Guy de Maupassant
Aquel día, como todos, a las cuatro, condujo Alexandre hasta la puerta de
la casita del matrimonio Maramballe la silla de minusválido de tres ruedas en la
que paseaba hasta las seis, por prescripción facultativa, a su anciana e inválida
patrona. Cuando hubo situado el ligero vehículo junto al escalón, justo en el lugar
en que podía hacer subir fácilmente a la gruesa señora, entró en la vivienda y pronto
se escuchó en el interior una voz furiosa, una voz ronca de antiguo soldado que
lanzaba improperios; era la voz del señor, un ex capitán de infantería jubilado,
Joseph Maramballe. Luego se escuchó un ruido de puertas cerradas con violencia,
un ruido de sillas derribadas, un ruido de pasos agitados, luego nada, y después
de algunos instantes Alexandre reapareció en el umbral de la puerta, sosteniendo
con todas sus fuerzas a la señora Maramballe extenuada por el descenso de la escalera.
Una vez que, no sin esfuerzo, ella estuvo instalada en la silla de ruedas, Alexandre
pasó por detrás, agarró la barra doblada que servía para empujar el vehículo, y
lo dirigió hacia la orilla del río.
Cruzaban así todos los días el pueblo en medio de los
saludos respetuosos que los vecinos dirigían probablemente tanto al criado como
a la señora, pues si ella era querida y respetada por todos, él, aquel viejo soldado
de barba blanca, barba de patriarca, era considerado como un modelo de sirvientes.
El sol de julio caía intensamente sobre la calle, ahogando
las bajas casas con su luz triste a fuerza de ser ardiente y cruda. Los perros dormían
sobre las aceras en la línea de sombra junto a los muros, y Alexandre, resoplando
un poco, apresuraba el paso con el fin de llegar lo antes posible a la avenida que
conducía al río. La señora Maramballe dormitaba ya bajo su blanca sombrilla cuya
punta abandonada iba, a veces, a apoyarse sobre el rostro impasible del hombre.
Cuando entraron en la avenida de los Tilos, se despertó
de pronto al sentir la sombra de los árboles, y dijo con voz benévola: “Vaya más
lento, mi pobre amigo, va a matarse con este calor”. No se le ocurría en absoluto
pensar a la pobre dama, en su egoísmo ingenuo, que si ahora deseaba ir menos rápida,
era justamente porque acababa de alcanzar el cobijo de las ramas. Cerca de ese camino
cubierto por los viejos tilos podados en forma de bóveda, el Navette corría en un
lecho tortuoso entre dos filas de sauces. Los ruidos de los remolinos, de los saltos
sobre las piedras, de los bruscos meandros de la corriente, difundían a lo largo
de todo aquel paseo una dulce canción de agua y un frescor de aire húmedo.
Tras haber respirado con lentitud y saboreado el encanto
húmedo de aquel lugar, la señora Maramballe musitó: “Bueno, ya estoy mejor. Hoy
no se ha levantado de buenas”. Alexandre respondió: “¡Oh!, no, señora”. Desde hacía
treinta y cinco años estaba al servicio de aquella pareja, primero como ordenanza
del oficial, luego como simple criado que no quiso abandonar a sus señores; y desde
hacía seis años, paseaba cada tarde a su patrona por los estrechos caminos cercanos
al pueblo. De ese prolongado servicio leal, de esa relación cotidiana, había nacido
entre la anciana señora y su criado una especie de familiaridad, afectuosa en ella,
deferente en él. Hablaban de los asuntos de la casa como entre iguales. Su principal
tema de conversación y de inquietud era, por supuesto, el mal carácter del capitán,
agriado por una larga carrera comenzada con éxito, desarrollada sin promoción, y
terminada sin gloria.
La señora Maramballe prosiguió: “De que se ha levantado
de malas, se ha levantado de malas. Le ocurre demasiado frecuentemente desde que
se jubiló”. Y Alexandre, con un suspiro, completó el pensamiento de su señora: “¡Oh!
La señora puede decir que le ocurre todos los días y que le ocurría también antes
de dejar el ejército”.
–Es cierto. Pero la verdad es que tampoco ha tenido
suerte, este hombre. Debutó con un acto de valentía que hizo que lo condecoraran
a los veinte años, y luego, de los veinte a los cincuenta, no pudo subir más allá
de capitán, mientras que al principio pensaba que cuando se jubilara sería por lo
menos coronel.
–La señora podría decir además que, después de todo,
en parte, es por su culpa. Si no hubiera sido siempre suave como un látigo, sus
jefes lo habrían apreciado y protegido más. No sirve de nada ser duro, hay que agradar
a la gente para ser bien visto. Que nos trate mal a nosotros, es también culpa nuestra
puesto que nos gusta estar con él, pero con los demás es diferente.
La señora Maramballe reflexionaba. ¡Oh! desde hacía
años y años, pensaba así cada día en la brutalidad de su marido, con el que se había
casado en otros tiempos, hace mucho tiempo, porque era un apuesto oficial, condecorado
siendo muy joven, y con mucho futuro, según decían. ¡Cómo se equivoca la gente en
la vida! Musitó: “Detengámonos un poco, mi buen Alexandre, y descanse un poco en
su banco”. Era un pequeño banco de madera medio podrida, colocado en un recodo de
la avenida para los paseantes domingueros. Cada vez que iban por aquel lugar, Alexandre
acostumbraba descansar durante algunos minutos sentado en aquel asiento. Se sentó
en él y cogiendo entre las manos, con gesto familiar y satisfecho, su hermosa barba
blanca abierta en abanico, la apretó, y la hizo deslizar presionando los dedos hasta
la punta que mantuvo algunos instantes sobre el hueco del estómago como para fijarla
allí y constatar una vez más la largura de aquella vegetación.
La señora Maramballe continuó: “Yo me casé con él; ¡es
justo y natural que soporte sus injusticias, pero lo que no comprendo es que usted
también lo haya aguantado, mi buen Alexandre!”. Él hizo un gesto vago con los hombros
y dijo: “¡Oh! yo… señora”. Ella añadió: “Sí, en efecto. He pensado con frecuencia
en esto. Usted era su ordenanza cuando nos casamos y entonces no tenía más remedio
que aguantarlo. Pero con posterioridad ¿por qué permaneció con nosotros que le pagamos
tan poco y lo tratamos tan mal, si podía haber hecho como todo el mundo, establecerse,
casarse, tener hijos, crear una familia?”. Él repitió: “¡Oh! mi caso, señora, es
diferente”. Luego se calló; pero tiraba de su barba como si estuviera tirando de
una campana que resonaba en su interior, como si hubiera querido arrancarla, y movía
los ojos asustados como un hombre sumido en la confusión. La señora Maramballe seguía
su razonamiento: “Usted no es un patán. Usted ha recibido formación…” Él interrumpió
con orgullo: “Estudié para geómetra-agrimensor, señora”.
–Entonces, ¿por qué se quedó con nosotros arruinando
así su existencia?
Él musitó: “¡Así es! ¡Así es! Es por culpa de mi naturaleza”.
–¿Cómo de su naturaleza?
–Sí, cuando me encariño, me encariño, y lo demás no
cuenta.
Ella rompió a reír: “¡Vamos!, no me va a hacer creer
que los buenos modos y la dulzura de Maramballe lo han unido a él de por vida…”
Él se removía en el banco, con la cabeza visiblemente perdida y masculló entre los
largos pelos de su bigote: “¡No es por él, es por usted!”. La anciana señora, que
tenía un rostro muy dulce coronado entre la frente y el peinado por una línea nevada
de cabellos encrespados rizados cada día con mimo, brillantes como plumas de cisne,
hizo un gesto sobre su silla de ruedas y miró al criado con ojos muy sorprendidos.
“¿Por mí, mi buen Alexandre? ¿Cómo es eso?” Él se puso a mirar al aire, luego a
un lado, luego a lo lejos, volviendo la cabeza como hacen los hombres tímidos forzados
a confesar secretos vergonzosos. Después, con la valentía del soldado obligado a
ir al frente, declaró: “Así es. La primera vez que le llevé a la Señorita una carta
del teniente y que la Señorita me dio un franco al tiempo que me sonreía, así quedó
decidido”. Ella insistía, pues no comprendía bien: “Vamos, explíquese”. Entonces,
con el pánico del miserable que confiesa un crimen y se pierde, Alexandre dijo:
“Me enamoré de la señora ¡Eso es todo!”.
Ella no contestó, dejó de mirarlo, inclinó la cabeza
y reflexionó. Era buena, recta, dulce, razonable y sensible. Pensó, en un segundo,
en el inmenso sacrificio de aquel pobre ser que había renunciado a todo para vivir
cerca de ella, sin decir ni una palabra. Y le dieron ganas de llorar. Luego, adoptando
una expresión algo grave, aunque no enfadada, dijo: “Volvamos a casa”.
Él se levantó, pasó por detrás de la silla de ruedas
y empezó a empujarla. Cuando se acercaban al pueblo, divisaron en mitad del camino
al capitán Maramballe que se dirigía hacia ellos. Tan pronto como los alcanzó preguntó
a su esposa, con visible deseo de enfadarse: “¿Qué tenemos hoy para cenar?”
–Pollo y frijoles.
Se exaltó: “¡Pollo! Otra vez pollo, siempre pollo ¡maldita
sea! ¡estoy harto de tu pollo! ¿No tienes ni una sola idea en la cabeza para obligarme
a comer todos los días lo mismo?”. Ella contestó resignada: “Querido, sabes bien
que te lo ha prescrito el médico. Es lo mejor para tu estómago. Si no estuvieras
mal del estómago te prepararía otras cosas que, en tus circunstancias, no me atrevo
a ofrecerte”. Entonces se plantó ante Alexandre, exasperado, y gritó: “Si estoy
mal del estómago es por culpa de este animal. Hace treinta y cinco años que me está
envenenado con su comida asquerosa”.
La señora Maramballe, bruscamente, giró la cabeza por
completo para mirar al viejo criado. Entonces sus ojos se encontraron, y sólo con
la mirada, se dijeron “Gracias” el uno al otro.
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