Víctor Roura
1
Le dije a Adriana Cortés que nos acercáramos al señor.
–Quizás tenga algún problema –indiqué.
Estábamos sobre Reforma, casi esquina
con Insurgentes, esperando un pesero. De pronto llegó un tipo quitándose la corbata,
deshaciéndose del saco, desabotonándose la camisa. Con aspavientos. Iba de un lado
a otro. No podía estarse quieto. Fuimos hacia él.
–¿Alguna dolencia? –pregunté.
Nos miró, enfebrecido.
–Es el calor, no lo soporto –dijo.
Era una víctima del sol, nada más.
Se deshizo de la camisa. La tiró en la calle. Vi su rostro rojísimo. Recordé las
parrillas eléctricas, cuando la resistencia va aumentando su intensidad. Me alarmé.
–Cúbrase bajo un árbol –dije.
El hombre no escuchaba ya a nadie.
Sufría. Adriana Cortés le dijo que le regalaba su abanico chino, pero el señor parecía
estar en otro sitio. Se quedó quieto, mirando la lejanía. Se iba poniendo cada vez
más rojo. Su inmovilidad nos asustó. Al sacudirlo, mis manos tocaron lumbre. El
tipo ardía.
–Vaya calor –comenté.
Adriana Cortés me hizo a un lado,
impresionada.
–Vamos a pedir auxilio a una ambulancia
–dijo.
Fuimos a una caseta telefónica, demasiado
tarde. En el momento de marcar el número de la Cruz Roja vimos, a unos cuantos pasos,
cómo el hombre se convertía en un bonzo involuntario. Las llamas cubrían maravillosamente
su cuerpo. La muchedumbre a su alrededor corrió, temerosa…
Adriana prefirió no mirar.
Yo, guarecido en la sombra de la
caseta telefónica, miré aterrado al sol.
2
Al bajar las escaleras para llegar al andén del Metro
Viaducto me di cuenta de que el tren subterráneo tenía largos minutos estacionado
ahí, con las puertas abiertas. En ningún vagón cabía una sola persona más. Un tumulto
empezaba a formarse en el prolongado pasillo.
El Metro no se ponía en marcha.
Comencé a caminar. Me detuve para
ver cómo una esbelta muchacha quería meterse a como diera lugar al vagón. Empujaba
con todas sus fuerzas. Me le acerqué.
–No uses tu fuerza en vano –dije.
Sonrió, apenada.
–Tengo una idea mejor –comenté.
Nos fuimos hacia la puerta trasera
del Metro. Abrí la puerta del conductor, nos metimos y empezamos a charlar de la
incapacidad del transporte subterráneo, pero no nos duró mucho el gusto. Al rato
ya estábamos como veinte personas en la angosta cabina del conductor. Yo iba en
las piernas de la amiga ocasional. Y el tren subterráneo seguía sin moverse. A un
lado nuestro, una señora empezó a sudar de manera infrecuente. Las gotas le caían
sin pausas.
–Disculpe, joven –me decía, tratándose
de secar el sudor con un inservible kleenex.
Mi amiga propuso cambiar de postura.
Con un gran esfuerzo pudimos modificar la rutina. Ahora ella estaba sentada en mis
piernas. La otra gente iba parada. La señora echaba agua ya por todos lados.
–Me sofoco –dijo.
El agua caía a chorros de su frente.
No era ya sudor, sino baño público. La señora era una catarata, literalmente. Un
joven tomaba un poco del agua improvisada para calmar su sed. Mi amiga reprimió el asco.
–Bajémonos de aquí –le
dije al oído, apretándola más contra mí.
Pero en ese momento el Metro anunció
su cierre de puertas y en tres segundos íbamos acalorados rumbo a Cuatro Caminos.
Al llegar a Chabacano, todos estábamos
mojados hasta las rodillas. La señora era una fuente acuífera. Descendimos en esa
estación. Mi amiga y yo decidimos cancelar nuestras respectivas citas para ir a
tomar algo frío en ese preciso instante. Y secarnos nuestras ropas, a donde fuera.
3
La conocí ya casi yéndome de la reunión. No sé cómo
pude no verla. Estaba sola, sentada en un rincón, tomando una cerveza. Al despedirme,
le dije que ya era hora de retirarnos. No dijo nada, se levantó e inesperadamente
agarró mi mano y nos salimos de aquella casa. En silencio, caminamos algunas calles
hasta llegar a un parque cercano a la estación Villa de Cortés. Nos recostamos en
el pasto. Pregunté su nombre.
–Calor Domínguez –dijo.
Creí que era una bromista. Reí. Recostada
se veía aún más hermosa. Le acaricié su rostro.
–No me toques porque me enciendes
–dijo, quedito.
Me pareció un principio romántico.
Le toqué, entonces, el hombro. Y la mujer cerró los ojos. “No no no”, murmuró. Creí
que era una invitación callada.
Pero no.
Al rato, se encendió sola. Ardía
bajo la calurosa noche. Era una fogata nocturna.
Hay algunas mujeres, pocas, que no
saben mentir. Con fortuna.
4
No sé si golpear en las paredes o no, si quedarme en
esta misma incómoda posición, si gritar o no para decir que ya es demasiado el tiempo
que llevo encerrado en esta caja. Pero permanezco mudo, expectante, alerta. Sigo
adentro a la espera de alguna señal, alguna indicación, algunos toquidos, un susurro.
Algo.
Trato de calmar mi evidente nerviosismo
pensando en los días por venir.
Es así como he ideado la teoría de
la doble fascinación auditiva en las tardes de los enfebrecidos insomnios. Siempre
había pensado en la posibilidad de guardar la primera impresión para retransmitirla
justo en el inicio de la segunda. Sin embargo, dos amigos científicos han asegurado
que mi razonamiento era superficial y anodino.
–No se puede eludir la primera impresión
ya que, como un material inflamable entregado a los delirios del fuego, es inevitable
su combustión fáctica –dijo el doctor Julián Cacho.
Lo secundó Aminna Flores.
–Olvídate de los elementos de
bumerang en las impresiones humanas –aseveró.
Son refutables sus afirmaciones,
empero.
He continuado en mis investigaciones.
Y hace rato, en uno de esos instantes de luminosidad que se nos dan ocasionalmente
pero que las más de las veces dejamos ir como si se trataran de pensamientos desordenados
o quiméricos, encerrado en esa caja, ha venido hasta mí, clara e irrebatible, la
fórmula intacta del miramiento condensado contra la retención concentrada.
¡Ahí estaba escondido el misterio! Cuando por fin hallé la regla quise vociferar,
mas me contuve para no perjudicar el acto.
Hasta las horas han perdido su valor.
Ya no sé cuánto tiempo he estado
encerrado.
Lo que es cierto es que Myriam Gudiño
ha de haber creído que mi voluntaria participación fue una trampa mía para escapármele.
Cuando fuimos al circo, ella, como siempre, sospechó de mí.
–Es una estrategia para acortar la
noche –dijo, mirándome de abajo arriba.
Me enferma su desconfianza.
–Sólo quiero ver un poco de malabares
–dije.
Y fuimos.
He de confesar que los circos ya
no son como los de antes.
Ambos estábamos aburridísimos, pero
yo fingía para no perder el buen humor. Por eso cuando salió a escena el mago Morgan
y solicitó la presencia de una persona del público, levanté la mano sin dudar.
Myriam Gudiño me dio un codazo.
–Ahora hasta exhibicionista me saliste
–dijo, rencorosa.
Le guiñé el ojo. Fui con Morgan.
–A este joven lo voy a desaparecer
delante de ustedes –comentó.
Mi risa era infantil, pero boba.
Mas ya estaba metido en el show.
No podía retractarme.
–Por favor introdúzcase a esta caja
–dijo el mago Morgan.
Y ahí voy adentro, pensando en un
truquillo miserable.
Pero las horas pasan y no salgo de
este maldito agujero negro. O serán minutos. O días. Ya no sé cuánto tiempo es una
hora. Sigo aquí encerrado con una brillante idea rondando por mi cabeza, pero nadie
sabe que he descubierto la teoría de la doble fascinación auditiva.
Me dan ganas de pegar un ensordecedor
grito.
O de romper las paredes de esta asfixiante
caja. No sé si el mago Morgan logró realmente desaparecerme o si aún no termina
su truco, pero lo que sí sé es que ya no vuelvo jamás a visitar ningún circo en
lo que me resta de vida. Prefiero disgustarme con Myriam a permanecer encerrado
en esta caja que no sé si algún endiablado día por fin va a abrirse.
No oigo ningún ruido.
Nada.
¿Por qué se empeñarán los magos en
desaparecer a la gente?
Por simple ociosidad, tal vez.
O por sentirse importantes un día.
O porque no tienen otra cosa mejor
en qué ocuparse.
Y yo aquí encerrado con una idea
portentosa.
Pero qué calor hace aquí adentro,
Dios.
Qué calor.
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