Judith Castañeda Suarí
Es Antonio. Reconozco sus ojos aun hundidos en esa telaraña
de arrugas, a la sombra
de una sola ceja cana, en equilibrio sobre la nariz. Me da pena que Dios no haya aprisionado el tiempo que venció y adelgazó su cuerpo así como el mío. Lo abrazo, siento su piel de yeso
suelto.
Beso su mano, raíz con nervaduras verdes.
–Francisco.
Una sonrisa. Muestra los dientes perfectos,
blancos.
Mi nombre, roto por el temblor de su voz, se
parece a la iglesia cuando llegamos a restaurarla: piedras hechas montón contra
una pared.
–¿Te
acuerdas que este atrio era de girasoles? –no pude evitar la pregunta, la frase
que vuelve a acercarme al hombre enjuto, el roble de antes, quien cargaba sin dificultad
un escritorio pese a rayar el medio siglo. Me contesta con un nuevo abrazo,
mira más allá del atrio.
En la ciudad tenían noticias de un pueblo confundido
con la sierra, lleno de niños sin bautizar, de parejas viviendo en unión libre,
personas que conocían sólo de oídas la comunión y el Evangelio.
–Necesitamos sacerdotes fuertes. Cuando el
templo esté listo uno de los dos se quedará. Estaremos al pendiente de ese
lugar. Llamen a mi secretario –dijo el obispo y entró en su oficina. Con la puerta entornada, pude ver cómo se acomodó detrás del escritorio para firmar el documento
que
ordenaba nuestro viaje. Antonio y yo nos sentimos
halagados al ser parte
de
una especie de cruzada. Nos quedamos en el
pasillo,
viendo el jardín, los rosales sin florecer, la sombra de las columnas en la pared recién pintada. Luego fuimos a la
capilla.
Empujé la puerta, observé los muros desnudos y la alfombra
sin la custodia de arreglos florales. Allí estaba el secretario; salió casi corriendo
al oír el recado. A solas, nos postramos ante la cruz como en el momento de la
ordenación. Sentí que Cristo nos investía con el título de caballeros
portadores de la palabra. Sus dedos trazaron una cruz sobre mis manos después
de concederme la lanza de San Jorge. Le agradecí
llorando. Oré por un trayecto sin problemas y un pronto retorno.
Afuera, los pinos se mecían, el viento empujaba nubes solitarias. Una ráfaga llamó
a la puerta y se diluyó con el calor de los cirios encendidos. No interrumpió el
Padre Nuestro de Antonio.
Llegamos aquí por la mañana. La luz del sol aún estaba subida en la copa de los pinos. Bolsas de viaje sobre el lomo de mulas prestadas, herramientas escasas y maletines con ropa y fe. El pueblo
reposaba
entre murmullos y montañas azules de lejanía. Paseé la vista por el conjunto de techos anaranjados, por el viejo casco de hacienda y su
portal de gajos. Nos acercamos a una vieja iglesia de cúpula blanca, el canto de sus habitantes agitaba el aire encerrado entre los muros: grillos transparentes, girasoles, ratones que corrían
en cuanto escuchaban el crujir
de
hojas bajo nuestros zapatos.
–No va a ser fácil –dije.
–Con
la ayuda
de Dios lo será.
Antonio miró el pedazo de cielo asomado entre los árboles. Sonrió.
Cuando él levantaba
las primeras rocas y yo sostenía un enorme
ramo de girasoles polvosos, sentí un peso en la espalda.
Volteé.
Junto a los árboles, dos ojos pendían de un sombrero de paja.
–Somos amigos…
Antonio ofreció su mano y el hombre se
separó del tronco. Encorvado, observó nuestra ropa, el alzacuello casi negro por
el polvo. Apreté el
rosario dentro de mi bolsillo, pedí protección a la cruz dorada
que colgaba fuera.
–Perdóneme
usted,
padrecito –con el sombrero entre las manos, se arrodilló para besar el anillo de mi
compañero–. Ahorita regreso.
Suspiré. Él
volvió a confundirse con el bosque. Antonio, ahora tumbado en el pasto, bebió un poco de agua de la cantimplora y luego me ofreció.
–Está
caliente –dijo–. Sólo
me humedecí los labios. De todos modos se acabó.
–Además
de
la iglesia
podríamos construir un dispensario.
Imaginé lo mismo
que Antonio,
estoy seguro: palomas asustadas por el llamado a misa de una campana color oro,
ancianos alfombrando el atrio con migajas, niños y sus carreras delante de una cometa.
–Vamos a comer, Francisco, ¿no tienes hambre?
Dije “sí” con la cabeza, mi lengua estaba seca.
Entonces regresó el hombre que al principio
creí un vagabundo –¿un espejismo? ¿un criminal?–, acompañado por otros. Machetes, palas. Pronto dejaron al descubierto
la
tierra rojiza, llena de pequeñas piedras pulidas, formaron una maraña de hierba y flores amarillas junto a los árboles. De nuevo recorrí mi rosario, esta vez pidiendo perdón por mi falta de fe.
–Vénganse a comer, padrecito –una mujer
agitaba las manos; el rebozo negro le cubría las caderas, el cabello casi blanco.
Estuvimos sentados
bajo la sombra de un
pino.
A través de sus ramas, el sol formaba dibujos en la tierra. Alguien había apartado cenizas
hasta
descubrir un agujero.
–Tomen cuanto apetezcan.
Nopales, papas redondas, de cáscara rosa.
El agujero recubierto con hojas. Sobre un comal se cocían tortillas enormes. Nos pusieron delante un molcajete con salsa
que parecía
negra, dos tarros llenos de un líquido transparente, dulce, como sacado de los panales del Paraíso.
En los
bordes plásticos había huellas de otros labios, gotas secas de bebidas extrañas.
Escuché trozos de conversación.
–Es un pueblo pequeño, desde hace mucho no hay padre.
–Mamá
me
contó que cuando era niña un temblor tiró la iglesia.
–Volvieron a levantar
el
caserío. Como no mandaban sacerdote, nadie se preocupó por la iglesia.
El viento –soplo de Dios–
me secó el sudor.
–Está
oscureciendo. Si gustan, pueden quedarse en mi
casa.
Continuamos limpiando la iglesia cuando el sol volvió a levantarse.
***
Entramos. Antonio barre el polvo de la alfombra al arrastrar los pies. Observa
las bancas, a las mujeres de negro y su rosario matutino. De bruces, con los ojos
cerrados, se apiñan contra el traje púrpura
y
negro de la Dolorosa. A mí
siempre me han parecido una escena descrita en el Apocalipsis: esperan que el final
de los tiempos las sorprenda a la mitad de un Padre Nuestro. Para Antonio no sé
qué significan, sus ojos van de ellas a las bancas, al púlpito y su mantel
blanquísimo, rígido por el almidón, a su cáliz de hilo dorado, al que sólo le falta
peso y volumen para ser verdadero, a la hostia asomando la mitad del cuerpo. Observa el altar de cruz vacía. Cierra los ojos.
–Aunque lo pedimos, el Cristo nunca llegó. Y en el pueblo no supieron
esculpirlo –le explico.
Antonio sonríe, llora sin lágrimas. Lo llevo a lo que alguna vez pensamos sería el dispensario. Mi cama, una mesa, sillas. La puerta trasera abierta, observamos el aire viajando entre los girasoles del jardín.
–¿Te
acuerdas de la arquidiócesis, Antonio? –un suspiro.
Desayunamos el guisado del día anterior: carne, salsa casi sin sal, tortillas, café recalentado. Él observa los jirones pardos de la cuchara,
los enormes círculos de maíz azul, el calendario mostrando un 31 escarlata, diciembre, la noche de San
Silvestre de un año que no es ni el pasado; los pequeños brazos de Cristo abiertos sobre la cruz. Suelta la cuchara y se sostiene la cabeza.
–¿Qué
hacemos aquí?
No sé qué quiere escuchar como respuesta. Sin el apoyo
de los
brazos seguro aterriza en el plato. Pienso: Ay, Antonio,
¿dónde
olvidaste tu fe? Lo miro intentando sonreír, parece más anciano que cuando lo abracé.
–¿Quieres
reconocer el pueblo?
Lo tomo del hombro. Caminamos, parezco lazarillo de alguien sin manos. Mira puertas y
enredaderas de flores moradas sin ver. Está decepcionado. A lo mejor esperaba
autos sobre la zona peatonal, semáforos, asfalto, quería descubrir el antiguo
pueblo entre paredes de cemento, carreteras que llevaban hasta la ciudad, postes de alumbrado y teléfono y tiendas
anunciando descuentos en
ropa americana.
–Algo
te
pasa, Antonio.
Silencio, sus ojos en la
lejanía de la que se
desprende una sombra.
Salvador se acerca, besa mi mano. Le pregunto si recuerda a Antonio, llegamos juntos a restaurar
la iglesia. Mira su rostro
más de
una vez, el alzacuellos bajo el mentón fofo. Luego le besa el anillo sin quitarme
la vista:
–Padrecito,
¿usted
también lo ha oído? –me pregunta, manos y ojos dan vuelta al sombrero usado desde
que lo conozco–. Lo dijeron hoy en el radio de la pulquería. Pensé que no había
escuchado bien. La voz lo repitió, parecía llorar, pero de todos modos no le
creo. El santo padre no puede morirse, ¿verdad?
Su machete se asoma junto al cinturón,
debajo de la chamarra verde, tela de algodón y parches rasgados.
–No, Salvador, no sé nada –contesto.
Lo observo confundirse con una barda de
troncos, su casa. Antonio voltea, tiene fruncido el entrecejo.
–Ahora es el sacristán. Fue quien más
ayudó para restaurar la iglesia. Su mujer nos dio alojamiento hasta que te
fuiste –le recuerdo.
–Me acuerdo de él, de los
nopales asados del primer día, la cara de palo de su mujer y la habitación con el mosquitero roto… ¿Por qué no les
has dicho nada sobre la muerte del Papa?
Esta vez soy yo quien
no responde.
Caminamos entre ojeras dibujadas por sombreros y rebozos, narices brillantes de sudor y labios arrugados, pies pequeños. Niños frente a un montón de canicas. Ancianos con la pregunta de Salvador en la lengua. Repito lo mismo hasta convencerme de mis palabras.
–Y qué, Francisco, ¿los jóvenes siguen yéndose a la capital?
–Sí, no regresan.
Volteo hacia el cielo. Aunque está tan limpio que podría verse la
escritura de Dios, le pido a Antonio volver a la iglesia. Tal vez llueva. Él mira las escasas manchas de
humedad en los muros. En
época de tormenta las casas se sumergen en un río, intento convencerlo.
De nuevo sentados
frente al calendario. El año, un borrón. Un comercio de la ciudad ofrece lavar dos kilos de ropa al precio de uno, la tercera visita el servicio es gratis. Aunque el pequeño Cristo sigue con los brazos clavados al crucifijo, lo veo derretido, en el espacio entre las baldosas. Me encuentro con los ojos de Antonio, con sus hombros escurriéndose.
–No sé cómo decirles que el Papa
murió.
Para ellos es inmortal, un santo.
–Acabo de regresar de Roma –una sonrisa
chueca,
los ojos en el ropero donde guardo las vestiduras de misa–. El obispo me nombró su secretario.
Ahora ayudo al cardenal.
Él
se quedó en El
Vaticano. El Pontífice fue
elegido
antes. Lo escuché desde el pasillo. “Entonces ya sabes, más de dos tercios
va
a decidirse por el estadounidense…” No esperé a que abrieran la puerta y vieran mis manos en actitud de girar la perilla. Tomé un avión, ni siquiera
me reporté con la arquidiócesis. Vine.
Quería verte de nuevo, ver el pueblo, los resultados de nuestra antigua cruzada.
Francisco, no tienes idea de cuánto hay allá. Los candelabros mantienen al día encerrado
las veinticuatro horas. Lo que corre entre los muebles no es alfombra: aquellas
resplandecen, acallan las pisadas. Hay vasos de cristal, servicios de plata. A los
cardenales los atienden mozos que casi les besan los zapatos…
–Y te encuentras con un lugar atrancado en
un año que se terminó hace mucho, donde ni siquiera ha llegado la electricidad y
los únicos radios, el de la pulquería y el mío, son de galena; con feligreses que creen inmortal a un papa
muerto.
Antonio se endereza, sus ojos vuelven a la
época de cubrir madrigueras hasta el anochecer. Sonríe.
–Llama a misa. Yo se los diré. No me veas así, con la ayuda de Dios
y de mi Ángel
de la Guarda, resultará.
No se lo digo, pero tengo dudas.
–Tu ángel, lo había olvidado. ¿Aún llevas su fotografía?
Busca en el pantalón.
Llaves doradas, largas, de dientes
casi planos. La misma cartera donde guardó el oficio con la orden del obispo. Ningún billete. Una fotografía pequeña, de bordes
decolorados: rostro hecho
con pigmentos marrón, moreno, la frente y los
oídos despejados. Parece un hombre; es su abuela, de chongo, vestida, tal vez, para llorarle a un muerto. La observa como lo hacía en el seminario, mientras el rector inauguraba el nuevo año escolar.
–Juré
llevarla siempre. Ella
se convirtió en mi madre después
del
accidente. No sé
con
seguridad qué pasó, Francisco. No llovía, pero el viento cosechó los campos antes de tiempo. Papá no estaba, nunca llegó. Mamá iba con
él.
Fui a casa de la abuela…
Su voz se mete de nuevo en la garganta. No hay razón para volver a narrar. Ella lo esperaba. Un solo abrazo, nunca una sonrisa. No se permitió llorar. Ése era su estilo de querer y Antonio lo comprendió. Cuando se enteró de su muerte rezó diez veces el rosario antes de regresar
a la casa de su niñez. Después del sepelio fue a la recámara que sólo conocía a
través de la puerta entornada. Se tiró
sobre un lecho sin dosel ni colcha de encajes. En el tocador –veladoras derretidas,
pabilos negros ante la imagen del Sagrado Corazón y la fotografía de sus padres
al jurarse fidelidad– encontró el retrato. Su abuela cuando era joven, dedicada
a un hombre que no era el abuelo.
Tomo la fotografía mientras Antonio vuelve
a contarme sobre los ahorros invertidos en su educación, los esfuerzos para no abrazarla
y llorar al despedirse, la noticia de su muerte, sola, mientras dormía.
Nos interrumpe una cacerola humeante, un cesto
de mimbre y las servilletas blancas sobre la mesa. Es Salvador. No lo escuché al
momento de acercarse. El retrato cae. El sacristán se arrodilla y lo levanta,
parece que le reza. Me lo da queriendo
guardarlo en su chamarra.
–Le traje la comida, padre Francisco.
Chicharrón y calabazas en chile verde, como le gusta. Mi mujer le manda
saludos.
Habla con la abuela de Antonio, nunca
había
visto una fotografía.
–Gracias, Salvador.
Sale sin besar la mano que me acostumbró a
mostrarle. Antonio abre el ropero, las bisagras sueltan el maullido de siempre.
El espejo. En el interior, yo, tengo la cara de mi amigo mientras relataba el fraude
del Vaticano. Él se prueba la estola púrpura, su regalo de cuando nos separamos.
–Aún la guardas.
–Cada domingo me acompaña.
La besa. El lienzo
cuelga de su cuello, casi le toca los zapatos. Se pone mi casulla. Blanca. Hostia y cáliz
bordados
al frente, en la
parte
inferior. Se parece al juego de manteles para el púlpito y la
colcha obsequio de la mujer de Salvador.
La campana suelta silencios. El badajo está cubierto de polvo convertido en piedra.
–Las seis.
Antonio abre la puerta. Observo el altar: la
cruz pendiente de la cúpula como un candelabro, la explosión de claveles, el mantel
recién
planchado. Rosa, la mujer del sacristán, protege la llama de los cirios con la mano. Es una
calavera dentro del
rebozo;
las sombras que se alargan
bajo
sus pies, dibujos a carboncillo. En las bancas hay algunos
fieles,
rezos eco del mío. Esperan.
–Daré
la
noticia al terminar la misa y saldré mañana temprano. No quiero que anochezca
antes de llegar a la carretera
–cierro los ojos un momento, salimos–. Confía en Dios, la gente comprenderá.
El Yo pecador, aleluya, los cantos desafinados junto al órgano, lecturas de la Biblia regalo de mis padres después
de ordenarme, el sermón: la muerte sólo es un paso para ver el rostro de Dios,
ella pone un alma limpia sobre Sus manos, los difuntos mueren por completo al olvidarlos, rezar por ellos los convierte en nuestros ángeles, y sólo los alcanzaremos en el Paraíso con buenas acciones, con una conciencia limpia.
Las palabras de Antonio provocan sollozos, pañuelos secando ojos húmedos. El Padre
Nuestro con voces rotas, altas, por encima de los acordes del órgano; las palmas al frente y abiertas.
Durante la comunión los
asientos quedan vacíos. Los sábados por la tarde, las filas ante
el confesionario llegan hasta el atrio, se convierten en el primer lugar de
reunión; termino cuando la luna dibuja la iglesia sobre los arbustos.
Una bendición interrumpida.
–Oremos por el eterno descanso del alma de
su Santidad, el Papa, muerto en la esperanza de la Resurrección…
Como si hubiera dicho “Podemos correr en paz,
la misa ha terminado”,
la alfombra se llena de zapatos que parecen destejerla. Salvador me mira. Me quedo
junto al crucifijo, abrazado a los tobillos invisibles de Jesús, mientras
Antonio sale al atrio.
Gritos, no escucho la voz de mi amigo.
–¿Por qué lo hizo?
–Lo dijeron en el radio cuando usted llegó.
–Pero el Papa no se puede morir, el padre Francisco
nos lo enseñó.
Es imposible correr, tengo la sombra hecha
de años. El alzacuellos me estrangula, tropiezo con un pliegue de la alfombra.
–Es el
Santo
Padre y los santos no mueren. Su cuerpo es la tierra que pisamos, el aire, su aliento. Nos hablan durante la misa y extienden la mano para ayudarnos a cruzar en la hora de la muerte.
–Están en todos lados, son como Dios. Luego, el Papa es Dios. Dios no muere.
–El Papa era un hombre…
–¡Cállese! –la voz
de Salvador interrumpe
a Antonio–. Cometió un pecado al divulgar una mentira en la casa del Señor.
Me
levanto,
llego al atrio. Las primeras rocas de una lluvia golpean la cabeza
y el pecho de Antonio.
Intento
hablar con la gente. Brazos en alto, manos como raíces en busca de alimento fuera de la tierra, los rostros se parecen al tronco del encino. Una pedrada en el
hombro me derriba. Junto a mí, el cuerpo de Antonio, rojo,
húmedo. Tiene las sienes abiertas, un trozo de ladrillo cerca de los dedos.
Me enderezo. Nadie se mueve, demonios de alas rotas que esperan la oportunidad para arrancar un alma condenada. La cabeza de Antonio reposa entre mis brazos.
–Te
vas a
poner bien, buscaré al médico.
Su sonrisa no podrá
borrarse. Dibujo una
cruz
sobre su frente, extremaunción de bordes de sangre.
–Démela, padre Francisco.
No entiendo
qué me
pide.
–La pintura del Santo Padre, la que tenía
cuando fui a llevarle la comida.
A Antonio le quitan las vestiduras, para
ellos no tiene derecho a llevarlas. Salvador ayuda a levantarme. Paso el brazo
izquierdo sobre sus hombros firmes a los sesenta y tantos años, mientras él
saca de mi bolsillo la fotografía de la abuela de Antonio. Se la muestra a los
demás. Cabezas inclinadas, voces de aprobación.
–Es tan moreno como San Martín, debe ser
una pintura del Papa. Salvador tiene razón, estos ojos son los de un santo.
El papel rectangular de mano en mano, las
miradas lo iluminan. A nadie se le ocurre ver la parte de atrás. Mejor,
acusarían a mi amigo de profanar objetos sagrados.
–Venga, debemos orar por el castigo del
mentiroso, que desde hoy caminará arrastrando el peso de su falta en las
cadenas.
Entramos en la iglesia. Salvador toma un
cirio, sube al púlpito y se estira para pegar la fotografía en la intersección
del crucifijo. Una gota de cera, la abuela observa desde arriba. Se inicia un
rosario con intenciones diferentes: yo rezo por Antonio, por un inmerecido
perdón. Ellos, por la alegría de conocer al fin el moreno, hermoso rostro del Santo
Padre. Escucho un Ave María en honor al Papa –la mujer de chongo y eterno vestido
negro–. Cada sílaba me regresa la voz de Antonio,
lo que creo son reproches madurados en años. ¿Tendrá
la misma duración el tiempo de los muertos?
Después
de matar a Antonio ocultaron su cuerpo. Una sola ley entre la gente: no
bautizar a ningún niño con su nombre, ni siquiera mencionarlo, olvidarse hasta
de su alma. Para ellos merecía estar condenado incluso en la otra vida.
Muchas tardes
salí a caminar tratando de localizarlo, de colocar una cruz junto a su cabeza y
pedirle la desaparición de la culpa que cada domingo consagra la hostia conmigo.
Siempre le dedico la misa y llevo puesta la estola púrpura bajo la casulla
bordada con el cáliz.
Hoy lo encontré, está en la ribera del
lago que avanza hacia las casas en época de lluvia. Había pasado varias veces
por el mismo lugar. Sólo un tronco enmohecido y la mandíbula entre rocas y
pasto. Me incliné, un cuervo sin plumas en la cabeza bajó a picotear el terreno
flojo. Es Antonio, debe serlo, no hay otro cuerpo fuera del cementerio, pensé
al colocar dos trozos de corteza atados en cruz, un ramo de flores silvestres. Me
estiré y tomé un puñado de tierra. Hojas secas rotas. Pasos. El cuervo voló, se
escondió entre las ramas de un pino. El sol comenzaba a bajar. Volteé, no había
nadie.
Regresé a la iglesia para preparar el
sermón y llorar ante el pequeño Cristo. La alegría me hizo verlo tan grande,
que pensé clavarlo en la cruz del altar antes de comenzar la misa. De pronto,
en el suelo creció una lengua de luz temblorosa. Una sombra más pequeña. El sacristán.
–Cometió el único delito que merece pena
de muerte, padrecito. El hombre que insultó a la iglesia y al Santo Padre debe cumplir su condena en soledad –su voz seca, como martillazos.
Y me encerró aquí, una troje con las puertas llenas
de candados. Salvador fue
quien asustó al cuervo. Siempre me vigiló, dijo que perdí su confianza cuando toleré una mentira.
Relinchos, acaricio el huesudo flanco de la yegua. Oigo
voces afuera, reconozco la del sacristán
por lo que dice, es como si se preguntara y contestara él mismo.
–Mañana lo ejecutamos.
–¿Y quién va a decir la misa?
–Yo.
Sé
dónde guardan los trapos que visten, sus libros. Si quieres
puedes quedarte en mi lugar y cuando me muera serás sacerdote.
Remueven un candado. Escondo entre la paja una margarita del ramo que dejé en la tumba de Antonio. Me arrodillo, pido perdón una vez más. Paseo los dedos a lo largo del rosario, acaricio
las cuentas negras, beso la cruz. Francisco… Mi nombre entra por las ventilas. “Confía en Dios, la gente comprenderá”, sus últimas palabras. Pero nadie comprendió, tampoco yo. Lo
empujé hacia la muerte, fingí compartir los pensamientos de hombres
que
llevan machetes a oír misa y después
solapé una rara idolatría: el culto
hacia la mujer de chongo, primera o segunda papisa en poco más de dos mil años.
El portón abierto. Salvador.
–Ojalá haya hecho
las paces con Dios, padre Francisco. No apriete tato el rosario,
no podrá romperlo, se lo aseguro. Debería de sonreír, le
estamos dando un privilegio que su amigo no tuvo.
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