Voltaire
En
la provincia de Candahar todo el mundo conoce la aventura del joven Rustán. Era
hijo único de un mirza del país, que es como si dijéramos un marqués entre nosotros
o un barón entre los alemanes. Su padre el mirza tenía una buena hacienda. Debían
casar al joven Rustán con una señorita o mirzesa de su misma condición. Ambas familias
lo deseaban apasionadamente. Rustán debía ser el consuelo de sus padres, hacer feliz
a su mujer y serlo con ella.
Mas,
por desgracia, había visto a la princesa de Cachemira en la feria de Kabul, que
es la feria más importante del mundo e incomparablemente más concurrida que las
de Basora y Astracán; precisamente por eso había acudido a la feria el viejo príncipe
de Cachemira acompañado por su hija.
El
príncipe había perdido las dos piezas más raras de su tesoro: una era un diamante
del grosor del pulgar, en el que figuraba el retrato de su hija grabado con un arte
que los indios dominaban entonces y que luego se ha perdido; la otra era un venablo
que iba por sí mismo adonde uno quería; lo cual no es muy extraordinario entre nosotros,
pero sí lo era en Cachemira.
Un
faquir de Su Alteza le había robado ambas joyas; se las llevó a la princesa. “Guardad
con mucho cuidado estas dos piezas”, le dijo; “de ellas depende vuestro destino”.
Luego se marchó, y no volvió a vérsele nunca. Desesperado, el duque de Cachemira
decidió ir a ver si en la feria de Kabul, entre todos los mercaderes que a ella
acuden desde los cuatro confines del mundo, no habría uno que tuviera su diamante
y su arma. En todos los viajes se acompañaba de su hija. Ésta llevó el diamante
bien guardado en su cinturón; pero como no podía ocultar el venablo con la misma
facilidad, lo había dejado bajo llave en Cachemira, en su gran arcón de la China.
Rustán
y ella se vieron en Kabul; se amaron con toda la buena fe de su edad y toda la ternura
de su país. En prenda de su amor, la princesa le dio el diamante, y Rustán le prometió
al despedirse ir a verla en secreto a Cachemira.
El
joven mirza tenía dos favoritos que le servían de secretarios, de escuderos, de
mayordomos y de ayudas de cámara. Uno se llamaba Topacio, y era hermoso, de buena
complexión, blanco como una circasiana, dulce y servicial como un armenio, prudente
como un güebro. Ébano era el nombre del otro, un negro muy guapo, más activo y más
trabajador que Topacio, y a quien nada le parecía difícil. Rustán les comunicó el
proyecto de su viaje. Topacio trató de disuadirlo con el fervor circunspecto de
un servidor que no quería desagradarle; le hizo ver todo lo que arriesgaba. ¿Cómo
dejar a dos familias sumidas en la desesperación? ¿Cómo clavar un puñal en el corazón
de sus padres? Sus palabras hicieron vacilar a Rustán; pero Ébano lo animó e hizo
desaparecer todos sus escrúpulos.
No
tenía el joven dinero para viaje tan largo. El prudente Topacio no habría buscado
quien se lo prestara, pero Ébano lo consiguió. Sin que nadie se diera cuenta cogió
el diamante de su amo, mandó hacer otro falso completamente igual, que devolvió
a su sitio, y dio el verdadero en prenda a un armenio por varios miles de rupias.
Cuando
el marqués tuvo sus rupias, todo quedó dispuesto para la partida. Cargaron un elefante
con el equipaje y montaron a caballo. Topacio le dijo a su amo: “Me he tomado la
libertad de reprocharos vuestra empresa; pero, una vez hechos los reproches, debo
obedecer; estoy con vos, os amo, os seguiré hasta el fin del mundo; mas consultemos
de camino el oráculo que está a dos parasangas de aquí”. A Rustán le pareció bien.
El oráculo respondió: “Si vas a Oriente, estarás a Occidente”. Rustán no comprendió
nada de la respuesta. Topacio sostuvo que no encerraba nada bueno. Ébano, siempre
complaciente, lo convenció de que era muy favorable.
Había
además otro oráculo en Kabul, y a él se dirigieron. El oráculo de Kabul respondió
con estas palabras: “Si posees, no poseerás; si resultas vencedor, no vencerás;
si eres Rustán, no lo serás”. Este oráculo les pareció más ininteligible todavía
que el otro. “Tened cuidado”, decía Topacio. “No temáis nada”, decía Ébano, y, como
es fácil suponer, era a este criado a quien siempre hacía caso su amo, porque alentaba
su pasión y su esperanza.
Al
salir de Kabul, caminaron por una gran selva, se sentaron en la hierba para comer
y dejaron pastar a los caballos. Estaban preparándose para descargar al elefante
que llevaba la comida y el servicio, cuando se dieron cuenta de que Topacio y Ébano
ya no estaban en la pequeña caravana. Los llamaron: el eco de la selva devolvió
los nombres de Ébano y de Topacio. Los buscan los criados por todas partes y llenan
la selva con sus gritos; vuelven sin haber visto nada, sin que nadie les haya respondido.
“Sólo hemos encontrado un buitre que luchaba con un águila y que le arrancaba todas
las plumas”, le dijeron a Rustán. El relato de este combate despertó la curiosidad
de Rustán; fue a pie hasta el lugar: no vio buitre ni águila, pero sí a su elefante,
todavía cargado con su equipaje, y atacado por un gran rinoceronte. El uno golpeaba
con su cuerno, el otro con su trompa. Al ver a Rustán, el rinoceronte abandonó la
pelea; consiguieron llevarse al elefante, pero no encontraron los caballos. “Cuando
se viaja, en las selvas ocurren cosas extrañas”, exclamaba Rustán. Los criados estaban
consternados, y el amo desesperado por haber perdido al mismo tiempo sus caballos,
a su querido negro y al prudente Topacio, por quien siempre había sentido amistad,
aunque nunca fuera de su misma opinión.
Se
consolaba con la esperanza de estar pronto a los pies de la bella princesa de Cachemira,
cuando topó con un gran burro rayado al que apaleaba un vigoroso y terrible patán.
Nada hay tan hermoso, ni tan raro, ni tan veloz en la carrera como los burros de
esa especie. Aquél respondía a los redoblados palos del villano con coces que habrían
podido arrancar un roble de raíz. Como es lógico, el joven mirza se puso de parte
del burro, que era una criatura encantadora. El patán echó a correr diciendo al
burro: “¡Ya me las pagarás!”. El burro dio las gracias en su lenguaje a su libertador,
se acercó a él, se dejó acariciar y devolvió las caricias. Acabada la comida, Rustán
monta encima y toma el camino de Cachemira con sus sirvientes, que le seguían unos
a pie y otros montados en el elefante.
Nada
más montarse en el burro, el animal da la vuelta hacia Kabul en vez de seguir la
ruta de Cachemira. Por más que su amo volviera grupas, diese tirones, apretase las
rodillas, le clavase las espuelas, soltase o tirase de la brida, o azotase a derecha
e izquierda, el obstinado animal seguía corriendo hacia Kabul.
Rustán
sudaba, se extenuaba y se desesperaba cuando topó con un mercader de camellos que
le dijo: “Amo, mal burro es ése, que os lleva donde no queréis ir; si quisierais
cedérmelo, os daría los cuatro camellos que más os gusten”. Rustán agradeció a la
Providencia que le hubiera proporcionado tan buen negocio. “Topacio se equivocaba
cuando me decía que mi viaje sería desgraciado”, pensó. Monta sobre el camello más
robusto y los otros tres lo siguen; alcanza su caravana y ya se ve en el camino
de su dicha.
No
había andado cuatro parasangas cuando se ve detenido por un profundo torrente, ancho
e impetuoso, que arrastraba rocas blanqueadas de espuma. Sus dos orillas eran precipicios
horrendos que cegaban la vista y helaban el ánimo; no había medio de pasar, ni medio
de ir a derecha o a izquierda. “Empiezo a temer”, dijo Rustán, “que Topacio acertaba
al censurar mi viaje, y que yo estaba muy equivocado al emprenderlo; si aún estuviera
conmigo podría darme algún buen consejo. Si tuviera a Ébano, él me consolaría y
encontraría alguna salida; pero no tengo a ninguno de los dos”. La consternación
de sus servidores duplicaba su apuro; la noche era oscura y la pasaron lamentándose.
Al fin, la fatiga y el abatimiento adormecieron al enamorado viajero. Se despierta
al alba y ve un hermoso puente de mármol levantado sobre el torrente de una orilla
a otra.
¡Qué
exclamaciones y qué gritos de asombro y alegría! ¿Es posible? ¿Es un sueño? ¡Qué
prodigio! ¡Qué maravilla! ¿Nos atreveremos a pasar? Los criados se arrodillaban,
se levantaban, iban hasta el puente, besaban la tierra, miraban al cielo, extendían
las manos, posaban el pie temblando, iban, volvían, estaban extasiados; y Rustán
decía: “El cielo está conmigo; Topacio no sabía lo que decía; los oráculos eran
favorables a mi empresa; Ébano tenía razón, pero ¿por qué no está aquí?”.
Nada
más pasar el grupo al otro lado del torrente, el puente se derrumbó en el agua con
un estrépito espantoso. “¡Mejor! ¡Mucho mejor!”, exclamó Rustán. “¡Loado sea Dios!
¡Y bendito el cielo que no quiere que vuelva a mi país, donde no habría sido más
que un simple gentilhombre!; quiere que me case con la que amo. Seré príncipe de
Cachemira, y así, ‘poseyendo’ a mi amada, no ‘poseeré’ mi pequeño marquesado en
Candahar. Seré Rustán, y no lo seré, porque me convertiré en un gran príncipe: así
queda explicado en mi favor, y con toda claridad, gran parte del oráculo, el resto
se explicará del mismo modo. ¡Qué feliz me siento! Pero ¿por qué no está Ébano a
mi lado? Lo echo de menos mil veces más que a Topacio”.
Todavía
caminó algunas parasangas lleno de la mayor alegría; pero, hacia el final de la
jornada, una hilera de montañas más abruptas que una contraescarpa y más altas de
lo que hubiera sido la torre de Babel en caso de haberse concluido, frenó en seco
a la caravana sobrecogida de temor.
Todos
exclamaron: “¡Dios quiere que perezcamos aquí, ha destruido el puente para quitarnos
toda esperanza de regreso; y ha levantado la montaña únicamente para impedirnos
por todos los medios seguir adelante! ¡Oh, Rustán! ¡Oh, desventurado marqués! ¡Nunca
más veremos Cachemira, nunca más volveremos a la tierra de Candahar!”.
En
el alma de Rustán el dolor más agudo y el abatimiento más abrumador sucedían a la
inmoderada alegría que había sentido y a las esperanzas con que se había embriagado.
Bien lejos estaba ahora de interpretar las profecías en su favor. “¡Oh, cielo! ¡Oh,
Dios paternal! ¿Por qué habré perdido a mi amigo Topacio?”.
Cuando
pronunciaba estas palabras lanzando profundos suspiros y derramando lágrimas en
medio de sus sirvientes desesperados, he aquí que la base de la montaña se abre,
y a los ojos deslumbrados de todos aparece una larga galería abovedada, iluminada
por cien mil antorchas; Rustán lanzó una exclamación, sus criados se hincaron de
rodillas en el suelo y cayeron pasmados de asombro, gritando: “¡Milagro!”, y diciendo:
“Rustán es el favorito de Visnú, el bienamado de Brahma; él será el amo del mundo”.
Eso creía también Rustán, que estaba fuera de sí y muy seguro de sí mismo: “¡Ah,
Ébano, mi querido Ébano! ¿Dónde estás? ¡Oh, si fueras testigo de todas estas maravillas!
¿Cómo te he perdido? ¿Y cuándo volveré a ver vuestros encantos, bella princesa de
Cachemira?”.
Junto
con sus criados, su elefante y sus camellos, Rustán avanza bajo la bóveda de la
montaña, a cuyo término entra en una pradera esmaltada de flores y bordeada de arroyuelos;
y al final de la pradera hay alamedas de árboles hasta perderse de vista; y al final
de esas alamedas un río, en cuyas orillas había mil quintas de placer con jardines
deliciosos. Por todas partes oye conciertos de voces e instrumentos y ve bailes;
se apresura entonces a pasar uno de los puentes del río y pregunta al primero que
encuentra: “Este país tan hermoso, ¿cuál es?”.
El
hombre al que se dirigía le respondió: “Estáis en la provincia de Cachemira, y veis
a sus habitantes llenos de alegría y disfrutando de placeres porque celebramos los
desposorios de nuestra bella princesa, que va a casarse con el señor Barbabú, a
quien su padre la ha prometido; ¡que Dios haga perpetua su felicidad!”. Al oír estas
palabras Rustán cayó desvanecido, y el señor cachemirano creyó que sufría una epilepsia;
hizo que lo llevaran a su casa, donde el joven permaneció sin conocimiento largo
rato. Fueron en busca de los dos médicos más expertos del cantón, que tomaron el
pulso al enfermo; éste, tras reponerse algo, sollozaba, abría desmesuradamente los
ojos y exclamaba de vez en cuando: “¡Topacio, Topacio, qué razón tenías!”.
Uno
de los médicos le dijo al señor cachemirano: “Por su acento veo que es un joven
de Candahar, a quien no sienta bien el aire del país; tenemos que devolverlo a su
tierra; veo en sus ojos que se ha vuelto loco; confiádmelo, y yo lo llevaré a su
patria y lo curaré”. El otro médico aseguró que sólo estaba enfermo de pena, que
había que llevarlo a los desposorios de la princesa y hacerle bailar. Mientras los
médicos intercambiaban opiniones, el enfermo recuperó sus fuerzas; los dos médicos
fueron despedidos y Rustán se quedó a solas con su huésped.
–Señor
–le dijo–, os pido perdón por haberme desmayado en vuestra presencia, sé que es
una falta de cortesía; os suplico que tengáis a bien aceptar mi elefante en reconocimiento
de las bondades con que me habéis honrado –luego le contó todas sus aventuras, guardándose
mucho de hablarle del objeto de su viaje–. Pero, en nombre de Visnú y de Brahma
–le dijo–, contadme quién es ese afortunado Barbabú que se casa con la princesa
de Cachemira, por qué lo ha escogido su padre por yerno y por qué la princesa lo
ha aceptado por esposo.
–Señor
–le dijo el cachemirano–, la princesa no ha aceptado para nada a Barbabú; al contrario,
se pasa el día llorando mientras toda la provincia celebra alegremente su boda;
se ha encerrado en la torre de palacio y no quiere ver ninguno de los festejos que
hacen en su honor.
Al
oír estas palabras Rustán se sintió renacer; el brillo de su color, que la pena
había marchitado, volvió a brotar en su rostro. “Decidme, por favor”, continuó,
“por qué se empeña el príncipe de Cachemira en dar su hija a ese tal Barbabú al
que ella no ama”.
–Los
hechos son estos –respondió el cachemirano–. ¿Sabéis que nuestro augusto príncipe
había perdido un grueso diamante y un venablo que apreciaba mucho?
–¡Ah,
sí, lo sé muy bien! –dijo Rustán.
–Sabed
pues –prosiguió el huésped–, que nuestro príncipe, desesperado por no tener noticias
de sus dos joyas, después de haberlas hecho buscar mucho tiempo por toda la tierra,
prometió su hija a quien le entregase la una o la otra. Y se ha presentado un tal
señor Barbabú con el diamante, y mañana se casa con la princesa.
Rustán
palideció, tartamudeó un cumplido, se despidió de su huésped y corrió montado en
su dromedario a la capital donde debía tener lugar la ceremonia. Llega al palacio
del príncipe, dice que tiene cosas importantes que comunicarle y solicita una audiencia;
le responden que el príncipe está ocupado en los preparativos de la boda. “Precisamente
por eso quiero hablarle”, dice. Tanto insiste que al fin lo introducen. “¡Mi señor”,
dice, “que Dios corone todos vuestros días de gloria y magnificencia! Vuestro yerno
es un bribón.
–¿Cómo
que un bribón? ¿Qué osáis decir? ¿Es que se habla así a un duque de Cachemira del
yerno que ha elegido?
–Sí,
un bribón –prosiguió Rustán–; y para probarlo a Vuestra Alteza, aquí os traigo vuestro
diamante.
Atónito,
el duque examinó los dos diamantes, pero, como apenas entendía de joyas, no pudo
decir cuál era el verdadero. “Aquí hay dos diamantes”, dijo, “y yo sólo tengo una
hija. ¡Qué confusión tan extraña!”. Hizo venir a Barbabú y le preguntó si no lo
había engañado. Barbabú juró que había comprado el diamante a un armenio; el otro
no decía quién le había dado el suyo, pero propuso una solución: rogó a Su Alteza
que lo hiciera luchar inmediatamente con su rival. “No basta con que vuestro yerno
dé un diamante”, decía, “además es preciso que dé pruebas de valor. ¿Os parece bien
que quien mate al otro se case con la princesa?”
–Muy
bien –respondió el príncipe–; será un espectáculo espléndido para la corte: luchad
los dos enseguida, y el vencedor tomará las armas del vencido, según las costumbres
de Cachemira, y se casará con mi hija.
Al
punto bajan al patio de armas ambos pretendientes. En la escalera había una urraca
y un cuervo. El cuervo graznaba: “Luchad, luchad”; y la urraca: “No luchéis”. Cosa
que hizo reír al príncipe; los dos rivales apenas se dieron cuenta: empiezan el
combate; todos los cortesanos hacían un círculo en torno a ellos. La princesa, que
seguía encerrada en su torre, no quiso asistir al espectáculo; estaba muy lejos
de sospechar que su amado estuviese en Cachemira, y sentía tanta aversión por Barbabú
que no quería ver nada. El combate terminó del mejor modo posible; Barbabú resultó
muerto y el pueblo quedó encantado porque era feo, mientras Rustán era muy guapo:
eso es casi siempre lo que decide el favor del público.
El
vencedor se puso la cota de mallas, la banda y el yelmo del vencido y, seguido por
toda la corte, al son de fanfarrias, fue a presentarse bajo las ventanas de su amada.
Toda la gente gritaba: “Bella princesa, salid a ver a vuestro hermoso marido que
ha matado a su vil rival”; sus camareras repetían esas palabras. Por desgracia,
la princesa se asomó a la ventana y, al ver la armadura de un hombre al que aborrecía,
corrió desesperada a su baúl de la China y lanzó el venablo fatal que fue a traspasar
a su querido Rustán por el defecto de la coraza: éste lanzó un grito, y en ese grito
la princesa creyó reconocer la voz de su desventurado amado.
Baja
corriendo con el cabello desgreñado y la muerte en los ojos y en el alma. Rustán
ya había caído, bañado en sangre, en brazos de su padre. Ella lo ve: ¡Oh, instante!
¡Oh, visión! ¡Oh, reconocimiento cuyo dolor, ternura y horror resulta imposible
expresar! Se arroja sobre él y lo abraza. “¡Recibes los primeros y los últimos besos
de tu amada y tu asesina!”, le dice. Saca el dardo de la herida, lo hunde en su
corazón y muere sobre el amado que adora. Aterrorizado, enloquecido, presto a morir
como su hija, el padre trata en vano de devolverla a la vida; ya estaba muerta;
el príncipe maldice aquel dardo fatal, lo rompe en pedazos y arroja lejos aquellos
dos diamantes funestos; y mientras se preparan los funerales de su hija en lugar
de sus bodas, manda transportar a palacio a un Rustán ensangrentado, en quien todavía
quedaba un resto de vida.
Lo
llevan a una cama. Lo primero que ve a ambos lados de aquel lecho de muerte es a
Topacio y a Ébano. La sorpresa le devolvió algunas fuerzas: “¡Ah, crueles!”, dice,
“¿por qué me abandonasteis? Tal vez aún estaría viva la princesa si hubierais estado
junto al desdichado Rustán”.
–No
os he abandonado un solo instante –dice Topacio.
–Siempre
he estado a vuestro lado –dice Ébano.
–¡Ay!
¿Qué decís? ¿Por qué ofender mis últimos momentos? –respondió Rustán con una voz
que se apagaba.
–Debéis
creerme –dijo Topacio–; sabéis que nunca aprobé este viaje fatal cuyas horribles
consecuencias preveía. Yo era el águila que combatió con el buitre y que lo desplumó;
yo era el elefante que se llevaba el equipaje para obligaros a volver a vuestra
patria; yo era el burro rayado que os devolvía a pesar vuestro a la casa de vuestro
padre; yo era quien hizo extraviarse a vuestros caballos; yo era quien hizo brotar
el torrente que os impedía pasar; yo era quien levantó la montaña que os cerraba
un camino tan funesto; yo era el médico que os aconsejaba el aire natal; y yo era
la urraca que graznaba para que no luchaseis.
–Y
yo –dijo Ébano–, yo era el buitre que el águila desplumó, el rinoceronte que corneaba
cien veces al elefante, el villano que daba de palos al burro rayado, el mercader
que os ofrecía unos camellos para que corrieseis a vuestra perdición; yo construí
el puente por el que pasasteis; yo horadé la caverna que atravesasteis; yo soy el
médico que os animaba a seguir adelante, y el cuervo que graznaba para que luchaseis.
–¡Ay!,
acuérdate de los oráculos –dijo Topacio–. “Si vas a Oriente, estarás a Occidente.
–Sí
–dijo Ébano–, aquí se entierra a los muertos con la cara vuelta hacia Occidente;
el oráculo era claro, ¿cómo no lo comprendiste? “Has poseído, y no poseerás”: porque
tenías el diamante, pero era falso y tú no lo sabías. Eres el vencedor y mueres;
eres Rustán, y cesas de serlo: todo se ha cumplido.
Cuando
así hablaba, cuatro alas blancas cubrieron el cuerpo de Topacio, y cuatro alas negras
el de Ébano. “¿Qué estoy viendo?”, exclamó Rustán. Topacio y Ébano respondieron
al unísono: “Estás viendo a tus dos genios”.
–¡Eh,
señores! –les dijo el desdichado Rustán–, ¿por qué os entrometisteis? ¿Y por qué
dos genios para un pobre hombre?
–Es
la ley –dijo Topacio–, cada hombre tiene sus dos genios, fue Platón el primero en
decirlo, y otros lo han repetido luego; ya ves que no hay nada más cierto: yo, el
que te habla, soy tu genio bueno, y mi tarea era velar a tu lado hasta el último
instante de tu vida; me he entregado a ella con toda fidelidad.
–Pero
si tu trabajo era servirme –dijo el moribundo–, entonces soy de naturaleza muy superior
a la tuya; además, ¿cómo te atreves a decir que eres mi genio bueno cuando me has
dejado equivocarme en todas mis empresas, y me dejas morir, a mí y a mi amada, de
forma miserable?
–¡Ay,
era tu destino! –dijo Topacio.
–Si
es el destino el que hace todo –dijo el moribundo–, ¿para qué sirve un genio bueno?
Y tú, Ébano, con tus cuatro alas negras, aparentemente eres mi genio malo.
–Vos
lo habéis dicho –respondió Ébano.
–Pero
¿eras también el genio malo de mi princesa?
–No,
ella tenía el suyo; y yo lo he secundado a la perfección.
–¡Ay,
maldito Ébano! Si eres tan perverso, no puedes pertenecer al mismo amo que Topacio.
¿Habéis sido formados ambos por dos principios diferentes, uno bueno y otro malo
por naturaleza?
–Eso
no es una consecuencia –dijo Ébano–, sino una gran dificultad.
–No
es posible, continuó el moribundo, que un ser favorable haya hecho un genio tan
funesto.
–Posible
o imposible –prosiguió Ébano–, las cosas son como te digo.
–¡Ay,
pobre amigo! –dijo Topacio–; ¿no ves que este pillo es tan perverso que todavía
quiere obligarte a discutir para encender tu sangre y adelantar la hora de tu muerte?
–Vete,
que no estoy más contento de ti que de él –dijo el triste Rustán–: por lo menos
él confiesa que ha querido hacerme mal; mientras que tú, que pretendías defenderme,
no me has servido de nada.
–Por
eso estoy dolido –dijo el genio bueno.
–También
yo –respondió el moribundo–; en todo esto hay algo que no entiendo.
–Tampoco
yo –dijo el pobre genio bueno.
–Dentro
de un instante lo sabré –dijo Rustán.
–Ya
veremos –dijo Topacio.
En
ese momento todo desapareció. Rustán volvió a encontrarse en casa de su padre, de
la que no había salido, y en su cama, donde había dormido una hora.
Despierta
sobresaltado, sudando y desconcertado; se palpa, llama, grita, hace sonar la campanilla.
Su ayuda de cámara Topacio acude con gorro de dormir y bostezando.
“¿Estoy
muerto o estoy vivo?”, exclama Rustán. “¿No tendrá salvación la bella princesa de
Cachemira?…”
–¿Está
soñando mi señor? –respondió fríamente Topacio.
–¡Ay!
–exclamaba Rustán–, ¿qué ha sido de ese bárbaro de Ébano con sus cuatro alas negras?
Él es quien me ha hecho morir de una muerte tan cruel.
–Mi
señor, lo he dejado roncando arriba; ¿queréis que le mande bajar?
–¡El
muy malvado! Hace seis meses enteros que me persigue; fue él quien me llevó a esa
fatal feria de Kabul; fue él quien me escamoteó el diamante que me había dado la
princesa; sólo él fue la causa de mi viaje, de la muerte de mi princesa y del tiro
de venablo que me mata en la flor de mi edad.
–Calmaos
–dijo Topacio–; nunca habéis estado en Kabul y tampoco hay ninguna princesa de Cachemira;
su padre sólo ha tenido dos hijos varones que actualmente están en el colegio. Nunca
habéis tenido ningún diamante; la princesa no puede estar muerta porque no ha nacido,
y vos os encontráis perfectamente sano.
–¡Cómo!
¿No es verdad que tú me acompañabas en mi muerte en el lecho de la princesa de Cachemira?
¿No me has confesado que, para librarme de tantas desdichas, fuiste águila, elefante,
burro rayado, médico y urraca?
–Mi
señor, todo eso lo habéis soñado: nuestras ideas no dependen de nosotros ni en el
sueño ni en la vigilia. Dios ha querido que por vuestra cabeza haya pasado esa retahíla
de ideas, para daros aparentemente alguna lección de la que podáis sacar provecho.
–Estás
burlándote de mí –continuó Rustán–; ¿cuánto tiempo he dormido?
–Mi
señor, sólo habéis dormido una hora.
–Maldito
hablador, ¿cómo quieres que en una hora haya estado en la feria de Kabul hace seis
meses, que haya vuelto, que haya viajado hasta Cachemira y que Barbabú, la princesa
y yo hayamos muerto?
–Mi
señor, no hay nada más fácil ni más corriente; en realidad, habríais podido dar
la vuelta al mundo y tener muchas más aventuras en mucho menos tiempo. ¿No es cierto
que en una hora podéis leer el compendio de la historia de los persas escrito por
Zoroastro? Y sin embargo, ese compendio contiene ochocientos mil años. Todos esos
sucesos pasan ante vuestros ojos uno tras otro en una hora; y también admitiréis
que a Brahma le resulta tan fácil encerrar todos esos acontecimientos en el espacio
de una hora como extenderlos en el espacio de ochocientos mil años; prácticamente
es lo mismo. Imaginaos que el tiempo gira sobre una rueda cuyo diámetro es infinito.
Bajo esa rueda inmensa hay una multitud innumerable de ruedas encastradas unas en
otras; la del centro es imperceptible y da un número infinito de vueltas precisamente
en el mismo tiempo en que la rueda grande tarda en dar una. Es evidente que todos
los acontecimientos, desde el principio del mundo hasta su fin, pueden ocurrir sucesivamente
en mucho menos tiempo que la cienmilésima parte de un segundo; y puede decirse incluso
que todo es así.
–No
entiendo nada –dijo Rustán.
–Si
queréis –dijo Topacio–, tengo un loro que os lo hará comprender fácilmente. Nació
poco antes del diluvio, estuvo en el arca; ha visto mucho; sin embargo, aún no tiene
más que año y medio; él os contará su historia, que es muy interesante.
–Id
enseguida en busca de ese loro –dijo Rustán–, me entretendrá hasta que pueda volver
a dormirme.
–Está
con mi hermana la monja –dijo Topacio–; voy a buscarlo, quedaréis satisfecho con
él; posee una memoria fidelísima y cuenta sencillamente, sin tratar de mostrar ingenio
a cada paso y sin hacer frases.
–Mejor
entonces –dijo Rustán–, así es como me gustan los cuentos.
Le
llevaron el loro, que habló así…
N. B. –Mlle. Catherine Vadé no pudo
encontrar nunca la historia del loro entre los papeles de su difunto primo Antoine
Vadé, autor de este cuento. Y es una lástima, dado el tiempo en que vivía ese loro.
(Tomado de Voltaire, Cuentos completos, Biblioteca digital Minerd)
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