José Revueltas
Primero fue un silencio vertical, abrumador, bajo la Virgen del Perpetuo,
punteada de moscas. Un silencio inadvertido allá afuera, donde el sol era ruido
puro, canciones profundas. Allá afuera donde ocurría lo de siempre y el patio estaba
surcado de ropas multicolores, jugando al cielo. Pero después fue algo como un respiro,
como si se hubiese dejado de oprimir el pecho y las cosas salieran de ahí dentro
sin trabajos, sin oposición. ¡Y qué fenómeno extraño! El silencio había sido lo
más duro, lo más seco, lo más insoportable. Era como un tiempo detenido, como un
minuto sin segundos, vacío y angustioso, pero cuando vino el llanto, un llanto de
barriguita sorprendida, de pequeños pulmones sin costumbre, las comadres que aguardaban
en la puerta hicieron un movimiento desentumecidamente libre y satisfecho.
–¡Ya está, gracias a Dios!
Doña Encarnación, por su parte, salió, con aire de gallina
misteriosa, las manos, aún húmedas, ofrecidas al viento:
–¡Fue niño!
El grupo de mujeres se condensó, apretándose.
–Si ya lo decía yo, por la manera de llorar…
Y otras voces, mezcladas, que parecían pájaros verdes:
–Las mujercitas no lloran tan fuerte…
–Menos mal…
–… y el marido, santo Dios, dizque está en El Paso.
No sé qué hay, en efecto. Pero el llanto de los hombrecitos
se escucha desde muy lejos. Es cuestión de poner un poco de atención, y en la noche,
cuando ya no habla nadie, cuando apenas se escuchan algunos ruidos perezosos, un
llanto vibra allá, como si fuese en “la otra cuadra”, después de muchos muros. Ocurre
en cualquier noche. En cualquier noche del mundo, pues siempre, toda la vida, hay
un niño eterno, un niño secreto que habla con el llanto y quién sabe qué dice, porque
los niños no tienen otra manera de hablar.
Mas ¿qué hay de extraño en que los niños lloren? Y ahí,
¿no había sido justamente el llanto feliz y anunciador, que indica la vida, el ingreso
sólido y firme, el nacimiento?
Cuando la noche apagó los tendederos y llenó de estrellas
las baldosas mojadas, aquel llanto repetido no se sabía lo que era. Podía ser el
niño nuevo, el niño recién traído del aire; pero también podía ser el niño de la
vida, el que llora eternamente en todas las casas, el que escuchan todas las madres
del mundo, el que habla, llorando, en todas las ciudades. Bastaba simplemente con
no mover el cuerpo bajo las sábanas –las sábanas hacen un ruido inmenso, que ocupa
el cuarto entero–, para que el llanto estuviera ahí, como viniendo del infinito.
El gemir de los niños es como el lenguaje de los animales,
de los pájaros, de los perros lanudos y pequeños. No se puede hablar con ellos,
pero hay que ver cómo miran, cómo están llenos de gracia y de palabras, y todo en
ellos es significante y trascendental, y si lloran han de querer algo con ese idioma
inaccesible y fabuloso del llanto.
El nuevo hombrecito lloró toda la noche. Lloró como
si hubiera sido el niño eterno, el niño de la tierra, al que escuchan las madres
siempre y por los siglos.
Los vecinos no podían conciliar el sueño.
–¡Esa criatura de Dios!
Pero vendría la mañana. Por la mañana los niños no lloran,
ya que son amigos del sol. Por la mañana los tendederos vuelven a encenderse con
paños de colores y el agua recobra su antigua transparencia y su voz, que es como
de un niño.
Por la mañana…
La portera barría una o dos estrellas rezagadas, todavía
prisioneras por los charcos, y entonces comenzaban a desperezarse los ruidos recién
despiertos: botellas de leche, tintineantes; carros sustantivos, trabajadores; fábricas
roncas. Mas en medio de todo ello, un ruido anterior, casi olvidado:
–¿Qué le pasará a ese niño que no deja de llorar? –gruñó
la portera.
Y después de un segundo:
–¡Agustina! Anda y le preguntas a esa mujer qué tiene
el niño…
La cubeta de agua quedó aguardando abajo de la llave
mientras Agustina golpeaba la puerta.
–¡Señora, señora!
La portera entrecerró los ojos, otra vez indiferente:
–¿No responde? ¡Válgame qué mujer…!
El marido estaba en El Paso, al otro extremo del país. Ahí es una frontera
y los gringos enganchan gente para el trabajo. Para ir hasta la frontera primero
se salvan estas montañas azules, próximas, que rodean el valle, y después, poco
a poco, se va descendiendo mientras el paisaje se vuelve más antiguo, más encerrado
en sí mismo. ¿Cuántos días se hacen hasta El Paso? Sin duda muchos, dos o tres noches
con dos o tres días, porque está muy lejos. Más allá de Zacatecas, que es verde,
de cobre. Y de Durango, que es rojo y gris. Se dice que hay desiertos y arenales
inmensos antes de llegar. ¡Pero cuando se llega!
La portera recorrió vivienda por vivienda:
–¿No va’sté a querer dar pa lo de la finadita…?
Y todos contribuían, pues cuando uno se muere no hay
nadie que deje de ayudarlo. Con lo reunido hubo para un cajón de tercera, de esos
llamados bataclanes, por lo desnudo, negro, donde la finadita se veía muy bien.
En el cuartucho la gente giraba, por turnos, ante el
féretro:
–¡… tan joven…!
–¡Y bonita, todavía con chapas…!
–¡Lástima!
–Dejando un huerfanito…
El huerfanito estaba en una caja blanca, vacía, de jabón,
llorando siempre, pues dentro del cuarto aún no nacía el sol. Las comadres comentaban:
–De haberlo adivinado traemos al padrecito…
–No que murió sin confesión.
Después se tuvo que hacer otra colecta, pues eran muchos
los gastos, mas no se opuso dificultad alguna, ya que para todo hay en un caso de
tal naturaleza.
Es sorprendente, pero nada quedó sin prever: flores,
aceite para la lámpara, café, alcohol. Ahí estaban las mujeres, reunidas por la
muerte, reverenciándola con atención y curiosidad, con profundidad, el pecho en
calma. Contemplaban el cadáver como si, en cierto modo, fuera obra suya; como si
ellas, y sólo ellas, hubiesen determinado totalmente esa majestad del cuerpo frío,
aquel silencio medroso y satisfecho, aquella presencia solemnísima. Porque, ¡cómo!,
¿la iban a enterrar así nomás, envuelta en un petate? No. Debía tener un entierro
pobre, pero decente. Debía tener la cabeza recostada en la almohadilla color de
rosa –el cajón, por dentro, tenía un bonito color de rosa–, y vérsele el rostro
a través del cristal con sus rasgos limpios y de hielo. La portera misma fue quien
le limpió la cara con un algodón humedecido, para que no se viera mal y tuviese
esa configuración reposada y dulce, bella a pesar de las ligeras zonas azules, y
la nariz, como crecidita.
Un tanto más encorvada –dos o tres días habían pasado–, la portera cumplía
con barrer su patio, limpiándolo de todo, de pisadas, de acontecimientos. ¿Qué era
aquello que faltaba, sin embargo? Algo que no era la finada había dejado de existir,
como si en la tierra se hubiera hecho un gran vacío. ¿Qué podía ser? Algo, algo
que no se oía.
La portera tembló de repente. Sí, algo que no se escuchaba
ya.
–¡Por Dios, Agustina…!
Las baldosas estaban anchas, como siempre.
–Muchacha, por Dios, ve por qué no llora ese niño…
Los pasos corrieron por encima del patio, bajo un cielo
que amanecía.
Un grito agudo, estridente, lleno de terror, se dejó
escuchar en seguida.
–¡Pos cómo ha de llorar, mamá!
–¡Jesús Sacramentado!
Dentro del cuarto se oyeron ruidos temerosos, consternados,
irremediables.
–¡Si el angelito se ha de haber muerto de hambre…!
–¡Nadie se acordó de él…!
Es cuestión únicamente de guardar un gran silencio, un silencio que no tenga
límites. Entonces se puede escuchar el llanto de un niño cualquiera, de un niño
sin nombre. Porque siempre hay un niño que está llorando sobre la tierra.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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