viernes, 16 de mayo de 2025

San Karol

Judith Castañeda Suarí

 

Es Antonio. Reconozco sus ojos aun hundidos en esa telaraña de arrugas, a la sombra de una sola ceja cana, en equilibrio sobre la nariz. Me da pena que Dios no haya aprisionado el tiempo que venció y adelgazó su cuerpo así como el mío. Lo abrazo, siento su piel de yeso suelto. Beso su mano, raíz con nervaduras verdes.

–Francisco.

Una sonrisa. Muestra los dientes perfectos, blancos.

Mi nombre, roto por el temblor de su voz, se parece a la iglesia cuando llegamos a restaurarla: piedras hechas montón contra una pared.

–¿Te acuerdas que este atrio era de girasoles? –no pude evitar la pregunta, la frase que vuelve a acercarme al hombre enjuto, el roble de antes, quien cargaba sin dificultad un escritorio pese a rayar el medio siglo. Me contesta con un nuevo abrazo, mira más allá del atrio.

En la ciudad tenían noticias de un pueblo confundido con la sierra, lleno de niños sin bautizar, de parejas viviendo en unión libre, personas que conocían sólo de oídas la comunión y el Evangelio.

–Necesitamos sacerdotes fuertes. Cuando el templo esté listo uno de los dos se quedará. Estaremos al pendiente de ese lugar. Llamen a mi secretario –dijo el obispo y entró en su oficina. Con la puerta entornada, pude ver cómo se acomodó detrás del escritorio para firmar el documento que ordenaba nuestro viaje. Antonio y yo nos sentimos halagados al ser parte de una especie de cruzada. Nos quedamos en el pasillo, viendo el jardín, los rosales sin florecer, la sombra de las columnas en la pared recién pintada. Luego fuimos a la capilla. Empujé la puerta, observé los muros desnudos y la alfombra sin la custodia de arreglos florales. Allí estaba el secretario; salió casi corriendo al oír el recado. A solas, nos postramos ante la cruz como en el momento de la ordenación. Sentí que Cristo nos investía con el título de caballeros portadores de la palabra. Sus dedos trazaron una cruz sobre mis manos después de concederme la lanza de San Jorge. Le agradecí llorando. Oré por un trayecto sin problemas y un pronto retorno. Afuera, los pinos se mecían, el viento empujaba nubes solitarias. Una ráfaga llamó a la puerta y se diluyó con el calor de los cirios encendidos. No interrumpió el Padre Nuestro de Antonio.

Llegamos aquí por la mañana. La luz del sol aún estaba subida en la copa de los pinos. Bolsas de viaje sobre el lomo de mulas prestadas, herramientas escasas y maletines con ropa y fe. El pueblo reposaba entre murmullos y montañas azules de lejanía. Paseé la vista por el conjunto de techos anaranjados, por el viejo casco de hacienda y su portal de gajos. Nos acercamos a una vieja iglesia de cúpula blanca, el canto de sus habitantes agitaba el aire encerrado entre los muros: grillos transparentes, girasoles, ratones que corrían en cuanto escuchaban el crujir de hojas bajo nuestros zapatos.

–No va a ser fácil dije.

Con la ayuda de Dios lo será.

Antonio miró el pedazo de cielo asomado entre los árboles. Sonrió.

Cuando él levantaba las primeras rocas y yo sostenía un enorme ramo de girasoles polvosos, sentí un peso en la espalda. Volteé. Junto a los árboles, dos ojos pendían de un sombrero de paja.

–Somos amigos…

Antonio ofreció su mano y el hombre se separó del tronco. Encorvado, observó nuestra ropa, el alzacuello casi negro por el polvo. Apreté el rosario dentro de mi bolsillo, pedí protección a la cruz dorada que colgaba fuera.

Perdóneme usted, padrecitocon el sombrero entre las manos, se arrodilló para besar el anillo de mi compañero. Ahorita regreso.

Suspiré. Él volvió a confundirse con el bosque. Antonio, ahora tumbado en el pasto, bebió un poco de agua de la cantimplora y luego me ofreció.

Está caliente dijo. Sólo me humedecí los labios. De todos modos se acabó.

Además de la iglesia podríamos construir un dispensario.

Imaginé lo mismo que Antonio, estoy seguro: palomas asustadas por el llamado a misa de una campana color oro, ancianos alfombrando el atrio con migajas, niños y sus carreras delante de una cometa.

–Vamos a comer, Francisco, ¿no tienes hambre?

Dije “sí” con la cabeza, mi lengua estaba seca.

Entonces regresó el hombre que al principio creí un vagabundo –¿un espejismo? ¿un criminal?, acompañado por otros. Machetes, palas. Pronto dejaron al descubierto la tierra rojiza, llena de pequeñas piedras pulidas, formaron una maraña de hierba y flores amarillas junto a los árboles. De nuevo recorrí mi rosario, esta vez pidiendo perdón por mi falta de fe.

Vénganse a comer, padrecitouna mujer agitaba las manos; el rebozo negro le cubría las caderas, el cabello casi blanco.

Estuvimos sentados bajo la sombra de un pino. A través de sus ramas, el sol formaba dibujos en la tierra. Alguien había apartado cenizas hasta descubrir un agujero.

–Tomen cuanto apetezcan.

Nopales, papas redondas, de cáscara rosa. El agujero recubierto con hojas. Sobre un comal se cocían tortillas enormes. Nos pusieron delante un molcajete con salsa que parecía negra, dos tarros llenos de un líquido transparente, dulce, como sacado de los panales del Paraíso. En los bordes plásticos había huellas de otros labios, gotas secas de bebidas extrañas.

Escuché trozos de conversación.

Es un pueblo pequeño, desde hace mucho no hay padre.

Mamá me contó que cuando era niña un temblor tiró la iglesia.

Volvieron a levantar el caserío. Como no mandaban sacerdote, nadie se preocupó por la iglesia.

El viento soplo de Dios– me secó el sudor.

Está oscureciendo. Si gustan, pueden quedarse en mi casa.

Continuamos limpiando la iglesia cuando el sol volvió a levantarse.

 

***

Entramos. Antonio barre el polvo de la alfombra al arrastrar los pies. Observa las bancas, a las mujeres de negro y su rosario matutino. De bruces, con los ojos cerrados, se apiñan contra el traje púrpura y negro de la Dolorosa. A mí siempre me han parecido una escena descrita en el Apocalipsis: esperan que el final de los tiempos las sorprenda a la mitad de un Padre Nuestro. Para Antonio no sé qué significan, sus ojos van de ellas a las bancas, al púlpito y su mantel blanquísimo, rígido por el almidón, a su cáliz de hilo dorado, al que sólo le falta peso y volumen para ser verdadero, a la hostia asomando la mitad del cuerpo. Observa el altar de cruz vacía. Cierra los ojos.

–Aunque lo pedimos, el Cristo nunca llegó. Y en el pueblo no supieron esculpirlo le explico.

Antonio sonríe, llora sin lágrimas. Lo llevo a lo que alguna vez pensamos sería el dispensario. Mi cama, una mesa, sillas. La puerta trasera abierta, observamos el aire viajando entre los girasoles del jardín.

¿Te acuerdas de la arquidiócesis, Antonio? un suspiro.

Desayunamos el guisado del día anterior: carne, salsa casi sin sal, tortillas, café recalentado. Él observa los jirones pardos de la cuchara, los enormes círculos de maíz azul, el calendario mostrando un 31 escarlata, diciembre, la noche de San Silvestre de un año que no es ni el pasado; los pequeños brazos de Cristo abiertos sobre la cruz. Suelta la cuchara y se sostiene la cabeza.

¿Qué hacemos aquí?

No sé qué quiere escuchar como respuesta. Sin el apoyo de los brazos seguro aterriza en el plato. Pienso: Ay, Antonio, ¿dónde olvidaste tu fe? Lo miro intentando sonreír, parece más anciano que cuando lo abracé.

¿Quieres reconocer el pueblo?

Lo tomo del hombro. Caminamos, parezco lazarillo de alguien sin manos. Mira puertas y enredaderas de flores moradas sin ver. Está decepcionado. A lo mejor esperaba autos sobre la zona peatonal, semáforos, asfalto, quería descubrir el antiguo pueblo entre paredes de cemento, carreteras que llevaban hasta la ciudad, postes de alumbrado y teléfono y tiendas anunciando descuentos en ropa americana.

Algo te pasa, Antonio.

Silencio, sus ojos en la lejanía de la que se desprende una sombra.

Salvador se acerca, besa mi mano. Le pregunto si recuerda a Antonio, llegamos juntos a restaurar la iglesia. Mira su rostro más de una vez, el alzacuellos bajo el mentón fofo. Luego le besa el anillo sin quitarme la vista:

Padrecito, ¿usted también lo ha oído? –me pregunta, manos y ojos dan vuelta al sombrero usado desde que lo conozco–. Lo dijeron hoy en el radio de la pulquería. Pensé que no había escuchado bien. La voz lo repitió, parecía llorar, pero de todos modos no le creo. El santo padre no puede morirse, ¿verdad?

Su machete se asoma junto al cinturón, debajo de la chamarra verde, tela de algodón y parches rasgados.

–No, Salvador, no sé nada –contesto.

Lo observo confundirse con una barda de troncos, su casa. Antonio voltea, tiene fruncido el entrecejo.

–Ahora es el sacristán. Fue quien más ayudó para restaurar la iglesia. Su mujer nos dio alojamiento hasta que te fuiste –le recuerdo.

Me acuerdo de él, de los nopales asados del primer día, la cara de palo de su mujer y la habitación con el mosquitero roto… ¿Por qué no les has dicho nada sobre la muerte del Papa?

Esta vez soy yo quien no responde.

Caminamos entre ojeras dibujadas por sombreros y rebozos, narices brillantes de sudor y labios arrugados, pies pequeños. Niños frente a un montón de canicas. Ancianos con la pregunta de Salvador en la lengua. Repito lo mismo hasta convencerme de mis palabras.

Y qué, Francisco, ¿los jóvenes siguen yéndose a la capital?

–Sí, no regresan.

Volteo hacia el cielo. Aunque está tan limpio que podría verse la escritura de Dios, le pido a Antonio volver a la iglesia. Tal vez llueva. Él mira las escasas manchas de humedad en los muros. En época de tormenta las casas se sumergen en un río, intento convencerlo.

De nuevo sentados frente al calendario. El año, un borrón. Un comercio de la ciudad ofrece lavar dos kilos de ropa al precio de uno, la tercera visita el servicio es gratis. Aunque el pequeño Cristo sigue con los brazos clavados al crucifijo, lo veo derretido, en el espacio entre las baldosas. Me encuentro con los ojos de Antonio, con sus hombros escurriéndose.

No sé cómo decirles que el Papa murió. Para ellos es inmortal, un santo.

–Acabo de regresar de Roma una sonrisa chueca, los ojos en el ropero donde guardo las vestiduras de misa. El obispo me nombró su secretario. Ahora ayudo al cardenal. Él se quedó en El Vaticano. El Pontífice fue elegido antes. Lo escuché desde el pasillo. “Entonces ya sabes, más de dos tercios va a decidirse por el estadounidense…” No esperé a que abrieran la puerta y vieran mis manos en actitud de girar la perilla. Tomé un avión, ni siquiera me reporté con la arquidiócesis. Vine. Quería verte de nuevo, ver el pueblo, los resultados de nuestra antigua cruzada. Francisco, no tienes idea de cuánto hay allá. Los candelabros mantienen al día encerrado las veinticuatro horas. Lo que corre entre los muebles no es alfombra: aquellas resplandecen, acallan las pisadas. Hay vasos de cristal, servicios de plata. A los cardenales los atienden mozos que casi les besan los zapatos…

–Y te encuentras con un lugar atrancado en un año que se terminó hace mucho, donde ni siquiera ha llegado la electricidad y los únicos radios, el de la pulquería y el mío, son de galena; con feligreses que creen inmortal a un papa muerto.

Antonio se endereza, sus ojos vuelven a la época de cubrir madrigueras hasta el anochecer. Sonríe.

–Llama a misa. Yo se los diré. No me veas así, con la ayuda de Dios y de mi Ángel de la Guarda, resultará.

No se lo digo, pero tengo dudas.

Tu ángel, lo había olvidado. ¿Aún llevas su fotografía?

Busca en el pantalón. Llaves doradas, largas, de dientes casi planos. La misma cartera donde guardó el oficio con la orden del obispo. Ningún billete. Una fotografía pequeña, de bordes decolorados: rostro hecho con pigmentos marrón, moreno, la frente y los oídos despejados. Parece un hombre; es su abuela, de chongo, vestida, tal vez, para llorarle a un muerto. La observa como lo hacía en el seminario, mientras el rector inauguraba el nuevo año escolar.

Juré llevarla siempre. Ella se convirtió en mi madre después del accidente. No sé con seguridad qué pasó, Francisco. No llovía, pero el viento cosechó los campos antes de tiempo. Papá no estaba, nunca llegó. Mamá iba con él. Fui a casa de la abuela…

Su voz se mete de nuevo en la garganta. No hay razón para volver a narrar. Ella lo esperaba. Un solo abrazo, nunca una sonrisa. No se permitió llorar. Ése era su estilo de querer y Antonio lo comprendió. Cuando se enteró de su muerte rezó diez veces el rosario antes de regresar a la casa de su niñez. Después del sepelio fue a la recámara que sólo conocía a través de la puerta entornada. Se tiró sobre un lecho sin dosel ni colcha de encajes. En el tocador –veladoras derretidas, pabilos negros ante la imagen del Sagrado Corazón y la fotografía de sus padres al jurarse fidelidad– encontró el retrato. Su abuela cuando era joven, dedicada a un hombre que no era el abuelo.

Tomo la fotografía mientras Antonio vuelve a contarme sobre los ahorros invertidos en su educación, los esfuerzos para no abrazarla y llorar al despedirse, la noticia de su muerte, sola, mientras dormía.

Nos interrumpe una cacerola humeante, un cesto de mimbre y las servilletas blancas sobre la mesa. Es Salvador. No lo escuché al momento de acercarse. El retrato cae. El sacristán se arrodilla y lo levanta, parece que le reza. Me lo da queriendo guardarlo en su chamarra.

Le traje la comida, padre Francisco. Chicharrón y calabazas en chile verde, como le gusta. Mi mujer le manda saludos.

Habla con la abuela de Antonio, nunca había visto una fotografía.

–Gracias, Salvador.

Sale sin besar la mano que me acostumbró a mostrarle. Antonio abre el ropero, las bisagras sueltan el maullido de siempre. El espejo. En el interior, yo, tengo la cara de mi amigo mientras relataba el fraude del Vaticano. Él se prueba la estola púrpura, su regalo de cuando nos separamos.

Aún la guardas.

Cada domingo me acompaña.

La besa. El lienzo cuelga de su cuello, casi le toca los zapatos. Se pone mi casulla. Blanca. Hostia y cáliz bordados al frente, en la parte inferior. Se parece al juego de manteles para el púlpito y la colcha obsequio de la mujer de Salvador.

La campana suelta silencios. El badajo está cubierto de polvo convertido en piedra.

Las seis.

Antonio abre la puerta. Observo el altar: la cruz pendiente de la cúpula como un candelabro, la explosión de claveles, el mantel recién planchado. Rosa, la mujer del sacristán, protege la llama de los cirios con la mano. Es una calavera dentro del rebozo; las sombras que se alargan bajo sus pies, dibujos a carboncillo. En las bancas hay algunos fieles, rezos eco del mío. Esperan.

Daré la noticia al terminar la misa y saldré mañana temprano. No quiero que anochezca antes de llegar a la carretera cierro los ojos un momento, salimos. Confía en Dios, la gente comprenderá.

El Yo pecador, aleluya, los cantos desafinados junto al órgano, lecturas de la Biblia regalo de mis padres después de ordenarme, el sermón: la muerte sólo es un paso para ver el rostro de Dios, ella pone un alma limpia sobre Sus manos, los difuntos mueren por completo al olvidarlos, rezar por ellos los convierte en nuestros ángeles, y sólo los alcanzaremos en el Paraíso con buenas acciones, con una conciencia limpia.

Las palabras de Antonio provocan sollozos, pañuelos secando ojos húmedos. El Padre Nuestro con voces rotas, altas, por encima de los acordes del órgano; las palmas al frente y abiertas. Durante la comunión los asientos quedan vacíos. Los sábados por la tarde, las filas ante el confesionario llegan hasta el atrio, se convierten en el primer lugar de reunión; termino cuando la luna dibuja la iglesia sobre los arbustos.

Una bendición interrumpida.

–Oremos por el eterno descanso del alma de su Santidad, el Papa, muerto en la esperanza de la Resurrección…

Como si hubiera dicho “Podemos correr en paz, la misa ha terminado”, la alfombra se llena de zapatos que parecen destejerla. Salvador me mira. Me quedo junto al crucifijo, abrazado a los tobillos invisibles de Jesús, mientras Antonio sale al atrio.

Gritos, no escucho la voz de mi amigo.

–¿Por qué lo hizo?

–Lo dijeron en el radio cuando usted llegó.

–Pero el Papa no se puede morir, el padre Francisco nos lo enseñó.

Es imposible correr, tengo la sombra hecha de años. El alzacuellos me estrangula, tropiezo con un pliegue de la alfombra.

–Es el Santo Padre y los santos no mueren. Su cuerpo es la tierra que pisamos, el aire, su aliento. Nos hablan durante la misa y extienden la mano para ayudarnos a cruzar en la hora de la muerte.

–Están en todos lados, son como Dios. Luego, el Papa es Dios. Dios no muere.

–El Papa era un hombre…

–¡Cállese!la voz de Salvador interrumpe a Antonio. Cometió un pecado al divulgar una mentira en la casa del Señor.

Me levanto, llego al atrio. Las primeras rocas de una lluvia golpean la cabeza y el pecho de Antonio. Intento hablar con la gente. Brazos en alto, manos como raíces en busca de alimento fuera de la tierra, los rostros se parecen al tronco del encino. Una pedrada en el hombro me derriba. Junto a mí, el cuerpo de Antonio, rojo, húmedo. Tiene las sienes abiertas, un trozo de ladrillo cerca de los dedos.

Me enderezo. Nadie se mueve, demonios de alas rotas que esperan la oportunidad para arrancar un alma condenada. La cabeza de Antonio reposa entre mis brazos.

Te vas a poner bien, buscaré al médico.

Su sonrisa no podrá borrarse. Dibujo una cruz sobre su frente, extremaunción de bordes de sangre.

–Démela, padre Francisco.

No entiendo qué me pide.

–La pintura del Santo Padre, la que tenía cuando fui a llevarle la comida.

A Antonio le quitan las vestiduras, para ellos no tiene derecho a llevarlas. Salvador ayuda a levantarme. Paso el brazo izquierdo sobre sus hombros firmes a los sesenta y tantos años, mientras él saca de mi bolsillo la fotografía de la abuela de Antonio. Se la muestra a los demás. Cabezas inclinadas, voces de aprobación.

–Es tan moreno como San Martín, debe ser una pintura del Papa. Salvador tiene razón, estos ojos son los de un santo.

El papel rectangular de mano en mano, las miradas lo iluminan. A nadie se le ocurre ver la parte de atrás. Mejor, acusarían a mi amigo de profanar objetos sagrados.

–Venga, debemos orar por el castigo del mentiroso, que desde hoy caminará arrastrando el peso de su falta en las cadenas.

Entramos en la iglesia. Salvador toma un cirio, sube al púlpito y se estira para pegar la fotografía en la intersección del crucifijo. Una gota de cera, la abuela observa desde arriba. Se inicia un rosario con intenciones diferentes: yo rezo por Antonio, por un inmerecido perdón. Ellos, por la alegría de conocer al fin el moreno, hermoso rostro del Santo Padre. Escucho un Ave María en honor al Papa –la mujer de chongo y eterno vestido negro–. Cada sílaba me regresa la voz de Antonio, lo que creo son reproches madurados en años. ¿Tendrá la misma duración el tiempo de los muertos?

 

Después de matar a Antonio ocultaron su cuerpo. Una sola ley entre la gente: no bautizar a ningún niño con su nombre, ni siquiera mencionarlo, olvidarse hasta de su alma. Para ellos merecía estar condenado incluso en la otra vida.

Muchas tardes salí a caminar tratando de localizarlo, de colocar una cruz junto a su cabeza y pedirle la desaparición de la culpa que cada domingo consagra la hostia conmigo. Siempre le dedico la misa y llevo puesta la estola púrpura bajo la casulla bordada con el cáliz.

Hoy lo encontré, está en la ribera del lago que avanza hacia las casas en época de lluvia. Había pasado varias veces por el mismo lugar. Sólo un tronco enmohecido y la mandíbula entre rocas y pasto. Me incliné, un cuervo sin plumas en la cabeza bajó a picotear el terreno flojo. Es Antonio, debe serlo, no hay otro cuerpo fuera del cementerio, pensé al colocar dos trozos de corteza atados en cruz, un ramo de flores silvestres. Me estiré y tomé un puñado de tierra. Hojas secas rotas. Pasos. El cuervo voló, se escondió entre las ramas de un pino. El sol comenzaba a bajar. Volteé, no había nadie.

Regresé a la iglesia para preparar el sermón y llorar ante el pequeño Cristo. La alegría me hizo verlo tan grande, que pensé clavarlo en la cruz del altar antes de comenzar la misa. De pronto, en el suelo creció una lengua de luz temblorosa. Una sombra más pequeña. El sacristán.

–Cometió el único delito que merece pena de muerte, padrecito. El hombre que insultó a la iglesia y al Santo Padre debe cumplir su condena en soledad –su voz seca, como martillazos.

Y me encerró aquí, una troje con las puertas llenas de candados. Salvador fue quien asustó al cuervo. Siempre me vigiló, dijo que perdí su confianza cuando toleré una mentira.

Relinchos, acaricio el huesudo flanco de la yegua. Oigo voces afuera, reconozco la del sacristán por lo que dice, es como si se preguntara y contestara él mismo.

–Mañana lo ejecutamos.

–¿Y quién va a decir la misa?

Yo. Sé dónde guardan los trapos que visten, sus libros. Si quieres puedes quedarte en mi lugar y cuando me muera serás sacerdote.

Remueven un candado. Escondo entre la paja una margarita del ramo que dejé en la tumba de Antonio. Me arrodillo, pido perdón una vez más. Paseo los dedos a lo largo del rosario, acaricio las cuentas negras, beso la cruz. Francisco… Mi nombre entra por las ventilas. “Confía en Dios, la gente comprenderá”, sus últimas palabras. Pero nadie comprendió, tampoco yo. Lo empujé hacia la muerte, fingí compartir los pensamientos de hombres que llevan machetes a oír misa y después solapé una rara idolatría: el culto hacia la mujer de chongo, primera o segunda papisa en poco más de dos mil años.

El portón abierto. Salvador.

–Ojalá haya hecho las paces con Dios, padre Francisco. No apriete tato el rosario, no podrá romperlo, se lo aseguro. Debería de sonreír, le estamos dando un privilegio que su amigo no tuvo.

 

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