Javier Redal
Es
una desgracia que los científicos, que por la naturaleza de su trabajo deberían
ser tolerantes y abiertos hacia las ideas nuevas, se muestren con harta
frecuencia mezquinos, egoístas y burlones con los innovadores. Han pasado
siglos, pero aún impera entre los grandes académicos –eso son, y no científicos–
el “Magister dixit” de la Edad Media.
El caso del recientemente fallecido doctor Miguel
Torres, químico, es doblemente terrible. Se ha ignorado su descubrimiento, pero
ese mismo descubrimiento le acarreó una espantosa muerte. Aunque al aludir a
incredulidad, debo admitir que gran parte de la culpa recayó en el propio
doctor Torres. En sus conversaciones solía hablar con ironía de las normas de
prestigio entre la sociedad científica: en la sociedad aristocrática se valora
al hombre por sus antepasados, en la capitalista por la riqueza que posee… y en
la científica, por el número (más que por la calidad) de sus publicaciones.
Como dicen los anglófonos, “publish or perish”: publica o perece. Yo le conocí
debido a su interés por la bioquímica, a la que llamaba “el Gran Arte de la
Edad Actual”, como la alquimia lo fue en el medievo. Trabajé para él cierto
tiempo, luego dejamos de vernos, y lo volví a encontrar años más tarde… poco
antes de su muerte.
El
primer atisbo del horror en que se vio envuelto lo tuve justamente entonces; en
dos años que no le había visto, el tiempo había transcurrido muy veloz en él.
Su rostro arrugado y cansado parecía haber envejecido veinte años.
Caminábamos por la calle; era uno de esos
atardeceres nublados y sombríos, en los que el sol parece tener prisa en
ocultarse tras enormes nubes negras, como un anticipo de la noche. Había
llovido todo el día de forma lenta y continua, pero ya había cesado a esa hora,
y a mí siempre me ha gustado el olor del aire limpio y húmedo. Súbitamente, al
volver una esquina, una repentina ráfaga de fetidez asaltó nuestros olfatos.
Hice la mueca de repulsión obligada en estos casos, y me volví hacia él. Pero
mi acompañante se vio afectado de manera singular: palideció repentinamente, al
tiempo que una expresión de inefable terror aparecía en su rostro. Fui a
decirle la explicación inmediata: sin duda, unos obreros estaban limpiando la
alcantarilla cercana; pero no tuve tiempo. La tapa circular de hierro se alzó,
empujada por un hombre desde abajo, y Torres se desmayó tras lanzar un grito de
terror como jamás lo escuché en un ser humano.
Don
Miguel Torres era pariente lejano mío. Había estudiado la carrera de química de
una manera totalmente anodina, no destacando por la brillantez de sus
calificaciones. Esto no era por holgazanería o estupidez; más bien todo lo
contrario. Poseía una mente particularmente inquieta, que no podía adaptarse ni
doblegarse a la rutina de las aulas. Se apasionaba por temas tales como el
ocultismo, la magia o la parapsicología, la antropología, la arqueología o el
folklore; e igual se le podía encontrar una semana dedicándose a las leyendas
esquimales o incaicas, y a la siguiente a la astronomía o la astrofísica. La
víspera de un examen se leía con rapidez un par de libros sobre el tema, y con
frecuencia ni siquiera eso; y de alguna manera lograba pasar. Acabada su tesis
doctoral, se encontró en posesión de una regular fortuna a causa del
fallecimiento de un familiar, y se montó un pequeño laboratorio de aficionado.
Fue entonces cuando le conocí.
Yo estaba cursando mi carrera de biología, y me
solía ganar unos extras con esa serie de trabajos que suelen buscar los
estudiantes: clases a domicilio, pasar tesis a máquina, buscar bibliografía,
todas esas cosas. Alguien debió hablarle de mí, y me llamó un día por teléfono.
Estaba muy interesado por la bioquímica, me dijo, y quería que le explicase
algunos conceptos que no veía claros, y que buscase bibliografía para él. Había
reunido una modesta biblioteca sobre el tema, y quería ampliarla en la medida
de lo posible… Yo nunca he tenido prejuicios contra el dinero, de modo que
acepté.
Había instalado su pequeño laboratorio en un gran
caserón decrépito de las afueras; tenía tres plantas, y su fachada estaba
decorada con azulejos al estilo de la región. Sin duda, había sido la propiedad
de un labrador acomodado, antes de que el inexorable crecimiento ciudadano lo
relegase a la categoría de suburbio. Allí llegué, un lóbrego día de noviembre.
Una vieja criada me abrió la puerta.
El doctor Torres salió a recibirme; era, recuerdo,
un hombre de unos cuarenta años, de aspecto seguro de sí mismo y aire afable.
Me condujo a su “pequeña biblioteca”: llenaba tres habitaciones de buen tamaño,
cubiertas de estanterías del suelo al techo, en las que pude reconocer una
serie de libros. Estaba la Bioquímica de Lehninguer, El origen de la
vida sobre la Tierra de Oparin, la Biología molecular del gen de
James D. Watson, Biosynthesis of Macromolecules de Ingram, y otras
muchas que ya conocía. También había revistas: la colección completa de Nature,
la del Journal of Biologycal Chemistry, y la del Scientific American.
En una serie de carpetas clasificadas, estaban numerosas fotocopias de
artículos. También había una serie de libros de referencia; entre ellos pude
reconocer los quince volúmenes de Enzymes, editados por Academic Press.
En fin, algo digno de una cátedra de universidad.
Me extrañó muchísimo ver a su lado una serie de
obras raras: El misterio de las catedrales de Fulcanelli, la Isis sin
velos de Mme. Blavatsky, las obras de Charles Fort, y una serie de obras de
magia y ocultismo que nunca había visto antes. Incluso había unos libros que
parecían manuscritos fabulosamente antiguos. Uno en particular, que Torres se
apresuró a guardar en un cajón de su mesa, se titulaba algo así como Necro-no-sé-qué.
El “Laboratorio de aficionado” estaba a tenor de
esto: armarios llenos de material de vidrio, productos químicos y reactivos, y
aparatos. Un espectrofotómetro ultravioleta-visible, una centrifugadora, varios
tipos de cromatógrafos, equipo de electroforesis, incluso un contador de
radiactividad; el doctor Torres usaba también el marcado isotópico.
En el sótano tenía almacenados los productos
radiactivos; al expresarle mis deseos de verlo, pareció algo renuente, pero
acabó accediendo y me condujo a él. Era como todos: una habitación con las
paredes forradas de plomo y una puerta singularmente pesada, que ocultaba su
blindaje tras la superficie de madera.
Mientras estábamos en el sótano, me llamó la
atención una enorme y extraña habitación. Tendría unos cincuenta metros
cuadrados de área y unos cuatro de altura. Su techo estaba recorrido por una
serie de tubos perforados, como un raro sistema contra incendios. Y, ¿qué podía
incendiarse en una habitación de cemento? Cerca del techo había una ventanilla
de vidrio, y la habitación estaba iluminada por unas potentes lámparas
protegidas por semiesferas de vidrio. Una gruesa puerta forrada de acero y con
sólidos cerrojos daba acceso a la cámara.
Ante mis preguntas, Torres me condujo al piso
superior del sótano. Abrió una puerta cerrada, que daba a una habitación de
vigilancia –es el único nombre que se me ocurrió–. Allí estaba la gruesa
ventanilla, cuyo cristal era del tipo de seguridad usado en ciertos bancos.
Había además unas enormes garrafas de vidrio
forradas de paja, como las usadas para transportar líquidos peligrosos. Las
etiquetas ponían de manifiesto que contenían ácido sulfúrico.
En el centro del piso, una pequeña abertura
circular tapada con un disco de metal completaba el extraño equipo. Torres,
debo añadir, no respondió a mis preguntas.
Subimos de nuevo a la biblioteca. Allí, Torres
empezó a preguntar y yo a responder; gradualmente, la conversación se tornó
monólogo, ya que mi interlocutor sabía mucho sobre bioquímica, más de lo que yo
esperaba. Cuando yo hablaba, parecía que él ya sabía las respuestas y sólo
deseaba que confirmase sus suposiciones.
Los temas que más le interesaban eran los que se
suelen incluir en la confusa etiqueta de “biología molecular”: ácidos
nucleicos, genética molecular, origen de la vida…
–Vivimos en un siglo extraordinario –decía con
frecuencia–; en su primera mitad, se desarrolla la física nuclear, la
relatividad, la mecánica cuántica, etc.; todo ello ha desembocado en el control
de la energía atómica a mediados de siglo. En la segunda mitad se ha
desarrollado la biología molecular: estructura y función de las enzimas; el
metabolismo celular y sus pasos; la naturaleza del material genético, su
mecanismo de acción, su regulación… ¡nos ha sido dado a conocer el secreto de
la vida, por primera vez en la historia humana!
(No me di cuenta de lo que insinuaba Torres al
decir “historia humana”; eso no lo supe hasta mucho más tarde).
Pero lo que decía no era nada hiperbólico; de
hecho, era cosa sabida entre los hombres de ciencia. Torres citó una frase de
Fred Hoyle, el conocido astrónomo y escritor: antes de veinte años, los físicos
nucleares, que fabrican inofensivas bombas de hidrógeno, trabajarán en
libertad; mientras que los biólogos moleculares trabajarán tras alambradas.
Torres veía ese día muy cercano; ya existen unas
normas de seguridad, las célebres “Normas de Asilomar”, creadas en un congreso
para evitar que una bacteria artificial –Torres se delectaba con ese último
adjetivo– escapase de un laboratorio y afectase a miles de personas.
Las posibilidades, para el bien o el mal, eran
inmensas. Más que la energía atómica. Después de todo, el uranio es un mineral
raro, y una central nuclear no es fácil de ocultar. La biología necesita mucho
menos; en breve, toda nación con pretensión de ser alguien (prácticamente
todas, excepto Andorra y similares) dispondría de su microbio “del Juicio Final”,
que haría aparecer la Peste Negra como un resfriado de invierno.
Todo esto me dio un vislumbre de su objetivo. ¿Vida
artificial, quizá?, le pregunté.
–La vida artificial ya se ha obtenido –dijo,
quitando importancia a la cosa. Debí poner cara de incomprensión, porque añadió–:
Un virus no es otra cosa que un ácido nucleico con una cubierta de proteína… un
“gen suelto”, como se dice. Y en la década de los 50 se averiguó como producir
y duplicar un ARN sintético: Severo Ochoa, ya sabes. Pero, ¡ah!, sintetizar una
célula, con toda su complejidad…
Pero incluso mis más locas especulaciones no eran
lo bastante acertadas.
Dejé de verle al año de trabajar para él. Su
investigación le obligaba a ausentarse una temporada, dijo. Mientras él estuvo
fuera, acabé la carrera y encontré trabajo. Sus idas y venidas, así como la
marcha de su trabajo, sólo pude conocerlas indirectamente.
Al parecer, estuvo en varias universidades
americanas, especialmente en Massachusetts; fletó un pequeño barco, y viajó por
el Ártico. Exploró una serie de cavernas en Virginia, y más tarde viajó en
camello por ciertas regiones de la península arábiga. Luego regresó a su casa.
Se dedicó a una serie de experiencias, cuya
naturaleza sólo puedo imaginar. Dio vacaciones a su criada, y encargó que le
trajeran semanalmente suministros, sobre todo comida. Las personas con las que
hablé se mostraron muy extrañadas por las enormes y crecientes cantidades de
carne que pedía: carne de caballo, que compraba al proveedor del zoológico.
Las gentes que lo vieron en persona afirman que, al
principio, daba muestras de satisfacción; pero esto fue cambiando con el
tiempo. Día a día, mostraba un semblante más y más preocupado, macilento,
cansado. Rehuía las visitas de sus amigos; uno de ellos, un antiguo
condiscípulo, oyó una serie de golpes muy fuertes, procedentes del sótano. Este
incidente pareció asustar a Torres, que rogó a su visitante que se marchara.
Lo más inexplicable de todo fue que las personas
con las que hablé me contaron que la casa tenía un aire vagamente opreviso; era
una sensación rara, que no parecía tener justificación material alguna; si bien
algunas personas hablaron del “olor asqueroso” que se podía percibir débilmente
en el aire, pese a que Torres pulverizaba ambientadores perfumados a todas
horas…
Un adolescente que trabajaba en una tienda, la que
suministraba alimentos al doctor, me dio una información más extraña aún. El
muchacho tenía fama de “raro” entre sus compañeros de trabajo por las
frecuentes pesadillas que padecía. Tras ir a entregar uno de los encargos del
científico, se quejó de una “presencia invisible” en la casa; en lo sucesivo,
se negó a ir más allí.
Al cabo de dos años de esa situación, en la noche
del 15 de enero, se produjeron una serie de fenómenos que atrajeron la atención
de los vecinos: primero, una voz (reconocida como la de Torres), lanzó unos
gritos espantosos sin cesar durante casi una hora. Simultáneamente, en el
sótano de la casa empezaron a sonar fuertes golpes, “como si un gigante picase
piedra”, según declaración de los vecinos. Alguien avisó a la policía, pero
antes de que llegase aún se produjo un grito más fuerte, y el ruido cesó.
La policía encontró al científico desmayado en el
suelo; rápidamente fue trasladado a un hospital, en el que yació delirando una
semana. Fue cuando le dieron de alta que lo encontré, y sucedió el incidente de
la cloaca. Lo llevé a su casa, y su criada llamó a un médico; no pudiendo hacer
otra cosa, me marché.
Volví a verle dos semanas más tarde, a
requerimiento suyo. El descanso no parecía haberle cambiado mucho: avejentado,
agotado… parecía su propio padre.
Sinceramente preocupado por su salud, le pregunté
por sus actividades durante todo este tiempo; tras vencer su reticencia, empezó
a hablar.
Su discurso me pareció en el primer momento
delirante y fuera de lugar. Habló de razas antiguas, civilizaciones
desaparecidas, y no todas humanas. El hombre, dijo, es sólo una de las especies
que han reinado sobre el Planeta, y ciertamente no la más sabia.
Habló de unos seres, los “Primordiales” o “Primigenios”,
y del culto celebrado en torno a ellos: Cthulhu, Nyarlathotep, Shub-Niggurath y
sus espantosos atributos; me mostró una serie de libros que siempre me ocultó:
los Manuscritos Pnakóticos, el Papiro Neferkeré, el Cultes des
Goules del Conde D’Erlette, el Libro de Eibon, y especialmente el Necronomicón
del árabe loco Abdul AI-Hazred.
Me habló de extraños incidentes… un destructor
arrojando cargas de profundidad frente a la costa americana, cerca de un
derruido pueblecito de pescadores de siniestra fama… una expedición a la
Antártida y sus alucinantes resultados… el relato de un marino sueco que fue
encontrado a la deriva en un barco…
–¡Lee a Lovecraft! –gritaba–. Sabía más de lo que
se cree.
¿Por qué fue incendiada Innsmouth? ¿Qué encontraron
en la Antártida Pabodie y los otros? ¿Qué encontró en África sir Avery Wendy-Smith?
Siguió hablando. Ciudades antiquísimas, de millones
de años de edad; extrañas referencias geográficas. La desconocida Kadath en el
Desierto Helado, la abominable Meseta de Leng, la isla de Pascua, las
misteriosas inscripciones de la legendaria Tiahuanaco…
Su discurso fue concretándose. Habló de una raza de
seres equinodermos, semivegetales, que llegaron a la Tierra hace tres mil
millones de años, y crearon la vida “por broma o por error”.
Aquí me atreví a objetar tímidamente: todo probaba
que la vida se originó espontáneamente, como indican los trabajos de Oparin,
Fox y Miller…
Torres rio con aspereza.
–Estás en un error. La vida pudo originarse así,
sin intervención de un ser inteligente. Pero nada indica que debió ser
forzosamente así. La Tierra pudo ser sembrada antes de que la vida apareciese
espontáneamente.
De una estantería tomó una revista; era el número
de noviembre de Investigación y Ciencia, dedicado a la evolución. Me
mostró un artículo titulado “La evolución química y el origen de la vida”, de
Richard Dickerson, y leyó.
“…cabe la posibilidad de que la vida no surgiera
precisamente en la Tierra. Según la teoría de la panspermia, que tuvo una gran
aceptación en el siglo XIX, la vida se habría propagado de un sistema solar a
otro por medio de las esporas de los microorganismos. Recientemente, Francis H.
C. Crick y Leslie E. Orgel han emitido la aventurada hipótesis de que la Tierra
–y probablemente también otros planetas estériles– fue sembrada deliberadamente
por seres inteligentes que vivían en sistemas solares cuyo grado de evolución
se hallaba miles de millones de años por delante del nuestro. Esta sugerencia,
que Crick y Orgel llaman fenómeno de panspermia dirigida, podría explicar, por
ejemplo, por qué el molibdeno, cuya presencia terrestre es tan escasa, es
esencial para el funcionamiento de muchos enzimas clave”.
Si Torres buscaba impresionarme, lo había
conseguido. Crick, codescubridor de la célebre “doble hélice” del ADN junto con
James D. Watson, y Premio Nobel a consecuencia de esto…
Prosiguió. Los Antiguos, los seres medio vegetales,
crearon también unos esclavos protoplasmáticos, capaces de cambiar de forma:
los shoggoths. Habló de su rebelión, y de cómo reemplazaron a sus amos… Los
shoggoths, que ni aun el árabe loco se atreve apenas a mencionar en el Necronomicón…
Se refirió a la muerte de Lovecraft. Parece ser que
murió de cáncer intestinal, pero Torres se mostró escéptico.
–¡No hay muerte natural cuando ellos andan cerca!
Derleth lo sabia, pero nadie le creyó. Aludió a la muerte de Lovecraft en sus
relatos, mientras los sesudos críticos hablaban de cáncer. ¡Asnos estúpidos! El
cáncer está producido por virus, que no son sino ácidos nucleicos. ¿Y qué es un
ácido nucleico para los Señores de la Vida?
La exaltación crecía en él, y temí un nuevo ataque.
–Intenté recrear un shoggoth partiendo de ciertas
muestras traídas de la Antártida… la excavadora de Pabodie extrajo restos de
animales marinos… marinos, fíjate, fíjate bien… como los shoggoths… un ácido
nucleico puede ser extraído, congelado o liofilizado sin perder sus propiedades…
basta darle una célula exnucleada en la que crecer… ¡Pregunta lo que hizo
Charles Dexter Ward con los restos de su antepasado!… Averígualo…
Sus frases eran incoherentes; reproduciré aquellas
con sentido para mí:
–Era un monstruo… enorme, creciendo más y más… como
una montaña de gelatina espumosa, cubierta de una asquerosa mucosidad… y sus
miembros… ¡SUS miembros!… era un abominable caleidoscopio de formas… brazos,
antenas, patas, ojos, tentáculos… Santo Dios… ¡cabezas, cabezas humanas!… no
puedes imaginario… tú no lo has visto…
“Llenaba toda la habitación… me quedé corto en mis
cálculos… el carnicero preguntaba si tenía un león en casa… bromeando… ojalá
hubiese sido un león… pero la carne no era lo único… aquella abominación podía
vivir de cualquier tipo de materia orgánica… basura, papel, excrementos…
incluso plástico… y tal vez materia mineral… el ácido apenas le molestaba… baja
y mira… no lo has visto…
Debió advertir mi extremo terror, porque rio
histéricamente.
–Se ha ido… escapado… por la cloaca… ¡cómo golpeaba
el suelo!… y huyó… ¡ja, ja, ja!… una fuente de alimento para esa cosa… en todo
el mundo… ¡pobres, necios, desdichados Antiguos!… creían que dominaban a los
shoggoths… y nosotros también… Arrancó los focos… le molesta la luz… no lo has
visto… no lo puedes imaginar… y no es lo peor… el árabe loco dijo que los
shoggots sólo existían en los sueños… las drogas… alucinaciones…
Por un momento pareció tornarse más coherente.
–Pero no, no es eso… dijo que los shoggoths devoran
a la vez “cuerpo y alma”, y todos creyeron que esto significaba la decadencia
de los adictos a las drogas… cuerpo y alma… pero no es eso… los shoggoths son
telépatas… sus amos no lo sabían… y todo ese tiempo que estuvo encerrado me
hablaba… ¡día y noche, en el sueño y en la vigilia!… no te imaginas las cosas
horribles que me dijo… no lo has visto…
(La frase “no lo has visto” era repetida una y otra
vez, tratando de expresar lo inexpresable).
–…me amenazaba… pero yo no lo solté… él me tenía a
mí, y yo a él… y me sigue teniendo… ahora, ahora mismo… me habla… no… no…
¡maldito!… tú… no me tendrás… me puedes matar, pero no cederé… no… tú… por su
hedor Los conoceréis…
Cayó al suelo, musitando frases y palabras sin
sentido. Era algo así:
–Eyaaa… aieaieaie… n’gaa… yaag’hna… Cthulhu fhtang…
n’gaa… n’gaa… Shub–Niggurath… Yog–Sothoth… YOG–SOTHOTH…
Su anciana criada acudió a mi frenético grito, y
avisó a un médico. Éste, nada más llegar, aconsejó su traslado al hospital,
cosa que se hizo a toda prisa. Quedé solo.
No soy un héroe, pero no podía evitar los deseos de
bajar al sótano, aquél en el que el horror sin forma había crecido. Bajé las
escaleras iluminándome con una linterna. Por algún motivo, no había luz
eléctrica. Pero deseaba ver la celda del shoggoth, si es que de verdad había
existido y no era un delirio.
Mientras bajaba, una repugnante pestilencia casi me
hizo vomitar. Lo atribuí a una alcantarilla o fosa séptica. Pero no me podía
quitar de la cabeza la frase “por su hedor los conoceréis”.
Abrí la puerta de la habitación de vigilancia. El
cristal estaba cubierto de algo, y no se podía ver a su través; volví la luz, y
vi las garrafas de vidrio vacías y volcadas. Algunas tenían el cuello roto a
martillazos, sin duda al vaciarlas con prisa. No era difícil adivinar el
paradero de su contenido… pues la tapa del suelo estaba levantada, y el propio
suelo estaba corroido por las salpicaduras. Recordé los tubos de plomo
perforados que recorrían el techo de la habitación de seguridad, y comprendí su
fin.
No pude evitar un escalofrío ante la idea de bajar…
pero tenía que saber a toda costa si Torres estaba cuerdo o loco. Miré una vez
más por la ventanilla blindada. Iluminé con la linterna: apenas se podía
advertir algún detalle, pero la habitación parecía vacía.
Bajé al fondo del sótano alucinante, y lentamente
descorrí los fuertes pestillos, listo para cerrarlos al menor signo de alarma.
Lentamente, abrí la pesada puerta; lentamente, me asomé.
Mis precauciones eran inútiles. Alguien había
arrojado escombros, piedras, todo lo que encontró, al agujero abierto en el
centro del piso. Al menos momentáneamente, la entrada al hediondo infierno
subterráneo de la cloaca estaba cerrada.
Examiné el sótano. Mi estado de tensión era tal que
no había advertido el infecto y nauseabundo hedor que invadía la horrenda
cámara. Esta vez vomité.
La locura podría explicarlo todo. Podría explicar
por qué los focos habían sido destrozados, y podría explicar la maloliente baba
que cubría paredes, suelo y techo, como si un congreso de babosas o caracoles
hubiese tenido lugar allí. Tal vez Torres, en un acceso de enajenación mental,
podía haber abierto el agujero del piso y luego cerrarlo. (Pero ¿cómo? ¿Con
pico y pala? ¿Con dinamita?)
Pero lo que no pudo hacer es la pequeña y amorfa
criatura, del tamaño de una nuez, que reptaba por el suelo y era exactamente
igual a un shoggoth en miniatura, tal como Torres lo describió.
¡Dios! ¿Cómo no lo pensé antes? Los shoggoths, como
todo ser vivo, se reproducen…
El
desenlace no tardó en llegar. Torres murió tras un mes de espantosos delirios,
que aterrorizaron a médicos y enfermeras que lo cuidaban. Al abrirse su
testamento, todos se sorprendieron al ver que me nombraba único heredero; yo
también me sorprendí, hasta que leí la carta que me dejó.
No solo heredo bienes o dinero; también heredo una
pesada carga. La voluntad de Torres fue que yo prosiguiese su obra, y remediase
el mal causado. No sé si podré; no soy un genio en mi especialidad, ni siquiera
soy brillante, pero me esforzaré. Tengo sus libros y sus papeles; me instruiré,
buscaré personas de confianza, haré lo que sea… pero lucharé.
He hecho demoler el viejo caserón, y he trasladado
todo a una casa en el campo. También yo empiezo a temer las cloacas y
alcantarillas.
He empezado a estudiar al shoggoth. Puedo regular
su ritmo de crecimiento, por medio de la comida. Por el momento lo mantengo en
su tamaño. Busco agentes que puedan dañarlo o impedirle crecer… tal vez pueda
encontrar alguno. Tiene que haberlo.
De una cosa estoy seguro: por el momento no
revelaré lo que conozco a nadie, pero no destruiré lo que conozco. Nunca he
creído en “secretos que el hombre no debe desvelar” y esas tonterías
oscurantistas. Si Torres cometió un error, fue el ser demasiado confiado, pero
no inmiscuirse en nada “prohibido”. Y pagó muy caro su error.
Aunque a veces me invade el desaliento, y recuerdo
algunas de las cosas que dijo antes de morir. Los Antiguos crearon a los
shoggoths, y los shoggoths los mataron; nosotros hemos creado una tecnología, y
tal vez acabe matándonos.
En mis sueños veo una Tierra devastada, con los
mares y ríos transformados en vertederos; con los ríos prolongándose bajo las
ciudades en un negro y pestilente laberinto de alcantarillas; con el aire
cargado de gases tóxicos… y el hombre no está. Ha creado un medio de cultivo
para los shoggoths, y se ha extinguido. Y los horrores sin forma caminan a la
luz…
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