Alberto Sánchez Agüero
Mi
hija está llorando. Cada noche es igual, cerca de las tres de la mañana la
despierta una pesadilla recurrente. Retiro los cables y me levanto con
dificultad. El piso está frío y las gotas de aceite se pegan a mis pies.
Ella está sentada en su cama, sollozando.
Le ofrezco agua pero ella sólo quiere que la abrace. Nos quedamos un tiempo
ahí, ella respirando con dificultad, yo cabeceando somnoliento. Me cuenta que
soñó que vivíamos dentro de un laboratorio, que éramos robots, programados para
repetir todas las noches la misma rutina. Yo le acaricio la cabeza y le digo
que es tarde. Le limpio las lágrimas y le coloco la sábana encima. Me quedo a
su lado hasta que deja de mover los pies.
Cuando estoy seguro que se ha vuelto a
dormir, abro la pequeña compuerta de su pecho para retirar la batería y ponerla
a cargar en el baño. De nuevo en el pasillo, le hago una seña a las cámaras
para que limpien el aceite, luego me enchufo al panel de mi cama y me vuelvo a
dormir.
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