Ernest Hemingway
La puerta del restaurante de
Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
–¿Qué van a
pedir? –les preguntó George.
–No sé –dijo
uno de ellos–. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
–Qué sé yo –respondió
Al–, no sé.
Afuera estaba
oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían
el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando
con George cuando ellos entraron, los observaba.
–Yo voy a pedir
costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas –dijo el primero.
–Todavía no
está listo.
–¿Entonces para
qué carajo lo pones en la carta?
–Esa es la cena
–le explicó George–. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró
el reloj en la pared de atrás del mostrador.
–Son las cinco.
–El reloj marca
las cinco y veinte –dijo el segundo hombre.
–Adelanta veinte
minutos.
–Bah, a la mierda
con el reloj –exclamó el primero–. ¿Qué tienes para comer?
–Puedo ofrecerles
cualquier variedad de sándwiches –dijo George–, jamón con huevo, tocino con huevo,
hígado y tocino, o un bistec.
–A mí dame suprema
de pollo con chícharos y salsa blanca y puré de papas.
–Esa es la cena.
–¿Será posible
que todo lo que pidamos sea la cena?
–Puedo ofrecerles
jamón con huevo, tocino con huevo, hígado…
–Jamón con huevo
–dijo el que se llamaba Al. Usaba un bombín y un abrigo negro abrochado. Su cara
era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
–Dame tocino
con huevo –dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara
no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban abrigos demasiado ajustados
para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el
mostrador.
–¿Hay algo para
tomar? –preguntó Al.
–Ginger ale,
cerveza sin alcohol y otros refrescos –enumeró George.
–Dije si tienes
algo para tomar.
–Sólo lo que
nombré.
–Es un pueblo
caluroso este, ¿no? –Dijo el otro– ¿Cómo se llama?
–Summit.
–¿Alguna vez
lo oíste nombrar? –preguntó Al a su amigo.
–No –le contestó
éste.
–¿Qué hacen
acá a la noche? –preguntó Al.
–Cenan –dijo
su amigo–. Vienen acá y cenan de lo lindo.
–Así es –dijo
George.
–¿Así que crees
que así es? –Al le preguntó a George.
–Seguro.
–Así que eres
un muchacho listo, ¿no?
–Seguro –respondió
George.
–Pues no lo
eres –dijo el otro hombrecito–. ¿No es cierto, Al?
–Se quedó mudo
–dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó–: ¿Cómo te llamas?
–Adams.
–Otro muchacho
listo –dijo Al–. ¿No es vivo, Max?
–El pueblo está
lleno de muchachos listos –respondió Max.
George puso
las dos bandejas, una de jamón con huevo y la otra de tocino con huevo, sobre el
mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la
cocina.
–¿Cuál es el
suyo? –le preguntó a Al.
–¿No te acuerdas?
–Jamón con huevo.
–Todo un muchacho
listo –dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevo. Ambos comían con los guantes
puestos. George los observaba.
–¿Qué miras?
–dijo Max mirando a George.
–Nada.
–Cómo que nada.
Me estabas mirando a mí.
–En una de esas
lo hacía en broma, Max –intervino Al.
George se rio.
–Tú no te rías
–lo cortó Max–. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
–Está bien –dijo
George.
–Así que piensas
que está bien –Max miró a Al–. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
–Ah, piensa
–dijo Al. Siguieron comiendo.
–¿Cómo se llama
el muchacho listo ése que está en la punta del mostrador? –le preguntó Al a Max.
–Ey, muchacho
listo –llamó Max a Nick–, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
–¿Por? –preguntó
Nick.
–Porque sí.
–Mejor pasa
del otro lado, muchacho listo –dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
–¿Qué se proponen?
–preguntó George.
–Nada que te
importe –respondió Al–. ¿Quién está en la cocina?
–El negro.
–¿El negro?
¿Cómo el negro?
–El negro que
cocina.
–Dile que venga.
–¿Qué se proponen?
–Dile que venga.
–¿Dónde se creen
que están?
–Sabemos muy
bien dónde estamos –dijo el que se llamaba Max–. ¿Parecemos tontos acaso?
–Por lo que
dices, parecería que sí –le dijo Al–. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este
chico? –Y luego a George–: Escucha, dile al negro que venga acá.
–¿Qué le van
a hacer?
–Nada. Piensa
un poco, muchacho listo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió
la portezuela de la cocina y llamó:
–Sam, ven un
minutito.
El negro abrió
la puerta de la cocina y salió.
–¿Qué pasa?
–preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
–Muy bien, negro
–dijo Al–. Quédate ahí.
El negro Sam,
con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
–Sí, señor –dijo.
Al bajó de su taburete.
–Voy a la cocina
con el negro y el muchacho listo –dijo–. Vuelve a la cocina, negro. Tú también,
muchacho listo.
El hombrecito
entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás
de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No miraba
a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante,
el lugar había sido una taberna.
–Bueno, muchacho
listo –dijo Max con la vista en el espejo–. ¿Por qué no dices algo?
–¿De qué se
trata todo esto?
–Ey, Al –gritó
Max–. Acá este muchacho listo quiere saber de qué se trata todo esto.
–¿Por qué no
le cuentas? –se oyó la voz de Al desde la cocina.
–¿De qué crees
que se trata?
–No sé.
–¿Qué piensas?
Mientras hablaba,
Max miraba todo el tiempo al espejo.
–No lo diría.
–Ey, Al, acá
el muchacho listo dice que no diría lo que piensa.
–Está bien,
puedo oírte –dijo Al desde la cocina, que con una botella de cátsup mantenía abierta
la ventanilla por la que se pasaban los platos–. Escúchame, muchacho listo –le dijo
a George desde la cocina–, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la
izquierda –parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
–Dime, muchacho
listo –dijo Max–. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
–Yo te voy a
contar –siguió Max–. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que
se llama Ole Andreson?
–Sí.
–Viene a comer
todas las noches, ¿no?
–A veces.
–A las seis
en punto, ¿no?
–Si viene.
–Ya sabemos,
muchacho listo –dijo Max–. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
–De vez en cuando.
–Tendrías que
ir más seguido. Para alguien tan listo como tú, está bueno ir al cine.
–¿Por qué van
a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
–Nunca tuvo
la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
–Y nos va a
ver una sola vez –dijo Al desde la cocina.
–¿Entonces por
qué lo van a matar? –preguntó George.
–Lo hacemos
para un amigo. Es un favor, muchacho listo.
–Cállate –dijo
Al desde la cocina–. Hablas demasiado.
–Bueno, tengo
que divertir al muchacho listo, ¿no, muchacho listo?
–Hablas demasiado
–dijo Al–. El negro y mi muchacho listo se divierten solos. Los tengo atados como
una pareja de amigas en el convento.
–¿Tengo que
suponer que estuviste en un convento?
–Uno nunca sabe.
–En un convento
judío. Ahí estuviste tú.
George miró
el reloj.
–Si viene alguien,
dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú.
¿Entiendes, muchacho listo?
–Sí –dijo George–.
¿Qué nos harán después?
–Depende –respondió
Max–. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró
el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor
de tranvías.
–Hola, George
–saludó–. ¿Me sirves la cena?
–Sam salió –dijo
George–. Volverá en alrededor de una hora y media.
–Mejor voy a
la otra cuadra –dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
–Estuviste bien,
muchacho listo –le dijo Max–. Eres un verdadero caballero.
–Sabía que le
volaría la cabeza –dijo Al desde la cocina.
–No –dijo Max–,
no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el muchacho listo.
A las siete
menos cinco George habló:
–Ya no viene.
Otras dos personas
habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó
un sándwich de jamón con huevo “para llevar”, como había pedido el cliente. En la
cocina vio a Al, con su bombín hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela
con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban
amarrados espalda con espalda con toallas en las bocas. George preparó el pedido,
lo envolvió en papel, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
–El muchacho
listo puede hacer de todo –dijo Max–. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica
una linda esposa, muchacho listo.
–¿Sí? –Dijo
George– Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
–Le vamos a
dar otros diez minutos –repuso Max.
Max miró el
espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
–Vamos, Al –dijo
Max–. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
–Mejor esperamos
otros cinco minutos –dijo Al desde la cocina.
En ese lapso
entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
–¿Por qué carajo
no consigues otro cocinero? –Lo increpó el hombre– ¿Acaso no es un restaurante esto?
–luego se marchó.
–Vamos, Al –insistió
Max.
–¿Qué hacemos
con los dos chicos vivos y el negro?
–No va a haber
problemas con ellos.
–¿Estás seguro?
–Sí, ya no tenemos
nada que hacer acá.
–No me gusta
nada –dijo Al–. Es imprudente, tú hablas demasiado.
–Uh, qué te
pasa –replicó Max–. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
–Igual hablas
demasiado –insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero
bulto en la cintura, bajo el abrigo demasiado ajustado que se arregló con las manos
enguantadas.
–Adiós, muchacho
listo –le dijo a George–. La verdad es que tuviste suerte.
–Cierto –agregó
Max–, deberías apostar en las carreras, muchacho listo.
Los dos hombres
se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la
esquina y cruzar la calle. Con sus abrigos ajustados y esos bombines parecían dos
artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
–No quiero que
esto vuelva a pasarme –dijo Sam–. No quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó.
Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
–¿Qué carajo…?
–dijo pretendiendo seguridad.
–Querían matar
a Ole Andreson –les contó George–. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a
comer.
–¿A Ole Andreson?
–Sí, a él.
El cocinero
se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
–¿Ya se fueron?
–preguntó.
–Sí –respondió
George–, ya se fueron.
–No me gusta
–dijo el cocinero–. No me gusta para nada.
–Escucha –George
se dirigió a Nick–. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
–Está bien.
–Mejor que no
tengas nada que ver con esto –le sugirió Sam, el cocinero–. No te conviene meterte.
–Si no quieres
no vayas –dijo George.
–No vas a ganar
nada involucrándote en esto –siguió el cocinero–. Mantente al margen.
–Voy a ir a
verlo –dijo Nick–. ¿Dónde vive?
El cocinero
se alejó.
–Los jóvenes
siempre saben qué es lo que quieren hacer –dijo.
–Vive en la
pensión Hirsch –George le informó a Nick.
–Voy para allá.
Afuera, las
luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje.
Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz
tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió
los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
–¿Está Ole Andreson?
–¿Quieres verlo?
–Sí, si está.
Nick siguió
a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella
llamó a la puerta.
–¿Quién es?
–Alguien que
viene a verlo, señor Andreson –respondió la mujer.
–Soy Nick Adams.
–Pasa.
Nick abrió la
puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había
sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza
sobre dos almohadas. No miró a Nick.
–¿Qué pasa?
–preguntó.
–Estaba en el
negocio de Henry –comenzó Nick–, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al
cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo.
Ole Andreson no dijo nada.
–Nos metieron
en la cocina –continuó Nick–. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson
miró a la pared y siguió sin decir palabra.
–George creyó
que lo mejor era que yo viniera y le contara.
–No hay nada
que yo pueda hacer –Ole Andreson dijo finalmente.
–Le voy a decir
cómo eran.
–No quiero saber
cómo eran –dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: –Gracias por venir
a avisarme.
–No es nada.
Nick miró al
grandote que yacía en la cama.
–¿No quiere
que vaya a la policía?
–No –dijo Ole
Andreson–. No sería buena idea.
–¿No hay nada
que yo pueda hacer?
–No. No hay
nada que hacer.
–Tal vez no
lo dijeron en serio.
–No. Lo decían
en serio.
Ole Andreson
volteó hacia la pared.
–Lo que pasa
–dijo hablándole a la pared– es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
–¿No podría
escapar de la ciudad?
–No –dijo Ole
Andreson–. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando
a la pared.
–Ya no hay nada
que hacer.
–¿No tiene ninguna
manera de solucionarlo?
–No. Me equivoqué
–seguía hablando monótonamente–. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy
a decidir a salir.
–Mejor vuelvo
adonde George –dijo Nick.
–Chao –dijo
Ole Andreson sin mirar hacia Nick–. Gracias por venir.
Nick se retiró.
Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama
y mirando a la pared.
–Estuvo todo
el día en su cuarto –le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras–. No debe
sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal
tan lindo como este”, pero no tenía ganas.
–No quiere salir.
–Qué pena que
se sienta mal –dijo la mujer–. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
–Sí, ya sabía.
–Uno no se daría
cuenta salvo por su cara –dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal–. Es
tan amable.
–Bueno, buenas
noches, señora Hirsch –saludó Nick.
–Yo no soy la
señora Hirsch –dijo la mujer–. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy
la señora Bell.
–Bueno, buenas
noches, señora Bell –dijo Nick.
–Buenas noches
–dijo la mujer.
Nick caminó
por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el
restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
–¿Viste a Ole?
–Sí –respondió
Nick–. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero,
al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
–No pienso escuchar
nada –dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
–¿Le contaste
lo que pasó? –preguntó George.
–Sí. Le conté
pero él ya sabe de qué se trata.
–¿Qué va a hacer?
–Nada.
–Lo van a matar.
–Supongo que
sí.
–Debe haberse
metido en algún lío en Chicago.
–Supongo –dijo
Nick.
–Es terrible.
–Horrible –dijo
Nick.
Se quedaron
callados. George se agachó a buscar un trapo y limpió el mostrador.
–Me pregunto
qué habrá hecho –dijo Nick.
–Habrá traicionado
a alguien. Por eso los matan.
–Me voy a ir
de este pueblo –dijo Nick.
–Sí –dijo George–.
Es lo mejor que puedes hacer.
–No soporto
pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.
–Bueno –dijo
George–. Mejor deja de pensar en eso.
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