de hombres sabía lo que les sucedía y gozaban con su humillación. A Estela se le llenaron los ojos de lágrimas.

–Si lloras delante de estos malditos te mato –le dijo Lucy con voz resuelta.

Estela se contuvo y volvió los ojos a su hermana que fingía jugar despreocupada con su hijo. La imitó, el niño les sirvió de juguete para disimular su desesperación. Pedro no bajaría y ellas lo único que tenían que hacer era esperar a que dieran las siete y llegaran sus amigos. Con ellos estaban seguras, al abrigo de los ataques del viejo y de las miradas grasientas de los empleados. Lucy pidió unos cigarrillos y café.

–¿Ves cómo es un imperativo que mate a esta trilogía maldita? –le dijo a Estela mientras simulaba saborear el café espeso.

–No hables así, me das miedo –suplicó la menor de las hermanas.

–Antes yo era como tú, pero me han cambiado, ahora sé que los crímenes no siempre aparecen en los diarios. ¿Prefieres que me maten a mí? mira, cuando vivía en la casa de Beatriz, antes de que se casara con Pedro me desperté una noche porque ella me estaba asfixiando con una almohada, su hijo dormía en el ala de la casa que ocupaba Beatriz. Cuando logré desasirme de la almohada y de ella, corrí por la casa oscura, no podía gritar, tropecé con un mueble en el salón y derribé una mesilla llena de bibelots, entonces grité como tú, ¡papá! Se encendió la luz y apareció Adrián en pijama. ¿Qué haces aquí?, ¿estás loca? Vi su boca caída por el asco y sus ojos de piedra y tuve valor para decirle lo que me había ocurrido. Adrián abrió mucho los ojos, vi que también él tenía miedo y gritó: ¡Mamá! Beatriz entró envuelta en un viejo kimono japonés, muy sorprendida. ¿Qué pasa, hijito? Mamá, mamá, has tratado de ahogar a Lucy con una almohada, le reprochó. Beatriz empezó a golpearse el pecho y a gritar: ¿Yo?, ¿yo?, ¿yo? ¡Dios mío! Qué mala es esta mujer, qué mala, ¡me odia, hijito!, ¡me odia! ¡Juro por la paz del sepulcro de mis padres que miente! ¡Miente, hijito, miente! Y Beatriz besaba la cruz una y otra vez. Adrián se quedó perplejo unos instantes, después se volvió a mí: ¡Malvada! ¿Cómo te atreves a calumniar a mi pobre madre? Beatriz avanzó hacia él, lloraba a grandes sollozos y gritaba: ¡Hijo, hijo, tu mujer me calumnia, me odia! Espantada, retrocedí ante la pareja, la cólera me nubló la vista y cogí la mesilla derribada y la lancé contra Beatriz. ¡No miento! ¡No miento! ¡Vieja canalla, usted trató de ahogarme con la almohada! y Beatriz esquivó el golpe con rapidez. ¡Juzga tú, Nito, quien quiere matar a quién!, dijo dejando de llorar, pues ella llora a voluntad.

Lucy calló. Su hermana la contempló asustada.

–¿Qué pasó después? –preguntó.

–Nada. Adrián le creyó a ella. ¡Vete a tu cuarto y cuidado con volver a calumniar a mi madre!, me dijo. ¡Quiero irme a mi casa!, contesté, al oír esto, ambos se colocaron junto a la puerta del salón y dijeron a coro: ¡Eso sí que no! ¡Usted se queda aquí, cargará con las consecuencias de toda su familia que no supo educarla! Beatriz se puso en jarras, escupió y dijo: ¡Puta!, usted no va a deshonrar esta casa honorable. Te lo advertí, Nito, te lo advertí.

–Y luego, ¿qué pasó? –preguntó Estela en voz baja.

–Nada. Apagaron la luz y se fueron a sus cuartos. Me quedé allí a oscuras, hacía ya tiempo que sentía que me habían colocado un trozo de caca en el cogollito tierno del corazón, estaba muy humillada. No tenía miedo, ya sabía que Beatriz es una asesina.

–¡No digas eso! y ¿por qué lo dices? –preguntó Estela asustada.

Su hermana le lanzó una mirada de fatiga, pensó que había hablado demasiado, ahora meditaba cómo librarse del viejo que esperaba arriba. Se inclinó sobre su hermana.

–No podemos subir. Si es necesario nos vamos a dormir con los norteamericanos –le dijo. La ropa mojada se secaba lentamente sobre sus cuerpos, afuera el vendaval barría las calles como aquella noche en que a oscuras buscó el camino de su cuarto en la casa sombría de Adrián. No durmió, veló largas horas esperando el regreso de Beatriz, ahora rebotaba como una pelota contra los muros de un recinto cerrado, no encontraba salida para su situación desesperada. Sí, debo matarlos, se repitió varias veces. Imaginó que para Beatriz era menester utilizar un puñal muy largo, un cuchillo cebollero, un puñal cualquiera no alcanzaría ningún punto vital, si tuviera una pistola, suspiró. Quiso recordar su vida anterior de la que le quedaban imágenes superpuestas en desorden: Hay dos caminos, uno bordeado de rosas, recto y perfumado, el otro lleno de espinas, cardos y vericuetos. ¿Cuál escoges tú?, le preguntó la Madre Dolores desde su alto pupitre y su hermosa cofia blanca cubierta por un manto negro. ¡El de las rosas!, contestó ella con decisión. Ese es el camino del infierno, le respondió la Madre teresiana. No comprendió el misterio, ¿por qué las rosas llevaban al infierno? No tuvo tiempo de preguntárselo a la Madre; unos días después unos hombres cerraron el convento y el patio de losas blancas sembrado de naranjos, donde las niñas en fila besaban el anillo del señor Obispo que daba paso en la entrada de la Capilla, desapareció. Ese mundo silencioso y geométrico, en donde los misterios de la blancura y la penumbra se sucedían en el orden previsto de los perfumes secretos y las palabras indescifrables de las oraciones, desapareció para siempre de su vida. Los cirios encendidos como un pequeño jardín llameante se apagaron, así como los pasos marcados por la chasca de la Madre. De un puntapié un hombre llamado Calles rompió el orden de la belleza secreta, como ahora, un hombre llamado Pedro había roto el orden marino. Le pareció que desde el principio todo lo que amaba estaba destinado a ser destruido a puntapiés. Se vio vestida de azul caminando por la calle rosa de San Idelfonso, ¿por qué siempre azul?, porque el azul es para las rubias, era la respuesta de su padre. Lo había olvidado. Recordó entonces, la tarde en la que compró un abrigo azul de Prusia, de corte de capote militar con un pequeño cuello de piel gris. La contempló sonriendo, llevaba el cabello rubio anudado en la nuca: Pareces un húsar, le dijo complacido y la invitó a cenar. La había educado en el orden militar en el cual no cabían las lamentaciones ni los desfallecimientos. Los soldados ingleses se afeitan antes de ir a la batalla, repetía y ahora ella mecánicamente ejecutaba la disciplina del silencio. Tal vez esa mecánica le impedía el suicidio, que como un deseo imperioso la perseguía desde el día de su matrimonio. Te educaron para faquir, le decía Adrián riendo. Quizás era verdad, pues no sabía quejarse. De pie, como un húsar, aguantaba los puntapiés que destrozaban uno a uno los valores que ella había colocado por encima de sí misma. A veces también recibía bofetadas por encima de las aceitunas puestas sobre la mesa de Beatriz. Me iré un día, y miraba la casa donde la trasplantaron casi sin su consentimiento. Me iré un día después de haberlos matado, se repitió, mientras se arreglaba los cabellos mojados que se resistían a secarse en aquel vestíbulo barrido por el viento marino que le humedecía aún más la blusa y los shorts. Su hijo jugaba al caballito sobre las piernas de su hermana. Se angustió al comprobar que su hijo crecía con aquella pasmosa lentitud, Adrián y su madre, no le permitirían llevárselo, por eso tenía que matarlos. Adrián venía de una familia de abogados y en las discusiones de familia echaba siempre mano de las leyes que protegían sus intereses y derechos, sin contar con que gozaba de amistades poderosas. Ella era hija de un inmigrante y su casa empezaba a desintegrarse a fuerza de desconocer sus derechos, que en la práctica eran nulos. Contempló a Estela, sonreía con una sonrisa apenas dibujada, bajó los párpados gruesos y pálidos como los pétalos de una magnolia. Siguió su sonrisa y vio que en la puerta estaban los dos oficiales con la gorra militar en la mano.

–¿No están listas? –les preguntaron.

Con un gesto Lucy les ofreció asiento. Corbett ocupó un sillón con asiento de cuero próximo al que ella ocupaba, quería saber qué ocultaba aquella muchacha alta y atlética que se conducía de una manera tan inesperada a pesar de su aspecto simple. Un sentimiento desconocido lo movía a protegerla, tenía la impresión de verla en lo alto de una cornisa dispuesta a lanzarse al vacío. Le levantó la barbilla y la miró a los ojos.

–¿Qué pasa? Todo puede arreglarse –le dijo en vez de decirle que se había enamorado de su silencio.

Lucy sintió la intensidad de las palabras banales y la fuerza de la mano que le sostenía la barbilla y tuvo la intención de arrojarse a su pecho a llorar. Con él podía abandonar la disciplina impuesta por su padre, que le servía de coraza frente a los que se permitían con ella abusos y crueldades. Corbett tenía la nobleza de los que van a morir y en su mundo no ocurrían las cotidianas bajezas de los escribanos, los dictadores de arbitrariedades, burócratas policíacos escudriñando los pensamientos ajenos que suman y vuelven a sumar el número infinito de sus víctimas y de sus ganancias.

Estela y Ted jugaban con su hijo, el cabello sedoso de su hermana lanzaba destellos de cobre pulido que atraía las miradas de los hombres cruzados de brazos alrededor del escritorio. Lucy los miró con miedo, sonreían con despecho: Esperen, ya verán, parecían decir sus ojos. Se volvió a Corbett que parecía reflexionar sobre la situación.

–No importa que no puedan salir, cenaremos aquí –dijo mirándola con sus ojos límpidos.

Lucy iba a contestar, cuando estalló un escándalo al pie de la escalera. Era Pedro, que en mangas de camisa, rodeado de los hombres de la Administración, que las miraban satisfechos, les lanzaba a voz en cuello una serie de injurias entre las que sobresalía la palabra putas. Estela, con el niño en brazos, se quedó petrificada de terror. Ted se volvió a ella.

–¿Qué pasa?, ¿qué dice?, ¿por qué nos señala así? –preguntó estupefacto.

Estela no supo qué contestar, su piel se volvió roja y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se acercó a su hermana.

Pedro, con los brazos extendidos las señalaba mientras la palabra putas brotaba sin cesar de su boca ante la aprobación de los empleados. Corbett se puso de pie y seguido de su amigo avanzó hacía el grupo amenazador. Lucy los detuvo.

–¡Siéntense! Está enfermo. Lo trajimos a Veracruz para que descansara –les dijo con firmeza.

Los jóvenes se colocaron al lado de ellas con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud de desafío. Los hombres que rodeaban a Pedro se quedaron quietos mirando de soslayo a las muchachas y a los extranjeros. De pronto Pedro dio la media vuelta para rehacer el camino de regreso a su habitación. Los hombres que le servían de coro bajaron la cabeza, se diría que sus lustrosos bigotes habían perdido brillo. Lucy contuvo las lágrimas mientras su hermana, abrazada al niño, lloraba con una facilidad incontenible. Los jóvenes sentían vergüenza, de alguna manera adivinaban la humillación infligida a sus amigas.

–¿Qué quieren que hagamos? –preguntaron temblorosos.

–Nada –contestó Lucy, cuyas rodillas chocaban entre sí con temblor nervioso. Corbett colocó las manos sobre las rodillas de su amiga.

–¡No tiembles! Podemos abofetear a esos –le dijo señalando con un descaro a los hombres de la Administración.

–¡No! Usan navaja –contestó ella con voz severa. Al que hay que matar es al de arriba, pensó. Él era el culpable, él desataba la bajeza en los demás. Existen seres así que llaman a la cobardía, como existen otros que apelan a los sentimientos nobles. Vio a Ted que levantaba el puño y lo miraba amorosamente. Lo escuchó decir:

–Ellos tienen navajas y nosotros puños.

Sus amigos no entendían el problema: Pedro expandía el germen de la vileza y había contagiado a aquellos pobres diablos. Si sus amigos los golpeaban Pedro era capaz de pagar a alguno de ellos para que les pusiera una celada por la noche. Trató de convencerlos.

–Ellos siempre tienen razón, acabaríamos en la cárcel –les dijo a sus dos amigos.

–Habría un muerto, nunca se sabría quién lo mató –agregó Estela.

Las amenazas de Pedro obligaron a los muchachos a tomarlas bajo su protección. Se sentaron junto a sus amigas.

–No tengan miedo, nos quedaremos con ustedes –aseguraron sonrientes.

Formaron un pequeño círculo y ordenaron la cena. Ted se ocupó del niño que se quedó dormido en sus rodillas. Afuera el vendaval continuaba soplando con furia y hasta el rincón del vestíbulo entraban remolinos de viento empapados de lluvia, como si quisiera barrer las palabras inmundas que habían caído sobre el grupo de jóvenes que hablaban en voz muy baja. Desde lejos los empleados continuaban observándolos. Estela estaba segura de que cuando sus amigos salieran a la calle iban a atacarlos en algún rincón oscuro, después dirían que dos gringos borrachos habían provocado una reyerta. Pero no dijo una palabra acerca de sus temores. Por su parte, Lucy buscaba la manera de lavar aquella afrenta pública que le había inferido Pedro. Lo mataré a él primero. Los dos muchachos ajenos a sus cavilaciones hablaban de cosas simples y observaban con agrado a sus amigas. Cuando Estela empezó a cabecear, Ted extendió el brazo y colocó la cabeza de la jovencita sobre su hombro. Corbett y Lucy se limitaron a hablar de sus respectivas universidades, pero por debajo de las palabras se establecían corrientes secretas y frases apasionadas que los obligaban a detener la conversación y a mirarse sorprendidos. ¿Por qué estoy casada? ¿Por qué está casada y vive en este lugar horrible? Corbett extendió la mano y le dijo con aire divertido.

–Pecas.

Lucy se cubrió la cara con las manos, siempre se las había reprochado.

–¿Por qué? Son muy bonitas –dijo Corbett sorprendido.

Y calló pensando que le gustaría besar el rostro de la chica taciturna que estaba junto a él. Bajó la vista para escuchar a la noche que avanzaba en medio de la furia del viento. Nadie hizo alusión a la hora. Estaban entumecidos por la humedad. Ted se había quitado el chaquetón para cubrir al niño que dormía apacible sobre sus rodillas. El reloj del vestíbulo sonaba de cuando en cuando para avisar que se terminaban las horas. Los cuatro habían caído en un tiempo en el que se amaban en silencio, un silencio cada vez más desesperado. En la Administración quedaban dos veladores para observarlos; bajo sus ojos malignos era imposible cualquier gesto. Los cuatro habían olvidado su presencia y sólo deseaban el amparo de un lugar imaginario donde pudieran decirse las palabras que se morían en sus gargantas.

–¡Odio este lugar! –declaró Lucy. Su declaración de odio sustituía a la declaración de amor que hubiera querido decir a Corbett.

–¿Por qué no te vas a California? –preguntó el muchacho.

Dijo la palabra California como si ella encerrara la promesa del paraíso. Lucy no contestó. El paraíso había sido abolido para ella, en su mundo no existía ni pasado ni futuro, únicamente un eterno presente que podía reducirse a la frase: Hoy es jueves. La palabra California le abrió una rendija al perdido mundo imaginario, a los días en que el jueves era su día predilecto, el día dedicado a Júpiter tonante, cuando en su tiempo circulaban dioses griegos mezclados con esplendorosas Vírgenes Marías. Miró sonámbula a Corbett y éste la recibió en sus brazos y la arrulló unos minutos, como la prueba de que la rendija abierta tenía cuerpo. Era la primera vez que Lucy sentía la corriente secreta del amor que partía indestructible del pecho ancho de Corbett y se mezclaba a su pecho delgado llenándolo de un poder desconocido. Cuando se separó de sus brazos se sintió fortalecida, había recibido el bautismo de la Poesía.

Estela dormitaba sobre el hombro de Ted que de vez en cuando se inclinaba para besar furtivamente sus párpados pálidos.

Los muchachos esperaron las primeras luces del amanecer.

–¿Están seguras de que no quieren mudarse a nuestro hotel? –preguntaron.

Ellas movieron la cabeza negando. Estaban al pie de la escalera que las llevaría a su cuarto, ofrecieron sus mejillas para recibir un beso de los oficiales y luego subieron tratando de disimular su terror. Las vieron irse, no se movieron hasta que sus piernas largas y torneadas desaparecieron en la curva de la escalera. Entonces, se calaron sus gorras militares, miraron con desdén a los hombres de la Administración esperando una reacción que no se produjo y salieron a la calle a enfrentarse con el vendaval.

Tenían cita con ellas en el Café de la Parroquia a las nueve y media de la mañana. Era ese el último día que estarían en el puerto. Al día siguiente partirían para el frente.

A la hora convenida ocuparon una mesa en el café. Casi no había parroquianos y por la calle continuaba la desenfrenada carrera del viento. Los dos se hallaban preocupados, habían comentado la conducta de Pedro y el terror de las muchachas. Se habían dado cuenta de que ambas sentían una enorme vergüenza frente a ellos, miraron el reloj, pues el retraso de sus amigas los tenía inquietos. Les disgustaba no volver a verlas o dejarlas en manos de aquel viejo cuyas intenciones eran bien claras. Se disponían a ir a buscarlas cuando las vieron avanzar con el niño en brazos. Vistas de lejos, batiéndose con el temporal, parecían perdidas e indefensas. A través del cristal de la ventana del café vieron cuando sus amigas al sentirse observadas improvisaron un gesto de seguridad e indiferencia. Las recibieron de pie.

–¿Ya desayunaron?

Las jóvenes guardaron silencio. No podían disimular su depresión y resultaba difícil arrancarles una palabra.

–¿Sucedió algo? –preguntó Corbett acariciando la mano de Lucy.

La joven movió la cabeza y Estela apenas pudo contener las lágrimas.

–Nada.

¿Cómo confesar lo que había sucedido? Era demasiado humillante. Cuando los dos oficiales se marcharon del hotel y ellas se preparaban a dormir, el mismo dueño del hotel entró intempestivamente en su cuarto:

–El señor se fue a México y ustedes deben pagarme ahora mismo la cuenta –dijo mirándolas con cinismo.

Ellas asustadas habían guardado silencio. Estaban aturdidas. Carecían de dinero y el hombre que tenían delante parecía muy seguro de sí mismo.

–¿Me van a pagar? O tendré que cobrarme en especie –preguntó sonriendo.

–¿Qué quiere decir? –preguntó Estela.

–Bueno. Ahí está la cama, ahí me pueden liquidar la cuenta.

–¡Insolente! Salga de aquí o llamó a la policía –gritó Lucy.

–¿A la policía? Seré yo el que llame. Este no es un hotel de putas y menos de putas que no pagan. ¿Los gringos no les pagaron?

–¡Salga de aquí! Se le va a pagar la cuenta. Y entérese, mi hermana es menor de edad y puedo demandarlo –le dijo Lucy con voz iracunda.

Y acto seguido lo sacó a empellones de la habitación. La escena no terminó ahí, el individuo empezó a golpear la puerta. Lucy se puso los shorts y la blusa y salió a parlamentar con el individuo que la acorraló junto a un pilar para hacerle proposiciones soeces. Logró librarse de él y bajó corriendo a la Administración para pedir una llamada telefónica con México. Quería hablar con Adrián. El empleado le negó el uso del teléfono. Regresó a su cuarto tratando de guardar la compostura. Encontró a Estela sollozando.

–Vamos a la Central de Teléfonos ahora mismo –ordenó Lucy.

Frenética se lanzó a la ducha, se cepilló el cabello y vistió al niño que contemplaba la escena sin comprender nada. Contaron el dinero que les quedaba y salieron a la calle. Buscaron la Central Telefónica y les costó mucho rato comunicarse con Adrián. Cuando por fin escuchó su voz comprendió que estaba perdida.

–Sé lo que hiciste. Pedro se comunicó conmigo. Andas con un soldado gringo –le dijo con voz pastosa.

–¡Adrián!, eso no es cierto. Pedro se metió a mi cuarto.

–¡Calumniadora! ¿Cómo te atreves a hablar así de un hombre excelente? Pobre Pedro, muerdes la mano del que te ayuda.

–Sí… sí… es excelente, pero necesito que me mandes dinero para volver a México y salir del hotel –le pidió sumisa, pues sabía que era inútil decirle la verdad: Adrián no deseaba creerle a pesar de que estaba convencido de que le decía la verdad. ¿Para qué cree que su marido la mandó conmigo?, le había dicho el viejo Pedro. ¡Lo mataré!, se prometió.

–El hotelero se metió en mi cuarto, quiere que le pague hoy mismo –suplicó casi llorando.

–No pienso mandarte ni un centavo. ¿Lo oyes? ¡Ni un centavo! –advirtió Adrián y colgó el teléfono. Lucy miró a su hermana que esperaba ansiosa el resultado de la entrevista telefónica.

–No va a mandar nada.

A continuación le explicó que Pedro había tomado la delantera y buscó donde sentarse a llorar. ¿Por qué vine?, se repitió llorando. Imposible recurrir a su padre: apenas tenía dinero y estaba esperando una operación que le devolviera la vista. Todas las desgracias le caían encima. Ella era la culpable de haberse casado con Adrián en contra de la voluntad de sus padres.

–Le voy a poner un telegrama a mi papá. No podemos quedarnos aquí –anunció Estela con aire decidido.

Lucy se opuso, discutieron violentamente. Al final Estela se impuso, era necesario que el dinero llegara ese mismo día para salirse del hotel. Una vez que enviaron el telegrama abandonaron la oficina a enfrentarse al viento helado que azotaba la ciudad. Despacio se dirigieron al café en donde las esperaban los oficiales. Tenían la impresión de que el mundo entero les había caído encima convertido en cenizas. Ahora qué importaba que ellos leyeran el estigma infame con el que las habían marcado Pedro, el hotelero y Adrián. Ahora frente a ellos no podían explicar la catástrofe ocurrida. Estela comprendió el silencio de su hermana mayor.

–¿Qué pasa? –insistió Corbett mirando a Lucy con fijeza.

–Se fue el señor –contestó ella sin agregar más detalles.

Estaban libres y su suerte dependía de la rapidez de la respuesta de su padre. No deseaban volver a ver al individuo que las había sorprendido casi desnudas en su cuarto y las había injuriado con sus palabras obscenas.

–¿Qué hacemos? –preguntó Ted animado por la partida del viejo.

–Vamos a la playa –pidió Lucy.

La playa continuaba desierta, en el barracón estaba la mujer que vendía arroz. La india se alegró al verlos. Lucy se puso el traje de baño y seguida por Corbett se lanzó al mar enfurecido. Si pudiera ahogarme, se decía mientras luchaba blandamente con el oleaje espumoso que la llevaba de un lado a otro con gran fuerza. Su amor por el mar era correspondido y las olas no estaban dispuestas a matarla. Corbett la seguía a grandes brazadas. Salieron del agua tiritando, la vieja del barracón los contempló con amabilidad, parecían hermanos.

Estela no quiso bañarse, estaba obsesionada con el telegrama y la respuesta de su padre. Tenía que llegar ese mismo día. Lucy, Corbett y Ted volvieron al agua, mientras ella quedó cuidando al niño para que no lo arrebatara el viento. Asustada vio llegar a dos policías.

–¿No sabe que está prohibido bañarse? ¡Hay Norte! –le dijeron furiosos.

La chica no contestó y los hombres insistieron silabeando las palabras para hacerse entender. Ella se limitó a verlos con sus grandes ojos llenos de asombro. ¿Cómo pueden prohibir que se nade cuando hay Norte y en cambio permiten que un viejo trate de violarnos? Se preguntaba atónita. Los policías esperaron a los nadadores, cuando éstos reaparecieron los vieron con ojos solemnes y repitieron órdenes y amenazas con voz lenta para hacerse entender. Lucy fingió que ignoraba el español. Poco a poco los policías perdieron los ánimos, Ted puso su chaqueta sobre los hombros de Estela y los cuatro abandonaron la playa. Los policías los vieron alejarse.

–¡Gringos pendejos! –exclamaron.

Los cuatro jóvenes con el niño en brazos vagabundearon por la ciudad barrida por el viento y lavada por la lluvia. Hace ya tiempo que vivo a contrapelo, se repetía Lucy a cada paso. Le diré a mi padre lo que nos pasó, se decía Estela, pero el rubor intenso que cubría su rostro le aseguraba que una vez en su presencia no tendría valor para confesarle aquella horrible aventura. Lucy pensó. Sólo matando puedo liberarme de ellos. Imaginó enseguida los cuerpos acuchillados por ella de Adrián, de Beatriz y de Pedro y sintió vértigo. ¿Qué haré con ellos? La invadió una repugnancia desconocida y se dijo: Sólo podría matarlos en la calle en un día de lluvia como éste. La lluvia lava la sangre. Apenas se dio cuenta de que entraban a un cafetín. Los muchachos no se atrevieron a invitarlas a su hotel, les pareció que tomaban ventaja de las jóvenes que parecían perdidas en medio de los remolinos de lluvia y de viento. Ocuparon una mesa y se dispusieron a comer. De vez en vez, Estela se levantaba para llamar a su hotel y preguntar si había llegado algo para ellas: ¡Nada!

Por la tarde la lluvia las empujó a entrar a una escuela vacía. El gran patio cuadrado se hallaba inundado y la fuente situada en el centro resultaba minúscula comparada con la magnitud de la tormenta que se abatía sobre ella. Los jóvenes se sentaron en un pretil del patio a contemplar caer la lluvia. Estaban tristes y la lluvia a pesar de su violencia los llenaba de melancolía. Fue Corbett el que se puso de pie frente a Lucy.

–¿Por qué no te vas a California? –insistió.

Lucy se abrazó a su hijo.

–¿Por él? –preguntó el muchacho.

Lucy asintió y él bajó la cabeza. Ted tomó a Estela por la mano.

–Nosotros nos vamos a dar una vuelta. Nos veremos más tarde en el café de La Parroquia.

Ambos salieron corriendo, liberados de la angustia que expandía Lucy que quedó en el patio de la escuela acompañada de Corbett y de su hijo. De pronto, Lucy se echó a llorar. Sus lágrimas corrían con la facilidad de la lluvia que caía sobre la fuente. El oficial buscó un pañuelo albeante en sus bolsillos y se lo tendió.

–Lo necesitas –le dijo.

Se sentó a su lado, con los codos sobre las rodillas, inclinado, para no verla llorar. Sabía que el llanto le hacía bien. Echó un brazo sobre los hombros de la joven y la atrajo hacia sí. El conserje de la escuela apareció frente a ellos.

–¿Hasta qué hora se van a quedar aquí? –preguntó sorprendido al ver las lágrimas en el rostro de la chica.

–Un rato más –contestó ella con humildad.

Corbett le dio una propina y el hombre se retiró con discreción.

–Mañana a las seis de la mañana nos vamos –dijo Corbett cabizbajo.

–Ya lo sé.

–Es posible que nunca más nos veamos –agregó él–. No puedes quedarte en esta ciudad. Debes volver a un lugar seguro, a tu casa –recomendó bajando la cabeza.

Corbett llamaba un lugar seguro a aquella casa en donde ella rebotaba como una pelota entre cuatro muros vacíos. Lo miró con envidia: ir a la guerra era un honor, en cambio volver al lugar seguro era una ignominia. No dijo nada.

–¿Por qué no te vas esta misma noche? Ni Ted ni yo nos sentiremos felices sabiéndolas abandonadas en esta ciudad –afirmó muy en serio.

Ella se empeñó en guardar silencio. No podía confesar aquella última humillación: no tener dinero para pagar el hotel, comprar los billetes de tren y la agresión del hotelero. Trató de no recordar la conversación con Adrián. Y si le contara lo que me sucede ¿me creería?, se preguntó asombrada. ¡No, no me creería! Adrián es tan brutal que nadie puede creerme. Es mejor guardar silencio. Corbett pareció desesperarse, la cogió por los hombros y la miró con fijeza.

–¿Qué pasa? ¿Por qué no contestas?

Lucy se limitó a esconder la cabeza en el pecho del oficial y él la abrazó en silencio. Abandonaron la escuela callados, el muchacho llevaba al niño en brazos. Silenciosos deambularon por la ciudad. La lluvia calaba sus vestidos y el agua chorreaba de sus cabellos. El niño gritaba entusiasmado. Al final se encontraron sentados a una mesa de café, en espera de Estela y Ted, que llegaron con mucho retraso. Era evidente que ambos habían buscado un lugar para besarse y que ahora formaban un grupo aparte. Lucy vio a Ted escribir sobre las servilletas de papel palabras de amor repetidas una y otra vez. Luego, con gesto rápido entregaba aquellas notas a su hermana y observaba atento el efecto que causaban sus mensajes sobre el rostro melancólico de la jovencita.

Se había enamorado del piloto y de sus ojos de color violeta y la angustia de la situación le impedía entregarse a aquel amor imprevisto, surgido en unas horas, en medio de la tempestad que azotaba la ciudad y la sordidez compartida con su hermana mayor. ¿Cómo puede vivir así Lucy? Oscilaba entre el terror que le producía tener que regresar a aquel hotel y la desesperación de saber que su primer amor era sólo por unas horas, pues al día siguiente Ted desaparecería para siempre.

–Te voy a escribir. Te voy a escribir. ¿No me crees? –repetía el joven mirándola desde el fondo de sus ojos encendidos por aquel amor inesperado.

Al volver al hotel, se toparon en la Administración con el dueño, se diría que las esperaba. Sonrió al verlas llegar escoltadas por los dos oficiales.

–Los jóvenes van a subir con nosotras –le anunció Lucy con frialdad.

–No pueden entrar hombres a los cuartos –contestó el dueño.

–¿No pueden? ¿Y por qué entró usted? –Lucy esperó en vano la respuesta, el hombre se mordió los labios y calló.

–Ellos van a esperar en el corredor. No son de su ralea –añadió Lucy.

Sin esperar la respuesta del hombre subió acompañada de Ted y de Corbett. Estela llevaba al niño.

Una vez en la habitación, se pusieron blusas y shorts secos. Estela cambió de ropa al niño. Lo hizo de prisa ya que en el corredor las esperaban sus amigos. Lucy salió primero, alcanzó a Corbett y ambos avanzaron hasta un pilar de piedra, allí el joven la tomó en brazos y le besó el cuello y los cabellos.

–Será difícil olvidarte –murmuró.

Lucy no dijo nada, sabía que para ella resultaría mucho más difícil. Se recostó sobre su pecho y le agradeció a su hermana que le regalara aquellos minutos de felicidad. No puedo perdonarle a Adrián que me haya enseñado el odio, se confesó a sí misma con sorpresa. Corbett cortó una rama de helecho y se la colocó entre los cabellos. Segundos después se reunieron a ellos Ted, Estela y el niño. En grupo bajaron al vestíbulo y ocuparon la misma mesa de la noche anterior, la lluvia continuaba y no deseaban exponer al niño de Lucy al viento y la humedad nocturna. Desde la Administración los hombres observaban al grupo. Los cuatro sintieron lo absurdo de su situación: estaban inmovilizados siendo observados por aquellos hombres hostiles. Sobre las muchachas pesaba el secreto de la falta de dinero. ¿Y si aquellos hombres habían detenido el telegrama de su padre? Todo era posible. Pedro debió darles una buena propina. ¿Y si su padre tampoco tenía el dinero suficiente para cubrir los gastos del hotel y del viaje? Adrián tenía algún motivo para enviarme con su padrastro, meditó Lucy preocupada. No podré decirle a mi padre lo que nos ocurrió con el viejo, meditaba Estela.

Al amanecer Ted abrazó a Estela.

–Te amo –le repitió en voz baja.

Corbett evitó mirar a Lucy. Se sentía abatido. Cuando sonaron las cuatro y media de la madrugada, los muchachos se pusieron de pie, ellas los acompañaron hasta la puerta del hotel, allí indecisos, se miraron largo rato, Ted abrazó a Estela murmurando palabras apasionadas, mientras que Corbett miró al cielo oscuro del que caían torrentes de agua fresca. Por fin los muchachos salieron a la calle, mientras ellas los miraban perderse bajo la lluvia. Lucy tuvo un desgarrón, entregó a su hijo a Estela y salió corriendo detrás de los oficiales. Estela la siguió aturdida.

–¡Corbett! ¡Corbett! –gritó Lucy.

El oficial se volvió para recibir en sus brazos a la joven. La besó muchas veces bajo la lluvia, mientras que Estela, Ted y el niño esperaban bajo una cornisa. De pronto Lucy se desprendió de los brazos de su amigo.

–¡Gracias!, creo que ahora seré incapaz de matar a alguien –dijo y echó a correr rumbo al hotel.

–¿Matar?, ¿tú? –exclamó el muchacho, pero ya ella iba lejos–. ¡Te escribiré! ¡Te escribiré! –gritó Corbett y se quedó transido en el amanecer de esa ciudad desconocida. Lucy había desaparecido tragada por la puerta del hotel y él seguía de pie aguantando la lluvia y con el corazón roto. Ted y Estela aparecieron a su lado, ahora el muchacho llevaba en brazos al niño. No le dijeron nada. Corbett los vio dirigirse al hotel, también vio cuando su amigo entregaba al niño, mientras él continuaba con el pecho dolorido. Ted se reunió a él y ambos caminaron a buen paso. Iban cabizbajos.

–Volveré por ella –afirmó Ted.

–Es inútil, están perdidas, es inútil –afirmó Corbett.

–Sé lo que quieres decir, pero no Estela –respondió Ted. Corbett lo miró piadoso.

–¡Las dos! Lucy se equivocó y su hermana compartirá el error, terminarán muy mal –aseguró Corbett con la seguridad de alguien que ve desde la playa que se ahoga mar adentro y calcula que por más esfuerzos que haga no tendrá tiempo de llegar a salvarlo.

Con precisión hicieron su pequeño equipaje. No era fácil pensar en las muchachas, tampoco era fácil dejar de pensar en ellas, en ese momento lo único trágico en sus vidas eran esas dos apariciones en aquel país extraño. Estaban marcadas para la destrucción. La guerra les pareció más natural, más soportable, que el pensamiento de abandonar a aquellas náufragas en ese lugar perdido. Habían pasado tres días con ellas y no habían logrado enterarse de lo que las atormentaba, pero su silencio anunciaba un drama insoluble. A las seis de la mañana abordaron el avión y desde el cielo trataron de situar el lugar donde se hallaban sus amigas, después ya en pleno mar y cómplices del mismo sentimiento se hundieron en sus asientos y se entregaron a sensaciones confusas y dolorosas.

Estela y Lucy por su parte, esperaron sentadas en el vestíbulo la entrada del nuevo día. Estaban calladas y el niño se había dormido sobre sus piernas.

–¿Por qué no suben a dormir? –insistía de vez en cuando el velador que las miraba burlón y satisfecho de que los dos norteamericanos hubieran desaparecido para siempre de la vida de las jóvenes.

Ellas no contestaron. El hombre sabía que había presenciado el adiós definitivo y que sin la corpulencia de los dos norteamericanos él podía burlarse impunemente de las dos jóvenes abandonadas en el hotel.

–¿Ya se fueron verdad? ¿Sintieron feo? –preguntó.

Ambas guardaron silencio, sabían que cualquier gesto o palabra suya la aprovecharía el hombre de la Administración. Cuando la mañana se iluminó, se dirigieron a su cuarto oloroso a cucaracha y esperaron. Hacia las once del día el dueño reapareció.

–¿Van a pagarme? –preguntó arreglándose las mangas de la camisa.

–Estamos esperando el dinero y haga el favor de no volver a entrar o llamaré a la policía –le dijo Lucy, que sintió que se ponía lívida de ira.

–Este es un lugar decente y es inútil que vayan a la policía. Allí tengo amigos, me conocen –contestó el dueño con voz torva.

Las examinó de arriba abajo, como quien examina a dos reses y luego abandonó la habitación con paso lento. Estela se echó a llorar amargamente. ¿Por qué vine con Lucy?, se preguntó muchas veces. Su hermana bajó a la Administración para espiar la posible llegada del telegrama, debían tener alguna respuesta y el dueño del hotel era capaz de esconderla. Decidida se sentó cerca de la puerta y observó a los mozos que barrían los mosaicos rojos. La gota de miel que Corbett había depositado en su corazón desaparecía lentamente para convertirse en una enorme lágrima salada que se diluía en la corriente de sangre que corría por sus venas. Estoy maldita, nunca podré liberarme de este infierno, se repetía mientras las gentes pasaban frente al portón del hotel y la vida se deslizaba apacible bajo su mirada que amenazaba con nublarse con un torrente de lágrimas. Arriba su hermana continuaba llorando, Lucy sabía que tenía miedo y ella debía mostrar valor ante aquella situación degradante.

–¿Ya vino el telégrafo? –preguntó.

–Quién sabe –le contestaron los empleados de la Administración.

Decidió ir al telégrafo. Atravesó la ciudad llena de lluvia. En la oficina central una empleada de tez amarillenta buscó entre los avisos de los telegramas llegados en las últimas horas. Lo hizo de mala gana y de mala gana aceptó que un giro telegráfico había llegado a nombre de Lucy y había sido entregado al hotel.

–¡Lo sabía! –exclamó Lucy.

La empleada guardó los avisos de un golpe y la miró con rabia. Lucy tuvo que rogarle largo rato a aquella mujer amarillenta para que le diera el comprobante del giro a fin de poder reclamarlo en el hotel. Ante sus ruegos la mujer aceptó darle el comprobante. De vuelta al hotel reclamó el giro. Los empleados parecieron embrollarse.

–No ha llegado nada. –Dijo uno de ellos.

–Déjeme buscar. –Dijo otro.

–No, no hay nada –dijeron a coro después de simular que habían buscado en las gavetas.

La ira hizo enrojecer el rostro de Lucy, que permaneció de pie, inmóvil, mirándolos con una fijeza terrible que los hizo temblar. La miraron alta, con las trenzas rubias espesas, como un vengador inesperado y uno de ellos fingiendo sorpresa exclamó:

–¿Es éste? –y le tendió un sobre amarillo.

Lucy se lo arrebató con un gesto rápido, le lanzó una mirada fulminante y regresó a la oficina central a cobrarlo. Tuvo que esperar largo rato pues antes de pagarle, la mujer amarillenta hizo varias llamadas al hotel para cerciorarse de que Lucy era Lucy. Vieja horrible, Estela debe estar desesperada, se dijo una y otra vez, observando la calma que tomaba la mujer y el goce que le producía hacerla esperar.

A las cuatro de la tarde cobró el dinero. Volvió corriendo al hotel en donde encontró a su hermana deshecha por el llanto y la angustia.

–¿Dónde te metiste? –le gritó.

–¡Mira! ¡Mira! Hay que empacar rápidamente –contestó enseñando el dinero.

Las dos hermanas hicieron la maleta con una prisa parecida al furor. Lucy tomó a su hijo en brazos y los tres bajaron a liquidar la cuenta, para irse enseguida a la estación a esperar el tren nocturno que debía regresarlas a la ciudad de México. Allí terminarían los días amargos de Estela que volvía a su casa y empezarían días más amargos para Lucy que volvía al piso de Adrián.

Cuando se vieron sentadas en los asientos polvorientos del vagón de primera, un cansancio enorme cayó sobre las dos. Había terminado la pesadilla, es decir, la pequeña pesadilla de Veracruz. Entonces tuvieron tiempo de pensar en Ted y en Corbett y un sentimiento confuso las invadió. Les pareció que no eran reales: ¿en dónde estarán? Los imaginaron libres atravesando los cielos. Ellas en cambio seguían atadas al destino de la mezquindad. Lloraron a sabiendas de la inutilidad de sus lágrimas. El paisaje nocturno era amenazador. Por la mañana cruzaron llanos infinitos cubiertos de magueyes oscuros provistos de espinas como puñales. Después pasaron cerca de las pirámides, achatadas, pegadas al suelo, ignorantes del cielo.

A las ocho y media de la mañana entraron a la estación de la ciudad de México. Abordaron un taxi y Lucy depositó a Estela en la casa de sus padres.

–Dile a mi papá que muchas gracias –le dijo a su hermana a guisa de despedida.

–Y tú, ¿qué vas a decirle a Adrián? ¡Ten cuidado! Por favor, ten cuidado –suplicó Estela.

En el mismo taxi continuó hasta el departamento que compartía con Adrián. Éste la recibió con la misma ira fría que lo consumía diariamente.

–¡Te prohíbo que calumnies a Pedro! ¿Entiendes? Me ha contado ¡todo! Eres una, ¡miserable!

–¿Te contó también cómo trató de acostarse conmigo?

–¡Mientes! ¡Mientes! ¡Miserable!

Lucy calló. Era inútil discutir con aquel demente. ¿Qué se propone?, se preguntó con miedo mientras le preparaba el desayuno, se lo sirvió y contempló las sillas austriacas. El niño sentado sobre un cojín ocupaba una de ellas. ¡Cómo tardaba en crecer! Su vida se estaba terminando y su hijo se empeñaba en continuar siendo un bebé rosado con su cabello castaño mezclado con hilos de oro.

–¿A qué edad alcanza la mujer su mayoría de edad? –preguntó con voz mecánica.

Adrián la miró con disgusto, todo en ella le provocaba una repulsión incontenible.

–¡Qué preguntas tan imbéciles haces! A los veintiún años –exclamó masticando las tostadas. A Lucy le faltaban diecinueve años para abandonar aquella silla austriaca en donde se hallaba clavada oyendo masticar a Adrián. No los resistiré, se dijo. Una fatiga como un enorme trozo de hierro cayó sobre ella y se dejó caer de bruces sobre el mantel.

–¿Qué te pasa? ¿Por qué te tiras así sobre la mesa? –preguntó su marido con enojo.

–Estoy muy, muy, muy cansada. Creo que lo único que debemos hacer es divorciarnos –contestó ella sin levantarse de la mesa.

–¡Esa idea te la ha metido tu madre en la cabeza! ¡Vieja siniestra! ¡Vieja puritana! No pienses ni por un segundo que voy a darle ese gusto a tu madre.

Hubo un silencio y Adrián se levantó de la mesa, se arregló con alegría el nudo de la corbata y anunció triunfante:

–Trata de estar puntual a la una en la casa de mi madre. Procura llevar bien limpio al niño. Debes pedirles una disculpa a Pedro y a mi madre.

–¿Disculpa? –preguntó Lucy con voz apagada.

–¡Sí! Disculpas. Te burlaste de todos nosotros. ¿Por quién te tomas, chiquita? –preguntó haciendo hincapié en la palabra chiquita.

–No iré –respondió Lucy con voz apagada.

–¡Fíjate bien en lo que te digo: estarás ahí a la una en punto! Hoy es jueves.

Dio media vuelta y salió del departamento. Lucy lo escuchó cerrar la puerta.

Hoy es jueves… Hoy es jueves, se repitió varias veces, mirando con fijeza a su hijo. Desde un lugar profundo el terror empezó a invadirla: tenía que ver a Pedro, soportar la mirada gris de la Gorgona, entregar a su hijo a esperar todavía diecinueve años. Se sintió incapaz de aquella hazaña. Se levantó de un salto y corrió a la cocina. Presurosa buscó entre los cuchillos aquel que estuviera más afilado, tocó su filo frío y volvió al comedor en donde el niño bebía su leche. Lo miró, el líquido blanco corría por las comisuras rosas de los labios del niño. Tendría que empezar por él, como en una alucinación lo vio degollado sobre el mantel blanco, con sus ojos dorados e inmóviles mirándola a ella, su madre, después seguiría con ella misma, pero la cabeza de Pablito sobre el mantel la miraba fijamente. Dejó caer el cuchillo. El ruido hizo que el niño se bajara de la silla para ver con curiosidad que era lo que había caído. Lucy recogió el cuchillo con rapidez y corrió a colocarlo en el cajón de la cocina.

–Acompáñame, tengo que limpiar la casa. Debemos estar listos a las doce, porque, hoy es jueves, Pablito, hoy es jueves, hoy es jueves, hoy es jueves, hoy es jueves –repitió alzando cada vez más la voz. Su hijo la siguió hasta la habitación de dormir en donde Lucy se derrumbó sobre la cama y repitió: hoy es jueves, Pablito, hoy es jueves

 

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