Milia Gayoso Manzur
Carmen
sintió la sensación de que alguien la seguía. Se detuvo y miró hacia atrás
detenidamente pero no vio más que a una pareja que caminaba lentamente,
besándose, enredándose mientras avanzaban. No la seguía nadie, sólo era su
miedo que la hacía escuchar pasos. Muchas veces se le antojaba que una mano le
estiraba la cartera o le rozaba levemente las nalgas. Algunos clientes del bar
donde trabaja solían contar que en los edificios en construcción muchas mujeres
eran violadas por las noches.
Cuando llegó a la parada
se sintió más tranquila porque había tres personas esperando, aunque ninguna de
ellas era la que habitualmente coincidía con ella a esa hora. Había dos hombres
y una mujer. Ella tendría aproximadamente cuarenta años y quizás era también
una moza de algún bar del centro. Uno de los hombres era un individuo bien
vestido, rubio, con algunas carpetas en las manos, y el otro tenía los cabellos
negros y ensortijados, estaba desprolijamente vestido y fumaba un apestoso
cigarrillo.
Mientras esperaba el
colectivo que la llevaría hacia su casa, en Luque, Carmen se entretenía
observando a la gente que esperaba el micro. A esa hora generalmente no había
muchas personas en la parada, y casi siempre eran las mismas, hombres y mujeres
que trabajan en bares y restaurantes como mozos, cocineros o limpiadores, que
terminan sus tareas a últimas horas de la noche y luego deben esperar durante
larguísimos minutos un vehículo que los acerque a su casa.
El tipo del pelo enrulado
la observaba detenidamente mientras hacía girar el cigarrillo entre sus dedos. “No
voy a sentir miedo, ni voy a desconfiar de nadie”, se prometió a sí misma
mientras fijaba su mirada hacia la otra cuadra, esperando ver aparecer su
colectivo. El hombre con libros se fue en un 28 y quedaron los tres, pero al
rato se sumó a ellos la pareja de enamorados que continuaba besándose sin pausa.
“Van a comerse los labios”, pensó Carmen mientras le recorría un poco de
envidia. El hombre de los rulos le preguntó la hora a la otra mujer y la invitó
con un cigarrillo. Para asombro de Carmen ella aceptó y la vio conversar
animadamente con el desconocido. Se acercó un micro pero no era el que ella
esperaba, la mujer hizo el ademán de pararlo, pero él la convenció de que no se
fuera aún y tomándola del brazo la alejó del sitio.
Ya llevaba cuarenta
minutos esperando, le dolían los pies y tenía mucho sueño. La parejita tomó un
taxi y ella quedó completamente sola en la parada. Oliva estaba bien iluminada
y pasaban algunos autos, pero no había nadie en la cuadra, ni en la siguiente.
Carmen sintió miedo, el miedo repetido de todas las noches. Y cada noche se
prometía buscar otro empleo para no volver a pasar noche a noche por la tortura
de la espera y el miedo.
El hombre de los cabellos
ensortijados regresó, pero solo. Carmen tuvo ganas de preguntarle por la mujer.
Él se acercó para averiguar la hora, luego le preguntó sobre el número de
colectivo que esperaba y se ofreció a acompañarla mientras éste venía. Carmen
no le contestó. Le pareció ver rastros de uñas en el cuello del hombre. Éste la
miraba de arriba a abajo y tamborileaba el cigarrillo entre los dedos, de una
mano a otra.
Esperando el cambio de la
luz del semáforo, vio dos colectivos. Se fue en el primero que se acercó aunque
no era el que le correspondía. Ya se bajaría por el camino a tomar otro… Pero
detrás de ella subió también el hombre de los cabellos ensortijados.
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