Máximo Gorki
Esto
sucedió hace muchos años en uno de los pueblecillos a lo largo del Volga. Desde
muy temprano por la mañana de un cálido día de junio, yo había estado embadurnando
de chapopote una balsa, a la orilla del río, y ya era hora de irse a comer.
Luego, de repente, desde las afueras del pueblo, me di cuenta que salía un ruido
sordo y airado, como ganado mugiendo con coraje.
Al principio, ocupado como estaba, no puse
atención al distante murmullo, a pesar de que aumentaba en volumen e intensidad
como el humo al iniciarse un incendio. Sobre el pueblo colgaba una densa nube,
suspendida en el aire tórrido.
Así que yo me retiraba de la margen del río, me pareció ver ruidos ásperos, terrosos, alzarse del suelo y saturar
el aire.
El polvo
rodaba
en espirales grises, los ruidos se hacían más y más estridentes, más y más variados, mientras el aire se estremecía. Temblé interiormente, presa de un lúgubre presentimiento.
Abandonando mi trabajo, trepé por la margen arenosa.
Desde arriba pude ver mucha gente corriendo desorientada en todas direcciones. En masa excitada se vaciaban como lava por la calle que iba hacia el pueblo.
Perros y niños seguían sus talones. Pichones asustados
volaban sobre sus cabezas. Gallinas cacaraqueantes huían entre sus pies. Yo, también contagiado de la locura general, comencé a correr, ignorante de la causa de tanto revuelo.
–¡Se están peleando en la Elizabethinska! –me gritó uno del montón. Un carretonero corría cuesta arriba del camino
pedregoso, azotando furiosamente a su caballo y gritando
con toda la fuerza de sus poderosos pulmones:
–¡Nos
están combatiendo! ¡Adelante,
trabajadores!
Yo me metí en un estrecho callejón, donde
me detuve. La masa de gente colmaba la calle como el grano llena un costal.
Nuevamente oí llantos y gritos de violencia
aún lejanos. Ventanas rompiéndose, retintineaban quejumbrosas; resonaban golpes
pesados; algo se rompió, cayó y rodó. Los ruidos se hacían confusos, cada uno envolviendo
al anterior como las nubes en el otoño. Pesadas olas de ruido navegaban en el aire,
repentinamente irrespirable.
–¡Los judíos están recibiendo su merecido!
–dijo la voz complacida de un hombre pequeñito, bien vestido y de apariencia distinguida.
Se frotó las manos, pequeñas y secas, y añadió:
–¡Esto
está muy
bien! ¡Muy
bien!
A codazos me abrí paso obedeciendo a un extraño impulso
excitante e irresistible. El
tremendo tumulto me arrastraba, a mí y a todos los que iban conmigo, succionándonos como la arena movediza. Los rostros humanos, distorsionados con intensa y baja maldad, los ojos brillantes de ansiedad, pasaban ante mí como en un sueño. La turba fluía hacia adelante en pesada y compacta masa, dispuesta a derribar muros o barricadas, si éstas obstruyeran el camino, cada hombre dispuesto a trepar sobre el que iba adelante, pisotearlo, aplastarlo bajo el pie.
Yo me lancé dentro del patio de una casa,
luego brinqué la cerca al patio de la siguiente, repitiendo el proceso una y otra vez hasta que nuevamente
me hallé
en medio
de
una densa masa de humanidad.
***
Gritaban
como demonios, sus caras echadas atrás, los rostros rojos, los dientes brillando
en las bocas abiertas. ¡Mecían los brazos, se empujaban unos a otros, trepaban a
los techos de los edificios, se deslizaban al suelo y luego, sin un momento de descanso,
trepaban y trepaban de nuevo! A pesar de la confusión en el vaivén, había algo extrañamente
homogéneo en esa turba invasora. Cada hombre parecía haberse convertido en el
brazo de un solo cuerpo gigantesco, dirigido por la poderosa masa contra la cual
no había resistencia posible.
Muy por encima de este hatajo salvaje y bestial, un judío alto y flaco se apretaba contra el techo
de una casa. Con sus dedos
huesudos despedazaba ladrillos de una chimenea, tirándolos sobre la revuelta humanidad debajo,
y gritando todo el tiempo con una especie de graznido agudo, como de gaviota. Su
larga barba blanca temblaba sobre su pecho, y sus pantalones blancos estaban manchados
de sangre. Gritos violentos le eran lanzados desde abajo:
–¡Tírenle!
–¡Un rifle, a ver un rifle! ¡Piedras!
–¡Súbanse y bájenlo!
Las ventanas de su casa estaban llenas de gente. Rompían los vidrios con fría furia y tiraban
a la calle cualquier objeto
que
encontraran a la mano. Los vidrios de las ventanas vibraban y estallaban. Un joven gigantesco, de hombros
poderosos y pelo rizado, apareció en una de las ventanas con un gran espejo entre las manos.
–¡Cuidado
allá abajo! –gritó al lanzarlo al vacío. Captando por un
cegador
instante los rayos del sol, el espejo
dio una voltereta en el aire y cayó
al suelo con estruendo. El joven
se inclinó sobre el borde de la ventana para verlo. En su
rostro
de pómulos salientes había una expresión seria, casi pensativa, totalmente carente de venganza o ira.
En otra ventana
apareció un robusto, barbinegro mujic, con una almohada en las manos. Con hábil movimiento la abrió, dejando flotar en el aire una espesa nube de plumas
blancas.
–¡Está
nevando! ¡Cuidado con sus naricitas, niños! –gritó al ver las plumas descendiendo en espirales hacia el mar de rostros allá abajo. Mientras, en el
patio,
alguien estaba gritando con todas sus fuerzas:
–¡Vengan!
¡Acabamos de encontrar unos niños judíos escondidos en un barril!
–¡Péguenles!
¡Mátenlos! ¡Maten a
esas bestezuelas!
–¡Azoten
sus cabezas contra la pared!
–¡Oye, judío! ¡Baja pronto, que encontramos
a
tus hijos!
–¡Baja de allí o los matamos!
El aullido horrorizado
de un niño rasgó el aire como un rayo brillante contra el opaco rugir de la masa.
El escándalo bajó de tono un poco un instante, sólo para aumentar de nuevo.
–¡No
los toquen! –gritó alguien.
–¡No toquen a esos niños!
–¡Sólo
a
los grandes, sólo a los grandes!
Y luego otro aullido espantoso del niño. Filoso
como un granizo, cortó hasta el corazón, ahogando cualquier otro ruido.
–¡Maldito! –se oyó una voz.
–¡Pégale
en la cabeza!
–¡Cochino
judío!
–¡Me aplastó el pie con un ladrillo!
–¡Ora, Antipe, vamos por el judío!
Dos campesinos, saliendo del edificio, se abrieron paso con los codos, y, mirando hacia arriba, comenzaron a trepar hacia el techo. Nuevamente apareció en una ventana el joven pensativo de las mejillas sonrosadas. Forcejeando, empujaba un ropero por la ventana hacia la calle.
–¡Aprovechen los trastes! –gritó a la gente que lo había saludado con extraordinario júbilo. Sin embargo, el ropero no cabía por la ventana, y el joven lo volvió a jalar hacia atrás. Su cabeza desapareció un momento, pero en un instante volvió a asomarse. Lentamente, como un lobo aullando, gritó:
–¡Cui…
da…
do… a… ba… jo…!
Un montón de trastos se desplegó en el aire como un listón multicolor. cayendo al suelo, seguido por un
samovar destellante al sol. Abajo la gente corrió en todas direcciones cubriéndose la cabeza con las manos, y riendo
a carcajadas. Un muchacho
de
pelo rojo recogió el samovar, azotándolo nuevamente contra el suelo, y pisoteando
los pedazos.
Del techo llegó un aullido inhumano de angustia. Todos alzaron los rostros. Un pedazo de hierro cayó al suelo con un
ruido de trueno. En la orilla del tejado, por un momento se detuvo un hombre
que rodaba, y luego, aullante, se desprendió en el aire… se oyó un ruido seco,
blando, asqueroso.
A toda prisa abandoné el patio, perseguido por sus
gritos salvajes de triunfo.
–¡Ah…!
–¡Eso
es
bueno!
–¡Ya lo cogimos!
En la calle la gente rompía sillas, mesas,
cajas, gozosamente desgarrando la ropa. Plumas flotaban en el aire. De unas ventanas que daban a los patios caían avalanchas de almohadas, canastas, muebles, trapos.
La
gente, presa de la
locura de la destrucción, cogía las cosas en el aire, las destrozaba, las desgarraba en mil pedazos. Dos mujeres despeinadas, sus caras
rojas, sus frentes sudorosas, peleaban por una petaca, cada una jalando en dirección distinta. Se gritaban la una a la otra, mientras flotaban sobre sus cabezas pequeños remolinos
de plumas y de paja. Y a pesar de que sus
bocas estaban completamente abiertas por el esfuerzo, sus voces se ahogaban en el
estrépito de la madera rajándose, en los gritos y rugidos vandálicos, en los aullidos
de terror que llegaban de todas partes.
Un mujic de
increíble estatura pasó ante mí, cabeza
descubierta y camisa rota. De su
pelo revuelto fluía la
sangre,
espesa, casi negra, y rodaba por sus mejillas. Mecía los brazos, sonriendo
la mueca malsana de un animal harto.
Repentinamente estrechó los brazos alrededor de un poste y oprimiendo
el
tubo de hierro contra su pecho comenzó a mecerlo de un lado a otro. Arriba, el foco tembló un momento; luego, desprendiéndose, cayó al suelo.
–¡Abajo! –gritó otro mujic, acudiendo al mismo poste, y ayudando
a removerlo de su sitio,
abrazándolo con todas sus fuerzas.
De algún lado, como una paloma en un vendaval humeante, una joven muchacha irrumpió en la turba, su vestido roto de arriba abajo, su cabello bañando sus hombros desnudos. Corría, su cabeza hacia atrás, y en
su rostro, pálido de angustia, sus ojos parecían inconmensurablemente grandes.
–¡Péguenle a la judía! –gritó una voz, y en
un parpadeo la muchacha desapareció bajo una densa masa de seres, así como un terroncito de azúcar
desaparece bajo una nube
de moscas.
El torrente negro de gente se cernió sobre ella, los puños meciéndose, murmullos voluptuosos, cachetadas, chistes cínicos, maldiciones, como el silbido de una víbora, todo soldado en un solo ruido de gozo maldito.
–¡Abran
paso! ¡Aquí viene Zelmann!
¡Atrás!
Se oían gritos de un grupo que arrastraba algo por el pavimento. Era un hombre o, mejor
dicho,
un cadáver medio desnudo, seco, despeinado, acuchillado, cubierto de sangre y lodo. El pobre Zelmann, atado de un pie, fue arrastrado por toda la calle. Un pequeño
hilo de sangre fluía de su cuerpo mutilado, dejando una huella zigzagueante en el pavimento. Sus brazos eran una masa sanguinolenta y, encajada entre ellos, donde se unían con los
hombros,
estaba su cabeza horrible, una bola sangrienta, rebotando contra las piedras de la calle.
Uno corrió y, brincando, hundió los pies en el estómago de la víctima, como si fuera de pasta. Todos rieron. Luego, con una mirada de satisfacción, el joven fanático saludó con las manos y se
sentó
sobre el cadáver, dejándose arrastrar con él.
Zelmann había sido un rico contratista de obras
públicas. Frecuentemente lo había visto vivo, pero ahora no había nada de aquel hombre rico en el andrajo
que tenía ante mí. Ni siquiera parecía el cuerpo de un ser
humano.
Asombrado de todo lo que sucedía a mi alrededor, ahogándome con el polvo, seguí
a la multitud, empujando aquí y allá como un pequeño trozo de madera en el torrente.
Era como un sueño horrible.
Por allá está una camisa blanca atorada en
el desagüe del techo.
Flota bien alto del suelo, mientras una mujer,
de flaco brazo cobrizo, trata de alcanzarla, parada en la punta de los pies. Junto a ella, un
campesino, tocado con una gorra azul de terciopelo, ríe de buena gana. Muchachos
callejeros se escurren entre las piernas de la gente grande, recogiendo trozos
de espejo. Uno de ellos brinca varias veces, tratando de alcanzar una pluma que
flota caprichosamente en el aire.
Blandiendo un sable, un policía corre de
aquí para allá, como perdido. Se ríen de él. Le gritan.
–¡Párenlo! ¡Deténganlo!
–¡Atrapen
al “jefecito”!
Alguien le tira
una caja rota a los pies. El policía se tropieza, da una voltereta y cae al suelo
cuan largo es. Una risotada general sacude la calle. Mirando a mis pies veo un trozo de piel sanguinolenta untada ahí, con un
pequeño mechón de pelos aún
adherido. Me estremezco.
–¡Vengan, vengan!
El grito viene de un
patio
vecino y la multitud obedece ciegamente. Gritan, aúllan, rugen como bestias.
–¡Péguenle, háganlo pedazos! ¡Ahora…! –el grito se mece y rebota en las paredes.
En el segundo piso del edificio alguien está tirando una pared intermedia entre dos cuartos, armado de pico
y pala.
Caen ladrillos y cal. Una bandeja cae desde una ventana. Como dudando un instante flota y luego, repentinamente, cae sobre la cabeza de una mujer. Con un grito agudo ésta se sienta de repente, llorando. Luego se alza otro grito:
–¡Los
cosacos!
–¡Cuidado!
–¡Vienen
los
cosacos!
A la entrada del patio
aparecen, inesperadamente, las narices
de los
caballos; los quepis azules de los cosacos se mueven de un lado a otro; sus cortos fuetes restallan al azotar ligeramente las grupas de sus bestias. Una voz de fuerte acento ordena:
–¡Tres
en fondo! ¡Formación compacta! ¡Trote! ¡Marchen!
En ese instante, una pared de ladrillo se
derrumba, y tras ella, se mece un enorme ropero dispuesto a caer. Se agita,
parece dudar, se desliza y, finalmente, volteándose, golpea contra un barandal
y cae estrepitosamente al empedrado. Un rumor
continuo y gigantesco llena el aire, como si hubiera un invisible y tempestuoso
río fluyendo, destrozando, arrastrando todo, espumeante de ira bajo el ímpetu
de una locura irresistible y salvaje.
La turba inicia la retirada bajo la presión de los
fuetes y de los caballos. Corre como un rebaño de ovejas, ciega, torpemente. Es
fácil esconderse en el patio o brincar la cerca, pero todos huyen por el
callejón, exponiendo sus cabezas, sus espaldas, al quemante latigazo de los fuetes.
Un hercúleo mujic voltea repentinamente a golpear con el puño la nariz de un caballo, luego se escurre entre la gente y huye. Pero por donde
se ha ido los fuetes zumban mucho tiempo. Espuela
contra espuela los cosacos
avanzan contra el muro viviente de seres humanos que ahora huyen en estampida,
peleándose unos contra otros, presas del pánico.
–¡Tírenles ladrillos a los cosacos! –grita
alguien desde arriba.
Una mujer semidesnuda y cubierta de sangre
se arroja a las patas de los caballos. Aparecida de repente, de ningún lado,
como si la tierra la hubiera vomitado, se prende de la pierna del primer cosaco
que encuentra, con la desesperación de la muerte.
–¡Váyanse! –implora desesperadamente.
–¡Alto!
–¡Muerte a los cosacos!
La multitud ruge y corre espantada como un
torrente en la montaña. Una estampida sorda estremece el aire, al
acompañamiento acompasado del trote de los caballos. Los animales tienen
dificultad para moverse entre las ruinas, entre los trozos de muebles y trastos
que están regados en el suelo. De repente reculan, se detienen. La gente
también se detiene, mirando a los cosacos.
–¡Desmontar! –es la orden.
La turba grita y espera. Atrás, al otro
lado de la calle, regimientos de policía y de infantería cortan la retirada. Luego,
por fin, la gente comienza a brincar cercas y bardas, a huir por los patios,
con los cosacos pisándoles los talones. Antes la turba era un montón de brutos
que sin razón ni piedad torturaban a otros tan infelices como ellos, y ahora
ellos también son golpeados sin razón ni piedad. Ahora son ellos solamente unos
cobardes tratando de salvarse del latigazo experto de los cosacos.
***
Esa
misma tarde, cruzando por la plaza, encontré un grupo de cosacos.
–Acuchillaron a catorce judíos –dijo uno a
otro–. Bueno, no
fueron muchos.
El otro,
aspirando su pipa, no contestó.
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