William T. Powers
El Centro de Gobierno de Investigación estaba siempre atareado al
acercarse el día primero del mes, ya que entonces se calculaban y distribuían
todas las asignaciones para fondos de investigación y, en las grandes computadoras
subterráneas se iniciaba la primera semana de operación de los cheques de
Gobierno.
En la mañana de un lunes, el día tercero del mes, John
Mark recibió una comunicación que repercutió considerablemente sobre su
equilibrio durante unas dos semanas, aunque luego, por supuesto, no tuvo
importancia.
Mark estaba sentado a su mesa en el despacho de Ingresos,
clasificando peticiones para iniciar la investigación. Su tarea era puramente
rutinaria y consistía en traducir los distintos tipos de peticiones a un idioma
que las computadoras pudieran entender; sólo una de cada cincuenta solicitudes
requería una labor mental y únicamente una de cada mil precisaba contactos
personales. Su mente, cómodamente adaptada a un modelo suave y ordenado, no se
veía turbada más que por hechos de naturaleza excepcional…
Abriendo los ojos al máximo, miró fijamente la solicitud
que había retenido entre sus dedos sobre la clave de clasificación.
Nombre, Henry Norris. Dirección, WJCHNIOIIOOIIIOIOOI.
Naturaleza de la investigación proyectada: Aplicación de ingenio
antigravitatorio a diversos medios de transporte.
La confusión se agitó peligrosamente en el plexo solar de
Mark. Su mente, bien entrenada para manejar tal sensación, buscó con rapidez
todas las posibilidades y facilitó una contestación. Mark sonrió.
Con sumo cuidado subrayó en rojo dos palabras de la
solicitud y añadió otras dos, de forma que podía leerse:
“Invento de ingenio antigravitatorio para diversos medios
de transporte”
Luego estampó en el papel:
“RECHAZADO: Ciencia Física”
y
“Datos no sujetos a investigación racional”
y la devolvió por correo a WJCHNIOIIOOIIIOIOOI. Cuatro
días después la recibió de nuevo, junto con una carta.
“Muy señor mío –decía
la carta–. He recibido la solicitud que le incluyo, que me fue devuelta con
las palabras cambiadas y el sello de rechazado. Naturalmente, por la manera que
se han alterado las palabras, comprendo el motivo del rechazo. Sin embargo,
deseo solicitar el permiso para aplicar mi invento, no para desarrollarlo. Le
envío, por consiguiente, otra solicitud convenientemente redactada y espero que
se considere esta vez con mayor precisión”.
Mark experimentó con sorpresa un escalofrío a lo largo de
su espina dorsal. Por supuesto, no había nada por qué preocuparse, pero…
En fin, eso era, no había nada por qué preocuparse. Con
un suspiro puso la solicitud en clave y la envió a Ciencias, Sección de Física.
Cuando regresó del almuerzo, el impreso rechazado con la acostumbrada carta
explicatoria estaba sobre su mesa. Rompiendo la costumbre la examinó
detalladamente:
“Muy señor nuestro: Su petición fue rechazada por el
Departamento de Ciencias Físicas por las razones siguientes:
1) No existe ningún ingenio antigravitatorio.
2) Las leyes reconocidas de las Ciencias Físicas no
admiten la existencia de ingenios antigravitatorios; debido a ciertos datos,
demasiado complejos para consignarlos aquí, no podemos permitir cálculos para
determinar la probabilidad de desarrollo de tal ingenio, que desbordaría los
servicios de nuestro departamento de cálculos. Le sugerimos que se dirija a…”
A continuación seguía una larga lista de claves de
biblioteca, enumerando libros y documentos sobre la ingravidez, con el consejo
final que aprendiera más sobre las leyes de las Ciencias Físicas.
Mark conocía aquella parte, así que se la saltó. Por mera
fórmula, añadió una nota de su puño y letra a la carta excusándose por el
descuido inicial y envió el sobre con su contenido al correo.
Cuatro días más tarde, una carta de WJCHNIOIIOOIIIOIOOI
descansaba sobre su mesa.
“Muy señor mío:
“He recibido el rechazo de mi solicitud. Ya que nadie en
el CGI parece capaz de leer, iré personalmente a su oficina una semana después
de la fecha de envío de esta carta. Para evitar pérdidas de tiempo ulteriores
con otros miembros de esta plantilla de analfabetos, llevaré un modelo en
funcionamiento de mi aparato. Tal vez haciendo dibujos en color y poniendo mi
vocabulario al nivel de un niño de ocho años, podré hacerles comprender que tengo
un ingenio antigravitatorio, que pretendo aplicar a diversos medios de
transporte y que deseo que mi solicitud no sea cursada por chimpancés que sepan
escribir a máquina. Si las computadoras opinan que el ingenio no existe, están
en su derecho, pero el dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy poca
relación con la realidad. Lo veré el próximo martes a las dos; si no le es
posible, lo haré a media tarde.
“Lo saluda atentamente,
“H. Norris”.
Mark se vio invadido por un sentimiento de extrema
incomodidad al leer la frase:
“el dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy
poca relación con la realidad”
Por un momento, pensó en llamar al departamento médico,
pero cambió de idea pensando que aquel pobre individuo debía sufrir una gran
frustración y su carta venía a ser una forma de catarsis. Quizá sería
divertido, además, ver su aparato.
Al regresar a su casa aquella tarde, Mark contempló
accidentalmente el reactor vespertino de Sidney atronando el espacio sobre su
cabeza. Siempre pasaba, aproximadamente, a la hora en que él esperaba el
4:08:30, y era algo habitual en su camino de regreso. Pero ese día lo observó
hasta perderlo de vista, removiendo pequeñas ideas que se agitaban en su cerebro.
En el caso que el reactor hubiese pasado sin hacer su ruido habitual, sobre
rayos antigravitatorios, ¿lo habría advertido? Estaba convencido que sí, como
cualquier otra persona. Podía imaginarse el desasosiego de la multitud y sentir
sus emociones agitadas.
Durante la cena se mostró desacostumbradamente silencioso
y, a la mañana siguiente, su mujer tuvo que visitar al siquiatra de la familia.
Había significado para ella un grave contratiempo, ya que pensaba hablarle
acerca de la carta de su hermana, que en sí constituía un acontecimiento
inesperado y un tanto desagradable. Como que John había empleado sus tres
cuartos de hora habituales leyendo el periódico y, después de poner ella los
platos en la lavadora, había conectado la radio para escuchar las noticias, no
pudo cumplir su propósito. John parecía un poco alterado por la mañana, pero no
quiso acompañarla al siquiatra.
Cuando llegó el lunes, y luego el martes, John Mark había
olvidado completamente que tendría un visitante. Su esposa se había recuperado
por completo, ya que, por consejo del siquiatra, terminó con la inseguridad
haciendo unas compras y repitiendo varias veces las cantidades 6-36-992 y -9973
antes de dormir. Otras veces había utilizado para ello algunos pasajes
especiales del Libro de Autocorrección, con idéntico éxito.
Hacia la hora de almorzar, aproximadamente, Mark recordó
la frase:
“el dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy
poca relación con la realidad”
Comenzó a sentirse confundido, preguntándose por qué
diablos pensaba tales cosas. Por fortuna tenía cerca una Máquina de Salud y,
tras contemplar unos minutos a su actriz favorita, se calmó de nuevo. Tomó el
almuerzo y volvió tranquilamente a su mesa, donde reanudó el trabajo de clave.
A media tarde recordó que Norris aparecería en cualquier
momento. Lo recordó porque Norris en persona apareció en la puerta de su
despacho.
–¿Es usted Mark? –preguntó Norris.
Traía un portafolio sobre la que se posaron las miradas
incontenibles de John.
–John Mark, en efecto… ¿Cómo está usted? –respondió Mark
rápidamente; recordando sus modales, ofreció una silla a su visitante–:
Siéntese. Bien, señor, ¿existe alguna dificultad en la que pueda serle útil?
–vagamente recordó que en una ocasión el siquiatra le preguntó lo mismo.
–No diga tonterías –repuso Norris–. Tiene tantos deseos
de ayudarme como de cortarse la cabeza. Traje el modelo.
Norris nunca preguntó si Mark sabía quién era, ni a Mark
se le ocurrió hacerlo.
–¿Dónde está? –preguntó Mark, con el corazón a punto de
estallar y los ojos todavía clavados en el portafolio.
Norris hizo una pausa y miró a Mark con momentánea
conmiseración. Luego se encogió de hombros y lanzó el portafolio hacia Mark.
Surcó silenciosamente el aire en línea recta hacia su
cabeza. Aparentemente no había nada que la sostuviera.
Mark miró fijamente, sin comprender, el rectángulo marrón
que se le aproximaba. Su mente comenzó a imaginar portafolio tras portafolio,
todos partiendo del suspendido en el aire y cayendo al suelo después de trazar
una nítida parábola, pero el verdadero retenía su atención.
Algo bullía en su cerebro, aumentando su excitación:
“Para cada acción hay una reacción idéntica y contraria”.
“¡Caerá, caerá!”
“Sección 356, párrafo 9, subtítulo A: La gravedad es…”
“Juro defender los principios de Seguridad y Bienestar
Social…”
“Recuerda, hijo, hay siempre una computadora a la cual recurrir
para…”
Después, completamente espontánea, surgió la frase:
“El dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy
poca relación con la realidad”.
Sus manos se levantaron involuntariamente para recibir el
portafolio, lo sujetó un momento y se desmayó.
Al abrir los ojos, escuchó a Norris que decía:
–¿Va a desmayarse otra vez?
–No –contestó.
Se levantó de la silla de su visitante, donde, evidentemente,
Norris lo había colocado, y bebió un sorbo de agua que éste le acercó. Se
sentía avergonzado, muy deprimido.
–¿Me cree ahora? –preguntó Norris.
–Salga, por favor –respondió Mark.
–¡Ni hablar! –cortó Norris–. Después de dieciocho años y
dos semanas, voy a conseguir que su condenada máquina me permita aplicar mi
modelo a diversos medios de transporte, o descubriré las razones de su
negativa.
–Pero esto es completamente imposible –musitó Mark–. No
puede usted construir un ingenio antigravitatorio. Las leyes de la física…
–Mire, amigo –dijo Norris con algo más de paciencia–,
¿quién elaboró esas leyes?
–¿Por qué?… Nadie. Las computadoras las han deducido de
los hechos básicos del universo.
–Y, ¿quién dijo cuáles son los hechos básicos del universo?
–¿Cómo?… ¡Eso es ridículo! –Mark agitó la cabeza en plena
confusión–. Los hechos básicos son hechos básicos. No importa quién los
descubrió. Siguen siendo básicos.
Norris señaló silenciosamente el portafolio que flotaba a
deriva entre la mesa y el pequeño depósito de agua, ligeramente agitado por la
corriente que producía el aparato de aire acondicionado.
Mark lo contempló un instante, desviando la mirada en
seguida.
–Eso es una ilusión muy molesta –dijo–. Y sabe que el
ilusionismo es ilegal. Le exijo inmediatamente una explicación.
–No puede admitirlo, ¿verdad? –comentó Norris,
relajándose–. ¿Cómo puedo convencerlo que no hay ningún truco, ninguna ilusión?
–¿Por qué tengo que dejarme convencer? –repuso Mark
desesperadamente–. No hay motivo para ello. Esto no puede suceder, así que es
inútil que trate de convencerme. No lo comprendo.
–¿Qué es lo que no comprende? –inquirió Norris,
recuperando el portafolio–. Puede verlo… ¿qué es lo que hay que comprender?
–¡Pero yo sé lo que veo! –gritó Mark desesperado, casi a
punto de llorar.
–Permítame exponerlo de la manera más sencilla posible
–rogó Norris–. Este portafolio contiene un aparato que anula la atracción de la
Tierra. Ha sido ajustado de forma que compensa exactamente el peso del portafolio.
Dentro de ella no hay otra cosa que el aparato y nada más que la sostenga. Por
consiguiente, esto es un ingenio antigravitatorio. Además, quiero sacar de él
algún dinero, porque he venido fatigando mi pobre cabeza desde hace dieciocho
años y dos semanas con esta bobada. Ya no me impresiona. Lo único que me preocupa
ahora es hacerme rico, para no tener que privarme de nada mientras invento el campo
de fuerzas. ¿Sabe a qué me refiero?
–¡Pero tampoco puede usted inventar un campo de fuerzas!
–exclamó Mark, sintiéndose enfermo–. De acuerdo con las leyes físicas, no puede
haber…
–Otra vez las leyes físicas –musitó Norris–. No voy a
echar por la borda mis planes sólo porque una anacrónica computadora niegue lo
que es evidente.
Mark sintió algo frío que recorría su pecho.
–Podría hacerle encarcelar por eso. No debe decir tales
cosas. Las leyes físicas preservan nuestro juicio frente al universo real. No
existe otro modo de observar la realidad, evitando la sicosis, y usted lo sabe
tan bien como yo. Es uno de los hechos básicos de la vida –murmuró.
–Supongo que las computadoras le contaron también eso,
¿verdad? –dijo Norris–. ¿No le dijeron también que crea todo lo que le digan?
¡Tonterías!
Mark se agarró con ambas manos a su escritorio.
–Necesita una revisión médica. Y cuanto antes, pues su
mente se halla en peligro. No siga, por favor. Está destrozando mi fe en todo
lo que creo.
–¿Por qué tiene fe? –preguntó Norris–. ¿Porque le dijeron
que la tenga? ¿Piensa alguna vez por su cuenta?
Mark tragó saliva.
–Está trastornado –dijo mientras buscaba el timbre de la
mesa, pero Norris le sujetó la muñeca.
–No le serviría de nada. En cualquier test sicométrico
puedo sacar la mejor puntuación. No estoy loco ni usted tampoco. Lo que sucede
es que aceptó una realidad muy limitada y lo hizo por miedo. ¿Por qué le
resulta tan penoso mirar esto? –señaló el portafolio.
Mark respiró profundamente e intentó refugiarse en su
vacilante sentido de la realidad. Con gran cuidado volvió al único punto
confortable para él.
–La ley de gravedad no necesita demostración. Ha sido
evidenciada miles de veces por autoridades competentes y se ha comprobado la
exactitud de la información de las computadoras… la atracción mutua entre dos
cuerpos cualesquiera –luego añadió–: podemos considerar que el tema de la ley
de gravedad está agotado. Las computadoras no necesitan ya más datos; en caso
contrario, están diseñados para reclamarlos, a fin de mantener en equilibrio el
sistema según el universo real.
Esta frase, con pequeñas variantes, aparecía en la mayor
parte de los capítulos del Libro del Omniconocimiento.
Mark leyó aquel libro hacía varios años y sólo recordaba
sus principios básicos, pero estaba convencido de que el conocimiento y la
lógica podrían demostrar a aquel hombre increíble con su absurdo juguete, que
era un tramposo, un ilusionista, un demente. Si pudiera encontrar algo más… En
medio de su confusión se le ocurrió una idea repentina.
–Mire –dijo de pronto, muy razonablemente–. Supongo que
no está bien que yo dude de mis propios ojos. Pero puede haber algo en lo que
usted no ha pensado. ¿Qué opinarán los demás departamentos? Después de todo,
esto es un ingenio (le costó decir la palabra) bastante revolucionario y hay
que consultarlos.
Como Mark sospechaba, Norris presentó objeciones
inmediatamente.
–Pero este ingenio se relaciona exclusivamente con las
leyes físicas y mecánicas, no tiene nada que ver con el resto de los
departamentos. ¡Sabe muy bien que al pedir permiso para aplicar un invento
nadie tiene que someterlo a la aprobación de todo el CGI!
Mark sonrió.
–Acaba de decir que este ingenio no parece estar basado
en los datos reconocidos por el departamento de Física. Puesto que es así,
debemos investigar en todos ellos para llegar a la conclusión más adecuada
posible.
–Está bien –admitió Norris–. Adelante. Pero recuerde que
seguiré aquí para asegurarme que les cuente lo que ha visto. Que no cae.
Mark se acercó al intercomunicador y apretó el botón
donde se leía “sico”. Dijo:
–Aquí tengo a un hombre que afirma haber inventado un
ingenio antigravitatorio. No… espere un momento… trajo un portafolio que flota
en el aire. Sí. Sin soporte aparente. Muy interesante, pero no hay nada en las
leyes físicas que lo justifique. No puedo echarlo de aquí por ser dueño de ese portafolio.
¿Cree que podemos autorizar su aplicación a diversos medios de transporte?
Norris se acercó para escuchar la respuesta.
–Absolutamente no. No hace falta ni siquiera consultar a la
computadora.
Norris hizo una mueca de disgusto, mientras la voz
continuaba:
–La ingravidez causaría una inseguridad muy extendida que
arruinaría al sistema. No se puede ir destruyendo la realidad así como así,
¿sabe? Dígale a ese individuo que más vale que oculte ese artefacto y que lo
olvide. Dígale que puede venir a charlar un poco conmigo, si lo desea. Ha
debido ser bastante traumático para él inventar tal cosa. ¿Sigue ahí?
–¡Sí, sigo aquí! –replicó Norris al micrófono–. ¿Qué
pretende decir con eso que ha debido de ser bastante traumático? Lo pasé
estupendamente en todo momento. ¿Intenta explicarme que no puedo solicitar lo
que deseo?
–Bueno, si así quiere llamarlo, señor… Esa es exactamente
nuestra postura. Por supuesto, puede apelar contra esta decisión, con lo que
suministraríamos los datos a la computadora. Sin embargo, puedo asegurarle que la
computadora de Ciencias Sicológicas está montada de forma que rechaza
automáticamente cualquier cosa que interfiera las decisiones de la computadora
de Ciencias Físicas. Creo que haría usted mejor en pasarse unas semanas con una
Máquina de la Salud tridimensional, o concentre su talento en algo más
productivo. Después de todo, existe un número prácticamente infinito de
conexiones sin descubrir entre los datos del Libro del Omniconocimiento.
Sólo las computadoras saben lo que puede encontrarse allí… cosas fascinantes.
–Está bien, eso es todo –dijo Norris–. ¡Ah!… si la física
cambiara de opinión sobre la ausencia de gravedad, ¿cambiaría usted la suya?
–Probablemente, pero tendríamos que consultar también con
Ciencias Médicas. Después de todo, la salud física de nuestro pueblo es tan
importante en estos días como la mental.
En la sección médica todo fue rápido y exacto; tuvieron la suerte de tomar
contacto con un hombre de buena memoria.
–No, Mark, ya hemos tenido consultas parecidas. La
decisión es automática. Parece ser que un tal doctor Summers colocó los datos
en la computadora hará unos cincuenta años, simplemente para ver qué pasaba y
descubrió que ningún ser humano podría soportar las tensiones de un vuelo
antigravitatorio. Trastorna el equilibrio endócrino, la presión sanguínea, el
ritmo respiratorio, etcétera. Por otra parte, disponemos de muchos datos de la sección
sicológica, que afirman que la introducción de un elemento antifísico similar provocaría
inmediatamente una sicosis masiva. ¿Qué dice la sección comercial?
–Todavía no la he consultado –dijo Mark, sonriendo–.
Bueno, gracias y hasta luego, Jim.
Apretó otro botón.
–Sí, aquí Ciencias Comerciales. ¿Qué desea?… ¡Menudo
caso, me dan escalofríos sólo de pensarlo!… No, no creo que hayamos calculado
alguna vez nada semejante; aguarde un instante. El canal que necesita queda
libre ahora. Le contesto enseguida.
Después de esperar varios minutos, la voz agitada
reapareció:
–Escuche, lo mejor será que confisque ese aparato. Si se
implanta, todo el sistema se vendrá abajo con un índice de seguridad muy por
debajo de cero. ¡Es dinamita! La computadora no puede siquiera asimilar un
nuevo medio de transporte, aunque admite capacidades de carga y combustible
además de muchos otros factores. He introducido los datos considerando la
ingravidez como un hecho, y las tarjetas han salido todas borrosas. No marcha.
Norris no se molestó en contestarle.
Mark notó su silencio y le preguntó:
–¿Quiere que llame a comunicaciones o Transportes o Leyes
o Filosofía?
–No –contestó Norris con tristeza, mirando su portafolio flotante–.
No ve absolutamente nada, ¿verdad?
–Está muy claro –repuso Mark–. Su aparato no pertenece a
este mundo. Incluso si fuese real sería lo peor que podría pasar. ¿Se da cuenta
de lo que está intentando hacer con el sistema, el orden natural?
–Lo sé –admitió Norris.
–Mire, no se lo tome así. Comprendo que estas cosas le
parezcan ahora importantísimas, pero no tardará en olvidarlas. Existe una
enorme demanda y quien es capaz de crear una ilusión tan convincente como la
suya, no me cabe duda que podrá ganar todo el dinero que quiera si produce
mecanismos autorizados por las computadoras. Se ha dejado obsesionar por este
asunto y lo que necesita ahora es liberarse de él. Al fin y al cabo, ¿qué son dieciocho
años…?
–Sí, dieciocho años y dos semanas –sonrió Norris–. ¿Cree,
realmente, que con sus palabras logrará que me sienta mejor?
–Norris, ha atacado la exigencia humana más importante,
la necesidad de sentirse seguro, a salvo, protegido. Si elimina en la gente el
deseo de seguridad, le quita toda razón de vivir. ¿No se da cuenta?
–¿Ha intentado alguna vez rechazar esa seguridad?
–preguntó Norris.
–No sea ridículo –Mark comenzó a sentirse incómodo otra
vez–. ¿Por qué debería trastornarme deliberadamente?
–¿Cómo sabe que no lo está ya? –inquirió suavemente
Norris.
Mark lo miró con horror unos instantes. Sabía que se
trataba de un truco muy antiguo, pero así, de pronto, no podía recordar la
respuesta lógica. Norris lo observó con atención, suspiró y comenzó de nuevo.
–¿Por qué cree en las computadoras?
–Porque me proporcionan seguridad.
–¿Por qué necesita seguridad?
–La seguridad es una exigencia básica. No existe ningún “por
qué” en ello –Mark comenzó a mirar sin objeto a través de la ventana,
sintiéndose extrañamente atrapado por algo, por una telaraña de pensamientos
que Norris iba tejiendo.
–¿Cómo sabe que es básica?
–Las computadoras lo dicen. Todas las computadoras lo
confirman.
–¿Quién decidió que las máquinas dijeran eso?
–Nadie. Es un hecho básico.
–¿Cómo sabe que lo es?
–Las computadoras lo dicen.
–¿Quién ha decidido que lo digan?
–Nadie. Las máquinas. ¡No lo sé!
–¿Cómo puede averiguarlo?
–¡No quiero hacerlo!
–¿Por qué no?
–Las máquinas me dan una contestación si la necesito.
–¿Quién dijo que debe recurrir a las computadoras? ¿Ellos
mismos?
–Déjeme solo.
–¿Por qué debo dejarlo solo?
Mark se detuvo un momento y gritó:
–¡Salga de aquí! ¡Pretende volverme loco!
–¿Qué entiende por loco?
–¡Está usted loco! ¡Intenta destruir la realidad de las
computadoras!
–¿Por qué no debería intentarlo?
–Todo está en el Libro del Omniconocimiento, y no
quiero contestar más preguntas.
–¿Quién escribió ese libro?
–¡Las computadoras! ¡Las computadoras! ¡Ya lo sabe! ¿Por
qué insiste? ¡Por favor, salga de aquí!
–¿Por qué tiene miedo? ¿Es que comienza a pensar?
Mark se precipitó a la puerta y la abrió de par en par.
–Salga, por favor, o haré que le arrastren.
Norris se levantó y tomó el portafolio. En el umbral se
volvió hacia el aturdido y tembloroso Mark, diciendo muy claramente:
–Continuará pensando en ello.
Y se marchó.
Un segundo después, Mark se hundió materialmente en el
asiento que había dejado libre.
Intentó pensar, pero todo lo que le venía a la cabeza era
una serie de preguntas y respuestas, que torturaban su cerebro. “Es tan
evidente, tan evidente”.
Permaneció así toda la noche y todo el día siguiente con
su noche. Alrededor de las dos de la mañana, después de esfuerzos sobrehumanos
para dormirse, de pensar en riveras de lagos y en montañas, en la Máquina de la
Salud, de intentar quedar inconsciente, incluso morir de una vez, comenzó a
llorar.
Una semana después lo llevaron al manicomio. Estaba
extrañamente tranquilo cuando lo condujeron a la puerta de entrada. Observó en
silencio cómo se llenaban docenas de impresos, de normas, todas las trivialidades
formularias. Al acercarse al gran edificio gris comenzó a sonreír y cuando
hacía antesala para el reconocimiento tuvo que contener la risa. Fue caminando
entre carcajadas a través de largas series de puertas cerradas y llenas de
barrotes y, cuando el empleado hizo girar la llave de la última y más aparatosa
de todas ellas, se llevó las manos a las caderas y profirió una especie de
rugido. No tardó en calmarse, inspirando profundamente como el nadador que ha
permanecido largo rato bajo el agua. Al abrirse la puerta del todo, suspiró.
Norris miró hacia arriba desde su puesto de trabajo, hizo
un gesto indicando el enorme y reluciente laboratorio, los activos hombres
vestidos de blanco, los paneles salpicados de válvulas y contadores y, con una
mueca, dijo:
–Bienvenido a la jaula de los necios.
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