William W. Stuart
Ayúdenme. No soy un monstruo ni un asesino ni un ser angelical. Ni tampoco
un científico loco que juega con la cabeza de Frankenstein. Mis conocimientos
sobre la ciencia terminan en el suplemento que el periódico publica los
sábados. Todo este alboroto acerca de los cuerpos de estas mujeres que maté y
luego enterré descuidadamente junto a la cochera, todo eso no es más… bueno, no
es más que una fastidiosa coincidencia.
En cambio, no es una coincidencia esa plaza que tengo
reservada, para el próximo espectáculo, en la silla eléctrica, y que me
concedieron tras un juicio meramente formulario. Soy, en realidad, o lo era, un
hombre corriente, un poco por encima de lo normal, pero un tipo como todos.
Siempre fui amistoso, sociable, amable e indulgente con los defectos ajenos.
¿Cómo es posible que mi indulgencia y amabilidad se hayan mezclado en un suceso
tan sangriento? Simplemente porque ayudé a una viejecita a cruzar la calle. Eso
es todo. Desde luego, admito que era un poco mayorcito para hacer de niño explorador.
Pero aquella pobre anciana parecía tan confusa y desamparada allí, en la esquina
de York y Gran Avenue, mirando vagamente a su alrededor…
“¡Qué diablos!”, pensé. Y me dirigí hacia ella:
–¿Puedo ayudarla en algo, señora?
Como tenía que cruzar la calle de todos modos y el
tráfico era muy intenso, me figuré que estaría más seguro en su compañía. Es
tonto, desde luego, imaginar que, por el simple hecho de llevar a una vieja del
brazo, iba a detener el denso tráfico de la Gran Avenue. Pero lo hice. El
atardecer era agradable y demasiado tranquilo para trabajar. Y el director me
había despedido de nuevo. Como aún no habían empezado las aglomeraciones y no tenía
nada más que hacer, pensé ir a Maxim’s para tomar una copa o dos. Entonces, en
una esquina, vi a la vieja. Era la anciana más repelente que había visto en mi
vida. Parecía, hablando con delicadeza, un cadáver de tres días que hubiera
recorrido un largo camino tras un siglo de depauperación. Al principio pensé en
darle un empujón y echarla debajo de un autobús. Hubiera sido lo más
misericordioso.
Le hablé para tantear el terreno. Dio media vuelta y
desde su encogida figura de bruja me miró. En la arrugada ruina de su rostro,
de curvada nariz, los ojos resplandecían grandes y luminosos, con un brillo
verde. Eran extraños, y en su fondo lucía una expresión de desamparo y de
súplica.
–Yo… ejem… ¿quiere que la ayude a cruzar, señora?
Se agarró a mi brazo. Hubo un claro momentáneo en el
tráfico. Musité una plegaria y bajamos de la acera. La vieja resultó
sorprendentemente ágil y parecía que íbamos a conseguirlo. Llevábamos
recorridas tres cuartas partes del trayecto cuando resbalé sobre una mancha de
aceite, justo en el preciso instante que un aullante camión se me echaba encima
como una avalancha. Di un empujón inocente a la vieja bruja, cerré los ojos
para no ver la sangre y los intestinos –los míos–, esparcidos por el suelo.
Y entonces, en vez de estrellarme contra el pavimento,
cuya probabilidad era de diez a uno, me sentí elevado por los aires. Unos
brazos fuertes como cables de acero me llevaron en volandas todo el trecho
restante, esquivando el peligro.
Nos encontramos a salvo en la otra acera. El tráfico
continuaba rugiendo frente al lugar donde la frágil y temblorosa viejecita me
había depositado. No es que fuera un hombre de gran talla, pese a mi afición a
la cerveza y a los ricos postres. Pesaba unos ochenta y cuatro kilos y medía
alrededor de un metro ochenta. Aun así, me consideré un poco grande para semejante
transporte. Aquella viejecita me había sorprendido.
La contemplé fijamente. Su porte era tan tranquilo que
apenas podía decirse que respiraba.
–Señora –exclamé–, mis más sinceros agradecimientos y mi
admiración. Si las conveniencias o la hora no se lo impiden, ¿querría venir
conmigo a cualquier parte y charlar un rato?
No podía precisar el motivo, pero allí había una buena
historia. Y si encontraba algo aprovechable para la edición del domingo podría
recuperar mi empleo. La vieja bruja me miró con aquellos extraños e implorantes
ojos.
–¿Me escuchará? ¿Querrá ayudarme? –dijo ella.
–Señora, usted no necesita ayuda. Pero sí atención. Y
ésta es mi especialidad. Me sentiré encantado de oírla.
Imaginé que un rincón y un par de bebidas en Maxim’s
serían lo más indicado. Pero se opuso con una extraña y temblorosa voz de
vieja:
–Lo que tengo que contarle, joven, le resultaría
probablemente difícil de creer. Quizá sea necesario mostrarle algunas cosas.
–¡Oh! –exclamé.
No era precisamente mi tipo para celebrar una velada
social en casa, pero hubiera parecido descortés ignorar la súplica de sus ojos.
–Está bien –acepté.
Nos dirigimos hasta donde estaba estacionado mi coche y
la conduje a la cómoda casa de Oakdale que tío John y tía Belle me prestaron
antes de iniciar su vuelta al mundo, haría un año y medio. Me figuro que tía
Belle me dejó su casa con la problemática ilusión que facilitaría mi encuentro
con alguna chica agradable, que se casara conmigo y me hiciera sentar cabeza.
Pero bastó con que me imaginara a mi tío John, de pie junto al fregadero y vestido
con un delantal, para conjurar el peligro.
El viejo murciélago que me acompañaba no cerró el pico en
todo el camino. Charlamos sin interrupción, ella preguntando y yo respondiendo.
Explicó que acababa de llegar a la ciudad y quería saber las cosas más
absurdas.
Me estacioné en la cochera y entramos a la casa. La
instalé en el sofá, fui al bar (modesta aportación mía al mobiliario de la
casa), con el propósito de prepararme algo de beber. Busqué algo de té para
ella, pero lo pensé mejor y preparé dos vasos. Volví a su lado.
–Y ahora –propuse–, cuéntemelo todo.
–Bien –anunció aquel arruinado despojo–. Sucede que soy
de otro mundo.
–¡Diablos! –exclamé–. ¿Y cómo ha llegado, en platillo volador
o en escoba?
Fui poco oportuno. Y nada amable. Lo admito, pero aun
así, el efecto que produjo en ella fue completamente exagerado. Sus facciones
se descompusieron de repente y cayó de costado en el sofá, con sus grandes ojos
verdes abiertos, mirando fijamente al vacío. No había necesidad de tomarle el
pulso o auscultarla. Estaba completa e irrevocablemente muerta. Dejé caer al
suelo uno de los vasos, cosa bastante apropiada dadas las circunstancias.
–No se alarme –dijo una voz–. Estoy perfectamente. Lo
único que he hecho es abandonar el pobre vehículo que estaba empleando. Me
imaginé, aunque tal vez me equivocara, que la comunicación con sus poderosas
formas de vida química sería más fácil si adoptaba también una estructura
parecida.
La voz, o mejor dicho, su impresión, sonaba sobre el
cuerpo del sofá. Parecía implicar un cúmulo de significados, muy elevados, casi
sobrenaturales.
Busqué su origen. Era algo fuera del alcance de la mano,
un punto de intensa luz verde dorada, tan intensa que tuve que apartar los
ojos. Empezó a dolerme la cabeza. Intuí con toda seguridad que aquella debía
ser hembra. Por el momento, se mostraba dominante en grado sumo. Se expresaba
con efectividad y justeza, pero más allá de mi comprensión. Un alud de
conceptos, divagaciones e ideas inundaba mi mente, como si una multitud de mujeres
venidas de todo el mundo estuvieran hablando a la vez. Jadeé y me apoyé tembloroso
contra el bar.
–Está bien –gemí–. Está bien. Le creo. Vino de otro
mundo, es una muchacha encantadora y me siento orgulloso de tenerla conmigo.
Pero, por favor, vuelva a ser una viejecita o algo tangible.
La mirada de la vieja bruja volvió a lucir. Empezó a
parpadear y se sentó.
–Por favor –suplicó con afectación–. No grite así. Le
oigo perfectamente.
–¡Uf! Esto es mejor. Pero, ¿quién… qué… dónde?
–Le ruego que calle y reflexione un minuto –me aconsejó
la vieja–. Simplemente con que use sus facultades mentales electroquímicas se
dará cuenta que he respondido a todas sus preguntas.
–Tonterías.
Entonces comprendí a lo que se refería. Con la impresión
no había tenido tiempo de reflexionar. Intenté poner en orden sus revelaciones.
Muchas aparecían confusas, tal vez por hallarse tan lejos del campo de mis
conocimientos. Por lo visto, se trataba de una forma de vida basada en algo
aproximado a la energía atómica. Procedía, creo, de una estrella enana, más
allá de Orión. Su estructura me era completamente desconocida y, sin embargo, tenía
una infinidad de detalles que me resultaban extrañamente familiares. Aquella
forma de vida era totalmente diferente a la nuestra en concepto y desarrollo,
pero sus sistemas de pensamiento, las afinidades de su mundo, y su organización
social, estaban fantásticamente cerca de mí. Conocían el trabajo, el descanso,
y la distribución de clases. Se reproducían de una peculiar forma especial
polarizada que no comprendí ni comprendo ahora, pero requería un acoplamiento,
y lo que parecía una leve insinuación de sexo. Sus artes se basaban en formas y
figuras según el modelo de la energía, pero no los asimilé. Se refirió a nuestra
literatura, música y pintura, comparándolas con sus formas de arte, pero añadió
un leve toque de tristeza en la voz:
–En la era presente se hallan en un momento de decadencia
terrible, lamentable.
Ahí radicaba su problema. Sus estructuras sociales e
individuales parecían, por lo visto, haber perdido toda su vitalidad. El índice
de nacimientos decrecía y la cultura declinaba. Habían descubierto
recientemente, gracias a sus especialistas, la manera de salir de su sol y atravesar
el espacio. Pero aunque habían descubierto varios planetas con formas de vida químicas
semejantes a las nuestras, no encontraron ninguna similar a la suya.
Decidieron, pues, revitalizar su vida a través de contactos exteriores. Pero
donde hay vida, hay política. Entre ellos existían profundas y amargas
diferencias de opinión concernientes a la posibilidad de comunicarse con otras
formas de vida química. Un partido apoyaba la moción, otro la rechazaba, y los
restantes mudaban de actitud, según las circunstancias. Nada constructivo se
había logrado. Ésta era la razón de la presencia de mi vieja visitante.
El partido de la “comunicación” decidió actuar pese a la
carencia de un permiso oficial. Actuaron con cautela y en secreto. Se eligieron
representantes, especialmente seleccionados, atendiendo a ciertos grados
excepcionales de sensibilidad. La energía necesaria para tan largo viaje se
obtuvo a escondidas, y se cuidaron todos los detalles hasta anular casi por
completo cualquier contingencia contraria. Y allí estaba la horrible vieja sentada
en mi sofá, mirándome esperanzada con sus grandes y juveniles ojos verdes.
Estas fueron mis conclusiones, aunque se me hacía difícil
de creer.
–¿Quiere que salga y se lo muestre de nuevo?
–¡No! –respondí al punto–. No, por favor. Ya estoy
convencido.
–O lo estará –opinó enigmática–. Esto prueba que entre
nosotros es posible un cierto nivel de comunicación. Es un comienzo prometedor
y abre la posibilidad de una relación que puede ser beneficiosa para nuestras
dos formas de vida.
“Algo es algo”, pensé. No tenía más remedio que
admitirlo.
–Hablando de formas –dije en voz alta–, la que ha elegido
es francamente desagradable. ¿Por qué?
–Oh, apenas estoy empezando a comprender sus criterios de
belleza. Asumí esta forma – explicó, señalando su cuerpo con una mano nudosa y
retorcida–, porque con la mía propia nadie hubiera aceptado mi existencia.
Lógicamente, me hubieran considerado como una especie de bomba A, un corto
circuito, un relámpago, o pretendido que no me veían en absoluto. Entonces tomé
este cuerpo con unas simples adaptaciones y mejoras internas. Pero hasta que
usted apareció, nadie había querido escucharme.
–¿Y dónde lo encontró?
–En uno de esos lugares donde mueren ustedes. En lo que
llaman el depósito del hospital del condado. Admito que provoqué cierta
confusión…
Esto lo comprendí perfectamente.
–Sus costumbres y procesos mentales no presentan tantas
diferencias con los nuestros como pensé en un principio. Pero sus módulos de
vida son tan extravagantes que me apasionan. Venga y siéntese a mi lado.
Me hizo con recato un gesto de invitación, mientras me
guiñaba uno de sus ojos llenos de brillo y juventud. En aquel rostro arruinado,
su gesto resultó horripilante. No me moví de donde estaba.
–¡Oh! –exclamó con tono dolido–. ¿No le gusto? ¡Tan
amable y dispuesto a atenderme como parecía antes! ¿Cómo podré comunicarme por
completo con usted si se mantiene tan lejos? Calló y pareció concentrarse un
momento. De repente sentí como si algo removiera bruscamente mis pensamientos,
del mismo modo que un cantinero agita un coctel.
–¡Carajo! –exclamé–. ¡Estése quieta! ¿Me oye? Deje ya de
fisgar en mi mente. Esto es una invasión ultrajante…
–Está bien, está bien –se disculpó–. Le prometo que no lo
haré más. Por lo menos… no a propósito.
Una promesa típicamente femenina.
–Veo que lo que lo ofende es simplemente mi cuerpo –añadió–.
En otro caso, estaría dispuesto a amarme.
Debo admitir que tal observación resultaba un poco
fuerte, aunque la proposición fuera interesante.
–Es extraño que concedan tanta importancia a la forma.
Una simple característica de la vida química. Observo que su propia estructura
tiene sus… No hay razón para que esto cree un problema entre nosotros. Cambiaré
de forma.
Hablaba con la misma tranquilidad como si se tratara de
cambiar de vestido. Pero no era tan fácil.
–Quiero que me explique claramente qué clase de cuerpo
prefiere. Ya comprendo… alto, con muchas curvas, pelo rojo. Sí, me lo imagino…
y vestido ligeramente. Muy bien. Obtendré ese cuerpo para usted.
Ya estaba leyendo de nuevo en mi cerebro. En el escondido
rincón donde conservaba el brillante recuerdo de la Venus de Lite, una
danzarina exótica y sensual del Roma, un local de los barrios bajos.
–Pero –le advertí, no sin desilusión–, se trata de un
cuerpo vivo. Y usted no puede vivir en ellos. ¡Y deje ya de leer mis
pensamientos!
–Lo siento, no lo haré –prometió de nuevo, pero sin dejar
de hacerlo–. No tomaré el original, me basta con copiarlo.
–¿Cómo lo conseguirá?
–No es difícil. Los elementos de la estructura son aquí
bastante comunes, de formas apenas modificadas. La organización del cuerpo es
compleja y en muchos aspectos no muy eficiente, pero sus líneas se pueden
reproducir rápidamente. Es suficiente una aplicación de energía a la materia
química. Ahora, debe permitirme observar este cuerpo que tiene tanta atracción
para usted.
Esta fue la principal dificultad. Hice cuanto pude con un
viejo vestido que encontré en un baúl de tía Belle y unos cosméticos. El
resultado fue desastroso. En vez de parecer una vieja bruja corriente,
presentaba un aspecto escandalosamente bebedor y depravado. Desde los lejanos
tiempos de la prohibición, el Roma había visto cosas de todas las clases y colores,
pero es probable que nunca conociera unos clientes tan condenadamente extraños como
nosotros.
–Ejem… es mi abuela –aclaré, ante las innobles sonrisas
de los pocos conocidos que no pude evitar–. Acaba de llegar de Lower Dogpatch
para hacerme una corta visita. ¿Quieres excusarnos? Abuela necesita un doble
con toda urgencia.
Tomamos asiento en una mesa no lejos de las oscilantes
puertas de la cocina, y nos dispusimos a contemplar el espectáculo. Cuando
Venus acabó su número con el frenesí habitual, entre la luz azul de las
candilejas, mi bruja exclamó:
–Ya tengo el modelo. Existen ciertas diferencias en
relación con su imagen. La edad, los agentes químicos…
Venus desapareció en medio de un estruendoso aplauso,
estuve pensando en que la mujer que yo imaginaba sería más atractiva, porque
tenía la ventaja de la ilusión.
–Donde encuentre diferencias, déjese guiar por mi
imaginación, ¿de acuerdo? – recomendé.
Me dio un golpecito en la mano, mientras me favorecía con
lo que consideré como el guiño más provocativo de la historia. De las mesas
vecinas nos miraron con desdén.
–¿Empezamos? –propuso ella–. Quizá lo mejor sería que
cerrara los ojos y…
–¡No! ¡Aquí no! –grité, asiéndola por un brazo y
poniéndola de pie.
Nuestros vecinos nos observaron con descarada atención y
los murmullos de reprobación se hicieron más fuertes.
–¡Por lo que más quiera, vámonos a la casa!
Estaba convencido de que lograría transformarse, pero un
club nocturno atestado de gente no era el lugar más apropiado.
–¡Violador de sepulturas!
El indigno epíteto llegó a mis oídos cuando ya estaba
haciendo salir a la vieja. Ella soltó una risita. El sentido del humor de las
especies inmateriales abarcaba sin término medio desde la ingenuidad de Blancanieves
hasta el retorcimiento del marqués de Sade… Permaneció silenciosa y
pensativa mientras volvíamos a casa. Durante el trayecto pensé hasta dónde
habría bajado la reputación de mi salud mental en toda la ciudad. Una vez en casa,
se mostró muy atareada e hizo que la ayudara a apilar sobre la mesa de la
cocina las conservas y todo el contenido del refrigerador.
–Para su conveniencia –observó con instinto doméstico–
hubiera sido mejor que hiciera mi transmutación en otro lugar. Le hubiera
ahorrado combustible y electricidad, ya que me veo obligada a usar los de esta
casa. Comprenderá que debo administrar el mío propio.
–De acuerdo. Ésta es su casa.
Aquello parecía un sueño. ¿Han soñado ustedes alguna vez?
Nos damos cuenta que todo lo que nos rodea es fantástico, y que, con un
esfuerzo de voluntad, podemos despertarnos y ponerle fin. Pero, sin embargo,
continuamos para ver cómo acabará. Esto es exactamente lo que me sucedía a mí.
–Un detalle más –precisó mi bruja–. ¿Y los ojos? No
descubrí su color en su imagen mental de aquella lagartona cursi que bailaba en
aquel cabaret barato.
Ya no sólo hablaba como una mujer, pensaba también como
tal. Escudriñé en mi representación mental de Venus y advertí que había omitido
su rostro.
–¿Por qué no conserva los mismos que tiene ahora? –sugerí.
–Está bien –aceptó ella–. Son a gusto mío. Ahora cierre
los ojos; podría deslumbrarse. Los cerré. Durante unos instantes no sucedió
nada, pero, de repente, un intenso resplandor atravesó mis párpados.
Luego reinó la obscuridad.
–Ya está –dijo una voz cálida y dulce con una risita
medio ahogada–. Ya puede mirar. Alcé la vista.
Consternado, no vi nada. No había luz. Todo lo que se
podía ver, a la tenue luz de la luna que entraba por la ventana, era una
silueta obscura, de pie junto a la mesa. Más tarde averigüé que un chispazo en
la conducción principal había estropeado un transformador y que todo el barrio
se había quedado a oscuras. Agarré mi linterna y la enfoqué hacia ella. Allí
estaba Venus. Mostraba una expresión de semitimidez y vestía la misma
inexistente indumentaria que en su último número del Roma, luciendo sus ideales
proporciones.
–Estoy lista –dijo con otra risita–. Tal como me quería.
Ahora vamos a…
Debo admitir que no soy un individuo exageradamente
impetuoso, pero la situación no era para menos. Solté la linterna y la atraje
hacia mí.
–Ahora podemos empezar a comunicarnos plenamente –le
recordé con voz acariciadora.
Puedo asegurar, sin lugar a dudas, que lo hizo con mucha
eficiencia. No pertenecía a nuestro mundo, pero era una chica, la chica de mis
sueños. O mejor, las chicas. ¿Qué hombre provisto de alguna imaginación es
monógamo en sus sueños? Con todo, ella era innegablemente encantadora, amorosa,
dócil y dulce. Es cierto que cuando su insondable mente tomaba una
determinación, ni todos los demonios del infierno hubieran logrado disuadirla,
pero era mujer y, probablemente, no mucho peor que varios millones de chicas terrestres.
Mi chiquilla atómica espacial, poseía, en cambio, otros muchos factores estructurales
que significaban una gran compensación. Así es cómo ocurrió. Naturalmente, aquella
noche la dedicamos por completo a la más devota comunicación y, al estar despedido,
no tuve que preocuparme de levantarme para ir el día siguiente al trabajo.
Alrededor de los once de la mañana, mi bruja saltó de la
cama, hermosa y vivaracha. Fui a la cocina tras ella, curioso por ver si era
capaz de preparar el desayuno con los restos del contenido del refrigerador,
que no consideró necesarios para su nueva encarnación. Junto a la mesa de la
cocina tropecé con el cuerpo de aspecto más miserable y difunto que había visto
en mi vida, el de la pobre bruja, que yacía donde cayó la noche anterior.
–Oye, cariño, ¿qué hacemos con esto?
Se encogió de hombros de forma adorable, a pesar de las
gigantescas dimensiones del camisón de tía Belle.
–¿Qué pasa?
–¿Por qué no lo usaste en vez de las conservas?
Hizo un nuevo mohín.
–Necesitaba algo fresco.
No encontré una respuesta. Es decir, nunca podía hacerlo
cuando me miraba con sus grandes ojos verdes, magnetizantes.
–Sí, claro –corroboré–. Pero no vamos a dejar eso ahí.
–¿Qué hacen con los cadáveres?
–La mayoría son enterrados.
–De acuerdo, entonces.
Una observación de intachable lógica femenina.
Aquella noche, bajo la pálida luz de la luna, tomé la
pala y el azadón de tío John y enterré el cuerpo de la vieja junto a la cochera,
bajo los rosales de tía Belle, mientras mi flamante novia espacial recorría el
lugar.
El cuerpo sin vida significó un último toque de pesadilla
en aquella situación irreal. Pero empezaba ya a preguntarme ciertas cosas,
entre otras, nuestros proyectos para el futuro más inmediato.
–Muñequita estelar –hay veces en que un hombre necesita
recurrir a expresiones como esa para comunicarse con una mujer–, supongo que no
vas a desmayarte de repente y abandonarme, ¿eh? –sentí como si una losa me
oprimiera–. ¿Cuáles son tus planes?
–Ya asimilé por completo sus costumbres. Por lo pronto
vamos a casarnos. Luego ya veremos, no hay prisa. Según sus convenciones, me
queda mucho tiempo. Quiero comprenderte a ti y a tu fascinante manera de vivir.
Como ya te dije, tu especie y la mía obtendrán muchos beneficios de este
intercambio.
Sus palabras sonaron a gloria en mis oídos. Era la mejor
propuesta que me hicieron en muchos años, y hubiera sido muy poco hospitalario
rehusar tal cosa a una muchacha sola y a varios años luz de su casa.
–Ha sido todo tan repentino… –opiné–. ¡Uf! Esta fosa me
parece ya bastante grande para un cuerpo tan pequeño… Sí, querida. Nos
casaremos. La vida es nuestra…
Salí del hoyo y la besé. Luego enterramos a la vieja.
Al día siguiente obtuvimos la licencia y, tres días más
tarde, nos casamos. Que yo sepa, fue el primer matrimonio interestelar. No hubo
dificultades de trabajo ni de dinero. Ella resolvió este problema de forma
directa y femenina. Simplemente, cuando necesitábamos dinero lo fabricaba con
periódicos viejos, del mismo modo que había hecho su cuerpo. Intentó enseñarme.
–Me parece lo más fácil –le advertí–. Pero me temo que el
gobierno sentirá celos de tu habilidad de fabricar moneda. No admitirá que otra
persona pueda hacerlo con tanta facilidad.
Tuve miedo que este punto causara fricciones entre
nosotros, pero me equivoqué. Los mandatos gubernativos, la burocracia y los
formalismos oficiales eran completamente inteligibles para ella.
–Sucede lo mismo en mi planeta con la distribución de
fuerza y energía –observó–. No tienes idea de las dificultades que hubo a fin
de proveer energía necesaria para mi viaje. Creo que tendremos que buscar otro
medio. ¿Lo gastaste ya todo? ¿Y no podrías pedir algo prestado?
Sólo quedaban 37.62 dólares en mi cuenta corriente, pero
la casa estaba a mi nombre y pude obtener cinco de los grandes. Los invertí.
Probablemente fui el financiero más afortunado desde que el rey Midas convirtiera
en oro todo lo que tocaba. Si compraba terrenos, surgía petróleo al cabo de una
semana y se agotaba de forma inexplicable a la siguiente, cuando ya los había
vendido. Disfrutamos toda clase de comodidades, y el dinero corría en nuestras
manos. Pagábamos nuestros impuestos, pero ella tenía una manera especial de dar
excusas a los recaudadores, que sufrían crisis nerviosas.
Viajamos, pero permanecimos fieles a la vieja casa por
razones sentimentales. Fuimos a bibliotecas y museos, a espectáculos y
conciertos. No faltamos a ningún acontecimiento de actualidad. Mi mujer sentía
un interés contagioso, que yo no siempre compartía. Algunas de las óperas y
sinfonías a las que tuve que asistir –hay que hablar francamente–, me dieron
ganas de echar a correr. Sin embargo, tenía mis compensaciones, y en número no precisamente
desdeñable. Un ejemplo. Durante una vuelta por Europa, fui siempre un esposo
devoto y atento, completamente leal. Una vez me sentí atraído por una muchacha,
una sonriente flor de pelo negro, que cantaba canciones españolas en inglés con
acento italiano, en un pequeño club de la Riviera. No di el menor paso, ni
siquiera hablé con ella, pero debo admitir que en momentos en que daba rienda suelta
a mi fantasía, pensé en ella en un par de ocasiones.
–¡Vaya! –exclamó una noche mi pelirroja, estatuaria y
flamante esposa; estábamos escuchando música de alta fidelidad o, como ella la
llamaba, “el segundo invento más fascinante de nuestra raza”.
Yo me hallaba sentado enfrente de ella, quizá un poco
soñoliento.
–¡Muy bonito! ¡Te sientas ahí y me sonríes, mientras
estás pensando en esa hembra cursi, cantante de toreros! ¡Me has engañado dos
veces mentalmente! –continuó, presa de descomunal indignación.
Remedó incluso el acento de la muchacha.
–¡Escúchame! –protesté–. Prometiste que no volverías a
espiar en mi mente. Un hombre tiene derecho a un poco de independencia.
–¿Cómo puedes pensar en otra mujer? –sollozó–. ¡Ya no me
quieres!
¡Mujeres! Esto es lo que se consigue intentando razonar
con ellas. Hay que mantenerse siempre a la defensiva.
–¡Pero mi dulce estrellita! –la arrullé–. Fue sólo un
pensamiento pasajero. Únicamente…
–¡Sé muy bien qué clase de pensamiento era! –afirmó.
Se puso en pie y se dirigió majestuosamente hacia la
cocina.
No pude comprender lo que estaba haciendo, ni siquiera
cuando la oí revolver cosas furiosamente.
Surgió de repente un violento resplandor y las luces se
apagaron. Fue entonces cuando me sobresalté. ¿Se habría ido? ¿Me habría
abandonado? Entré como una exhalación en la cocina. Al cruzar la puerta
giratoria, lo primero con que tropecé fue un cuerpo caído debajo de la mesa.
¿Habría…? Pero oí una encantadora y leve risita.
No busqué la linterna. La estreché entre mis brazos y la
besé.
–Mi deliciosa muñeca… te amo. No me importa quién seas.
¡Te amo!
Mis palabras eran sinceras. Existía una comprensión entre
nosotros fuera del alcance de cualquier mujer terrena.
Tuve que cavar una nueva tumba junto a la cochera. Más
grande esta vez a la medida de un hermoso cuerpo de largas piernas y pelo rojo.
Pero, cosa curiosa, esto no pareció afectar a los rosales de tía Belle, que
continuaban tan anémicos como de costumbre. Seis meses más tarde le tocó el
turno a una pequeña morena, luego a otra pelirroja. Cuando dije que mi esposa
era todas las mujeres para mí, me ceñí a la verdad.
La última encarnación era de mediana estatura, con el
cabello oscuro a lo Ticiano, no muy espectacular, pero linda, buena compañera,
amante y hermosamente formada. Mi esposa tenía talento para las formas y
moldeaba admirables figuras para mí.
Una noche, tres semanas después de nuestro matrimonio, me
sentí pesado, con dolor de cabeza y sin apetito.
No se trataba de nada grave, el típico ataque de gripe
que acostumbraba a sufrir cada invierno. Me hice una tisana caliente y expliqué
el procedimiento a mi alta y pelirroja esposa.
–Sí, sí –me respondió–. Ya veo.
Me pareció que volvía a introducirse en mi cerebro, pero
me sentía demasiado mal para quejarme.
–Me voy a la cama –le dije.
Y subí.
Cosa extraña, en vez de pasar una noche agitada, dormí
como un tronco. Cuando me desperté a la mañana siguiente, estaba completamente
bien. Canté un solo impresionante de Body and Soul en la ducha y decidí
que nunca me había sentido tan bien. Me miré al espejo para afeitarme, me
pareció que no tuve mejor aspecto en toda mi vida.
Aquel mismo día, un poco después, subí a la azotea para
instalar la antena del televisor. Nunca lo había hecho, pero mi mujer deseaba
ver la televisión y quise complacerla. Pero con tan mala suerte que me caí
sobre el brazo y el hombro izquierdos desde una altura de cuatro metros. Al
levantarme, sacudiéndome el polvo, observé con sorpresa que no me había hecho
ningún daño. Estaba perfectamente.
–Torpe –me apostrofó mi mujer desde el porche.
–¡Maldita sea! Había una teja suelta allá arriba, resbalé
y… De todos modos, podrías ser un poco más amable. Me pregunto cómo no me he
roto un brazo. Realmente, no lo comprendo.
–No te rompiste nada porque introduje en ti algunas
mejoras la pasada noche.
–¿Qué?
–Querido –me explicó–. No he hecho más que mejorarte un
poco. Desde luego, eras muy atractivo, encantador. Pero, realmente, tu
estructuración resultaba un tanto imperfecta. Como ahora conozco a fondo los
cuerpos que ustedes usan… El caso es… que te he reconstruido.
–¿Oh? ¡Oh! ¿Pero quién demonios te dijo que lo hicieras?
Me pareció una intromisión intolerable. Aunque he de
confesar que llevó a cabo el trabajo bastante bien. Una fuerte y ligera
aleación metálica parece producir mejores huesos que los hechos de calcio.
Poseía ahora una envidiable inmunidad a las enfermedades, no puedo negarlo, y
mi sistema nervioso y mi reformada estructura muscular funcionaban mejor que antes.
Era un hombre distinto.
Cada mujer, por supuesto, aspira siempre a convertir en
un fino ejemplar a la calamidad con la que se casa. Pero sólo yo había tenido
la suerte de poseer la más dotada para ello, capaz de hacerlo desde el interior
y de una forma definitiva.
Nuestro matrimonio era casi perfecto. No tengo ninguna
queja, ni la tuve entonces. Me había facilitado un organismo apto para
funcionar un par de siglos, y estaba dispuesto y deseoso de seguir a su lado
todo ese tiempo.
Pero las cosas nunca salen como está previsto. ¿No es
cierto?
Sucedió algo que suele ocurrir. Al tercer año de nuestro
matrimonio, mi mujer quedó encinta. Un hecho normal en una mujer, de acuerdo, y
nada sorprendente. Pero es que ella no era una mujer normal.
Nos hallábamos en la cama una noche (sería la última),
cuando me abrazó.
–Querido –me dijo, besándome–. Tengo algo que decirte.
–¿Qué? –pregunté medio dormido.
–He estado esperando y esperando que llegara, pero temí
no conseguirlo.
–¿Cómo, cómo?
–Querido, nosotros… vamos a ser padres.
–¿Qué? –me despabilé de inmediato–. ¿Vamos a tener un
hijo? ¡Esto es formidable! ¡Maravilloso! ¿Crees que se parecerá a mí?
Súbitamente me hice cargo del problema. ¿Qué heredaría?
¿Cómo sería?
–No te preocupes, querido –me tranquilizó con cierta
tristeza–. Tengo que reflexionar. Ese es trabajo para una mujer. Déjame los
detalles a mí.
La besé. Después de acariciarnos tiernamente, me dormí.
Toda la noche estuve soñando en dos gemelos siameses que luchaban en forma
fratricida sobre el cuerpo de mi esposa.
Me desperté al rayar el día con una sensación de frío,
soledad y desamparo, como si algo dentro de mí hubiera muerto. Alargué la mano
para asegurarme y no pude contener un grito.
El cuerpo cálido y curvilíneo que reposaba en la cama
vecina a la mía, parecía helado y muerto.
–¡Por favor, no te asustes! No ha pasado nada. De veras.
Era la voz que oí la noche de nuestro primer encuentro.
Me sonaba familiarmente y nueva a la vez. ¡Algo había pasado! Levanté la vista
sobre la cama. Allí estaban, no uno sino dos puntos brillantes de luz.
–¿Qué? ¿Quién…?
–Papá –dijeron al unísono–. Somos tus hijos.
Debo confesar que no eran como los esperaba.
–¡No! ¡Oh, no! Estrellita, ¿dónde estás?
–Aquí. Nosotros somos ella. Se ha dividido y ahora somos
dos, los hijos de ella y de ti.
–¡Qué tontería! ¡Dejen de hablar a coro y vengan aquí!
Al recobrarme de la impresión, intenté argumentar con
ellos, pero no conseguí nada. Con su madre ya no lo logré nunca… Aunque no
quisiera admitirlo, debía inclinarme ante una verdad tan simple como brutal.
Aquel era su sistema de reproducción. Mi extraterrestre esposa se había
dividido para crear dos descendientes semiextraterrestres.
Me sentía muy desamparado. No quería por hijos a dos
puntos brillantes de luz. Quería a mi esposa.
–Pero no podría uno de ustedes…
–¡Padre! –exclamaron con horror–. ¡Sería un incesto!
Ahora debemos irnos. Ya hemos cumplido la misión para la que fue enviada
nuestra madre: revitalizar y renovar a nuestro pueblo por la mezcla de una
nueva corriente de vida.
–¿De veras? –me sentía orgulloso porque mi sangre
vigorizara nuevamente a toda la población de un planeta, pero esto no mitigaría
mi soledad–. ¿Van a abandonarme?
–Sí, padre. Debemos partir inmediatamente.
–¡Esperen un momento! Ya que soy su padre, les prohíbo…
–Padre, por favor… – rogaron pacientemente.
–Pero… ¿no volverán nunca?
–Desde luego. Gracias al éxito de la misión, esperamos
que las facciones divididas de nuestro pueblo se unan en una política de
intercambio. Esperamos volver pronto con otros miembros de nuestra familia.
Incluso es posible que encontremos el medio de convertirte a nuestra propia
forma y puedas venir con nosotros.
–Pero miren…
Pero esto era todo.
–Adiós, padre –dijeron con un tono cortés de ligera
pesadumbre; aun así su impaciencia por partir era ostensible–. Adiós, cuídate
mucho.
Se habían ido. Me quedé solo. Y sin ninguna esposa alta,
morena, rubia ni pelirroja. Ninguna en absoluto.
Nunca me había sentido tan solo. Sólo conmigo mismo. ¿Qué
haría ahora? Decidí que no me quedaba otro remedio que beber. Y lo hice a
conciencia. En algún momento de la noche siguiente enterré el último cuerpo de
mi mujer. Reconozco que la cosa no tenía sentido, y que bien pude llamar a un
médico que certificara la defunción. Pero estaba muy borracho. Además, me había
acostumbrado ya a hacer las cosas a mi manera.
Un día después, hacia las 2:30 de la tarde, sonó la
campanilla de la puerta. Muy abatido, intentaba consolarme con algo de cerveza
fría y un poco de la música de alta fidelidad que agradaba a mi mujer.
La campanilla insistió. Luego dejé que aporrearan la
puerta un rato, pero mi dolor de cabeza era considerable y fui a abrir.
Era la señora Schmerler, la vecina que a veces ayudaba a
tía Belle en las faenas caseras. La escoltaban dos policías de dura mirada. Sin
explicaciones se metieron todos en casa.
–¿Celebrando algo, Mac? –preguntó el primer policía,
mientras el otro y la señora Schmerler miraban en torno con sospecha.
–No –respondí; me sentía excesivamente desgraciado para
pensar–. No es una celebración, sino un funeral. Acabo de perder a mi esposa y
también a mis hijos.
–¡Nunca tuvo niños! –proclamó la señora Schmerler–. Sólo
mujeres. Una gran cantidad de mujerzuelas baratas. ¡Qué diría la pobre Belle,
una santa…! ¿Por qué no le pregunta qué enterraba en el jardín la noche pasada,
cantando Polvo de estrellas?
La evidencia repentina de lo que encontrarían junto al
garaje, de lo que eso parecería a los fríos e incrédulos ojos de la ley, me
sacudió profundamente. Abrí y cerré la boca tres o cuatro veces como una carpa
enferma, sin lograr emitir más que vapores de alcohol. La señora Schmerler me
contempló con asombrado deleite, indignación y horror. Era el gran momento de
su vida. Los policías se adelantaron y me tomaron por el brazo de forma más fraternal
que agresiva.
No es necesario detenerse en detalles. Llamaron a una
brigada y me trasladaron. Seguía sin poder hablar. Me encerraron. En mi bloque
de celdas las apuestas eran de 50 a 1 que me enviarían al “pabellón de la
muerte”. Pero todo me era ya indiferente. Mientras tanto, los diarios, faltos
de temas desde las elecciones, se volcaron sobre mí. Todos mis antiguos compañeros
de la prensa se referían a mí diciendo: “Incluso entonces había algo en él aterradoramente
diferente” y cosas por el estilo. Un día más tarde mi aturdimiento cedió y logré
reflexionar. Mi modo de ver la situación cambió y comprendí que no debía entregarme
al desánimo. Tenía que buscar un abogado. Fui a la puerta de la celda y llamé.
–¡Eh! ¡Eh! ¡Aquí, guardia!
Se acercó.
–¡Vaya! ¿Es que nuestro Barba Azul se ablanda?
¿Quieres hacer una declaración?
–Oh… no. Sólo quiero preguntar una cosa. ¿Han practicado
la autopsia a los cuerpos?
–Aun no. Hoy.
–Bien. Mire…
Tuve algunas dificultades para convencerlo. Al fin pude
hacerlo una vez que recordé todos los datos, empezando por el primero. La vieja
bruja. Sus informes estarían archivados en el hospital del condado. Acusarme
del robo del cuerpo sería lo único que podrían hacer en mi contra. ¿Y los
demás? Me reí entre dientes, imaginando las caras de los médicos al encontrar
los inmaculados huesos de acero, el sistema circulatorio de plástico, los
alambres y otras pequeñas innovaciones que mi esposa –mi última esposa–
introdujo en su propio cuerpo. Les daría mucho que pensar.
Bien, ésta es mi historia hasta el momento. Todavía sigo
en mi celda pequeña y fría y me encuentro terriblemente solo. Pero no estoy
asustado. Creo que tengo cuatro clases diferentes de seguridad.
En primer lugar, mi actual constitución, con todas las
mejoras de estructura y permanencia que ella me proporcionó. Dudo que lograran
electrocutarme. Probablemente se fundiría la instalación. Me convertiría
entonces en una curiosidad científica, pero no en un muerto. Segundo, mis
inversiones y mi dinero acumulado. Todo el mundo sabe perfectamente que nunca
enviarán un millón de dólares a la silla eléctrica.
Tercero, si me hacen convicto de algo, me temo que no
será de asesinato. Es presumible que me envíen a un manicomio, pero no me
preocupa. Por el momento, no puedo hacer más que esperar.
En cuarto y último lugar, y mi mayor esperanza, están mis
hijos, los de ella y míos. Confío en que volverán pronto, con compañía. “Díganles
que vuelvan” fue lo último que les recomendé antes de añadir: “Quiero una
chica, igual a la que se casó con su querido papá”.
Admito que dice muy poco en favor de un hombre el enviar
a sus propios hijos para que le busquen una novia, pero se da el caso que los
míos son excepcionales. Mucho mejor informados que la mayoría, además. Me
traerán una nueva esposa. Estoy convencido.
De todos modos, creo que una rubia, alta, cimbreante y de
tipo estatuario, ahora resultaría adecuada. No lo sé, tendré que pensarlo. La
espera será lo más duro.
Actualmente, los chicos no son indignos de confianza, ¿verdad?
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