Andrés Caicedo
A
las vacaciones de quinto de bachillerato salimos con un
saldo de muertos. “Es una verdadera tragedia terminar un año marcado por triunfo
–la construcción de un nuevo pabellón deportivo, por ejemplo– con la desaparición
de seis jóvenes que apenas despuntaban la que sería una brillante carrera”, se lamentó
el padre rector en el discurso de clausura.
Pepito Torres hizo
un viaje repentino a Bogotá (faltó a un examen final) y dicen que vino a pie, devorando
cuanto hongo mágico encontró a la vera del camino, y al llegar a Cali comenzó a
dar escándalo público por la Sexta, lo agarraron dos policías sin avisar a sus papás,
lo metieron en la radio patrulla en donde murió como un perro, dándose contra las
rejas, exhalando por boca y narices un polvito negro.
Manolín Camacho
y Alfredo Campos, los inseparables, se volaron del colegio y fueron a pasar un viernes
de tarde deportiva en el río Pance, hubo crecida, y a los dos días encontraron sus
cuerpos “entrelazados”, pero el periódico no explicaba cómo. Tiempo después un campesino
encontraría, entre las raíces de un carbonero a la orilla del río, una botella con
un manuscrito de Alfredo, redactado compasivamente: “Vemos cómo crece el río. Es
increíble. Es como si viniera a cobrar venganza por el pasado esplendoroso que le
quitaron las modernas urbanizaciones. Pero ruge, recobra su poder. La idea se nos
ha ocurrido a ambos. No seremos víctimas en vano. Mejorarán los tiempos. Cogidos
de la mano caminamos hacia el río”.
Yo nunca pensé
que las cosas mejorarían así no más. Un mes antes de exámenes finales Diego A. Castro
(Castrico) salió con su hermano mayor, Julián, a la bocana del Océano Pacifico.
Le encantaba ese mar de agua, arena, cielo, selva y gentes negras. Ambos habían
ganado medallas en intercolegiados, departamentales y nacionales de natación. No
fueron a ninguna competencia internacional por el uso de las pepas. Así, podían
nadar hasta la línea del horizonte, de allí alcanzar la línea que uno podría divisar
si llegara al horizonte, y aún la otra. Pero no esa vez. A las pocas brazadas, Julián
le resopló que se sentía muy mal, que se devolvía. Castrico, abstraído en sus movimientos
parejos sobre las cresticas de cada ola, le dijo que bueno, y siguió nadando. Al
regresar, feliz de su inmensa travesía, lo encontró en la playa, muerto, con el
pescuezo inflado. Nadie sabe cómo regresó Castrico a Cali, pero ya se le había atravesado
la existencia. Comenzó a buscarle pelea a todo el mundo, en especial a los más amigos
de su hermano. Cargó puñal. Viajaba al campo y allá peleaba con machete y ruana
envuelta. Lo encerraron en el manicomio y se voló del manicomio reclamando la presencia
de su madre. No era más que ella le tuviera al lado su frasco de pepas y Castrico
se quedaba calmado, acariciando las flores, jugando con los gatos. Salía a la Sexta
una vez cada dos meses, y yo lo veía parado solo, hablando incoherencias sobre todas
las mujeres, sonriendo. En la última pepera salió despavorido a buscar pelea, pero
murió antes de que se la dieran: quedó como clavado en el suelo, gritó que se le
abría el suelo y cayó muerto. Y van cinco.
El sexto, Manolín
Camacho, es el que más me duele. Mi compañero de pupitre. Solíamos caminar distraídos
en los recreos, hablando de paisajes que nos imaginábamos en tres dimensiones de
sólo mirar mapas. Nunca había probado ninguna droga, ni en las fiestas bebía. Sólo
un sábado. Vaya a saber uno con quién se metió, quién lo invitó, por qué‚ lo vieron
recorriendo calles a la velocidad que iba, con la velocidad que iba, con la mirada
desencajada, buscando qué, con la piel llena de huecos, insultando ancianas, pateando
carros. Murió solo, en un baño cualquiera, esforzándose por vomitar lo que seguro
se había tragado inocentemente y ahora le cercenaba el coxis, la próstata, el cerebelo.
Le dieron una mezcla de analgésico para caballos y líquido de freno para aviones:
“es una lástima, una serie así de muertes sin ningún, sin ningún sentido”, decía
el padre rector. Y yo, agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabía qué sentido
había. Nos habían escogido como primeras víctimas de la decadencia de todo, pero
yo no iba a llevar del bulto.
“Haré mi afirmación
de vida”, pensaba, y no sonreí ni una sola de las seis veces que me llamaron para
recibir diplomas de matemáticas, historia, religión, inglés, geografía y excelencia.
Miraba a ese público compuesto por curas, alumnos y padres de familia, y recibía
los aplausos con apretón de dientes. “Haré mi afirmación de vida”.
“¿Qué te pasaba?”,
me decían los compañeros, luego. “Como si no te gustara el éxito”, y yo, a todos,
silencio, y me negué a ir a la fiesta de curso que organizaba Mauricio Gamboa. A
mi casa llegué en el carro de mis padres, entre sus cuerpos blandos. Ya me habían
felicitado por tanto triunfo, y no se habló de más en el camino. Yo no me aburrí,
pues llovió y me distraje imaginando que las gotas en el parabrisas eran gente,
personitas con hombros y cabezas bien formadas, y venían las plumillas y chas, las
barrían dejando minúsculas porciones de la primera gota, irrecuperable para siempre.
Esa noche soñé
con un viaje en tren por entre campos de mangos y trigo, y una muchacha rubia se
me acercaba y nos volvíamos uno solo en la alborozada contemplación de esa feliz
naturaleza. Luego el tren se metió a un túnel muy negro y desperté, demorándome
en identificar como miedo o gozo el sentimiento con que empezaba ese nuevo día.
Antes de almuerzo
me llamó el mismo Mauricio a comunicarme que en la fiesta de anoche, una pelada,
Patricia Simón, se había pegado la gran desilusionada ante mi ausencia, que era
la mejor alumna de quinto del Sagrado Corazón y que quería, que se moría por conocerme.
Yo le pregunté que entonces cómo. Él me indicó que en otra fiesta, esa misma noche.
Yo accedí.
Al llegar, no vi
más que caras pálidas, poca amistosidad, puertas cerradas, prevención, horrible
humo. Muy poca gente bailaba la música rock que yo jamás aprendí y que hace medio
año ponía frenético a todo el mundo. Me alegró ver que los invitados se recostaban
en las paredes y nada más oían, con el ánimo ido. Yo me paré en toda la mitad de
la pista para no dar aires de vencido, hasta que del fondo, de bien al fondo de
esa casa vino a mí una muchacha vestida de rosado y rubia, y haciendo mágico todo
el trayecto hacia mí mientras sonreía. Se presentó: “Patricia Simón”, muy tímida
me dio la mano, yo se la apreté exageradamente para intimidarla aún más. “Eres muy
inteligente”, fue lo primero que me dijo cuando la conduje al patio, puesto que
con el volumen de la música no podía oír sus lánguidas palabras de alabanza y devoción
por mis conocimientos del Imperio Romano, de la Cordillera Occidental Colombiana,
del Misterio de la Transubstanciación. Se respiraba mejor en ese patio acosado por
el color azul de la noche que perdía a cuantos jóvenes más allá de nosotros, acorralando
–lo supe– a los que buscaban refugio en esa casa. Yo me sentí libre de la noche,
de su muerte, superior a su extravío. Con mucha cautela le comenté a Patricia mis
temores sobre la feroz época, y ella como si fuera su forma peculiar de explicarme
que los compartía, me relató un sueño. Soñó que alguien muy amado le regalaba un
pastel de fresas –su bocado predilecto– y al irlo a morder no había fresas sino
gillettes, alfileres, etcétera, que se le incrustaron en las encías y le reemplazon
los dientes, de tal manera que quedó con alfileres en lugar de dientes. “Extraño”,
pensé, mirándola, pues sus dientes eran grandes, muy sanos, de encías duras. Ella
alzaba la cabeza para mirar a mí o al cielo. Era pequeña, pero fuerte, de buenas
espaldas y caderas, ojos azules y largas cejas. “Buena raza”, pensé, y luego “Edelrasse”,
observando que tendría mínimo cuatro dedos de frente, rosada la piel. Resolví: “Le
haré un hijo a esta mujer”.
El tiempo pasó
en el sentido que quiso nuestro amor. De esa fiesta salimos cogidos de la mano,
y empezamos a vernos todos los días, y yo le fui llenando la cabeza de cucarachas
como Nietzsche y Rousseau, y por miles de argumentos la fui llevando a una conclusión
sencilla: que la única manera de salvarnos sería trascendiendo en algo. Un día me
salió con que le provocaría escribir versos, pero yo le espanté la idea como si
fuese un enjambre de moscas: “La poesía es una profesión decadente”, y ella me creyó.
Y le ponía cara de moribundo siempre que la miraba a los ojos, y ella apuesto que
pensaba: “Lo que haría para hacerte feliz”, y en los cines me le pegaba mucho o
suspiraba cada vez que había un pasaje de maternidad, y ella salía conmovida toda,
aún sin decirme nada pero ya pensando en la idea de que la única manera de trascender
sería quedando preñada y pariendo un hijo.
Lo que la decidió
fue precisamente la muerte de Ignacio Moreira, que tuvo una discusión con sus papás,
subió corriendo las escaleras y se dio un tiro en la cabeza. Ella vivía al frente,
conocía a Ignacio desde chiquito, oyó el disparo, el chapoteo: estuve, pues, de
buenas.
Conseguí que me
prestaran la finca de la Carretera al Mar, lugar que yo había escogido para que
se diera la concepción. Con nosotros subieron varios amigos, pero casi nunca nos
mezclábamos. Los días amanecían oscuros y la niebla bajaba temprano, y ella se llenaba
de añoranzas y de melancolías, lo que, curiosamente, no le producía impavidez sino
movimiento. Caminábamos horas, acercándonos cada vez más al filo de las montañas.
Ella resistía el empinadísimo camino sin una queja.
Mi día vino claro,
de visibilidad profunda. Nos levantamos con el sol y empezamos a subir, dispuestos
a llegar esta vez hasta la cumbre. Los guayabos y los lecheros viraban en múltiples
tonos verdes a cada paso que ganábamos, y los pájaros cantaban “pichajué-pichajué”,
y todo eso me llegaba como puro presagio y signo de fertilidad. Hacia las dos de
la tarde salvamos la última pendiente de piedras blancas y tuvimos, repentinísimamente,
una enloquecedora visión del mar, a miles y miles de kilómetros. El frío de la montaña
y el ardor que se contemplaba allá en el mar la llevó a abrazarme, y yo le respondí
mejor que nunca. Descubrí sus senos con valentía, chupé su pelo, rasgué con su sangre
el pasto yaraguá, pude sentir cómo sus complicadas entrañas se abrían para darle
paso, cabina y fermento a mi espermatozoide sano y cabezón que daría con los años,
testimonio de mi existencia. No creo que ella gozó.
Nos casamos al
escondido, toque muy aristocrático para familias como la suya y la mía. Fuimos el
matrimonio más joven de la sociedad caleña y salimos mucho en el periódico y la
gente nos miraba y nos hicieron muchas fiestas y nosotros respondíamos a todas con
actitud calladita y mayor, reflexionando siempre. Con alegría entramos a sexto de
bachillerato, comparando y acariciando nuestros libros de texto. A los pocos meses
engordó muchísimo y le vinieron los vómitos, así que no pudo volver al colegio y
perdió sexto. Yo solamente falté a clase un día: el día en que después de cuatro
horas de terquedad y mucho sufrimiento, dejó salir a mi hijo. Nació en un día lluvioso.
No nos pusimos de acuerdo con el nombre, pero prevaleció mi opinión: lo llamé Augusto,
que hace pensar en porte distinguido y en conciencia de victoria, siempre. Fui toda
una celebridad en el colegio, padre a los 16 años. Ella no quiso hacer gimnasia
y le quedó una barriga arrugada muy fea, y los senos se le hincharon como brevas
y después se le cayeron.
Recuerdo madrugadas
en las que yo abría el ojo sólo para hallarme en la física gloria, despertado por
el llanto de Augusto, y volteaba a mirarla a ella, despierta desde hace muchas horas
con la mirada perdida en el cielo raso, negándose siempre a contestarme en qué era
que pensaba. Yo no insistí. Yo había previsto eso. No cuidó bien a nuestro hijo.
No quiso tampoco volver al colegio. Le perdió interés a todo, se pasaba los días
sin asearse ni asear la casa, mal sentada en una silla, presa de un vacío que supongo
debe ser normal después de que uno ha estado lleno y redondo como una naranja ombligona.
Yo no la toqué más. Ella tampoco se hubiera dejado. Al fin, un día salió de la casa,
y se demoró en regresar. Hizo amistades nuevas, jóvenes más viejos que ella, y seguía
saliendo. Pero falta no me hacía. Yo cumplía puntualmente con mis deberes escolares.
Me levantaba temprano, le daba el tetero al niño, cambiaba pañales, barría, trapeaba.
Al volver del colegio me la pasaba horas dejando que Augusto me apretara el dedo
índice y contemplándole su pipí, lo único que sacó igualito a mí, porque todo lo
demás, ojos, pelo y frente eran de ella.
Cuando regresaba,
nunca conversábamos. Se tiraba por ahí, sin dormir, o a oír música. Supe que estaba
metiendo droga. Me importó un comino. Conseguí una hipodérmica desechable, con mi
amigo Gómez un gramo de la mejor cocaína y una noche la esperé. Llegó muy tarde,
cayéndose de la borrachera, bajando de todas las trabas. Yo la recibí, le sobé su
cabecita hasta que se quedó dormida en mi pecho. Preparé la cocaína, tomé uno de
sus brazos, cuando lo estiré y palpé sus buenas venas, abrió los ojos y me miró,
perpleja. Yo le sonreí. Creo que le inyecté medio gramo, en empujaditas leves. Ella
hizo caras y risitas y yo sentí celos: nunca se portó así con mis orgasmos. Luego
se levantó y comenzó a saltar por toda la casa, puso el estéreo a todo volumen y
a mí no me importó que despertara a Augusto. Yo reí con ella.
Hace días que no
la veo. Se fue a paseo creo que a San Agustín, con una manada de gringos. Espero
que no vuelva, que se muera o que reciba allá su merecido. Yo he terminado sexto
con todos los honores, leo comics y espero con mi hijo una mejor época.
No hay comentarios:
Publicar un comentario