Milia Gayoso Manzur
En la penumbra de las
cinco de la tarde Deidamia continuaba escribiendo. Escribía unos versos tristes
que hablaban de tardes de llovizna junto al río, delgada y pequeña esperando la
llegada de la balsa que cruzaba desde el otro lado trayendo gente, con la
esperanza de que en ella volviera un día su madre.
Tenía amontonados sobre un costado de la mesa cientos de papeles
llenos de escritos, cuadernos, hojas sueltas, hasta papel de almacén
pulcramente cortado estaban repletos de relatos que unían lo real con lo
imaginario, en una mezcla de su pasado, su presente y lo que no pudo ser.
Deidamia preparaba un montón de sus mejores versos porque su
sobrino de la ciudad le dijo que se los iba a publicar en un libro. Entonces le
encargó que pasara en hojas limpias noventa poemas, aquellos que ella
consideraba mejores, para llevarlos a la Editorial. “Mientras tanto, llevo esto
para entretenerme”, le dijo, tomando cuatro cuadernos de cincuenta hojas en los
que estaba escrita una novela. De esto hacía como tres meses. Deidamia
seleccionó los poemas, corrigió algunos, creó otros nuevos y preparó una
carpeta con los noventa que ella consideraba dignos de ser presentados al
público.
Su sobrino le había dicho que él iba a correr con todos los
trámites para la publicación, y que al estar todo preparado se encargaría de lo
referente a la parte económica que le correspondía. Le agradó la idea y le
agradeció que hiciera por ella todos esos trámites, porque sus achaques ya no
le permitían hacer otra cosa que no fuera cocinar para ella y sus dos perros,
sacudir los muebles, escribirle una vez al mes a su hijo que vivía en Asia y
sentarse a escribir por las tardes. Le gustaba muchísimo escribir, tenía varias
cajas de cartón llenas de cuadernos que empezó a llenar de versos y relatos
desde los trece años. Los primeros hablaban de las flores silvestres y los
pirañitas anaranjados del río, de los sauces llorones que poblaban la orilla,
del viento costero. Cuando entró en la adolescencia sus versos reían de felicidad ante la presencia
de los primeros acordes del corazón.
Luego vendrían tiempos de tristeza. Se sucedieron muertes que le
marcaron profundamente, entonces escribía versos nostálgicos. Cuando llegó el
buen amor todo tomó el color de la alegría, se mudaron lejos y llegó el niño.
Entonces compuso bonitas canciones de cuna. A su marido le gustaba todo lo que
ella escribía, y siempre le pedía leer una y otra vez sus composiciones. Eran
tiempos dichosos. Pero como nada es permanente, él también se fue, se apagó un
mediodía de diciembre, diez días antes de Navidad.
Abrió un almacén para sobrevivir y educar al hijo, éste creció y
fue a trabajar muy lejos, donde echó raíces, pero sin desatenderla
económicamente. Cuando se quedó sola se dedicó más horas a escribir, pero nunca
se le había ocurrido que podía publicar sus obras, escribía sólo para ella,
para plasmar sus tristezas y alegrías. Escribía cuentos alegres cuando recibía
carta de su hijo o poemas muy tristes cuando se sentía inmensamente sola.
En esos días apareció uno de sus sobrinos, inspeccionó sus
papeles, le habló de planes, de que se podía ganar mucho dinero y le dijo que
era un desperdicio alimentar a los ratones con tanto talento. Entonces se llevó
la novela; “para mí que esta obra es la mejorcita que escribiste y la quiero
leer otra vez”, le dijo.
Deidamia se quedó preparando al futuro libro con noventa poemas
que publicaría, ignorando por completo que en la ciudad se estaba vendiendo
desde hacía un mes una novela excelente según los críticos, de un autor joven
hasta entonces desconocido y que prometía para dentro de poco tiempo un libro
de poemas, específicamente con noventa poemas hermosos.
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