viernes, 16 de mayo de 2025

Noventa poemas

Milia Gayoso Manzur

 

En la penumbra de las cinco de la tarde Deidamia continuaba escribiendo. Escribía unos versos tristes que hablaban de tardes de llovizna junto al río, delgada y pequeña esperando la llegada de la balsa que cruzaba desde el otro lado trayendo gente, con la esperanza de que en ella volviera un día su madre.

Tenía amontonados sobre un costado de la mesa cientos de papeles llenos de escritos, cuadernos, hojas sueltas, hasta papel de almacén pulcramente cortado estaban repletos de relatos que unían lo real con lo imaginario, en una mezcla de su pasado, su presente y lo que no pudo ser.

Deidamia preparaba un montón de sus mejores versos porque su sobrino de la ciudad le dijo que se los iba a publicar en un libro. Entonces le encargó que pasara en hojas limpias noventa poemas, aquellos que ella consideraba mejores, para llevarlos a la Editorial. “Mientras tanto, llevo esto para entretenerme”, le dijo, tomando cuatro cuadernos de cincuenta hojas en los que estaba escrita una novela. De esto hacía como tres meses. Deidamia seleccionó los poemas, corrigió algunos, creó otros nuevos y preparó una carpeta con los noventa que ella consideraba dignos de ser presentados al público.

Su sobrino le había dicho que él iba a correr con todos los trámites para la publicación, y que al estar todo preparado se encargaría de lo referente a la parte económica que le correspondía. Le agradó la idea y le agradeció que hiciera por ella todos esos trámites, porque sus achaques ya no le permitían hacer otra cosa que no fuera cocinar para ella y sus dos perros, sacudir los muebles, escribirle una vez al mes a su hijo que vivía en Asia y sentarse a escribir por las tardes. Le gustaba muchísimo escribir, tenía varias cajas de cartón llenas de cuadernos que empezó a llenar de versos y relatos desde los trece años. Los primeros hablaban de las flores silvestres y los pirañitas anaranjados del río, de los sauces llorones que poblaban la orilla, del viento costero. Cuando entró en la adolescencia sus versos reían de felicidad ante la presencia de los primeros acordes del corazón.

Luego vendrían tiempos de tristeza. Se sucedieron muertes que le marcaron profundamente, entonces escribía versos nostálgicos. Cuando llegó el buen amor todo tomó el color de la alegría, se mudaron lejos y llegó el niño. Entonces compuso bonitas canciones de cuna. A su marido le gustaba todo lo que ella escribía, y siempre le pedía leer una y otra vez sus composiciones. Eran tiempos dichosos. Pero como nada es permanente, él también se fue, se apagó un mediodía de diciembre, diez días antes de Navidad.

Abrió un almacén para sobrevivir y educar al hijo, éste creció y fue a trabajar muy lejos, donde echó raíces, pero sin desatenderla económicamente. Cuando se quedó sola se dedicó más horas a escribir, pero nunca se le había ocurrido que podía publicar sus obras, escribía sólo para ella, para plasmar sus tristezas y alegrías. Escribía cuentos alegres cuando recibía carta de su hijo o poemas muy tristes cuando se sentía inmensamente sola.

En esos días apareció uno de sus sobrinos, inspeccionó sus papeles, le habló de planes, de que se podía ganar mucho dinero y le dijo que era un desperdicio alimentar a los ratones con tanto talento. Entonces se llevó la novela; “para mí que esta obra es la mejorcita que escribiste y la quiero leer otra vez”, le dijo.

Deidamia se quedó preparando al futuro libro con noventa poemas que publicaría, ignorando por completo que en la ciudad se estaba vendiendo desde hacía un mes una novela excelente según los críticos, de un autor joven hasta entonces desconocido y que prometía para dentro de poco tiempo un libro de poemas, específicamente con noventa poemas hermosos.

 

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