Jean Ferry
Hace
algún tiempo que anidan en mí pensamientos suicidas. Tengo que decir que salgo de
ellos bastante airoso.
De día no dicen nada, duermen en su cajita
de ébano. Pero cuando cae la noche y levanto la tapa, hay que ver cómo todo aquello
bulle y se agita alegremente.
Tienen las cabecitas planas, blanquecinas y
triangulares, como ciertas agujas de fonógrafo, agujas de un modelo que creo olvidado.
Son unos animalitos monísimos y muy fáciles de alimentar. Se comen todo lo que les
doy: tristezas, dientes arrancados, heridas de amor propio o no, preocupaciones,
deficiencias sexuales, sofocones, pesares, lágrimas sin derramar, falta de sueño,
todo eso se lo tragan de un bocado, y piden más. Pero lo que más les gusta es mi
cansancio; y es una suerte, porque no corren peligro de quedarse sin existencias.
Los atiborro de cansancio, no se lo pueden acabar y siempre me queda más, nunca
podré librarme de él.
Me dicen que hago mal cebándolos así, que la
cosa acabará mal, que engordarán demasiado y se saldrán de su caja, pero guardo
la caja en un cajón que está siempre cerrado con llave, el de la cómoda grande,
la del grueso tablero de mármol. En otro tiempo, la vieja Marie desparramaba los
caramelos sobre ese mármol.
Aunque salieran de la caja y corrieran por
el cajón, no creo que consiguieran levantar ese tablero de mármol. Es verdad que
nunca se sabe, pero ¿qué voy a hacer si no con todo este cansancio?
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