sábado, 31 de mayo de 2025

Alexandre

Guy de Maupassant

 

Aquel día, como todos, a las cuatro, condujo Alexandre hasta la puerta de la casita del matrimonio Maramballe la silla de minusválido de tres ruedas en la que paseaba hasta las seis, por prescripción facultativa, a su anciana e inválida patrona. Cuando hubo situado el ligero vehículo junto al escalón, justo en el lugar en que podía hacer subir fácilmente a la gruesa señora, entró en la vivienda y pronto se escuchó en el interior una voz furiosa, una voz ronca de antiguo soldado que lanzaba improperios; era la voz del señor, un ex capitán de infantería jubilado, Joseph Maramballe. Luego se escuchó un ruido de puertas cerradas con violencia, un ruido de sillas derribadas, un ruido de pasos agitados, luego nada, y después de algunos instantes Alexandre reapareció en el umbral de la puerta, sosteniendo con todas sus fuerzas a la señora Maramballe extenuada por el descenso de la escalera. Una vez que, no sin esfuerzo, ella estuvo instalada en la silla de ruedas, Alexandre pasó por detrás, agarró la barra doblada que servía para empujar el vehículo, y lo dirigió hacia la orilla del río.

Cruzaban así todos los días el pueblo en medio de los saludos respetuosos que los vecinos dirigían probablemente tanto al criado como a la señora, pues si ella era querida y respetada por todos, él, aquel viejo soldado de barba blanca, barba de patriarca, era considerado como un modelo de sirvientes.

El sol de julio caía intensamente sobre la calle, ahogando las bajas casas con su luz triste a fuerza de ser ardiente y cruda. Los perros dormían sobre las aceras en la línea de sombra junto a los muros, y Alexandre, resoplando un poco, apresuraba el paso con el fin de llegar lo antes posible a la avenida que conducía al río. La señora Maramballe dormitaba ya bajo su blanca sombrilla cuya punta abandonada iba, a veces, a apoyarse sobre el rostro impasible del hombre.

Cuando entraron en la avenida de los Tilos, se despertó de pronto al sentir la sombra de los árboles, y dijo con voz benévola: “Vaya más lento, mi pobre amigo, va a matarse con este calor”. No se le ocurría en absoluto pensar a la pobre dama, en su egoísmo ingenuo, que si ahora deseaba ir menos rápida, era justamente porque acababa de alcanzar el cobijo de las ramas. Cerca de ese camino cubierto por los viejos tilos podados en forma de bóveda, el Navette corría en un lecho tortuoso entre dos filas de sauces. Los ruidos de los remolinos, de los saltos sobre las piedras, de los bruscos meandros de la corriente, difundían a lo largo de todo aquel paseo una dulce canción de agua y un frescor de aire húmedo.

Tras haber respirado con lentitud y saboreado el encanto húmedo de aquel lugar, la señora Maramballe musitó: “Bueno, ya estoy mejor. Hoy no se ha levantado de buenas”. Alexandre respondió: “¡Oh!, no, señora”. Desde hacía treinta y cinco años estaba al servicio de aquella pareja, primero como ordenanza del oficial, luego como simple criado que no quiso abandonar a sus señores; y desde hacía seis años, paseaba cada tarde a su patrona por los estrechos caminos cercanos al pueblo. De ese prolongado servicio leal, de esa relación cotidiana, había nacido entre la anciana señora y su criado una especie de familiaridad, afectuosa en ella, deferente en él. Hablaban de los asuntos de la casa como entre iguales. Su principal tema de conversación y de inquietud era, por supuesto, el mal carácter del capitán, agriado por una larga carrera comenzada con éxito, desarrollada sin promoción, y terminada sin gloria.

La señora Maramballe prosiguió: “De que se ha levantado de malas, se ha levantado de malas. Le ocurre demasiado frecuentemente desde que se jubiló”. Y Alexandre, con un suspiro, completó el pensamiento de su señora: “¡Oh! La señora puede decir que le ocurre todos los días y que le ocurría también antes de dejar el ejército”.

–Es cierto. Pero la verdad es que tampoco ha tenido suerte, este hombre. Debutó con un acto de valentía que hizo que lo condecoraran a los veinte años, y luego, de los veinte a los cincuenta, no pudo subir más allá de capitán, mientras que al principio pensaba que cuando se jubilara sería por lo menos coronel.

–La señora podría decir además que, después de todo, en parte, es por su culpa. Si no hubiera sido siempre suave como un látigo, sus jefes lo habrían apreciado y protegido más. No sirve de nada ser duro, hay que agradar a la gente para ser bien visto. Que nos trate mal a nosotros, es también culpa nuestra puesto que nos gusta estar con él, pero con los demás es diferente.

La señora Maramballe reflexionaba. ¡Oh! desde hacía años y años, pensaba así cada día en la brutalidad de su marido, con el que se había casado en otros tiempos, hace mucho tiempo, porque era un apuesto oficial, condecorado siendo muy joven, y con mucho futuro, según decían. ¡Cómo se equivoca la gente en la vida! Musitó: “Detengámonos un poco, mi buen Alexandre, y descanse un poco en su banco”. Era un pequeño banco de madera medio podrida, colocado en un recodo de la avenida para los paseantes domingueros. Cada vez que iban por aquel lugar, Alexandre acostumbraba descansar durante algunos minutos sentado en aquel asiento. Se sentó en él y cogiendo entre las manos, con gesto familiar y satisfecho, su hermosa barba blanca abierta en abanico, la apretó, y la hizo deslizar presionando los dedos hasta la punta que mantuvo algunos instantes sobre el hueco del estómago como para fijarla allí y constatar una vez más la largura de aquella vegetación.

La señora Maramballe continuó: “Yo me casé con él; ¡es justo y natural que soporte sus injusticias, pero lo que no comprendo es que usted también lo haya aguantado, mi buen Alexandre!”. Él hizo un gesto vago con los hombros y dijo: “¡Oh! yo… señora”. Ella añadió: “Sí, en efecto. He pensado con frecuencia en esto. Usted era su ordenanza cuando nos casamos y entonces no tenía más remedio que aguantarlo. Pero con posterioridad ¿por qué permaneció con nosotros que le pagamos tan poco y lo tratamos tan mal, si podía haber hecho como todo el mundo, establecerse, casarse, tener hijos, crear una familia?”. Él repitió: “¡Oh! mi caso, señora, es diferente”. Luego se calló; pero tiraba de su barba como si estuviera tirando de una campana que resonaba en su interior, como si hubiera querido arrancarla, y movía los ojos asustados como un hombre sumido en la confusión. La señora Maramballe seguía su razonamiento: “Usted no es un patán. Usted ha recibido formación…” Él interrumpió con orgullo: “Estudié para geómetra-agrimensor, señora”.

–Entonces, ¿por qué se quedó con nosotros arruinando así su existencia?

Él musitó: “¡Así es! ¡Así es! Es por culpa de mi naturaleza”.

–¿Cómo de su naturaleza?

–Sí, cuando me encariño, me encariño, y lo demás no cuenta.

Ella rompió a reír: “¡Vamos!, no me va a hacer creer que los buenos modos y la dulzura de Maramballe lo han unido a él de por vida…” Él se removía en el banco, con la cabeza visiblemente perdida y masculló entre los largos pelos de su bigote: “¡No es por él, es por usted!”. La anciana señora, que tenía un rostro muy dulce coronado entre la frente y el peinado por una línea nevada de cabellos encrespados rizados cada día con mimo, brillantes como plumas de cisne, hizo un gesto sobre su silla de ruedas y miró al criado con ojos muy sorprendidos. “¿Por mí, mi buen Alexandre? ¿Cómo es eso?” Él se puso a mirar al aire, luego a un lado, luego a lo lejos, volviendo la cabeza como hacen los hombres tímidos forzados a confesar secretos vergonzosos. Después, con la valentía del soldado obligado a ir al frente, declaró: “Así es. La primera vez que le llevé a la Señorita una carta del teniente y que la Señorita me dio un franco al tiempo que me sonreía, así quedó decidido”. Ella insistía, pues no comprendía bien: “Vamos, explíquese”. Entonces, con el pánico del miserable que confiesa un crimen y se pierde, Alexandre dijo: “Me enamoré de la señora ¡Eso es todo!”.

Ella no contestó, dejó de mirarlo, inclinó la cabeza y reflexionó. Era buena, recta, dulce, razonable y sensible. Pensó, en un segundo, en el inmenso sacrificio de aquel pobre ser que había renunciado a todo para vivir cerca de ella, sin decir ni una palabra. Y le dieron ganas de llorar. Luego, adoptando una expresión algo grave, aunque no enfadada, dijo: “Volvamos a casa”.

Él se levantó, pasó por detrás de la silla de ruedas y empezó a empujarla. Cuando se acercaban al pueblo, divisaron en mitad del camino al capitán Maramballe que se dirigía hacia ellos. Tan pronto como los alcanzó preguntó a su esposa, con visible deseo de enfadarse: “¿Qué tenemos hoy para cenar?”

–Pollo y frijoles.

Se exaltó: “¡Pollo! Otra vez pollo, siempre pollo ¡maldita sea! ¡estoy harto de tu pollo! ¿No tienes ni una sola idea en la cabeza para obligarme a comer todos los días lo mismo?”. Ella contestó resignada: “Querido, sabes bien que te lo ha prescrito el médico. Es lo mejor para tu estómago. Si no estuvieras mal del estómago te prepararía otras cosas que, en tus circunstancias, no me atrevo a ofrecerte”. Entonces se plantó ante Alexandre, exasperado, y gritó: “Si estoy mal del estómago es por culpa de este animal. Hace treinta y cinco años que me está envenenado con su comida asquerosa”.

La señora Maramballe, bruscamente, giró la cabeza por completo para mirar al viejo criado. Entonces sus ojos se encontraron, y sólo con la mirada, se dijeron “Gracias” el uno al otro.

 

El novillo amarrado al botalón

Arturo Uslar Pietri

 

A Arturo

 

Es una pequeña casa aislada. Fue blanca, pero ya está sucia de intemperie. Una habitación grande y desnuda donde yo estoy. Un retrete, un dormitorio que parece un calabozo y una cocina sucia. A un lado dan la puerta abierta y una ventana. Al otro lado, solo una ventana. Estoy sentado en una especie de camastro. Hay en la pared un almanaque con la cara sonriente de una mujer rubia.

¿A quién se parece esta mujer del almanaque? Tiene los ojos demasiado azules y los dientes demasiado blancos y perfectos. Si hubiera una parecida así no podría ni hablar, ni respirar, ni vivir. No tiene carne ni transpiración. Está en el papel satinado como una mariposa muerta, como una mariposa que no hubiera podido nunca vivir. La Nina no es así. Es viviente y atractiva. Y no es rubia ni tiene los ojos de ese color. Con esta mujer del almanaque debe soñar Loinás. Cuando se queda solo en la casa y se sienta en el camastro éste, donde estoy yo.

No se ve la ciudad. La oculta un brazo de cerro pelado, pedregroso y amarillento. Al otro lado, por la ventana, tampoco se ve otra cosa que un pedazo de tierra seca alargada en pendiente. Brillan al sol como vidrios los pedazos de caliza esparcidos por todo el terreno. No hay ni un árbol ni un verdor. De noche debe verse y sentirse el resplandor de las luces de la ciudad. Anoche no tuve tiempo de darme cuenta. Como una especie de bruma luminosa o de humo de luz abombado en el espacio oscuro. El reflejo de todas las luces de la ciudad. Las de las grandes avenidas con sus espasmos de colores, las de los postes y las ventanas, las bocanadas rojas y verdes de los avisos, las de las ringleras de automóviles en las calles céntricas. Las rojas de los carros de la policía. Los grandes reflectores de los cuarteles. La de la larga fachada gris de la cárcel. Las que parpadean arracimadas sobre las chozas de los cerros. La de la casa de Gobierno. La del zaguán de la Nina. La que debió estar encendida hasta muy tarde en el bufete del Doctor, iluminando las caras sudorosas y angustiadas de los contertulios.

El cielo está azul, sin una nube. Deben ser las diez o, tal vez, las once de la mañana. El reloj lo dejé cuando me fueron a buscar tan de carrera. Lo debí dejar en la cama, debajo de la colchoneta, cuando nos vinieron a despertar en la madrugada. Alguien se lo habrá encontrado se lo habrá cogido. Era un buen reloj. De plata. Con los números fosforescentes para que se vieran en la oscuridad. Si no hubiera cometido la tontería de meterlo debajo de la colchoneta, aquí lo tendría y sabría la hora.

Hay dos zamuros que vuelan alto. Parece que flotaran sin esfuerzo sobre un agua que no se ve. Con las alas abiertas y las patas estiradas debajo de la cola. Dan vueltas lentas y deben estar viendo hacia abajo. Verán el techo de la casa y el peladero. Y de seguro ven al novillo amarrado al botalón.

Lo vi temprano esta mañana. Me levanté tan pronto amaneció, tan pronto se dejó sentir la claridad. Pasé mala noche, sin poderme dormir completo. Daba vueltas y me despertaba a cada rato con sobresalto. No sabía dónde estaba. Tal vez era que extrañaba la cama, tan dura y tan angosta. Parecía una mesa de hospital. Y también tenía que estar nervioso. Oyendo ruidos y mirando sombras. Como si me hubieran venido a buscar. Como si me agarraran. Como si me hubieran sorprendido.

Salí temprano afuera. El hombre de la casa todavía no se había levantado. Se llama Loinás. Me sintió abrir la puerta y se paró de un salto: “¿Qué fue? ¿Qué pasa?” Estaba asustado el hombre. Tuve que explicarle: “No es nada, amigo. Es que ya está amaneciendo y no tengo sueño. Voy a estirar un poco las piernas”. Se levantó y se vino detrás de mí. Como que no me quería dejar solo.

Es más bien bajo y pequeño, Loinás. Anoche no pude darme bien cuenta. Tiene las manos muy grandes y gruesas para su tamaño. Con unos dedos anchos y chatos y unas venas abultadas como lombrices. La piel de la cara y de las manos es curtida, rojiza, color de ladrillo viejo.

Al salir vi el novillo amarrado al botalón. Tenía el testuz bajo, casi pegado al madero con la soga, los ojos rojos y la lengua colgante. Se sacudía los ijares con la cola y tenía el trasero y las patas sucias de bosta. Él mismo era color de bosta, amarillo oscuro, terroso, color de perro caminero. Y más bien flaco. Los huesos del ijar le asomaban como garfios. Estaba despuntado y debía estar capado hace tiempo porque casi no se le veía la capadura en la verija. Pujaba a ratos, de rabia o de dolor, y trataba de seguirnos con los ojos torcidos. Sus resoplidos levantaban polvo.

“¿De qué color es?”, le pregunté, por hablar algo. No podía aguantarme el estar solo allí con él, sin nada. “Es barcino”. Barcinos son los gatos, pensé. Es más bien entre marrón y rucio. Color de hoja seca mojada.

“Lo voy a beneficiar hoy”, me dijo Loinás, que andaba pegado de mí y no me desamparaba. Después de ver el novillo me puse a tirar piedras a la distancia. Eran como pequeñas láminas de mica y hacían un recorrido curvo y cortante. “No hay nada que fastidie más que esperar”, me dijo Loinás, que me veía tirar las piedras. Le dije que tirara algunas a ver quién llegaba más lejos, y ahí estuvimos un buen rato como dos muchachos. No se oía sino el pujido del esfuerzo y el zumbido del vuelo de la piedra. Llegué a tirar una tan lejos que Loinás no pudo llegarme.

Si el Doctor me hubiera visto se hubiera puesto a reír, o tal vez se hubiera puesto bravo. No le hubiera parecido cosa propia de un hombre como yo que estaba metido en una cosa tan seria. Pero había que hacer algo para matar el tiempo.

Después volvimos a la casa y nos desayunamos con un poco de café y pan viejo. El pan tenía hormigas.

Unas hormigas menuditas y coloraduzcas que se metían en los huecos de la miga y había que soplar con fuerza para que salieran. “Estamos resoplando lo mismo que el novillo”, se me ocurrió decir.

Loinás tuvo que reírse.

Ahora miro los dos zamuros que giran quietos y altos. Deben haber adivinado que van a carnear al novillo. Con sus ojillos redondos, tendidos en sus alas quietas, deben verlo desde arriba por el lomo. El lomo chato del tejado de la casa y el lomo corto y empinado del novillo. Y verán también la ciudad al otro lado del cerro pelado, y el camino que pasa por el zanjón seco y sube hasta la casa y sigue. Y verán también si viene un carro. Si viene un carro habrá tiempo de sentirle el ruido del motor. Habrá tiempo de cerrar la puerta, coger el revólver y ponerse en guardia en el vano de la ventana. Y hasta de salir por detrás y coger por la cuesta, buscando el otro lado del cerro.

Loinás no parece saber nada y además habla poco. Cuida la casa y recibe órdenes del General. Lo conoce desde hace tiempo. “Desde que era muchacho estoy con él”, dice.

A mí el que me trajo fue el coriano. Tiene mucha fuerza y es muy ancho de espaldas. Los brazos son como piernas. Colorado, con la cara arrugada del sol. Las manos peludas. Siempre está limpiándose las uñas con una navajita. Tiene unas patillas largas y rizadas hasta media cara.

El coriano me dijo: “Tienes que esperar aquí. Ha habido un cambio de órdenes”. Y me trajo hasta esta casa, ya en la tardecita. Venía manejando otro de los muchachos del General.

Todo lo que sé es que ha habido un cambio de órdenes. Algo ha fallado o no ha resultado como se esperaba. Lo habrá dispuesto el General o lo habrá decidido el Doctor. Sin embargo, todo parecía estar listo. Hoy mismo en la madrugada ha debido ser el golpe. Muy temprano. Casi oscuro. Ya habríamos cogido al hombre. Ya lo tendríamos secuestrado. Ya toda la ciudad estaría alborotada. Ya habrían salido los periódicos con la noticia en letras grandes como un puño: “Desaparecido el Presidente. Se forma un nuevo Gobierno”. Pero ahora estoy aquí, donde me trajeron el coriano y su compañero.

Me dejaron con Loinás y se fueron. “Atienda al señor”, le dijeron delante de mí. Pero quién sabe qué le dirán cuando pudieron hablarle a solas. Cuando uno está metido en estas cosas tiene que desconfiar.

El coriano ha estado metido en cosas de éstas mucho tiempo. Desde que era joven y el General se alzó con los hombres del resguardo. Esa fue la primera vez que ganó fama de atrevido y tirador de paradas. “Yo no le puedo decir que no al General”, explica.

He visto pocas veces al General. Es bajo, pálido y delgado. Se ve nervioso e inquieto. Tiene los ojos grandes y muy fijos. No parece el personaje de tantas y tan peligrosas aventuras. Siempre está como agazapado y al acecho. Con una expresión de jugador de ajedrez. Uno tiene que mirar con desconfianza y hasta con temor a un hombre que tiene tantos muertos encima. A quien debe importarle poco matar a alguien.

A veces se queda callado, y uno no sabe lo que está pensando. Otras veces se pone a hablar largo y tendido, con una voz muy suave y palabras muy finas. Dice “dama” y dice “caballero” y dice “sarao”. O habla de la mejor manera de cuidar el ganado lechero. Habla de la “estabulación” y de la “semiestabulación”. Son palabras que poco tienen que ver con lo que uno sabe de su vida.

Al Doctor se lo he dicho. Le he explicado mi desconfianza por el General. “¿Qué necesidad hay de meterse con este hombre que tiene tan mala fama?”. Pero cada vez el Doctor me vuelve a dar la misma explicación. Para la acción se necesitan hombres de acción, para hacer pan se necesitan panaderos, para decir misa se necesitan curas. La revolución tiene que recurrir a los hombres de acción para ciertos hechos necesarios.

Es verdad que se trata de una acción violenta y peligrosa, pero a pesar de eso a mí no me gusta el General. “Él no puede hacer nada solo”, me dice el Doctor. El Doctor cree que necesita a los civiles y que no podrá cogerse el movimiento. Habrá que darle algún cargo después. Pero eso es todo.

Después del golpe vamos a cambiar todo. El coriano no sabe, ni el General tampoco. El mismo Doctor se asustaría si supiera hasta dónde queremos llegar. Vamos a castigar a todos los culpables. A hacer que devuelvan lo robado. A hacer terribles escarmientos. Y a hacer verdadera justicia.

El Doctor es gordo, colorado, carón y un poco calvo. Cuando camina parece que se meciera. Habla con una voz fina y menuda, sin parar. En lo que se pone a explicar alguno de sus planes no tiene mérito. “Vamos a recoger todos esos muchachos abandonados, mi amigo, para darles una educación y hacerlos hombres útiles”.

En eso tiene razón. Hay mucho niño abandonado en la ciudad. Sucios, rotos, más pequeños que su edad. Descalzos y diciendo groserías. Y robando y fumando. Piden limosna. Y ya tienen la cara mala. El coriano quiso darle un trago de ron a uno delante de mí. Para divertirse. Tuve que molestarme. “Eso no se hace, coriano. Darle aguardiente a un niño”. No le gustó. Me dijo de mal modo: “Eres muy delicado”.

Loinás vino hace rato y me encontró aquí sentado en la cama mirando para arriba. Estaba viendo, en el techo, a una araña tigrito cazar a una mosca. Qué rápida es y qué saltos da la araña. Debe tener una tremenda fuerza para su minúsculo tamaño. Veteada de gris y negro. Se paraba inmóvil a acechar a la mosca y poco a poco se iba acercando a distancia de salto.

Vino Loinás a decirme que si lo quería ayudar a beneficiar el novillo. “¿Lo tiene que matar ahora?”. Me dijo que lo tenía que matar porque vendrían a recoger la carne al mediodía. No dijo matar, sino “beneficiar”. Me pareció, de pronto, espantosamente inapropiada la palabra para el hecho.

Matarlo, desollarlo, descuartizarlo, es lo que tiene que hacer. El solo pensamiento me produce asco y repulsión. Lo que me viene a anunciar es que va a matar el animal atado, con sus manos, allí mismo, en el botalón clavado en la tierra seca, a una distancia en que tendré que oír y casi ver.

“Entonces, lo va a beneficiar”.

Quería que yo lo ayudara. Tuve que decirle que yo no sabía nada de eso. Me miró con disgusto. “Para eso cualquiera puede ayudar”. Pero yo no. Hubiera tenido que explicarle que me daba grima. Que me producía una invencible repugnancia matar o ver matar aquel animal atado, fatigoso y sediento. No había tenido agua en toda la noche, ni en la mañana. Y ahora caería en la tierra seca su propia sangre, mojándola. Loinás ya tenía en la mano el cuchillo jifero. Una hoja larga y estrecha de dos cuartas, que, bien metida, le podía alcanzar rápidamente el corazón al animal.

“No cuente conmigo para eso”. No me contestó nada. Ahora anda por la cocina trasteando. O a lo mejor ya se ha ido hacia el novillo, porque hace rato que no oigo nada.

El cuchillo de Loinás es largo y estrecho. Tiene una canal llana, o tal vez dos. Es plomizo y manchado. En trechos es opaco y en trechos brillante. No me fijé si la punta es redondeada o aguda. Creo que los cuchillos de matarife tienen la punta redondeada. Mientras él hablaba yo me quedé mirando el cuchillo. Cuando un hombre tiene un cuchillo en la mano cambia toda su expresión. Es como si todo él se volviera cuchillo, como si todo él convergiera y rematara en el cuchillo.

Ya ahora Loinás debe haber salido afuera. No se oye ningún ruido en la casa. Vuelvo a estar solo y miro al techo. Ha desaparecido la araña tigrito. Debe haber atrapado la mosca y la estará devorando en alguna rendija del encañado. Con sus ocho manos y su deforme mandíbula. Y sus ocho ojos cortados en facetas que miran a todos lados al mismo tiempo.

Se fue molesto Loinás. ¡Qué cosa! Hubiera debido explicarle mejor por qué no quería ir. O tal vez haber ido a presenciar, por lo menos, el degüello de la res. Pero ni Loinás ni nadie puede entender la repugnancia invencible que eso me produce. Es más fuerte que yo. Me da como calofrío y náuseas. Y verdadero horror. Como me dan horror los sapos y algunas sabandijas.

Para degollar al novillo tendrá que llegarle al botalón. Con la mano izquierda palparle el nacimiento del cuello, por debajo, al borde de los huesos, en busca de la parte blanda, hueca y venosa, donde va a meter el cuchillo con la otra mano. Y el novillo lo estará mirando con sus ojos colorados y sedientos. Hará fuerza hacia atrás y la soga se pondrá tensa. Y se oirá un mugido bajo, corto y desgarrado. Se va a oír.

Entre tanto estoy aquí, sobre el camastro, en espera. Deben ser ya cerca de las once. Está más caliente el aire y más seco. Yo no sé por qué el coriano me trajo aquí. Solo. Pensé que iba a estar con otros. Como en los días anteriores. Siquiera puede uno hablar y oír contar historias. Así es más fácil aguardar. Ya habíamos tenido primero dos días reunidos en grupo en la casa del General. Se pensaba que la cosa iba a ser más pronto. Ha debido ser antier o ayer. Pero algo pasó y hubo que suspender todo. En estas cosas uno nunca sabe bien qué es lo que va a pasar ni qué es lo que ocurre. Los hombres que estaban conmigo en la casa del General tampoco lo sabían. Había unos que creían que íbamos a asaltar un cuartel. Otros decían que íbamos a secuestrar a un jefe muy alto. En su propia casa, en la madrugada. Yo lo que había entendido, por las conversaciones del Doctor, era distinto, pero no tenía por qué decirlo. Era un golpe completo para tumbar al Gobierno. Nosotros íbamos a colaborar en ciertas acciones. Había misiones asignadas. Y yo debía estar con la gente del General, que era la más peligrosa, para vigilarlos y evitar que le fueran a dar otro sesgo a los acontecimientos. Para lograr que se hiciera la revolución. Que la cosa no se fuera a quedar en el puro secuestro del Presidente.

Eso es lo que no quería entender la Nina. “Tú no tienes por qué meterte en esas aventuras con esa gente, tú eres otra cosa”. Yo no podía tampoco darle muchas explicaciones porque las mujeres son imprudentes y les gusta hablar. Las mujeres creen que porque uno las quiere tiene que estar dedicado a ellas y a más nada. De todos modos, mejor estaría yo con la Nina que metido en este cuarto esperando. Tiene la piel pálida y transparente, muy pegada a los pómulos, la cabeza pequeña, el pelo muy negro, los ojos muy grandes y una boca redonda y gruesa que besa muy bien. Es alta y airosa. Tiene las piernas largas y un vello muy fino que solamente se ve a ciertas horas con cierta luz. Siempre estaba sofocada y nerviosa cuando yo la besaba. “Ten cuidado que pueden venir”. Metía la mano por entre los muslos, le mordisqueaba las orejas. “Ten cuidado”. Hasta que ya no podía más y se volvía entera hacia mí, indefensa y anhelante.

“Tú te estás metiendo en cosas peligrosas”, me decía la Nina. Y eso que no sabía sino muy poca cosa de lo que yo estaba haciendo. A veces, una tarde o una noche, le ofrecía ir a verla y la dejaba esperando porque me llamaban de urgencia para alguna reunión o para algún contacto. Eso no podía entenderlo y se peleaba conmigo. “Lo que pasa es que tú no me quieres”. Y yo no podía explicarle la verdad.

Como no podría explicarle por qué estoy aquí ahora y lo que estoy haciendo. La Nina, si todavía quisiera verme, se pondría furiosa. “Me vas a hacer creer que todo este tiempo te lo pasaste solo en una casa, esperando. ¿Esperando qué?”. Sin embargo, no sería difícil apaciguarla. Si la tuviera aquí. La sentaría en el camastro junto a mí. Seguramente no querría hacerlo. “Déjame explicarte”. “No tienes que explicarme nada”. Se pondría de espaldas y yo la vería a contraluz, inmensamente deseable. Cuando se pone brava le cambia la voz. Se le engatilla y se le eriza. Y empieza a hablar como en un monólogo dirigido a un auditorio invisible del que yo no formo parte. “Yo no sé por qué pierdo mi tiempo con este hombre que no se ocupa de mí. Mías tías me lo han dicho. Mis amigas me lo han dicho: ‘Tú no le importas nada, niña. Él lo que hace es pasar el rato contigo’. Y no te digo lo que dicen de ti porque no es necesario. Pero si de mí dicen que soy tonta, de ti dicen cosas peores. Y es que nadie puede comprender esto. Que una mujer hecha y derecha, que no deja de gustar bastante, esté todo el tiempo como una pandorga, pendiente de un hombre que no la quiere, que nunca tiene tiempo para verla y que se la pasa metido en revoluciones y conspiraciones. Yo te lo he advertido muchas veces: ‘Un día de estos me voy a cansar y no te voy a volver a ver más’. ¿Por qué no te quedas con tus cosas, con tus secretos, con tus políticos, y me dejas a mí tranquila?”.

“Tú eres lo único que me importa”, tendría que decirle. Y la iría viendo amainar. Irían apareciendo ciertas señales seguras que yo conozco. Se le ponen los ojos más pequeños, deja caer las manos, mueve la cabeza ligeramente como una desesperada y final negativa. Es entonces el momento preciso de recobrarla. Bastaría alcanzarle una mano e ir tirando de ella dulcemente para traerla toda. Y oír, pegada al oído, su voz compungida y ahogada, entre queja y palabra.

Se acaba de oír un mugido hondo y estertoroso. Es que Loinás debe haber empezado a meter el cuchillo. Se lo debe ir clavando lentamente por el lado izquierdo en una larga punzadura que resbala. Por la boca estrecha de la herida debe estar saliendo ya el caño de sangre. Tiembla el animal lancinado con los ojos en blanco y la lengua descolgada. Pronto doblará las rodillas. Ya está hecho. Ya Loinás debe haber retirado el cuchillo. Y lo habrá pasado dos veces de plano sobre la piel del cuello para limpiarlo. Para que vuelva a salirle su color de plomo manchado, por debajo de la sangre pegajosa e hilachosa que lo cubre.

No hay ni un libro ni un periódico. Sino Loinás con el novillo allá atrás, y yo aquí solo. No debe ser hombre de leer Loinás. Tal vez ni siquiera sepa leer. No es sino un hombre del General que sabe cumplir sus órdenes con una fidelidad de perro. Así lo manden a beneficiar el novillo, o a recibirme a mí, o a tomar parte en la revolución. Y aquí estamos, Loinás y yo, juntos en lo mismo. Mientras él degüella el novillo, yo espero en el cuarto. Pero esperamos lo mismo. No deja de ser sospechoso que Loinás y yo podamos esperar lo mismo. No puede ser lo mismo lo que espera Loinás y lo que espero yo. Mientras él degüella el novillo y yo pienso.

A veces le he planteado al Doctor estas dudas. Sobre todo en relación con la participación del General en el movimiento. Pero él siempre tiene unas razones vagas, alargadas y divagantes, que uno termina por perder las ganas de discutir. “Mi amigo, una revolución no se puede hacer con puros intelectuales. Se necesitan también hombres de acción. No puede uno ponerse muy difícil en escoger la gente. Esa gente que se llama respetable no se meten en acciones peligrosas. Pero vienen después. Deje usted que tengamos éxito para que vea. Toda la mejor gente va a venir a ofrecérsenos y entonces nosotros podremos escoger. Pero para la hora del peligro no podemos contar sino con los que no le tienen miedo al peligro”. El Doctor decía “peligro” con cierto tono de unción, con una palabra salivosa y deglutida que le mojaba las comisuras de los labios. Cuando esto le pasaba sacaba el pañuelo y se enjugaba, como si acabara de comer. El Doctor decía estas cosas a altas horas de la noche en su despacho, bajo una luz de neón cadavérica, respaldado por los lomos negros y dorados de la Enciclopedia Espasa y de la colección de la Gaceta Oficial. Y de pronto, sin son ni ton, citaba a Víctor Hugo. Decía alguna frase mal recordada de alguna obra de Víctor Hugo, que muy poco tenía que ver con lo que estaba hablando. Exclamaba, por ejemplo: “El genio es la región de los iguales, como decía Víctor Hugo”. O hablaba de la Revolución Francesa, que era uno de sus temas favoritos.

El Doctor podía estar una noche entera explicando cómo Mirabeau habría podido salvar a su país y a la Revolución si la muerte no se lo hubiera impedido. Sonreía con aire satisfecho de su familiaridad con aquellos tiempos y aquellos hombres. “El Conde de Mirabeau era muy feo”, decía, y se pasaba las manos por la cara rojiza e hinchona. A veces, cuando se quedaba solo conmigo, se ponía en un tono de consejos paternales. “Usted tiene un porvenir, pero tiene que comprender mejor las cosas y conocer el país. Hay que conocer el pasado y las gentes. Yo he aprendido mucho en los libros, pero mucho más en la calle, en los tribunales y en la política. Un año en un pueblo enseña más de Venezuela que los catorce tomos de la Historia de González Guinán”. Y entonces comenzaba a contar interminablemente sucesos de picaresca. El juez que engañó al litigante que lo había comprado. El jefe de fuerzas que se las ingeniaba para estar bien con el gobierno y con los insurrectos. La ventaja que había en tener fama de tonto. Recordaba y reía la frase de un viejo político de pueblo: “Mi capital es esta cara de pendejo”. Tenía que ser una cara de bobo, inexpresiva y mansa. Una cara sin ideas y sin intenciones. Una cara solemne y sorda.

El Doctor cree que esto no puede fallar. Se pone a describir todo lo que va a pasar como si ya hubiera pasado. Como si fuera un suceso de la Revolución Francesa. Él sabe hora por hora, y casi minuto por minuto, todo el mecanismo del golpe. Lo primero va a ser lo nuestro. El secuestro del jefe. Bien temprano. Cuando el hombre salga de su casa. Tendremos que llegar todavía oscuro para acomodarnos entre los mogotes de monte y las verjas de las pocas quintas. En la esquina hay un ventorrillo que abre toda la noche. Habrá gente amanecida o tempranera tomando café. No vamos a llevar sino revólveres. Lo cogeremos por sorpresa, lo meteremos en otro carro y nos lo llevaremos. Hay que hacerlo todo con mucha rapidez.

La noticia empezará a regarse como el ruido de una explosión. De casa en casa, de calle en calle, de barrio en barrio. Toda la gente va a quedar confundida y paralizada por la sorpresa.

Mientras describe lo que va a pasar, el Doctor se queda por ratos callado pensativo. Se hurga la nariz con un dedo. Si mi tía lo viera se pondría a regañarlo, como me regañaba a mí cuando era niño y me sorprendía haciendo lo mismo. “Eso no se hace. Eso es una cochinada”. El doctor se hurga la nariz abstraídamente, con cierto aire de paz y hasta de voluptuosidad. Como un niño distraído en la clase. A veces me provoca hacer ruido como para despertarlo. Pero eso no dura mucho. Se reanima y comienza a hablarme del problema del ordenamiento legal. “No puede haber vacío legal”. El Doctor habla entonces con una voz de laboratorio de física. Recuerdo cuando trajeron la primera campana neumática a mi colegio. No nos permitían sino verla. Era un domo de vidrio grueso sobre una plataforma de madera pulida con llaves de cobre. Con un volante se manipulaba la bomba de extracción de aire. Lo que más nos gustaba era hacer el vacío y probar a levantar la campana. Ni el más forzudo podía. A veces, en un descuido del profesor, metíamos una mosca en la campana. Para verla morir aleteando, sin aire, en el vacío. “Así nos moriríamos todos, si no hubiera aire”, decía alguien. Nos daba miedo y mirábamos por la ventana, hacia el patio, el cielo azul sobre el tejado.

El Doctor tiene preparados el acta y los decretos que habrá que publicar. “No va a haber vacío legal”. Discute conmigo sobre algunas palabras de esos documentos. “Instaurar o establecer”. No es lo mismo. Hace largas explicaciones llenas de citas y de antecedentes para demostrar que no es lo mismo. Los que hayan de leer esos documentos, en la conmoción del día siguiente, pasarán sobre esa palabra sin conocer toda su plena significación, ni las dudas y vacilaciones que hubo sobre ella, ni la sabiduría que hubo en escogerla. Cuando los hombres del General salgan. Cuando yo salga con ellos, todas las palabras estarán listas para las actas y los decretos.

Huele a matadero. Ha venido en el aire el olor a pellejo, a sangre y a tripa de los degolladeros. Loinás debe haber empezado a desollar el novillo. Lo debe tener patas arriba, encogido, mientras le levanta la piel de los músculos, los huesos y los nervios. Es mucho trabajo para un hombre solo. Tiene razón en estar bravo conmigo por no haberlo ayudado. Pero no se hubiera podido nunca.

Voy a acercarme a ver lo que hace. Me levanto, paso por la cocina y me asomo por la puerta trasera. En efecto, ha matado al novillo y lo está desollando. Está doblado sobre el animal, de espaldas hacia mí. Lo puedo observar sin que él me sienta. Está desollando por la parte del pecho. Ya las patas delanteras están limpias y brillan al sol como si acabaran de barnizarlas con esmalte rojo y blanco. Los costillares y la panza se levantan enormes sobre la piel abierta. Loinás corta con rapidez, separando el cuero de la carne. Manchas de sanguaza y cuajarones se miran en la parte extendida de la piel. Es grisosa y brillante.

Loinás me ha sentido y se vuelve a verme. Se levanta y se estira con el cuchillo en la mano.

Parece más grande y más fuerte. Acaba de matar y está desollando. Hay trabajos y momentos en que parece que los hombres se ponen más grandes y más poderosos. Los herreros se ven más grandes. Martilleando sobre el yunque mientras salen chispas terribles del hierro enrojecido. Generalmente, están tiznados y grasientos. Y están rodeados del olor de la soldadura y del fuego. Y los matarifes también. Se ven desenvueltos, seguros y temibles con sus cuchillos. Entre los cuartos de carne que cuelgan de los ganchos.

Me dice: “¡Guá! Se animó por fin a venir”. Estoy un rato sin contestarle, pero hay algo que contestarle, porque si no se va a quedar en esa actitud de espera tensa con que me está mirando. “Sí. Estaba fastidiado allá dentro”. Hay que esperar a que vuelva a su tarea. “Aquí hay trabajo, sabe”. Algo tengo que seguirle diciendo. Estamos un poco retirados y hay que alzar la voz para poderse oír. La voz resuena sola y desamparada en el peladero. “¿No le parece tarde para matar?”. He podido preguntarle otra cosa, pero ya me metí por esta pregunta. “Más temprano es mejor”, me grita, y al rato añade: “Hay menos sol”. Por algo debe ser que ha tenido que matar a esta hora tardía, con el sol quemante encima del lomo. “¿Para quién es la carne?”, le pregunto. Parecemos dos sordos hablando. No sólo por lo alto y destemplado de las voces, sino además porque las preguntas y las respuestas no corresponden. Conozco muchos cuentos divertidos de sordos. “La vienen a buscar”, es lo que me contesta. Pero continúa parado viéndome, como en espera de algo más. No esperará que yo vaya a ayudarlo en el desuello. Tal vez espera a que me vuelva a meter para dentro para seguir su trabajo sin que lo esté observando. Hay gentes que no les gusta que los vean cuando están haciendo alguna cosa. “¿Vive solo?”. Afirma moviendo la cabeza. Se ha puesto la mano izquierda sobre los ojos para protegerse de la luz. “¿Siempre?”. Ahora ríe. Se debe haber imaginado otra cosa. Que le quiero hablar de mujeres. No se me ocurriría hablar de mujeres con Loinás. Ni de eso ni de la revolución. Le pregunto por el coriano. “No le dijo el coriano cuándo va a volver”. “A mí no”. Es todo lo que dice.

Me vuelvo al interior de la casa. Dejo a Loinás con el novillo. Debe haberse puesto otra vez a separar la piel con el cuchillo. Vuelvo a la habitación a sentarme en el camastro.

Ya estará tranquilo el novillo. Echado sobre su piel como sobre una manta de sueño. Yo soy el que está sin sosiego.

Quién sabe cuándo va a venir el coriano a buscarme. Ya es tarde. Deben ser las doce pasadas. Tal vez no venga hoy, sino mañana temprano. El General o el Doctor habrán dispuesto otra cosa. O tal vez vengan a buscarme ya en la tardecita para reunirnos en alguna casa donde vamos a esperar la hora de la madrugada para el golpe. Si tuviera siquiera un libro o si pudiera conversar con alguien. Aunque fuera uno de aquellos libros pesados y viejos que el Doctor tiene en su biblioteca. La hipoteca judicial o La letra de cambio, en tres tomos.

Tal vez yo no he debido permitir que me dejaran solo en esta casa aislada. He debido quedarme en la ciudad para poder hacer contactos y averiguar lo que pudiera pasar. Se lo dije al coriano cuando me traía: “Yo no veo para qué me van a dejar solo”. Las explicaciones del coriano son cortas y confusas. Siempre suelta alguna frase de doctrina. “Donde manda capitán, no manda marinero”. Después se mete a explicar que es mejor, en el último momento, tener a la gente dispersa para no levantar sospecha. “Hay mucho espía”. Según eso todos los hombres deben estar esparcidos en distintos sitios. Esperando, como yo, que los vengan a buscar en el momento oportuno. Le dije al coriano muy claro que no estaba de acuerdo con eso, que me parecía poco práctico y además peligroso. Recoger y reunir toda esa gente con rapidez no es fácil. Le dije que me llevara a hablar con el General para decírselo. “No se puede. El General está escondido. Yo tampoco sé dónde está”. Podría ir a casa del Doctor. Pero el coriano me miró con asombro y casi con indignación. Como si quisiera expresarme su desprecio por un ser que podía pensar que aquel Doctor podía interferir en las disposiciones del General. “Cómo se le ocurre esa vaina”. Después, como para calmarme, me dijo: “No se preocupe, yo mismo soy el que lo vengo a buscar”.

Para el coriano todo es simple. Lo que disponga el General. Cuando está en presencia de él se le ve la cara llena de contento. Sus palabras para referirse a él son indirectas y reverenciales. Como si fuera blasfemia nombrarlo por su nombre de persona. Cuando se refiere a él, dice “el general”, o “el jefe”, o “el hombre”. “El hombre le manda a decir”. O “el jefe está disgustado”. O “no puedo ahora porque voy para casa del General”. El General le ha dicho que me traiga a esta casa. Le habrá dicho simplemente: “Llévelo a casa de Loinás”, y me ha traído. Y ahora, o esta noche, o mañana, le dirá: “Váyalo a buscar”, y vendrá hasta aquí para llevarme para la cosa. Y estará detrás del General todo el tiempo cuando nos reunamos con él. Vigilante, callado y dispuesto. Para hacer lo que se le mande a la menor orden. Para asegurar al que vamos a secuestrar. O para matar, si es necesario. No se habrá preguntado ni una sola vez si esto puede fracasar, o qué va a pasar después. Allí estará para hacer las cosas que se le vayan ordenando. Para hacer presos, para maniatar, para conducir los prisioneros, para disparar. A veces le he preguntado, con morbosa curiosidad: “¿Cuántos muertos tienes?”. Me han dicho que tiene muchos. Algunos sacan la cuenta de más de cinco. Matados directamente por sus manos. Pero el coriano lo que hace es sonreír con picardía y responder con intencionada vaguedad: “Los que han sido necesarios. Ni uno más”.

Y sin embargo tiene aspecto de buen trabajador. Una cara seria y hasta honrada. Se ocupa de su mujer y de sus hijos y es servicial. “El General me consiguió una bequita para uno de los muchachos”. Tiene cuatro hijos. Casi tantos como los muertos que le atribuyen. Y es obsequioso. No es raro verlo regalar tabaco curado para mascar o conserva de leche de cabra. Ahora estará el coriano junto al General y no vendrá hasta que le den la orden.

Puede ser ahora mismo, o quizás a la tarde, o al anochecer. O tal vez mañana. Sería esperar demasiado. Ya mañana a esta hora todo debe haber pasado. Aquí en este sitio estará el día tan tranquilo y tan seco de luz como ahora, pero ya todo habrá pasado. Se habrá hecho el secuestro, se habrá dado el golpe y las gentes estarán leyendo las actas y los decretos del Doctor. Y yo. ¿Dónde estaré yo? Si todo sale bien estaré con el Doctor trabajando en la organización. No en su casa, seguramente. En alguna oficina pública, entre mucha gente aglomerada, entre mucho teléfono que suena, entre muchas voces que llaman y anuncian, entre mucho fotógrafo de periódicos.

Pero antes habrá que hacer el secuestro. Es el primer paso. Tendremos que ver muy de cerca la cara asombrada del Presidente. Rodeado de toda aquella gente desconocida y armada. A mí no me conoce. Nunca me ha visto. Nos verá las caras y las armas que lo apuntan. El que le hablará será el General. No podrá hacer resistencia. Se tendrá que entregar. Mañana a esta hora, tal vez, ya estará hecho todo. Si no hay resistencia. Porque si hay resistencia, habrá tiros, habrá muertos, vendrán refuerzos y tendremos que huir. Tendremos que volver a escondernos perseguidos por todas partes.

Ahora no hay sino que esperar. Que pase el tiempo hasta que venga el coriano a buscarme. Esta tarde, o quizás esta noche. A menos que haya que esperar todavía más. Otro día tal vez. Aquí solo con Loinás.

¿Y si han descubierto la cosa? Pueden haber detenido a alguno de los comprometidos. Pueden estar buscando a los jefes. En ese caso tal vez no haya quien venga a buscarme o a avisarme. El coriano no podrá venir. Estará escondido con el General o lo habrán prendido con él. A lo mejor estará diciendo ahora mismo: “¿Quién iba a creer que esto podía fallar?”.

Sería mejor ponerme a hacer algo mientras pasa el tiempo. Si tuviera algo que leer. Cualquier cosa, mientras pasan las horas que faltan. Me pongo a buscar en el cuarto.

Sobre una mesa hay una vieja cajita de hojalata de pastillas para la tos. Vacía. Sobre la pared un espejo empañado en que se mira la cara como tatuada. junto al espejo, sobre la pintura blanca del muro, hay unas cuentas sacadas con lápiz. Una multiplicación y una resta. Son guarismos vacilantes. 235 multiplicados por tres. El resultado es 605. No puede ser. Tiene que haber un error. Me pongo a rehacer la operación. El error fue haber puesto un 6 por un 7. Son 705. El hombre que sacó la cuenta se equivocó. O pagó de menos o cobró de menos. Puede que haya sido Loinás. Pero, sin embargo, la escritura se ve vieja. Pudo ser alguien que vivió aquí antes que él. Y que se puso a sacar esa cuenta de monedas y de días de trabajo y de deudas. Que no le salió exacta.

En la cocina, junto a las hornillas, hay una vieja revista rota y chamuscada. Deben haberle arrancado páginas para encender el fuego. Y tiene manchas de café y de grasa sobre las hojas mutiladas.

Me pongo a hojearla. Y me vuelvo con ella hacia el camastro. Veo los retratos de una boda. Debió ser hace tiempo, por los trajes. La página en que estaba la fecha y el título ha sido arrancada. Cuando se casaron éstos yo estaba en otra cosa distinta a la que estoy ahora. Más adelante hay recetas de cocina. Un pastel muy adornado y un faisán entero con sus plumas. Detrás de ellos, muy orgulloso, aparece un cocinero con su alto gorro blanco. Después hay muchas fotografías de casas, mobiliario y decorado. Se describen los estilos de los muebles y los cuadros que adornan las paredes. “Mesa Chippendale”. “Precioso ‘gueridón’ Luis XV, con incrustaciones de bronce y tope de mármol”. Me pongo a leer un cuento sentimental. Es una muchacha que recibe una carta de un desconocido. “Yo voy a estar presente junto a ti sin que tú lo adviertas”. Leo un rato. Todo es tan empalagoso y ñoño. La muchacha se llama Jenny. Jenny era rubia y vivía en una ciudad del Norte de Francia. Me pongo a pensar que Jenny no es un nombre francés. Qué más da. Me tiendo sobre el camastro y me va ganando una modorra temerosa. La revista se me escapa de las manos. Me estoy durmiendo. Si pudiera siquiera soñar con la Nina. Qué bueno sería. Me estoy durmiendo.

Un ronroneo se va haciendo fuerte. Un zumbido. Un chirriar de frenos. Se ha detenido un automóvil. Es un automóvil. Un automóvil. Debe ser conmigo. El coriano.

Me levanto de un salto. Es un automóvil viejo y negro que se ha detenido cerca de la puerta. Me acerco. No es el coriano. Tal vez no pudo venir. El hombre que lo conduce es muy joven y nunca lo he visto. Me mira con extrañeza. Sigue con el motor encendido y algo ha dicho que no puedo oír. Ha dicho mi nombre. “Sí, soy yo”. “¿Y el coriano?”. No me contesta eso, sino que grita más fuerte. “Hay que irse. Se lo mandan a decir”. No comprendo. Algo debe haber pasado. Le digo que me espere. Mientras entro a recoger mi saco y las cosas. Entro ligero. El saco lo dejé colgado en el clavo del baño anoche antes de acostarme. Lo cojo y me lo pongo. Me lo estoy poniendo cuando siento que el carro acelera y arranca. ¿Qué es esto? Salgo de carrera, pero ya se ha ido. Le grito: “Amigo, ¿qué es? Espéreme”. Pero sigue por el camino que se aleja de la ciudad. Se acerca al borde del cerro. Tuerce y desaparece.

Ha desaparecido y todo ha quedado quieto de repente. Estoy solo frente a la casa. Es raro que no haya venido Loinás. Ha tenido que sentir el automóvil. Regreso a buscar el revólver y me lo meto en el bolsillo del pantalón para que se distinga menos. Vuelvo a salir. Se sienten la soledad y el silencio como una pesadez.

Ahora no me queda más que irme. Irme a pie. La ciudad debe estar como a una hora larga de marcha. Menos mal que con este aspecto que tengo debo parecer un vagabundo más.

No ha aparecido Loinás. Me voy caminando hacia el zanjón, por donde vine con el coriano. Tal vez no se ha dado cuenta. A medida que ando la casa parece retirarse y se descubre más el espacio hacia atrás. Dentro de poco debo ver a Loinás con el novillo. Voy llegando al zanjón y todavía no lo veo. Ahora sí. Vuelvo la cara para observarlo. Ahí está descuartizando sobre la piel tendida. Ya ha separado la cabeza desollada. Blanca con los ojos negros y los cuernos negros. Puesta en el suelo como si asomara desde un hueco. Ahora está a ras de altura de mis ojos. Se ven muy grandes y brotados los dos ojos oscuros. Ya no los veo más. Voy bajando entre las malezas del zanjón.

 

viernes, 30 de mayo de 2025

Las pirámides

Juan José Saer

 

Sollozando despacio en la cama para no despertar a su mujer, el hombre, que ya está despierto del todo, sigue sin embargo enredado en la pesadilla horrible que acaba de tener. En la oscuridad, siente las lágrimas calientes humedecerle las mejillas. El asco, la culpa, el horror, la desesperación lo asaltan y lo sobrecogen. Le parece que el universo entero se ha manchado para siempre con la vergüenza infinita que le da su sueño. El mundo ya no será nunca más el mismo después de haberlo tenido.

Es un comerciante egipcio próspero, importador de ciertas máquinas europeas. Ingeniero electrónico de formación (estudió en Londres), prefirió aplicar sus conocimientos al comercio siguiendo la tradición familiar, con el buen olfato de relacionarse más bien con industriales franceses que ingleses, encontrando de ese modo una competencia menos seria, lo que le permitió al cabo de una década acrecentar y sobre todo afirmar la fortuna familiar. Asociado con su hermano mayor y con su cuñado, el marido de su hermana, logró constituir la firma más importante del ramo no únicamente en el país, sino quizás en todos los países de la región. Y ahora está en el dormitorio de su casa, confortable sin ostentación, en uno de los barrios residenciales de El Cairo, tratando de sofocar su llanto para no despertar a su mujer, que duerme a su lado en la penumbra.

El mes anterior cumplió cuarenta y siete años. Hubo una gran fiesta de familia, a la que asistieron también muchos amigos. Sus dos socios le regalaron un coche nuevo, francés, que habían obtenido a un precio ventajoso gracias a sus relaciones con los medios industriales y comerciales de París. La noche de su cumpleaños, cuando los invitados se retiraron y sus dos hijos ya se habían ido a dormir, hizo el amor con su mujer –se llevaban muy bien, y aunque la frecuencia de sus relaciones sexuales había disminuido mucho con los años, él le era enteramente fiel– y después, antes de dormirse, pensó un rato en sí mismo, en sus antepasados, en su familia actual, en sus negocios, y durante unos pocos y raros minutos de exaltación austera, se dijo que tal vez había realizado plenamente su vida.

Y esta noche, un mes más tarde, como culminación de los acontecimientos desagradables de las últimas semanas, él, que no sueña nunca, acaba de tener esa pesadilla que lo ahoga de vergüenza, de pena, de desprecio de sí mismo. Acaba de soñar que sometía a Yussef, su hijo mayor, de diecisiete años, a una serie de repugnantes vejámenes sexuales. No solamente lo hacía, sino que lo divulgaba con cinismo, aunque en secreto ya empezaba a sentir vergüenza por los actos que había cometido, y tenía miedo de encontrarse con el muchacho, en quien, en el sueño, sentía haber causado daños irreparables. Su conducta no tenía en apariencia ninguna motivación sensual, sino un odio desmesurado y gélido, y es ese odio quizás, junto con las imágenes abominables del sueño, lo que lo ha hecho despertarse aterrado y lloroso hace unos minutos, sin que el sentimiento de alivio al comprobar que esas escenas penosas no eran más que una pesadilla, se haya, piadoso, presentado todavía. Al contrario: a medida que va saliendo de él, tiene la impresión de que, por la misma grieta por la que él ha vuelto a la realidad, el sueño también se ha filtrado en ella y ahora contamina el universo entero.

El hombre cree saber la causa de ese odio, pero es eso justamente lo que aumenta su desconcierto y su pena. ¿Cómo es posible –piensa– que alguien sea capaz de experimentar esos sentimientos, ignorando lo que lo acecha en los rincones oscuros de su propio ser? Todo empezó tres o cuatro días después de su cumpleaños, cuando encontraron el coche nuevo desbarrancado en una cuneta. Desapareció una noche y la policía, que había sido alertada en seguida, lo encontró unas horas más tarde en esa zanja profunda, con los faros delanteros rotos, una parte de la carrocería toda abollada y la dirección descalibrada. Él había decidido no entrarlo al garaje esa noche, para poder salir más rápido hacia el aeropuerto a recibir a unos clientes que llegaban desde el extranjero a la mañana temprano, y como había una ronda de guardias privados en el barrio, se había ido tranquilo a la cama. Pero cuando salió a buscarlo a la mañana, el coche ya no estaba, así que llamó a la policía y salió para el aeropuerto.

A eso de las seis de la tarde, la policía se comunicó con él para decirle que habían encontrado el coche y pedirle que pasara por la comisaría para cumplir con dos o tres formalidades. Cuando llegó y vio el estado del coche estacionado en la puerta, una cólera hiriente puso durante unos segundos su mente al rojo blanco, como si hubiesen volcado detrás de su frente una palada de cal viva, de modo que cuando insistió para que la policía prosiguiera su búsqueda hasta encontrar a los culpables, no le atribuyó ningún sentido preciso a la expresión un poco confusa del funcionario que lo atendía, y que, aunque no parecía atreverse a contradecirlo, lo hizo esperar unos minutos para hacerle firmar una denuncia escrita que un secretario redactó en la pieza de al lado.

Al día siguiente, el funcionario lo llamó al negocio y le preguntó si no lo molestaba pasar a verlo porque lo que habían descubierto era demasiado grave como para ser comunicado por teléfono, así que media hora más tarde, sentado frente a él del otro lado del escritorio y evitando mirarlo a los ojos mientras hablaba, el funcionario le dijo que uno de los guardias privados del barrio residencial había visto a su hijo Yussef manejando el auto la noche del robo. Después de eso, tuvo que volver a declarar con su hijo a la comisaría, pero Yussef negó con tanta obstinación, que él terminó por ponerse de su parte, diciendo que haría echar al guardia que lo había denunciado. La expresión confusa del policía no se borraba de su cara mientras tenían lugar esas denegaciones, y al cabo de tantos tironeos, amenazas, interrogatorios y discusiones, el funcionario declaró que de todas maneras la justicia estaba en condiciones, gracias a ciertos métodos científicos infalibles, de encontrar la solución. Un pánico repentino se apoderó del adolescente, que se echó a llorar y reconoció que él era el autor del robo.

Desde ese momento, para el padre, el mundo simple y claro en el que vivía se ha desplomado. Poco tiempo después de la noche de su cumpleaños, en la que durante unos minutos le pareció haber alcanzado la plenitud de su vida, las fuerzas confusas de las que él desde hacía años había olvidado hasta la existencia, brutales, lo alcanzaron. En las semanas que siguieron trató de obtener sin ningún resultado alguna explicación de Yussef. Era su hijo preferido: un poco callado y retraído, pero serio en sus estudios (lo que para el hombre era una prueba de su valor), y aunque no manifestaba demasiado sus emociones ni sus afectos, correcto y calmo en sus relaciones familiares. El padre estaba educándolo para que lo sucediera en la empresa y pensaba mandarlo a París a terminar sus estudios. Había tenido que humillarse yendo a pedirle disculpas al guardia privado que había querido hacer echar de su trabajo.

Y ahora, hace unos minutos, acaba de tener esa pesadilla horrible. Mientras trata de detener sus sollozos o de volverlos inaudibles, piensa que el odio que ha revelado su sueño es desproporcionado en relación con la falta que ha cometido el adolescente. Aunque el robo del auto unas semanas antes ya había despertado no pocas dudas, abriendo algunas grietas en su conciencia satisfecha, el sueño que acaba de tener le confirma, inequívoco, que ya no es o que quizás no lo fue nunca, el que durante tantos años ha creído ser. Su desesperación aumenta cuando, entrando poco a poco en la vigilia, se acuerda de que su hijo está de viaje, acompañando en una excursión a los hijos de unos hombres de negocios, y que vienen bajando el Nilo desde el sur para visitar los monumentos antiguos. Una imagen empieza a obsesionarlo: los tres muchachos diminutos, indefensos, al lado de la mole aplastante de una pirámide, cuyas piedras arcaicas, carcomidas por la erosión del desierto, flotan en el presente como evidencias enigmáticas de un pasado que creemos familiar, porque nos lo representamos siempre con las mismas imágenes simplificadas, pero que en realidad nos es desconocido y remoto.

Lágrimas calientes corren por sus mejillas, por los bordes de la nariz, le mojan los labios, se deslizan por las mandíbulas. Los sollozos mudos lo agitan en la penumbra. Las imágenes del sueño más nítidas que el sol ardiente y rugoso, y tan absorbentes y obstinadas que el universo entero se borra en su presencia, le causan un dolor sin límites, y cuando, al cabo de unos minutos, el dolor se empieza a atenuar, lo invade la idea extraña de que lo que ha soñado es la única realidad de su ser, y que no debe dormirse de nuevo todavía, para mantener despierto el dolor y castigarse de ese modo en la vigilia por haber tenido ese sueño.

 

La dama número trece

José Carlos Somoza

 

La sombra se deslizaba entre los árboles. La maleza y la noche le otorgaban el aspecto de una figura incorpórea, pero era un hombre joven, de cabello largo, vestido informalmente. Al llegar al límite de la espesura se detuvo. Tras una pausa, como para asegurarse de que el camino se hallaba libre, atravesó el jardín en dirección a la casa. Era grande, con una galería de columnas blancas en la fachada a modo de peristilo. El hombre subió las escalinatas de la galería, penetró en la casa con tranquila sencillez, recorrió la planta baja sin encender una sola luz y se paró frente a la puerta cerrada del primer dormitorio. Entonces sacó del bolsillo uno de los objetos que llevaba. La puerta se abrió sin ruido. Había una cama, un bulto bajo las sábanas; se oía una respiración. El hombre entró como la niebla, más leve que una pesadilla, se acercó al lecho y vio la mano, la mejilla, los ojos cerrados de la muchacha dormida. Apartó con delicadeza la mano y, segundos antes de que despertara, levantó su pequeño mentón descubriendo el cuello desnudo, un punteado de lunares, la vida latiendo bajo la piel; apoyó la punta del objeto cerca de la nuez y ejerció una ligera y exacta presión. Un rastro como de pétalos rojos lo acompañó hasta el segundo dormitorio, donde se hallaba la mujer obesa. Cuando salió de este último, sus manos estaban más húmedas, pero no las secó. Regresó por donde había venido en busca de las escaleras que llevaban a la planta superior. Sabía que arriba se encontraba su verdadera víctima.

Las escaleras desembocaban en un pasillo. Era largo, estaba alfombrado y se adornaba de bustos clásicos colocados sobre pedestales. La sombra del hombre eclipsaba los bustos conforme pasaba frente a ellos: Homero, Virgilio, Dante, Petrarca, Shakespeare… silenciosos y muertos dentro de la piedra, inexpresivos como cabezas decapitadas. Llegó al final del corredor y cruzó una antecámara mágicamente revelada por la intensa luz verde de un acuario sobre un pedestal de madera. Era un objeto llamativo, pero el hombre no se detuvo a contemplarlo. Abrió una puerta de doble hoja junto al acuario y, con una linterna, convocó las formas de una lámpara de araña, varias butacas y una cama con dosel. Sobre la cama, una figura imprecisa. El brusco tirón de las sábanas la despertó.

Era una mujer joven, de cabello muy corto y anatomía delgada, casi frágil.

Estaba desnuda, y al incorporarse, los pezones de sus pequeños senos apuntaron hacia la linterna. La luz cegaba sus ojos azules.

No hubo intercambio de palabras, apenas hubo sonidos. Simplemente, el hombre no se abalanzó sobre ella.

La noche proseguía afuera: había búhos que observaban con ojos como discos de oro y sombras de felinos en las ramas. Las estrellas formaban un dibujo misterioso. El silencio era una presencia terrible, como la de un dios vengador. En el dormitorio, todo había terminado. Las paredes y la cama se habían teñido de rojo y el cuerpo de la mujer yacía disperso sobre las sábanas. Su cabeza separada del tronco se apoyaba en una mejilla. Del cuello sobresalían cosas semejantes a plantas marchitas emergiendo de un búcaro.

Silencio. Paso del tiempo.

Entonces sucede algo.

Lenta pero perceptiblemente, la cabeza de la mujer comienza a moverse, no quiero soñar gira hasta quedar boca arriba, se incorpora con torpes sacudidas y se apoya en el cuello cortado. Sus ojos se abren de par en par no quiero soñar más y habla.

–No quiero soñar más.

 

El médico, un hombre corpulento de cabellos y barba sorprendentemente blancos, frunció el ceño.

–Los somníferos no van a ayudarle a no soñar –advirtió.

Hubo una pausa. El bolígrafo planeaba sobre la receta sin posarse. Los ojos del médico observaban a Rulfo.

–¿Dice que siempre es la misma pesadilla?… ¿Quiere contármela?

–Contada no es igual.

–Pruebe, de todas formas.

Rulfo desvió la vista y se removió en el asiento.

–Es muy complicada. No sabría.

En la consulta no se escuchaba el menor ruido. La enfermera dirigió sus parpadeantes ojos negros hacia el médico, pero este seguía observando a Rulfo.

–¿Desde cuándo lleva soñando lo mismo?

–Desde hace dos semanas, no todas las noches, pero sí la mayoría.

–¿En relación con algo que usted sepa?

–No.

–¿Nunca había tenido sueños así?

–Nunca.

Leve rumor de papeles.

–Salomón Rulfo, un nombre curioso…

–La culpa es de mis padres –replicó Rulfo sin sonreír.

–Ya imagino –el médico sí sonrió. Su sonrisa era amplia y afable, como su rostro–. Mi padre quería llamarme Bartolomé. Por suerte, se impuso el criterio de mi madre y terminaron poniéndome Eugenio –la enfermera sofocó una risita. Rulfo no modificó su seriedad–. Treinta y cinco años. Muy joven todavía… Soltero… ¿Cómo es su vida, señor Rulfo? Quiero decir, ¿en qué trabaja?

–Estoy en paro desde finales del verano. Soy profesor de literatura.

–¿Cree que le está afectando mucho esa situación?

–No.

–¿Tiene amigos?

–Algunos.

–¿Amigas? ¿Novia?

–No.

–¿Es feliz?

–Sí.

Hubo una pausa. El médico dejó el bolígrafo a un lado y se frotó el rostro con las manos. Tenía unas manos grandes y gruesas. Luego retornó a los papeles y reflexionó. Aquel tipo contestaba como una máquina, como si nada le importara.

Quizá estuviera ocultando algo, quizá aquellos sueños se relacionaran con un suceso que no deseaba recordar, pero lo cierto era que sólo se trataba de pesadillas. Él atendía diariamente a enfermos con problemas mucho más graves que unos cuantos sueños desagradables. Decidió darle un par de consejos y acabar cuanto antes.

–Escuche, las pesadillas no tienen demasiada trascendencia clínica, pero son la prueba de que algo no marcha bien en nuestro organismo… o en nuestra vida. Un somnífero es un parche inútil, se lo aseguro, no va a impedirle soñar. Procure beber menos, no acostarse recién comido y…

–¿Me va a dar los somníferos? –interrumpió Rulfo con suavidad, pero su tono revelaba impaciencia.

–No es usted un hombre muy locuaz –dijo el médico tras una pausa.

Rulfo sostuvo su mirada. Por un momento fue como si uno de los dos quisiera añadir algo, compartir algo con el otro. Pero un segundo después los ojos retornaron al suelo o a los papeles del escritorio. El bolígrafo descendió y se deslizó por la receta.

 

El prospecto aconsejaba una sola píldora antes de acostarse. Rulfo ingirió dos, ayudándose de un vaso de agua que rellenó en el lavabo del cuarto de baño.

Desde el espejo le observaba un hombre no muy alto pero sí robusto, de cabellos y barba ensortijados y negros y dulces ojos castaños. Salomón Rulfo gustaba a las mujeres. Su atractivo sobrevivía intacto a su descuido personal. Debido a ello, la imaginación de las dos o tres ancianas solitarias del destartalado edificio donde vivía ardía inventándole un turbio pasado. ¿De dónde había salido aquel joven que no hablaba con nadie y casi siempre apestaba a alcohol? Sabían su nombre (Salomón, madre mía, el pobre), que cogía unas borracheras preocupantes, que andaba con putas de vez en cuando, que había comprado al contado el pequeño apartamento del tercero izquierda casi dos años atrás y que vivía solo. Pese a todo, preferían su presencia a la de los inmigrantes que ocupaban el resto de pisos de aquel bloque de Lomontano, una callejuela angosta y desordenada cerca de Santa María Soledad, en el centro de Madrid. Las más pesimistas pronosticaban, sin embargo, que el barbudo les daría un susto tarde o temprano. Y agregaban, inclinadas sobre los oídos de las otras: Tiene aspecto de delincuente. Estoy segura de que es buena persona, lo defendía la portera, sin poner objeciones a la opinión sobre su aspecto.

Rulfo salió del baño y efectuó una parada en el comedor para liquidar los residuos de una botella de orujo, regalo prehistórico de cumpleaños de su hermana Luisa. Se dijo que debía acordarse de comprar whisky al día siguiente. Era un gasto que no podía permitirse, pero, después de la poesía y el tabaco, el whisky era una de las cosas que más necesitaba en este mundo. Luego se dirigió al dormitorio, se desvistió y se metió en la cama.

Estaba solo, como siempre, en medio de la noche. Su soledad nunca era fácil, pero ahora, además, le atemorizaba aquella pesadilla. Ignoraba qué podía significar, y su mecánica repetición había llegado a agobiarlo. Estaba seguro de que se trataba de una quimera, una fantasía emergida del pantano de su subconsciente, pero retornaba de forma casi inevitable, noche tras noche, desde hacía dos semanas. ¿Relacionada con algo? Relacionada con nada, doctor. O con todo. Depende. Su vida era propicia para los malos sueños, pero lo más grave, lo decisivo, había ocurrido hacía dos años. Resultaba absurdo suponer que ahora empezaba a pagar la factura de aquella remota tragedia. Esa tarde, en el ambulatorio de Chamberí, había sentido la tentación (ignoraba por qué) de confiar por primera vez en alguien y confesárselo todo a aquel médico. Por supuesto, no lo había hecho. Ni siquiera había querido contarle la pesadilla. Pensó que así evitaría molestas preguntas y, quién sabe, hasta la posibilidad de recibir una papeleta gratis para el manicomio. Sabía que no estaba loco. Lo único que necesitaba era dejar de soñar.

Prefería confiar en las píldoras.

Encendió la luz de la mesilla de noche, se levantó y decidió leer algo sublime mientras aguardaba a que la oleada hipnótica lo cubriera como una suave y tibia marea. Examinó las estanterías del dormitorio. Tenía estanterías repletas en el comedor y el dormitorio. Había libros apilados junto al ordenador portátil, incluso en la cocina. Leía en todas partes y a todas horas, pero sólo poesía. Las ancianas de Lomontano jamás habrían sospechado una afición así en aquel hombre, pero lo cierto era que procedía de la más temprana juventud de Rulfo y se había acrecentado con los años. Había estudiado filología y, en sus buenos tiempos (¿cuándo habían sido?), había enseñado historia de la poesía en la universidad. Ahora, nadando en la soledad, con su padre muerto, su madre condenada a vejez perpetua en una residencia y sus tres hermanas dispersas por el mundo, la poesía constituía su única tabla de salvación. Se aferraba a ella a ciegas, sin importarle el autor, ni siquiera el idioma. No le resultaba preciso entenderla: gozaba con el simple ritmo de los versos y el sonido de las palabras, aunque fueran extrañas.

Geórgicas. Virgilio. Edición bilingüe. Sí, aquí estaba. Extrajo el libro del montón que había cerca del ordenador, regresó a la cama, abrió el volumen al azar y dirigió los ojos al flujo torrencial de palabras latinas. Aún se encontraba muy desvelado: sospechaba que la inquietud no le dejaría conciliar fácilmente el sueño, pese a la ayuda farmacéutica. Pero deseó que el médico estuviera equivocado y las pastillas evitaran que aquel absurdo terror volviera a repetirse. Siguió leyendo. Afuera, el tráfico enmudeció.

Los ojos se le cerraban cuando escuchó el ruido.

Había sido breve. Provenía del cuarto de baño. No pasaba mucho tiempo sin que algo nuevo –una repisa, un anaquel– se desprendiera de su sitio en aquel miserable apartamento.

Resopló, dejó el libro en la cama, se levantó y caminó despacio hacia el baño.

La puerta estaba abierta y su interior a oscuras. Entró y encendió la luz. No descubrió nada fuera de lugar. El lavabo, el espejo, la jabonera con el jabón, el retrete, el cuadrito con los arlequines ejecutando una campanela, la repisa metálica, todo se encontraba igual. Excepto las cortinas.

Eran opacas, de pésima calidad, y estaban adornadas de un vistoso artificio de flores rojas. Las mismas de siempre. Sin embargo, creía recordar que se hallaban descorridas cuando había salido del baño la última vez. Pero ahora estaban cerradas.

Se intrigó. Pensó que quizá su memoria le engañaba. Era posible que, antes de salir del baño, las hubiese corrido, aunque no entendía bien por qué tendría que haberlo hecho. En cualquier caso, albergaba la sospecha de que el ruido había sido provocado por algo que había caído a la bañera después de rebotar en ellas. Supuso que sería el frasco de gel, y tendió la mano para descorrerlas y comprobarlo. Pero de pronto se detuvo.

Un miedo inexplicable, casi inexistente, casi virtual, congeló su estómago y levantó como pequeñas empalizadas los vellos de su piel. Comprendió que se había puesto nervioso sin ningún motivo real.

Es absurdo, ahora no estoy soñando. Estoy despierto, esta es mi casa, y detrás de esas cortinas no hay nada, solo la bañera.

Reanudó el gesto sabiendo que las cosas seguían como antes; que encontraría, quizá, un objeto caído, puede que el frasco de gel, y que, tras verificarlo, regresaría al dormitorio y los somníferos le harían efecto y lograría descansar toda la noche hasta el amanecer. Descorrió las cortinas con absoluta tranquilidad.

No había nada. El frasco de gel seguía en su sitio sobre la repisa, junto con el champú. Ambos botes llevaban meses allí: Rulfo no exageraba, precisamente, en lo tocante a su higiene personal. Pero lo cierto era que nada se había caído. Supuso que el ruido se había originado en otro apartamento.

Se encogió de hombros, apagó la luz del baño y regresó al dormitorio. Sobre su cama se hallaba el cuerpo desmembrado de la mujer muerta, la cabeza cortada apoyada en los pechos contemplándolo con ojos lechosos, el cabello endrino y húmedo como el plumaje de un págalo y una lombriz de sangre huyendo de las comisuras de sus labios yertos.

–Ayúdame. El acuario… El acuario…

Rulfo dio un salto hacia atrás, rígido de terror, y se golpeó el codo con la pared. Un grito.

No soñaba: estaba bien despierto, aquel era su dormitorio y el golpe en el codo le había dolido. Probó a cerrar los ojos un grito. oscuridad y volver a abrirlos, pero el cadáver de la mujer seguía allí, (ayúdame) hablándole desde la carnicería de su cuerpo destrozado (el acuario) sobre las sábanas.

Un grito. Oscuridad.

Despertó bañado en sudor. Se encontraba en el suelo, junto con la mayor parte de las sábanas. Al caer de la cama se había golpeado el codo. Aún aferraba el libro arrugado de Virgilio.