Marqués de Sade
De todos los extravíos de la naturaleza, el que más ha hecho cavilar, el
que más extraño ha parecido a esos pseudofilósofos que quieren analizarlo todo sin
entender nunca nada –comentaba un día a una de sus mejores amigas la señorita de
Villeblanche, de la que pronto tendremos ocasión de ocuparnos– es esa curiosa atracción
que mujeres de una determinada idiosincrasia o de un determinado temperamento han
sentido hacia personas de su mismo sexo. Y, aunque mucho antes de la inmortal Safo,
y después de ella, no ha habido una sola región del universo, ni una sola ciudad,
que no nos haya mostrado a mujeres de ese capricho, y, por tanto, ante pruebas tan
contundentes, parecería más razonable, antes que acusar a esas mujeres de un crimen
contra la naturaleza, acusar a ésta de extravagancia; con todo, nunca se ha dejado
de censurarlas y, sin el imperioso ascendiente que siempre tuvo nuestro sexo, quién
sabe si un Cujas, un Bartole o un Luis IX no habrían concebido la idea de condenar
también al fuego a esas sensibles y desventuradas criaturas, como bien se cuidaron
de promulgar leyes contra los hombres que, propensos al mismo tipo de singularidad
y con razones tan igualmente convincentes, han creído bastarse entre ellos y han
opinado que la unión de los sexos, tan útil para la propagación, podía muy bien
no ser de tanta importancia para el placer. Dios no quiera que nosotras tomemos
partido alguno en todo ello… ¿verdad, querida? –continuaba la hermosa Agustina de
Villeblanche, mientras daba a su amiga besos un tanto delatadores–. Pero en vez
de hogueras y de desprecio, en lugar de sarcasmos, armas todas ellas ya totalmente
romas en nuestro tiempo, ¿no sería infinitamente más sencillo, en una acción tan
absolutamente indiferente a la sociedad, tan conforme con Dios, y más útil a la
naturaleza de lo que pueda creerse, que se dejara a cada cual obrar a su antojo…?
¿Qué puede temerse de esta depravación…? A toda persona verdaderamente inteligente
le parecerá que puede prevenir otras peores, pero nunca se me podrá probar que tenga
peligrosas consecuencias…
¡Oh, cielos!, ¿temen que los caprichos de esos individuos,
de uno y otro sexo, puedan acabar con el mundo, que pongan en peligro el precioso
género humano y que su pretendido crimen lo aniquile al no proceder a su multiplicación?
Que lo piensen mejor y verán que todas esas quiméricas pérdidas son enteramente
indiferentes a la naturaleza, que no sólo no las condena en absoluto, sino que nos
demuestra con mil ejemplos que las quiere y que las desea; pues si esas pérdidas
la irritasen, ¿las toleraría en tantos miles de casos? Si la primogenitura le resultase
tan esencial, ¿permitiría que una mujer no fuera apta para ella más que un tercio
de su vida y que al salir de sus manos la mitad de los seres que produce tuviesen
gestos contrarios a esa procreación que supuestamente exige? Digamos mejor que la
naturaleza permite que las especies se multipliquen, pero que no lo exige en absoluto
y que, plenamente convencida de que siempre habrá más individuos de los que hagan
falta, muy lejos está de contrariar las inclinaciones de quienes no ponen en práctica
la propagación y les repugna limitarse a ella. ¡Ah, dejemos actuar a esa madre excelente,
convezámonos de que sus recursos son inmensos, de que nada de lo que hagamos puede
ultrajarla y de que el crimen que podría atentar contra sus leyes nunca podrá manchar
nuestras manos!
La señorita de Villeblanche, de cuya lógica acabamos
de apreciar una muestra, dueña ya de sus actos a la edad de veinte años y disponiendo
de treinta mil libras de renta, había tomado, por gusto, la resolución de no casarse
jamás; de familia distinguida sin ser ilustre, era hija de un hombre que se había
enriquecido en las Indias, había dejado solamente un hijo, ella, y se había muerto
sin haber podido hacer que se decidiera al matrimonio. No es necesario ocultar que
era extremadamente propenso a ese tipo de inclinación cuya apología acababa de hacer
Agustina, llevada de la repugnancia que sentía por el matrimonio; ya fuera por recomendación,
por constitución orgánica o por dictados de la sangre (había nacido en Madrás),
por inspiración de la naturaleza o por lo que se quiera, la señorita de Villeblanche
detestaba a los hombres y entregada en cuerpo y alma a lo que los castos oídos entienden
por la palabra lesbianismo, no disfrutaba más que con su propio sexo y sólo con
las Gracias se resarcía del desprecio que le inspiraba Amor.
Agustina era una verdadera pérdida para los hombres:
alta, digna de ser pintada, con los más hermosos cabellos castaños del mundo, una
nariz algo aguileña, unos dientes maravillosos y unos ojos tan expresivos, tan vivos…
con una piel de una suavidad tal y de una blancura incomparable, todo el conjunto,
en suma, de un tipo de atractivo tan excitante… que era evidente que al verla tan
capaz de inspirar amor y tan decidida a no amar nunca, a muchos hombres se les escapaban
un número infinito de sarcasmos contra una afición por lo demás de lo más sencilla,
pero que, no obstante, al privar a los altares de Pafos de una de las criaturas
del universo mejor dotadas para servirlos, espoleaba el sentido del humor de los
sacerdotes de Venus, como es natural. La señorita de Villeblanche se reía de buena
gana de todos esos reproches, de todos aquellos comentarios malintencionados y seguía
tan consagrada a sus caprichos como siempre.
La mayor de las locuras –añadía– es la de avergonzarse
de las inclinaciones que hemos heredado de la naturaleza; y burlarse de cualquier
individuo que tenga gustos tan singulares es tan absolutamente bárbaro como lo sería
el burlarse de un hombre o de una mujer tuertos o cojos de nacimiento, pero persuadir
a unos necios de estos razonables principios es como tratar de detener el curso
de los astros. Para el orgullo constituye una especie de placer el burlarse de los
defectos que no se tienen y ese tipo de satisfacciones resultan tan gratas al hombre
y especialmente a los imbéciles, que es muy raro ver que renuncien a él… Además,
todo esto se presta a murmuraciones, frías ocurrencias, estúpidos juegos de palabras
y para la sociedad, es decir, para una colección de seres reunidos por el aburrimiento
y moldeados por la estupidez, resulta tan agradable hablar dos o tres sin decir
nada nunca, tan delicioso el brillar a costa de los demás y denunciar condenatoriamente
un vicio que uno está muy lejos de tener… es una especie de tácito elogio que uno
se hace a sí mismo; a ese precio uno consiente incluso en unirse a los demás para
formar una cábala y aplastar a aquel individuo cuya tremenda culpa es la de no pensar
como la mayoría de los mortales y uno se vuelve a casa henchido de orgullo por el
ingenio demostrado cuando con semejante conducta de lo único que se ha hecho gala
y a fondo es de pedantería y de cretinez.
Así opinaba la señorita de Villeblanche, y firmemente
decidida a no enmendarse jamás, se burlaba de las habladurías, era lo suficientemente
rica para bastarse a sí misma, no le importaba su reputación y como aspiraba a una
vida placentera y no a beatitudes celestiales en las que creía más bien poco, y
menos aún a una inmortalidad demasiado quimérica para su sentidos, se rodeaba, así
pues, de un pequeño círculo de mujeres que pensaban como ella, con las que la encantadora
Agustina se entregaba inocentemente a todos los placeres que la deleitaban. Había
tenido muchos pretendientes, pero todos habían salido tan mal parados que estaban
ya a punto de renunciar a esta conquista cuando un joven llamado Franville, más
o menos de su posición y por lo menos tan rico como ella, se enamoró locamente y
no sólo no se cansó de sus desplantes, sino que se decidió completamente en serio
a no levantar el asedio sin haberla conquistado; dio cuenta de su proyecto a sus
amigos, se rieron de él, lo desafiaron y él aceptó. Franville tenía dos años menos
que la señorita de Villeblanche, casi no tenía barba todavía y los rasgos más delicados
y los más hermosos cabellos del mundo, así como una bellísima figura; cuando se
vestía de muchacha, estaba tan bien con esa ropa que siempre conseguía engañar a
ambos sexos y muy a menudo, unos todavía engañados, otros sabiendo muy bien lo que
les agradaba, le habían hecho proposiciones tan concretas que en el mismo día habría
podido ser el Antinoo de algún Adriano o el Adonis de alguna Psyqué. Franville pensó
seducir a la señorita de Villeblanche con ese atuendo; vamos a ver cómo se las arregló.
Uno de los mayores placeres de Agustina era disfrazarse
de hombre en carnaval y recorrer todas las reuniones con ese disfraz tan acorde
con sus gustos; Franville, que hacía espiar sus pasos y que hasta aquel momento
había tenido la precaución de no dejarse ver demasiado, se enteró un día de que
aquella a quien adoraba iba a acudir aquella misma noche a un baile convocado para
socios de la ópera, al que podían entrar todas las máscaras y al que, siguiendo
su costumbre, esa joven encantadora iba a asistir disfrazada de capitán de dragones.
Se pone un vestido de mujer, hace que le arreglen, que le engalanen con el mayor
esmero y distinción posibles, se da muchísimo lápiz de labios y sin máscara alguna
y acompañado por una de sus hermanas, mucho menos hermosa que él, acude a la fiesta
a la que la bella Agustina iba a ir a probar suerte.
Ha dado apenas tres vueltas por la sala, cuando en seguida
es descubierto por la mirada conocedora de Agustina.
–¿Quién es esa hermosa joven? –pregunta la señorita
de Villeblanche a la amiga que iba con ella–. Me parece que nunca la había visto
en ningún otro sitio. ¿Cómo se nos ha podido escapar una criatura tan deliciosa?
Y apenas ha acabado de decir esto ya está Agustina haciendo
todo lo que puede para entablar conversación con la falsa señorita de Franville,
que, al principio, huye, da media vuelta, esquiva, escapa y todo para hacerse desear
con más ardor; al fin es abordada y unos comentarios triviales dan paso a la conversación,
que poco a poco va haciéndose más interesante.
–Hace un calor espantoso en el baile –dice la señorita
de Villeblanche–; dejemos juntas a nuestras amigas y vamos a tomar un poco el aire
a uno de aquellos pabellones donde se puede jugar y tomar algo fresco.
–¡Ah!, caballero –contesta Franville a la señorita de
Villeblanche, fingiendo siempre que la toma por un hombre–. Realmente no me atrevo,
estoy aquí sola con mi hermana, pero sé que mi madre va a venir con el marido que
me ha destinado y si los dos me vieran con vos eso tendría consecuencias…
–Bueno, bueno, hay que superar todos esos temores pueriles…
¿Qué edad tenéis, ángel cautivador?
–Dieciocho años, caballero.
–¡Ah!, y yo os contesto que a los dieciocho años uno
ya ha de tener derecho a hacer todo aquello que le apetezca… Vamos, vamos, y no
tengáis ningún miedo –y Franville se deja arrastrar.
–¿Y qué?, encantadora criatura –prosigue Agustina conduciendo
al joven al que sigue tomando por una muchacha hacia los gabinetes contiguos a la
sala de baile–. ¿Qué? ¿De verdad os vais a casar…? Cómo os compadezco… ¿Y quién
es ese personaje que os destinan? Apuesto que es un hombre aburrido… ¡Ah!, qué afortunado
será ese hombre y cómo desearía hallarme en su lugar. ¿Accederíais, por ejemplo,
a casaros conmigo? Contestad con franqueza, celestial doncella.
–Por desgracia, bien lo sabéis caballero. ¿Acaso puede
uno seguir cuando es joven los impulsos de su corazón?
–Bueno, pues rechazad a ese hombre indigno; juntos nos
conoceremos de un modo más íntimo, y si nos convenimos el uno al otro, ¿por qué
no podríamos llegar a un acuerdo? Gracias a Dios no me hace falta ningún tipo de
autorización… Yo, aunque sólo tenga veinte años, ya soy dueño de mi patrimonio,
y si pudieseis lograr que vuestros padres se decidieran en mi favor tal vez antes
de ocho días podríamos estar vos y yo ligados ya por vínculos eternos.
Mientras conversaban habían salido del baile, y la hábil
Agustina, que no enfilaba hacia allí su proa en busca del amor perfecto, había tenido
buen cuidado de conducirle a un gabinete muy apartado que por medio de arreglos
con los anfitriones siempre procuraba tener a su disposición.
–¡Oh, Dios mío! –exclama Franville al ver que Agustina
cierra la puerta del gabinete y la estrecha entre sus brazos–. ¡Oh, cielos!, pero,
¿qué queréis hacer…? ¿Cómo a solas con vos y en un lugar tan apartado…? Dejadme,
dejadme, os lo suplico, o al instante pediré auxilio.
–Yo te lo impediré, ángel divino –contesta Agustina,
estampando su hermosa boca sobre los labios de Franville–. Grita ahora, grita sí
puedes, y el purísimo soplo de tu aliento de rosa no hará sino inflamar todavía
más mi corazón.
Franville se defendía con bastante languidez: resulta
difícil encolerizarse demasiado cuando con tanta ternura se recibe el primer beso
de todo cuanto se adora en el mundo. Agustina, envalentonada, atacada con redoblado
ímpetu, ponía en ello toda esa vehemencia que sólo conocen las encantadoras mujeres
llevadas de esa clase de fantasía. Pronto las manos se extravían; Franville, jugando
a la mujer que cede, deja que las suyas se paseen igualmente. Se despojan de todas
sus ropas y los dedos se dirigen hacia donde ambos esperan hallar lo que tanto anhelan.
En ese momento, Franville cambia bruscamente de papel.
–¡Oh, cielos! –exclama–. ¡Pero si sois una mujer!
–¡Horrible criatura! –añade Agustina al poner su mano
sobre ciertas cosas cuyo estado no permitía abrigar la menor ilusión–. ¡Y que me
haya tomado tantas molestias para no encontrar más que a un hombre despreciable…!
¡Bien desdichada tengo que ser!
–No mucho más que yo, a decir verdad –contesta Franville
vistiéndose de nuevo y dando muestras del más insondable desprecio–. Me pongo un
disfraz que pueda atraer a los hombres; me gustan y por eso les busco, y no encuentro
más que a una p…
–¡Oh, no; una p… no! –responde Agustina con acritud–.
En mi vida lo he sido. Cuando se aborrece a los hombres no se corre el peligro de
ser tratada de esta manera…
–Pero, ¿cómo sois mujer y detestáis a los hombres?
–Sí, les detesto, y mirad por dónde, por la misma razón
por la que vos sois hombre y detestáis a las mujeres.
–Lo único que se puede decir es que este encuentro no
tiene igual.
–A mí me parece lamentabilísimo –contesta Agustina con
todos los síntomas del más pésimo humor.
–A decir verdad, señorita, más fastidioso es aún para
mí –responde agriamente Franville–. Aquí me tenéis, deshonrado para tres semanas.
¿Sabéis que en nuestra orden hacemos voto de no tocar jamás a una mujer?
–Me parece que bien se puede tocar a una como yo sin
deshonrarse.
–A fe mía, pequeña –continúa Franville–, no veo que
haya ningún motivo especial para hacer una excepción y no entiendo por qué un vicio
tenga que haceros más deseable.
–¡Un vicio…! ¿Pero cómo tenéis el valor de reprocharme
los míos… teniéndolos tan execrables como los tenéis?
–Mirad –le contesta Franville–, no vayamos a pelearnos,
estamos empatados; lo mejor es que nos despidamos y que no nos volvamos a ver.
Y con estas palabras se disponía a abrir las puertas.
–Un momento, un momento –exclama Agustina impidiéndoselo–.
Vais a pregonar nuestra aventura a todo el mundo, lo apostaría.
–Tal vez así me divierta.
–Y por otra parte, ¿qué me importa? Gracias a Dios me
siento por encima de toda murmuración; salid, caballero, salid y contad lo que os
apetezca –e impidiéndoselo de nuevo–: Sabéis –le dice sonriendo– que toda esta historia
es realmente extraordinaria… Los dos nos hemos equivocado.
–¡Ah!, pero el error es mucho más cruel –contesta Franville–
para gente con gustos como los míos que para personas que compartan los vuestros…
y es que ese vacío nos repugna.
–Para seros sincera, querido amigo: podéis estar bien
seguro de que lo que nos ofrecéis nos repele tanto o más aún, así pues la repugnancia
es idéntica, pero no se puede negar, ¿verdad?, que la aventura ha sido divertidísima.
¿Volvéis al baile?
–No sé.
–Yo ya no vuelvo –contesta Agustina–. Habéis hecho que
descubra ciertas cosas… tan desagradables… que voy a acostarme.
–Me parece muy bien.
–Pero mirad que ni siquiera es tan galante como para
darme su brazo hasta mi casa. Vivo a dos pasos de aquí, no he traído mi coche y
me vais a dejar así.
–No, os acompañaré encantado –contesta Franville–. Nuestras
inclinaciones no nos impiden ser corteses… ¿Queréis mi mano…?, pues aquí la tenéis.
–La acepto tan sólo porque no encuentro nada mejor;
algo es algo.
–Podéis estar totalmente segura de que por mi parte
os la ofrezco sólo por simple caballerosidad.
Llegan a la puerta de la casa de Agustina y Franville
se dispone a despedirse.
–Realmente sois encantador –dice la señorita de Villeblanche–,
pero, ¿cómo vais a dejarme en la calle?
–Mil perdones –responde Franville–, no me atrevería.
–¡Ah!, ¡qué desabridos son estos hombres a los que no
les gustan las mujeres!
–Es que –contesta Franville, dando su mano, no obstante,
a la señorita de Villeblanche–, sabéis, señorita, desearía volver al baile cuanto
antes y tratar de reparar mi estupidez.
–¿Vuestra estupidez? ¿Entonces seguís enfadado por haberme
conocido?
–No he dicho eso, pero, ¿no es verdad que ambos podríamos
encontrar algo mucho mejor?
–Sí, tenéis razón –contesta Agustina entrando por fin
en la casa–, tenéis mucha razón, señor, pero sobre todo… porque mucho me temo que
este funesto encuentro va a costarme la felicidad para toda mi vida.
–¡Cómo! ¿Es que no estáis perfectamente segura de vuestros
sentimientos?
–Ayer sí lo estaba.
–¡Ah! No os atenéis a vuestras máximas.
–No me atengo a nada; me estáis poniendo nerviosa.
–Bien, ya me voy, señorita, ya me voy. Dios no permita
que os siga molestando.
–No, quedaos, os lo ordeno. ¿Podréis soportar al menos
una vez en vuestra vida el obedecer a una mujer?
–No hay nada que no hiciera por complaceros –contesta
Franville tomando asiento–, ya os he dicho que soy galante.
–¿Sabéis que resulta abominable que a vuestra edad tengáis
gustos tan perversos?
–¿Y creéis que es decoroso, a la vuestra, tener otros
tan singulares?
–¡Oh!, es muy distinto, en nosotras es una cuestión
de recato, de pudor… incluso de orgullo, si queréis llamarlo así; es miedo a entregarse
a un sexo que no nos seduce nunca más que para esclavizarnos… Mientras, los sentidos
se van despertando y nos arreglamos entre nosotras; aprendemos a comportarnos con
disimulo, se va adquiriendo un barniz de comedimiento que a menudo resulta obligado,
y así la naturaleza está contenta, la decencia se observa y no se atenta contra
las costumbres.
–Eso es lo que se llama un sofisma perfecto, se lleva
a la práctica y sirve para justificar cualquier cosa. ¿Y qué tiene para que no podamos
invocarlo asimismo en nuestro favor?
–No, en absoluto; vuestros prejuicios son tan diferentes
que no podéis abrigar los mismos temores. Vuestro triunfo radica en nuestra derrota…
Cuanto más numerosas son vuestras conquistas, mayor es vuestra gloria, y sólo por
vicio o por depravación podéis esquivar los sentimientos que os inspiramos.
–Realmente creo que me vais a convertir.
–Eso es lo que desearía.
–¿Y qué ganaría con ello si vos persistís en el error?
–Mi sexo me estaría agradecido, y como me gustan las
mujeres, estaría encantada de poder trabajar para ellas.
–Si el milagro se realizara, sus efectos no iban a ser
tan amplios como parece que creéis; accedería a convertirme sólo para una mujer,
como mucho, con el propósito de… probar.
–Ese es un sano principio.
–Es que es verdad que hay una cierta prevención, eso
pienso, al tomar un partido sin haber probado todos los demás.
–¡Cómo! ¿Nunca habéis estado con una mujer?
–Nunca, y vos… ¿podríais acaso ofrecer primicias tan
absolutas?
–¡Oh, no! Primicias ninguna… Las mujeres con las que
vamos son tan hábiles y tan celosas que no nos dejan nada… Pero no he estado con
ningún hombre en toda mi vida.
–¿Es una promesa?
–Sí, y no deseo ni conocer ni estar con ninguno a no
ser que sea tan especial como yo.
–Deploro no haber hecho ese mismo voto.
–No creo que se pueda ser más impertinente…
Y con estas palabras, la señorita de Villeblanche se
levanta y dice a Franville que es muy dueño de irse. Nuestro joven amante, sin perder
su sangre fría, hace una profunda reverencia y se dispone a salir.
–¿Volvéis al baile, no? –le pregunta secamente la señorita
de Villeblanche, mirándole con un desprecio mezclado con el amor más ardiente.
–Pues sí, creo que ya os lo dije.
–Luego no sois merecedor del sacrificio que os ofrezco.
–¡Cómo! ¿Pero me habéis ofrecido algún sacrificio?
–Ya nunca podré hacer nada después de haber tenido la
desgracia de conoceros.
–¿La desgracia?
–Vos me obligáis a usar esta expresión; sólo de vos
dependería que pudiera emplear otra muy distinta.
–¿Y cómo combinaríais todo esto con vuestras inclinaciones?
–¿Qué es lo que no se abandona cuando se ama?
–De acuerdo, pero os resultaría imposible amarme.
–Desde luego, si vais a conservar hábitos tan deplorables
como los que he descubierto en vos.
–¿Y si renunciara a ellos?
–Al instante inmolaría los míos en el altar del amor…
¡Ah!, pérfida criatura, ¡cuánto le cuesta a mi gloria esta declaración y tú acabas
de arrancármela! –exclama Agustina arrasada en lágrimas y dejándose caer sobre un
diván.
–Acabo de oír de los labios más hermosos del universo
la más halagadora confesión que me sea posible escuchar –exclama Franville, arrojándose
a los pies de Agustina–. ¡Ah!, objeto adorado de mi más tierno amor, reconoced mi
fingimiento y dignaos a no castigarlo; a vuestros pies os imploro clemencia y así
permaneceré hasta mi perdón. Junto a vos, señorita, tenéis al amante más constante,
al más apasionado; pensé que esta estratagema era necesaria para vencer a un corazón
cuya resistencia conocía. ¿Lo he logrado, hermosa Agustina? ¿Negareis a un amor
limpio de vicios lo que os dignasteis a declarar al amante culpable… culpable? Yo…
culpable de lo que habíais creído… ¡Ah! ¿Cómo podíais pensar que pudiera existir
una pasión impura en el alma de quien sólo por vos se consumía?
–¡Traidor!, me has engañado… pero te perdono…; sin embargo,
así no tendrás nada que sacrificar por mí y mi orgullo se sentirá menos halagado,
pero no importa, yo te lo sacrifico todo… ¡Adelante!, para complacerte renuncio
con alegría a los errores a los que casi tanto como nuestros gustos nos arrastra
nuestra vanidad. Ahora me doy cuenta, la naturaleza así lo exige; yo la sofocaba
con desvaríos de los que ahora abjuro con toda mi alma; no se puede resistir a su
imperio, ella nos creó sólo para vosotros, a vosotros no os formó más que para nosotras,
observemos sus leyes, la misma voz del amor hoy me las revela, para mí habrán de
ser sagradas. Aquí tenéis mi mano, señor, os tengo por hombre de honor y digno de
mí. Si por un momento pude merecer la pérdida de vuestra estima, a fuerza de atenciones
y de ternura quizá pueda aún reparar mis errores, y haré que reconozcáis que los
de la imaginación no siempre consiguen degradar a un alma bien nacida.
Franville, colmados sus deseos, inunda con lágrimas
de felicidad las bellas manos que tiene entre las suyas; se pone en pie y se arroja
a los brazos que se le abren:
–¡Oh!, el día más afortunado de mi vida –exclama–. ¿Hay
algo comparable a mi triunfo? Devuelvo al seno de la virtud un corazón en el que
voy a reinar para siempre.
Franville abraza mil veces al divino objeto de su amor
y se despiden; al día siguiente comunica su felicidad a todos sus amigos; la señorita
de Villeblanche era un partido demasiado bueno para que sus padres se lo vedasen,
y se casa con ella en la misma semana. La ternura, la confianza, la más exacta ponderación
y la más severa modestia coronaron su himeneo, y al convertirse en el más feliz
de los mortales fue lo bastante hábil como para hacer de la más libertina de las
muchachas la más fiel y virtuosa de las esposas.
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