Milia Gayoso Manzur
Nos
conocimos en el hospital, yo era enfermera y él estaba internado. Lo habían ingresado
durante mis vacaciones, así es que cuando volví a retomar mi trabajo, él ya estaba
allí desde hacía varios días. Estaba perdiendo la vista; aún veía un poco, pero
la perdía indefectiblemente y no había nada que los médicos pudieran hacer por él.
Era un paciente especial. A pesar de lo que le ocurría, no perdió su buen humor,
o quizás por esa especie de flechazo que sentimos desde el primer día, a mí me pareció
muy buen mozo y simpatiquísimo.
Estuvo internado como dos
meses, tiempo suficiente para que naciera algo muy profundo entre los dos. Entonces
cuando abandonó el hospital continuamos viéndonos. Casi siempre era yo quien le
visitaba, porque a él le era muy difícil llegar hasta mi casa en las condiciones
en que estaba. Me pidió que me casara con él y aunque sabía todo lo que podía implicar
estar casado con un no vidente, que a lo mejor estaría mucho tiempo sin trabajar,
no lo pensé dos veces, acepté movida inmediatamente por lo que sentía hacia él.
Nuestra vida transcurría bastante
bien, el amor que sentíamos nos ayudaba mucho porque él tenía de pronto grandes
depresiones, pero con algunos amigos comunes tratamos de hacerle entender que no
todo estaba perdido y que era posible conseguir un empleo y aprender a andar solo
por la calle. Logró un trabajo de medio día no muy lejos de nuestra casa, entonces
le resultó más fácil el desplazamiento.
Llegó nuestro bebé y con él
la alegría. Nunca antes habíamos estado más unidos. Fue hermoso enseñarle a cambiar
al niño, a prepararle las mamaderas, a criarlo juntos. Cuando yo estaba en el trabajo,
la niñera sólo los controlaba porque él se encargaba por completo del bebé. Por
esa época él se sentía mejor que nunca, entonces se animó y fue a inscribirse a
la facultad, pero coincidiendo con eso, comenzaron nuestros problemas. El segundo
bebé nació en medio de discusiones e incertidumbre. Yo continuaba trabajando y cuidando
de los tres, pero él estaba cada vez menos con nosotros, su trabajo, su curso y
sus amigos consumían todo su tiempo.
Me dijo que ya no me quería,
que me fuera. Y me fui. Me fui con los niños, nuestras pocas cosas y el corazón
destrozado. Él se quedó con la casa llena de amigos y una amiga diferente cada vez.
Cada cierto tiempo traía a las criaturas para que vieran al papá, pero no podía
con mi genio y como un esclavo me ponía a limpiar la casa, lavarle la ropa, ordenarle
todo antes de volver a irme. Y fue así durante cuatro años. Jamás él volvió a darme
siquiera una caricia o una palabra afectuosa, pero yo romántica, mujer al fin, continuaba
soñando que podíamos volver a estar juntos.
Y tal vez fue de tanto soñar
que volvimos a compartir nuestras vidas. Él anduvo con problemas, bastante triste
y solo. Fue a buscarnos. En una hora me dijo todo lo que yo estuve ansiando escuchar
durante cuatro años y como la primera vez lo decidí en un segundo. Volví con él.
Ahora él está en el jardín atajando el hilo de la pandorga que nuestro hijo mayor
hizo para su hermanito, y yo preparo la comida para los cuatro.
(Tomado
de www.cervantesvirtual.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario