Leopoldo Alas “Clarín”
Decía
el periódico: “No es cierto que Su Santidad León XIII esté enfermo. Su salud se
mantiene firme; pero no hay que olvidar que es la salud de un anciano, de un
anciano cuyo espíritu ha trabajado y trabaja mucho. Está débil, sin duda; pero
no se ha de juzgar por las apariencias de lo que es capaz de resistir aquel
temperamento; detrás de aquella delicadeza, de aquel palidísimo color, de
aquellos músculos sutiles, hay un vigor, una resistencia vital que no puede
sospechar el que le ve y no conoce su fibra. Los catarros le molestan a menudo.
Su gran batalla es con el frío. En sus habitaciones no se enciende lumbre; pero
después que se acuesta necesita sobre su cuerpo flaco mucho abrigo. Parece
imposible que aquellos miembros tan débiles resistan el peso de tanta ropa como
hay que echarles encima”.
Interrumpió Aurelio Marco, exfilósofo, la lectura que
le había llenado de lágrimas los ojos, y el espíritu de ideas y de imágenes.
Era la noche del 5 de enero, víspera de Reyes. En su pueblo,
donde Aurelio se había refugiado después de recorrer gran parte del mundo, todavía
se consagraba aquella noche a la inocente comedia mística, tradicional, de ir a
esperar los Reyes; ni más ni menos que en su tiempo, cuando él
era niño, y seguía por calles y plazas y carreteras, a la luz de las pestíferas
antorchas, a los pobres músicos de la murga municipal, disfrazados, con trapos de
colorines y tristes preseas de talco, de Reyes Magos, reyes melancólicos con cara
de hambrientos.
A lo lejos, allá en la calle, se oía la inarmónica elegía
de un clarinete desafinado que se alejaba con su tristeza…
“¡El Papa tiene frío!” pensó Aurelio. Y la ternura de
un símbolo de inefable misterio doloroso le anegó el alma en visiones mezcladas
de agudas ideas luminosas.
Sus
recuerdos de otras noches de Reyes, el clarinete que se alejaba, la noticia
que acababa de leer, le devolvían, por lo que atañe al sentir, a la fe de su poética
infancia, de su tormentosa adolescencia… La verdad estética de la leyenda
sublime, única, le penetraba el corazón; y por él pasaba algo muy semejante a lo
que el Fausto de Goethe sentía al escuchar las campanas que tocaban a Gloria
y los cánticos populares de Pascua:
(“Erinn’rung
halt mich nun, mit kindlichem Gefühle, etc…”)
(Tal
recuerdo reanima en mi corazón los sentimientos de la niñez… y me vuelve a la vida.
¡Oh! que os oiga otra vez, cánticos celestiales; ha corrido una lágrima, la tierra
me reconquista”).
Aurelio
Marco llegaba a la vejez y su espíritu necesitaba un báculo; tenía canas en el pensamiento
de nieve: huyendo de pretendida ciencia positiva, que niega y profana lo que no
explica, había vuelto, no a la confesión dogmática de sus mayores, pero sí al amor
y al respeto de la tradición cristiana: no entraba en el templo por no profanarlo,
se quedaba a la puerta, aterido. Asistía al culto por fuera, contemplando la austera
y dulce arquitectura de la torre gótica, himno de sincera piedad musical,
inefable… Mas tales sentimientos, tales ideas de lo que llamaba él el buen sentido
religioso, no le calentaban el corazón, como en su juventud borrascosa, borrascosa
por dentro, se lo calentaban hasta abrasarlo los relámpagos de la fe poética, expectante,
personal, originalísima, que brillaba a veces entre las tinieblas de sus dudas y
negaciones.
–Ahora
–pensaba– sentía mejor, más sinceramente, con más prudencia, con más caridad para
las ideas contrarias; se acercaba, sin duda, al justo medio, a la sabia parsimonia…
¡pero qué frío!
También
tenía frío el Papa; un frío que le llegaría a los huesos.
***
Aurelio Marco se puso en
pie de repente, como para sacudir las ideas; se quedó mirando, sin verla, la luz
de su lámpara, roja detrás del cristal de color de leche; hizo un gesto singular
con los labios, que chocaron con fuerza y ruido, como dando un beso a la adversidad
y a la resignación a un tiempo, y llevando ambas manos a la frente, cual si buscara
un medio artificial, mecánico, para pensar como quería, se dijo casi casi como quien
se vuelve a una divinidad que se imagina en el cenit, no muy lejos:
–¡Oh!
¡Si yo pudiera… aunque fuese soñando, volver a creer esto mismo que ahora siento…
y no creo! ¿Por qué en mí la poesía y el amor son creyentes, y no lo es la inteligencia?
Si me viera por dentro, ¿vería en mí la Iglesia un enemigo? ¡Ah! Debiera ser yo
para ella, como tantos otros, un enfermo, pero un enfermo suyo. ¿Qué tengo yo que
ver con el Papa? Y, sin embargo, ¡qué, escalofríos me da el frío del Papa! Todo
un símbolo tierno y melancólico…
Volvió
a sentarse Aurelio Marco en su sillón de cuero, y creyendo oír todavía, a lo lejos,
los ayes del clarinete del rey Baltasar, inclinada la cabeza, se quedó dormido.
Había
vuelto a los siete años; le llevaba una garrida moza del pueblo, de la mano, corriendo,
corriendo, haciéndole volar, tocando apenas con los delicados pies el polvo de la
carretera; su melena flotante batía sobre sus hombros como unas alas, y le infundía
como un soplo en la nuca.
Era
de noche, una noche muy clara, helada, de estrellas que parecían acabadas de lavar.
La carretera, bien la conocía, era la de Castilla, la de Madrid, la del ancho mundo,
la de los ensueños ambiciosos… por allí se iba a la dicha misteriosa, vaga, pero
segura. Y, sin embargo, mirando mejor a los lados, desconocía el camino. A derecha
e izquierda edificios sin cuento, todos tristes, solemnes, de piedra; todos sepulcros:
aquella inmensa mole parecía el gran monumento fúnebre de Cecilia Metela… Aquella
era la carretera de Castilla, y era, además, algo así como la Vía Apia.
–¿Adónde
vamos? ¿Adónde va tanta gente? ¡A esperar los Reyes!
En
el corazón y en el pensamiento de Aurelio había los anhelos del niño y la experiencia
y la ciencia del adulto.
¿Qué
era ir a esperar los Reyes? Nada, un juego, una ilusión; y, con todo, ¡qué alegría!
¡qué exaltación! Aquel engaño, que no engañaba a nadie, engañaba a todos. Era una
imagen, un símbolo de la vida aquella carrera en la noche helada, por la Vía Apia
arriba. Viéndose apenas, distinguiéndose mal, como en la vida, donde apenas nos
conocemos, la multitud se apresuraba, se disputaba el paso, atropellándose por llegar
primero, ¿adónde? A la ilusión. Salían al camino a los Reyes… que no habían
de encontrar.
–¡Allí
vienen! ¡Allí vienen! ¡Aquella luz! –gritaban los de la broma.
Y
Aurelio casi los creía, y la carrera se precipitaba. La luz era de una taberna.
Allí no había Reyes; había borrachos y mujerzuelas, que también preguntaban
por los Reyes.
–¡Más
arriba! ¡Más arriba! ¡Otra luz! ¡Otra taberna! ¡Adelante! ¡Más arriba!… Tumbas,
sombras a los lados; estrellas frías y brillantes en el cielo; oscuridad y esperanza
enfrente, a lo lejos. ¡Adelante!
***
La multitud va quedando
zaguera; la ilusión ya la fatiga; las tabernas van tragando por el camino al pueblo
que vuelve a la realidad para caer en la ilusión alcohólica sin ideal y de despertar
amargo. Aurelio y la moza garrida que le hace volar, llevándole en vilo, llegan
a verse solos… no importa, siguen. El camino hace un recodo en un altozano; el horizonte
se ensancha y lo corta con obscuridad simétrica el perfil de un gran templo, de
cúpula inmensa. Aurelio se ve solo dentro de la nave cuyas bóvedas se pierden en
las sombras de la altura. Por la parte del ábside el gran templo está en ruinas
y deja ver el campo, las montañas y las estrellas; en el altar mayor hay una cuna
humilde en un pesebre; del lado del Evangelio hay una cama de hospital, limpia y
pobre; en la cuna gime y tirita de frío un niño de piel de rosas; en la cama humilde
tirita un anciano caduco, pálido como la cera, de piel transparente, en los huesos.
Las
estrellas parece que envían sobre la cuna y la cama efluvios de hielo. ¡Cuánto frío!
¡Qué desnudez! Una mula y un buey están al lado de la cuna; el buey arroja nubes
del vapor de su aliento sobre el niño en la cuna. El anciano, que se muere de frío,
de tarde en tarde levanta la cabeza temblorosa y mira hacia la cuna, y sonríe agradecido
al buey que calienta con su aliento al niño. El frío hace delirar al anciano, que
piensa, con esos consuelos de la pesadilla que huye del dolor: “Mientras él no se
hiele, yo no me hielo”.
Aurelio
ve que de repente entran en la nave del templo tres personajes vestidos de púrpura
y oro, con sendas coronas en la frente; son, como el buey y la mula, figuras de
nacimiento de tamaño natural. Bien los conoce: son Baltasar, zapatero y clarinete
en la murga del municipio; Melchor, sacristán y figle de la banda; Gaspar, panadero
y cornetín. Los Reyes Magos rodean el lecho del anciano. “¡Se muere de frío!” dijo
Melchor.
“¡Se
hiela en esta noche eterna del mundo sin fe, sin esperanza, sin caridad!”
Esto
lo dijo Gaspar.
Y
Baltasar, suspirando: “Cubrámosle con nuestro manto”.
Y
Baltasar entonces echó sobre el Pontífice León XIII, que este era el anciano del
lecho humilde, echó su manto pesado de púrpura, y Gaspar el suyo, y Melchor el suyo.
El
buey, que los veía, dejó un momento al Niño, y vino también a calentar con su aliento
al Papa, que se moría de frío.
Aurelio
Marco, de rodillas, sentía la inefable emoción del dolor religioso, de la sumisión
piadosa a las despiadadas lecciones del misterio impenetrable y santo. “¡El Niño,
en la cuna, muriendo de frío al nacer!; ¡el anciano, el Pontífice, sucesor
de Pedro, vicario del Niño en la tierra, muriendo de frío en la extrema vejez!
El
buey, Aurelio lo conocía, era el buey mudo disfrazado, Santo Tomás, que
con el aliento de su doctrina quería calentar al Papa aterido. Los mantos de los
Reyes eran: la tradición respetada; las grandezas del mundo que se adherían
a la Iglesia para salvar el capital de la civilización cristiana; el poder
de la herencia de la fe, de la belleza mística…
Todo
era en vano; el viejo daba diente con diente.
Los
Reyes Magos ya no sabían qué hacer; cómo dar un poco de calor al cuerpo débil que
los temblores sacudían.
Miraban
al cielo. Por la parte del ábside derruido se veía la bóveda estrellada. Allí estaba
quieta, como un ascua de oro, su guía fiel, la estrella de Oriente… pero fría, como
todas las demás, indiferente.
–¡Si
saliera el sol! ¡si saliera el sol! –decían los Reyes Magos.
Y
arropaban bien, ciñéndole los mantos al triste cuerpo consumido, al Papa, que se
moría de frío.
Y
el Papa, de tarde en tarde, sonriendo entre los temblores, levantaba la cabeza y
miraba hacia la cuna del pesebre, en el altar mayor. En el delirio, cuajado en su
cerebro, pensaba:
“Mientras
Él no se hiele, yo no me hielo”.
Y
Melchor, Gaspar y Baltasar, como un coro, repetían:
“¡Si
saliera el sol! ¡Si saliera el sol!”.
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