Alejandro Estivill
Creyó que las mujeres
eran así; que los amores eran así; que los besos y las caricias eran así, que
los ratos de sexo descarnado eran así, tan iguales a un trapo que se exprime
hasta que sucumbe. Y supuso que las amantes, cuando son devoradas por un hombre,
avientan su cabeza deforme a un costado, el torso sin freno al otro y que
tuercen la mueca de sus bocas jadeantes en el empalme más siniestro del placer
y la congoja. Tan sólo las piernas, lo que más gustaba ver en sus amigas… ésas
le llegaban a parecer normales desde la pantorrilla hasta los dedos cuando
cuelgan en un rincón de la pantalla.
Creyó que uno moría, vomitaba, de placer con
semejantes contorsiones, porque él escuchó los susurros y los gemidos en la
tele, porque vio sus movimientos sin entenderlos y, durante años, mientras sus
padres se distraían, brincó con mano tímida hasta un alto canal en la consola
de la televisión por cable y miró instantes de piel convertida en olas rojas y
brillantes.
Mamá tejía y a veces salía de la salita de estar –se
perdía en otro cuarto o en la cocina– para buscar un nuevo color de estambre o
revolver cajones desordenados donde juraba haber dejado un ganchillo. Papá, tan
grande y tan oso, siempre inmóvil en el sofá, como un buda agotado por su
trabajo en la oficina, a veces dormitaba… y al primer ronquido, él podía
meterse hasta el Playboy Chanel y descifrar un segundo de algo, que a veces
parecía la misma muerte.
Mamá volvía y nunca preguntaba por ingenua o por
miedosa. Nadie está para saberlo. Papá despertaba con un sobresalto por el
extraño ruido que tienen las voces y los vahos cuando vienen de una fuente de
televisión codificada. Pero antes de que entendiera lo que había pasado, la
imagen había vuelto al fútbol o a la comedia y él, como hijo joven, potente y
saludable, se tapaba discreto la entrepierna ocultando cualquier accidente en
su pantalón café de la milicia.
Lo mandaban a dormir temprano, como siempre, y él
soñaba. En casa la hora de la tele empezaba a las siete; nunca antes. Él
esperaba atento al lerdo reloj y sabía que podía prender aquel aparato aún si
nadie lo acompañaba, lo que construía la mejor ocasión para explorar los
canales prohibidos. Todo se apagaba, sin lugar a consideraciones, apenas
pasaban las nueve y él decía “buenas noches” y deambulaba encorvándose para no
mostrarse excitado, mientras creía que las cogidas, los palos y los polvos eran
algo retorcido, tal y como hablaban los compañeros de la escuela, los mismos
que se jalaban a tirones las corbatas de aburrido color beige. Al recordar, él
se retorcía en la cama buscando formas inhumanas y las posiciones de la
televisión, la nueva e inaudita televisión por cable.
Papá nunca decodificó los canales prohibidos. Ni
pensarlo, si ni siquiera hablaba de ellos como nunca habló en familia sobre
aquella ocasión, hace ya años, en que decidió sin preguntar la contratación del
nuevo servicio de televisión que había llegado a su colonia. Y es seguro que en
su metódica vida, jamás había descubierto que las imágenes pornográficas, tras
el velo de la codificación, podrían ser interpretadas a pesar de toda su
distorsión. Ignoraba que para su hijo, eran un mundo de formas infinitas, no
sólo inusuales, sin límites al cuerpo y al sonido, que posiblemente sólo
existían para él. Y de tanto espiar y espiar a ratitos y durante años, que de
verdad fueron años de estar mirando a diario, aquel joven entendió de las
manos, de los senos, de sexos unidos… muy a su manera. Fue más allá, hasta
imaginar prácticas que entre los muchachos, sólo podían ser tema de sabios.
Todo eso lo relataba como un marino de hace siglos que viajó entre sirenas por
un mundo igualmente deforme que fantástico.
Empezó a hablar con una rara sabiduría de la
postura del leopardo, de los cuerpos elásticos, del orgasmo ahogado o la uña
entre las vértebras, y lo hacía con tal seguridad que los cadetes de la escuela
no podían dudar del largo trecho de experiencia con que los aventajaba. Incluso
empezaron a hacerle rueda en los descansos para oírlo pronunciar lo que
parecían verdaderos gritos de guerra en un inglés distorsionado: “on the table,
babe, hurt my butt”, o claves que parecían encerrar secretos prohibidos como “using
a slinky” o “practice the fist fucking”.
Cuando le pedían que describiera un “runic horse”,
se atrevía a dibujar con una voz líquida y ondulante inigualables nudos
humanos, malabarismos de cirquero, cartílagos estirados, que lejos de provocar
la incredulidad, llamaban a una desbordada admiración. Los amigos no podían
más. Él era la puerta para el mejor mundo posible en un sueño adolescente y una
tarde, sin aceptar reservas, lo llevaron a La Casa de la Cuesta. Ninguno había
entrado ahí, aunque algunos dejaran entrever con sus monosílabos que, tal vez,
sólo tal vez, la conocían.
Lo empujaron, lo usaron como punta de lanza
frente a la señora Michelle y le hablaron al oído de sus habilidades. Su sola
presencia les daba un valor único, les permitía levantar tragos entre las putas
con la seguridad de los camioneros, sentados en los sillones violeta y reír con
la boca grande cuando ellas hablaban de un simple liguero. Ellos estaban junto
al maestro en amores y lo invitaban a quitar la cara de absoluta incomprensión
con la que aún se arrinconaba entre las columnas.
La señora Michelle lo llevó arriba y le entregó a
Karina, una de las más jóvenes e inexpertas. Para que ella aprendiera, imagino,
porque la fama del joven más diestro en sexo, posiciones, mujeres y
atrevimientos le había llegado de uno o dos meses atrás. Cerraron el cuarto. Él
la vio desnudarse y quedó helado. La observó botarse la extraña falda de
holanes; se concentró cuando ella zafó los broches de una especie de corpiño
antiguo que le cargaba unos senos pequeños y tiesos.
Cuando estuvo desnuda, cuando estuvo
completamente convertida en mujer normal, tan normal, con sus piernas rectas
que magistralmente pasaban de la delgadez de los tobillos a la anchura mediana
de las caderas, cuando midió su cuello de no más de ocho centímetros y sus
brazos que nunca alcanzaría a duplicar lo largo de las piernas, cuando ella –para
ver si lo calmaba– sonrió tan simétrica, malditamente simétrica, y parpadeó con
dos ojos de mujer en cueros que estaban sin más, uno al lado del otro… Cuando
la vio normal y sin ropa, él sintió un enorme frío en las piernas, cruzó la
puerta notando que su hombría había muerto como un mecate empapado. Bajó la
mano, palpó su flacidez y empezó a sentir tanto asco por una mujer desnuda que
no se rompe ni descuella como debería, como un bambú cosechado a machetazos en
las charcas.
Y corrió sin reparar en amigos, licores ni
rameras. Salió como un perro herido para ver si aquella tarde podía entrar a
casa y sentarse a solas frente a la tele sin que su padre, tan grande y tan
oso, notara su pantalón mojado hasta las rodillas que le daba la imagen de un
niño, aún tan niño, podrido y cobarde.
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