Alberto Sánchez Argüello
Martha
abre los ojos y se da cuenta que está en la cocina; la vajilla es de china y las
ollas son todas nuevas. Frente a ella está un pollo horneado, listo para servir.
Le toma unos cuantos segundos darse cuenta que es la otra casa. Contenta se prepara
a recibir al esposo y sus hijos como se merecen. Un par de horas después aparecen
sus dos niños y la colman de besos, detrás el esposo la abraza y la levanta en el
aire como si no se hubiesen visto en meses. –Te amo– le dice mientras le mordisquea
la oreja.
Se sientan todos a la mesa y los pequeños le
hablan de lo bien que les fue en clases, excepto por el examen sorpresa de química.
El esposo ríe y les dice que antes de la cena
les ayudará a repasar para que saquen cien en la próxima. Ella guarda silencio,
disfrutando tanta paz junta; él le toma la mano y le dice que la próxima semana
pedirá vacaciones para hacerse cargo de la casa y que ella puede ir viendo lo de
su postgrado, que ya se arreglarán con los niños.
Ella va a responder cuando un murmullo se le
mete por los oídos –despertate– oye a lo lejos –despertate puta– le dice una voz
cada más fuerte –despertate pedazo de mierda– le grita y ya no puede escuchar a
los niños, ni al esposo. Siente un mareo, se levanta de la silla y antes de que
la puedan sostener, cae.
Al abrir los ojos se da cuenta que está en
el piso, le duele la cabeza y siente en la boca un líquido caliente que sabe a metal.
–Levantate ya, hijadeputale– dice la misma voz –Ni que te hubiera golpeado tan fuerte;
levantate y andá traeme una cerveza– agrega. Ella se levanta, se limpia la sangre
con el dorso de la mano y camina lento hacia la cocina, añorando el próximo golpe
que la llevará de nuevo con la otra familia.
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