Alfonso Reyes
Diógenes, viejo, puso
su casa y tuvo un hijo. Lo educaba para cazador. Primero lo hacía ensayarse con
animales disecados, dentro de casa. Después comenzó a sacarlo al campo.
Y
lo reprendía cuando no acertaba.
–Ya
te he dicho que veas dónde pones los ojos, y no dónde pones las manos. El buen
cazador hace presa con la mirada.
Y
el hijo aprendía poco a poco. A veces volvían a casa cargados, que no podían
más; entre el tornasol de las plumas se veían los sanguinolentos hocicos y las
flores secas de las patas.
Así
fueron dando caza a toda la Fábula: al Unicornio de las vírgenes imprudentes,
al contagioso Basilisco; al Pelícano disciplinante y a la misma Fénix, duende
de los aromas.
Pero
cierta noche que acampaban, y Diógenes proyectaba al azar la luz de su linterna,
su hijo le murmuró al oído:
–¡Apaga,
apaga tu linterna, padre! ¡Que viene la mejor de las presas, y esta se caza a
oscuras! Apaga, que no se ahuyente. ¡Porque ya oigo, ya oigo las pisadas
iguales, y hoy sí que hemos dado con el Hombre!
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