Roland Topor
El anciano señor Scrouge no
conseguía dormirse. Lo atormentaban toda clase de pensamientos extraños, cosa a
la que no estaba acostumbrado. Era como si una bolsa de ideas, guardada intacta
durante setenta y cinco años, hubiera reventado de repente.
El anciano señor Scrouge daba
vueltas en la cama. Al ritmo de sus movimientos, las imágenes surgían ante sus ojos
abiertos. Pasaba revista, una tras otra, a todas las personas con las que se
había relacionado a lo largo de su existencia, sin haber conseguido nunca
hacerse un solo amigo. Volvía a ver los rostros de las mujeres con las que
nunca quiso mantener una relación íntima, por miedo a perder su precioso y
pequeño confort. Recordaba al mendigo al que había rehusado un pedazo de pan,
al ciego, perdido en el centro de la calzada, al que deliberadamente había
fingido no ver. Ahogó un sollozo.
Tuvo de repente tanto frío que
se estremeció. Se envolvió en las mantas e introdujo la cabeza en su interior
para reconfortarse con su propio calor. Las doce campanadas de la medianoche
llegaron a él, amortiguadas por el espeso tejido de lana. Después le pareció
oír que alguien gritaba.
Retiró las mantas bruscamente y
escuchó con la máxima atención. No se había equivocado.
Una voz que se debilitaba
rápidamente gritó aún varias veces: “¡Socorro!”
El señor Scrouge vivía en un
apartamento situado junto al río. La voz provenía, sin duda, de un desgraciado
caído al Sena.
Sin hacer caso al frío que
hacía temblar sus resecos miembros, se puso apresuradamente el batín y las
zapatillas y se precipitó al exterior. Atravesó la calzada y apoyado en el
parapeto escrutó el agua negra. Un hombre, como cogido en una trampa de líquido
viscoso, se debatía débilmente.
“Soy viejo –se dijo el señor
Scrouge–. ¿Qué puedo esperar ya de la vida? Si salvo a este hombre que se está
ahogando, obtendré más satisfacciones que las que puedan darme algunos años de
vida miserable”.
Franqueó valientemente el
parapeto y se lanzó al agua.
Se fue al fondo, porque tenía
un corazón de piedra.
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