Milia Gayoso Manzur
Él
le había contado que todas las cosas tienen un color, algunos más lindos que otros,
pero que absolutamente todo, aun las cosas tristes, le habían copiado el color a
las flores. Las flores… esas cositas aterciopeladas y olorosas que solía tocar y
oler. Él le había enseñado a caminar sin miedo, moviendo alegremente el bastoncito
hacia la derecha o a la izquierda, buscando obstáculos o haciéndola girar en el
aire cuando quería demostrar que podía andar sin tener que utilizarlo y no llevarse
los objetos por delante.
Le hizo sentir que ella no era diferente a las demás
personas, que podía también inspirar amor y sentirlo…, tanto, que a veces parecía
que le iba a estallar el corazón. Le habló de la forma de todas las cosas y fue
aprendiendo todo aquello que durante veinte años no supo, porque en su casa siempre
estaban muy ocupados trabajando. No había tiempo para enseñarle a diferenciar la
forma del pétalo de una margarita del de una rosa, nunca se sentaron a leerle un
poema o un cuento, ni le hablaron de los diferentes colores del mar.
Cuando apareció él, dejó de sentarse durante horas en
el patio sin ocuparse de nada, solo, mirando sin ver y comenzó a interesarse hasta
en las mínimas cosas. Él le consiguió varios libros escritos en braille, le grabó
cassettes con hermosas canciones, le llevaba a la orilla del río para que
aspirara con el olor a “aromitas” que venía del norte y escuchara el chac, chac
dulce de las olas al chocar contra las piedras de la orilla. Él le quitó el velo
que le impedía ver el lado bueno de todo… y entre ruidos de olas despeñadas, piar
de garzas y olor a culantrillo, le develó el secreto del amor más allá de las caricias.
Pero como la felicidad es sólo rayos calentitos de sol
entre días de lluvia, le contó que iría a estudiar a otro país, que era inevitable
porque le dieron una beca solicitada mucho antes de conocerla. Trató de consolarla
prometiéndole una carta cada quince días y su amor y pensamiento todas las horas
del día. Le enseñó a sentir el aleteo de las mariposas amarillas a su alrededor.
“¿Para qué?”, le preguntó ella, completamente triste. “Para que te avisen que viene
una carta mía en camino”.
Y volvió a su rutina de ayudar a
lavar cubiertos, arreglar su cama, releer sus pocos libros y esperar cartas. Se
sentaba durante horas en el jardín ansiando escuchar los aleteos. Cuando llegó la
primera carta su alegría se convirtió en desazón porque no sabía a quién pedir que
se la leyera. Sentía vergüenza de sus hermanos y de su madre, entonces se lo pidió
a la vecinita adolescente, pero luego a la hora de contestarla fue peor, porque
él no leía en braille y no quería un intermediario para escribirle en escritura
normal. No habían previsto este problema. Entonces grabaron sus pensamientos, y
en vez de cartas, se enviaban cassettes.
Con o sin aleteo previo de mariposas
pálidas, recibió noticias de él durante un año, luego, hacia enero del año entrante,
la ciudad se vio invadida por miles de mariposas y ya no llegaron los cassettes
ni cartas. Hacia marzo, no quedaron mariposas ni esperanzas.
Volvía
del almacén de la otra cuadra cuando tropezó con alguien. “Disculpe” –dijo–, apuntando
su bastón hacia la derecha… Él le tomó las manos y le contó que una pequeñísima
mariposa lila iba delante de ella, aleteando con todas sus fuerzas para avisarle
que él se estaba acercando.
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