Milia Gayoso Manzur
La
oscuridad. Esta oscuridad ya vieja pero a la que no me acostumbro. Esta
oscuridad que fue creciendo conmigo, que va a envejecer conmigo, que me va a
acompañar hasta la tumba. Me habían dicho que tenía que aprender a quererla
para que no sea tan difícil, que tenía que aprender a soportarla, que tenía que
hacerla mi compañera, porque de lo contrario se convertiría en mi enemiga y
libraríamos una batalla eterna en la que ella podría vencerme a cada instante.
¿Por qué me preocupa
tanto ahora? Quizás porque me siento solo, los amigos se fueron. Cuando acabó
el dinero algunos descubrieron que ser mi guía ya no era tan producente, otros
formaron sus familias o sus respectivos trabajos les lleva demasiado tiempo. O
por lo menos eso es lo que dicen cuando alguna vez hablamos por teléfono.
Quiero volver a hacer algo.
Los primeros años, ese
comienzo de la oscuridad fue un golpe terrible. Dos años casi sin salir a la
calle, caminando con miedo de tropezar con todo y de caer, pero apareció ella y
supo mitigar mi angustia y me enseñó a no estar tan amargado por la situación.
Y llegaron los chicos. Me enseñó a cambiarlos, a darles el biberón. Con ellos
aprendí nuevos pasos en la oscuridad. Y nació de nuevo el valor, me propuse
salir adelante, no dejarme vencer por las circunstancias.
Conseguí un trabajo. Al
principio, un familiar me acompañaba hasta llegar a reconocer el terreno palmo
a palmo. Aprendí de memoria cuántos pasos había desde la avenida hasta el
trabajo, el número de pasos que contenía una cuadra y una calle, hasta que me
valí por mí mismo. El bastón blanco fue de gran ayuda, porque entonces la gente
me identificaba y me ayudaba a cruzar las calles o a encontrar un asiento en
los colectivos.
Retomé mis estudios
universitarios, aunque cambié de carrera, pues cuando llegó la oscuridad yo
estudiaba Arquitectura. Gracias a Dios la facultad me quedaba cerca de casa,
entonces no tenía problemas para ir. Los primeros días alguien me acompañaba, pero
después ya aprendí el número de pasos hasta el portón, del portón a la entrada,
el número de escalones, la cantidad de pasos de la escalera al pasillo, del
pasillo al aula. Pero al asomarme al portón no faltaba quien viniera a mi
encuentro, entonces todo era fácil, simplemente me dejaba guiar. Incluso a la
salida tenía un número fijo de amigos que me acompañaban hasta casa. Nunca
estaba solo.
O por lo menos no me
sentía solo. Y tal vez por eso cambié con ella. No la traté como se mereció, y
se alejó, o bien, la alejé. No sé muy bien qué ocurrió. Los chicos crecieron,
ellos iban y venían. El mayor era mi compañía inseparable: cocinábamos juntos,
limpiábamos la casa, paseábamos. Los papeles se invirtieron: él me cuidaba a
mí. Ella andaba sola por allí, trabajando y criando a los chicos.
Yo estudiaba, rodeado
siempre de gente. Pero acabó la facultad y las esperanzas de conseguir empleo
en la profesión fueron nulas, no pasaban de intentos o de trabajos no
remunerados. Nada positivo económica ni profesionalmente. Por suerte conservaba
mi antiguo empleo y algún otro ingreso. Ella venía de vez en cuando con los
niños, arreglaba la casa, preparaba la comida y me cuidaba. Pero yo trataba de
sentirme autosuficiente y se lo hacía saber a cada instante. Creo que durante
ese tiempo viví hiriéndola e hiriéndome a mí mismo, por esa testarudez de no
querer reconocer que realmente la necesitaba con urgencia. No sólo para que me
atienda. La necesitaba para sentir su tibieza poblando la cama, la necesitaba
para hablar de cosas que desde hacía tanto tiempo no conversábamos.
Y ahora estoy sin empleo.
Esa maldita creencia de la gente que piensa que los impedidos físicos no
podemos realizar bien determinados trabajos, que somos incapaces. Dios, para no
castigarme tanto, la hizo volver y estamos de nuevo juntos, toda la familia.
Pero no soy feliz del todo, de nuevo, después de muchos años vuelvo a sentirme
inútil, como cuando se inició la entrada a la oscuridad.
En la pared está colgado
un título enorme que jamás podré ver, sólo palpar. En mi escritorio a punto de
herrumbrarse, está mi máquina de escribir en braille, y en el armario pilones
de papel duro llenos de agujeritos hechos con el punzón. Pero esos agujeritos
son palabras, tienen vida.
Después de mucho tiempo,
esta oscuridad vuelve a molestarme tanto.
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