Alejandro Dumas, hijo
Sobre la costa que se extiende
entre Dieppe y el cabo de Ailli, encuéntrase una aldea encantadora que ninguno de
mis lectores conoce, probablemente. Se llama Varengeville y es allí donde los arqueólogos
enamorados de la arquitectura del siglo XVI van a visitar las ruinas del castillo
de Angó. Angó (cuyo nombre ha sido más popular por la canción de “Madame Angó” que
por su nobleza, sus explotaciones, su fortuna prodigiosa y su muerte miserable),
no tuvo mal gusto al escoger este lugar con objeto de edificar su morada, desde
cuya torre puede verse todo lo que sucede en el mar, en veinte leguas de norte a
oeste. Si después de haber visitado las ruinas del castillo, que se encuentra a
mano derecha entrando en la ciudad por el camino de Dieppe, se quiere bajar hasta
al Océano, no hay más que seguir el camino que se extiende entre dos repechos cubiertos
de césped, esmaltados de margaritas, de bruzos y de campánulas blancas y azules.
Los árboles que la cercan de ambos lados, entrecruzan, en el estío, sus ramas altísimas
formando una bóveda perpetuamente fresca.
A
derecha e izquierda se miran las haciendas con sus techos de paja o de ladrillo,
con sus muros llenos de vigas exteriores, con sus hierbecillas verdes, con sus manzanos
plantados aquí y allá, como al azar, y con sus cercas vivas en donde los pollos
recién nacidos van a buscar abrigo durante las horas terribles del calor; de tiempo
en tiempo se mira una casa particular ornada de un corto graderío, decorada por
grandes persianas de colores y rodeada de matorrales de rosas.
Pero
marchad aún: el camino desciende delante de vosotros y pronto llegaréis a un bosque
de encinas y de avellanos, frente al cual se yerguen algunos pinos enormes, que
se destacan, con su ramaje verde–claro, sobre el cielo azul y sobre el mar oscuro,
dando a ese paisaje de Normandía un aspecto napolitano.
Al
salir del bosque os encontráis frente a un campo de trigo bordeado, a la derecha,
por una hondonada ancha, profunda, llena de arbustos vigorosos y matizada de retamas
y de amapolas. Atravesad ese campo, llegad hasta la casa del aduanero y veréis la
senda de abrojos, tallada en la roca, formando un tirabuzón sólo practicable para
los que van a pie, parecida a los Pirineos y a las montañas de Suiza; senda abrupta
que conduce al mar, y cuya parte final es tan estrecha, tan inverosímil, que parece
abierta por la mano del hombre. La playa de arena es dulce y hermosa, a la hora
en que baja la marea, como una alfombra de terciopelo; el horizonte es inmenso;
la soledad es completa.
Ese
conjunto pintoresco, salvaje, perfumado y silencioso, tiene para todos los ojos
el encanto de la belleza… Para mí tiene además el de ser el sitio donde vi la cosa
más admirable del mundo.
El
deseo impaciente de haceros conocer camino tan raro y mar tan soberbia, me ha hecho
olvidar la iglesia de arquitectura romana que domina, por el oeste, las alturas.
Al
volver, teniendo que caminar más despacio por la inclinación del terreno, podemos
ver una casa situada más allá de la iglesia. Dicha casa, que no tiene sino dos pisos,
es cuadrada; está expuesta a los cuatro vientos y rodeada de jazmines, de madreselvas,
de aristoloquias y de enredaderas. En medio del jardín y en frente de la puerta
principal, hay una alameda de álamos de Virginia cuyas ramas forman una bóveda sombría,
gracias a la inteligencia y a la voluntad del jardinero. El resto del jardín está
lleno de manzanos, de guindos, de rosales, de yucas siempre florecientes (argumento
poderoso en favor de esas tierras tan calumniadas) y de fresales cuyos frutos encarnados
guarnecen las orillas de los senderos hasta fines de septiembre.
La
casa es mucho más espaciosa de lo que se figuran los viajeros al verla desde el
camino. Su interior es sencillo pero confortable; yo he tenido ocasión de ver el
comedor, amueblado a la inglesa, y la sala, tapizada de telas persas, llena de ricos
muebles, de jardineras floridas y de estuches de costura que indican la presencia
de la mujer.
La
primera vez que fui a Varengeville (pronto hará diez años) pregunté al hijo de uno
de los más ricos hacendados del lugar quién era el propietario de esa casa tan audazmente
construida sobre los montes de la costa, a orillas de un precipicio. Mi joven compañero
me respondió:
–Esa
casa pertenece a un individuo muy original que vive en ella todo el año con su mujer
y su hijita, y que se llama M. Barthelemy. No es una familia originaria de Normandía;
aún me acuerdo del día en que llegaron con objeto de comprar un terreno donde nadie
se habría atrevido a edificar su vivienda y donde ellos construyeron una casa verdaderamente
bella alrededor de la cual todo crece como por arte de magia.
M.
Barthelemy es muy caritativo; todo el mundo lo adora y lo respeta; él ha enseñado
a nuestros campesinos una multitud de cosas útiles y desconocidas; él los cura gratuitamente
cuando están enfermos, y les da lecciones a sus hijos. Su modestia y su sencillez
son enormes, aunque también son algo afectadas. Es un hombre robusto y hermoso que
tendrá hasta unos treinta y seis años de edad y que aunque, según creo, no posee
una gran fortuna, tampoco debe tener gran necesidad de trabajar para vivir, ya que
ni siquiera vende los frutos de su huerto. Todo lo que no le es estrictamente necesario,
se lo da a los pobres.
Su
presencia no nos fastidia, pero nos incomoda: nunca nos ha hecho la menor observación;
mas, a pesar nuestro, cuando estamos a su lado dejamos de hacer lo que nos da la
gana. Él no bebe sino agua pura teñida con algunas gotas de vino, no come sino un
plato, no fuma nunca y no caza en ninguna época del año, porque, según su expresión,
“no le gusta matar”. No vaya usted a creer por eso que es un hombre triste: sus
carcajadas son tan sonoras como frecuentes y cuando se encuentra entre los niños,
que son sus amigos favoritos, se pone tan alegre que cualquiera lo tomaría a él
mismo por un niño.
Él
lo sabe todo, o, por lo menos, parece no ignorar nada ya que nunca deja de responder
con verdadera convicción a las preguntas que se le dirigen; pero yo que sé muy poco
no podré decir a Usted si todas sus respuestas son exactas. Es médico, firma sus
recetas y recibe una multitud de publicaciones médicas; cuando va de paseo, nunca
deja de llevar un libro entre las manos, mas no siempre lo abre, sin duda porque
las cosas y los hombres son para él más instructivas que las páginas impresas. Yo
lo he visto, sin que él me viera a mí, sentado a la orilla del mar, con la frente
apoyada en la palma de la diestra y mirando, durante tanto tiempo y con tal fijeza,
el horizonte, que parecía querer hacer, con la mirada, un agujero en el azul. Eso
nos hacía decir, al principio, que contaba las olas del mar.
Su
mujer es preciosa y, según creemos todos, lo quiere apasionadamente. A veces ella
está rosada como las flores y a veces pálida y transparente como la cera, pero su
carácter es más bien alegre que triste. Poca gente va a visitarlos aunque las puertas
de su casa siempre se abren para dejar el paso libre a todo el que quiere entrar.
M. Barthelemy es hospitalario como un escocés de comedia, y si usted quiere verlo,
no tenemos más que presentarnos para ser recibidos como viejos amigos.
En
efecto, parece que ese hombre hubiese venido al mundo conociendo a todos sus semejantes,
pues cuando se encuentra por primera vez con alguien, siempre sabe hablarle de lo
que le interesa, sin preliminares convencionales. Al principio quisimos hacerlo
alcalde, pero él no aceptó nuestro ofrecimiento; luego le ofrecimos un sillón de
Consejero General, pero tampoco lo quiso, y por último una credencial de diputado
(todo el distrito habría votado por él), pero también la rehusó.
No
sabemos cuál es su religión, pues ni él, ni su mujer, ni su hija, van nunca a misa
los domingos, aunque tienen buena amistad con el señor cura, quien, dicho sea de
paso, es una persona tan buena como inteligente. Una vez, sin embargo, lo vimos
en la iglesia, en circunstancias verdaderamente tristes: durante las exequias de
su madre (que aún estaba viva cuando él vino a establecerse aquí) y hasta me acuerdo
de que ese día el De profundis y el Dies irae fueron entonados por
una voz de hombre cuya ternura, cuya fuerza y cuyo encanto eran infinitos; según
dicen, el cantor era un amigo suyo que trabaja en el teatro de los Italianos y que
sólo vino para rendir un homenaje póstumo a la difunta señora. Todo el mundo lloraba
menos él que fue, sin embargo, un hijo amoroso y bueno. En los últimos años de su
vida la pobre anciana no podía andar y él la llevaba a tomar el sol, en brazos,
como a un niño; sí, señor, se la llevaba así, contándole historias, hasta la orilla
del mar donde ella solía quedarse dormida sobre la hierba, hasta que M. Barthelemy
volvía a conducirla, de la misma manera, a su habitación. Su fuerza es hercúlea:
cuentan que la víspera de la muerte de su madre se pasó toda la noche conversando
con ella, después de haberle dicho que moriría al día siguiente. Ella también era
una mujer muy valiente: había querido conocer la verdad y lo había conseguido gracias
a la franqueza ruda de su hijo; en cuanto a su nuera, no quiso que supiese nada
y le ordenó que se fuese a acostar, diciéndose a sí misma:
–La
muerte no es una cosa tan difícil, ni un espectáculo tan agradable como para impedir
que los demás duerman sólo porque uno va a exhalar a su lado el último suspiro.
No tengo necesidad sino de mi hijo: yo fui quien lo traje al mundo; es natural que
él me ayude a salir de la tierra. Los que no me deben tanto, bien pueden descansar.
¿De
qué hablarían madre e hijo durante toda esa noche eterna, al fin de la cual ella
cerró los ojos, sin dolor y sin agonía, estrechando entre las suyas la mano de su
heredero?
El
cura no fue llamado a última hora, pero la víspera había comido al lado del lecho
de la enferma.
Cuando,
hace algún tiempo, yo hablaba con admiración de esa muerte tan grande y tan sencilla,
M. Barthelemy me dijo:
–Para
morir de la misma manera no hay necesidad sino de pensar en la muerte cinco minutos
diarios.
–¿Y
cree usted –le pregunté– que las almas se encuentran en otro mundo?
–Sin
duda ninguna –me respondió.
–¿Cómo?
¿En qué forma?…
–Eso
lo ignoro y si lo ignoro, es porque no me interesa.
–Entonces
¿por qué dice usted que las almas se encuentran en otro mundo?
–Porque
eso lo sé.
No
hay nadie como él para convencer sin argumentos.
Pero
cuando pienso en esa voz deliciosa que entonó el Dies irae y el De profundis
–terminó diciendo mi compañero de viaje– siento como que mi alma se estremece; y
la verdad es que yo daría con gusto cincuenta francos por oírla de nuevo.
La
curiosidad que siempre me han inspirado los tipos y los caracteres originales, unida
a lo que el joven hacendado acababa de decirme, hizo nacer en mí un vivo deseo de
ver a M. Barthelemy.
–Mañana
mismo le presentaré a él con un pretexto cualquiera –me dijo mi amigo y compañero.
Angó
nos proporcionó el pretexto deseado; pues siendo éste el personaje histórico más
célebre de Varengeville, M. Barthelemy poseía, sin duda, algunos datos inéditos
sobre su vida, sacados del archivo local; yo iría a pedirle informes sobre el asunto
y así saciaría mi curiosidad.
En
efecto, al día siguiente, a las diez de la mañana, nos pusimos en marcha dirigiéndonos
hacia la Casa del Viento (que así llamaban los campesinos aquella casa osadamente
construida sobre la roca más empinada de la playa).
El
propietario era uno de esos hombres que a primera vista parecen delgados, pero cuyos
músculos hercúleos causan admiración a quien los mira y los toca; su estatura era
más que regular; sus cabellos castaños estaban echados hacia atrás, dejando al descubierto
una frente vasta y algo redondeada en la parte superior (una frente de espiritualista);
la línea oscura y recta de sus cejas denotaba una gran firmeza y una rara energía
en las ideas y en los principios; sus ojos azules y claros, estaban llenos de dulzura
y de inocencia, pero su mirada era extraordinariamente penetrante; su nariz, separada
de la frente por una curva muy acentuada, era recta y algo corva en el medio, lo
que indica sagacidad, reflexión, valor, nobleza e inteligencia; no tenía un solo
pelo de barba; sus pómulos eran un poco salientes y sus mejillas un poco descarnadas;
el espacio que separaba su boca de su nariz, algo grande y sus labios rojos, gruesos
y llenos de una sensualidad corregida por las demás facciones y en especial por
la barba, enérgica y casi cuadrada, que servía de zócalo a ese rostro hermoso, respetable
y simpático. La edad se había contentado con hacerle un pliegue en la frente y con
teñirle de blanco algunos cabellos. Su cuello era fuerte, elástico y redondo como
el de un adolescente; sus manos, más bien pequeñas que grandes, tenían ese color
blanco que ni el sol ni el frío enrojecen; las articulaciones de sus dedos redondos
y puntiagudos, estaban muy desarrolladas; la palma de la mano era mixta, es decir
ni blanda ni dura pero hábil para todos los combates; el índice afilado y la primera
falange del robusto pulgar, confirmaban todos los rasgos de su rostro, denotando
nuevamente el carácter particular de aquel hombre reflexivo, independiente, idealista,
lleno de imaginación, de fe, de voluntad y templado en las grandes luchas de la
conciencia del alma, del talento y del saber.
Madame
Barthelemy era pequeña y poseía esas formas rollizas que han inspirado más caprichos
que amor, más canciones que odas, y más zarzuelas que dramas. Tenía las manos y
los pies pequeños; los cabellos negros y naturalmente rizados; las cejas negras
y casi unidas, la nariz fina Y ligeramente arremangada como la de una pastora de
Pater o de Watteau; los ojos grandes, negros y brillantes; el párpado superior color
de nácar; el párpado inferior azulado; las mejillas frescas con dos agujerillos
deliciosos y los dientes blancos como almendras de julio.
Poned
una flor en su peinado, encuadrad su rostro con una mantilla de encaje, haced que
una de sus manos mueva un abanico, envolved sus caderas redondas y móviles en una
falda corta y tendréis una verdadera andaluza, no como la marquesa de tez morena
cantada por Musset, sino como la española viva y graciosa pintada por Goya y puesta
en música por Rossini. Madame Barthelemy, en efecto, era de origen español, y tomándose
el trabajo de registrar cuidadosamente las ramas de su árbol genealógico, habría
podido encontrarse, entre sus antepasados, si no uno de los habitantes, por lo menos
uno de los constructores de la Alhambra. La sangre que corría por sus venas, pues,
era roja y ardiente como coral fundido; pero observándola atentamente era fácil
descubrir la influencia que había ejercido nuestro sol pálido sobre la rosa trasplantada
de su existencia.
Ella
no había perdido nada ni de su gracia ni de su vivacidad ni de su conjunto; mas
algo de extraño –tal vez la tristeza, tal vez la dicha, tal vez la compañía de aquel
marido grave– habían velado con una gasa ligera la expansión nativa que si seguía
revelándole en el sonido de la voz, en la sonrisa y en la mirada, ya no era ni con
la misma frecuencia ni con la misma intensidad de antaño. Probablemente una idea
seria había germinado y florecido en su ser instintivo, refinándolo y temperándolo,
ya que la edad no podía ser la causa del cambio, puesto que Madame Barthelemy apenas
contaba unos veintidós años.
Si
no temiera servirme de una expresión demasiado vulgar, diría que la propietaria
de la Casa del Viento estaba algo desteñida. Sus ojos, en efecto, eran menos brillantes,
sus mejillas menos rosadas, sus labios menos rojos y sus cabellos menos lustrosos
que los de sus compatriotas que no abandonan nunca el suelo natal. Su sangre rica
no circulaba, bajo nuestro cielo, tan bien como habría circulado en su tierra cuyo
clima y cuyas costumbres difieren bastante de las nuestras. Su rostro cambiaba diez
veces por hora de color, cubriéndose ya de un resplandor de dicha ya de un velo
de tristeza, como esos campos de trigo que varían instantáneamente de matiz al soplo
del aire que hace ondular las espigas, sin razón aparente. En algunas ocasiones
sus ojos se inmovilizaban y su boca se entreabría como para decir algo –mas las
palabras no brotaban de sus labios, porque el pensamiento (que, subiendo hasta el
cerebro, había provocado el movimiento) caía, antes de ser traducido por medio de
la voz, en las profundidades del alma–; ese trabajo misterioso, esa bomba que no
llegaba a hacer explosión, iba gastando insensiblemente aquel organismo condenado
a contenerse y a limitarse.
Tales
fueron las observaciones que hice en mi primera visita, durante la cual Madame Barthelemy
no dejó de moverse un solo momento, levantándose, saliendo, andando, entrando y
sentándose cada diez minutos.
En
cuanto a su hija, que se llamaba Juana y que a penas tenía entonces dos años de
edad, era una de las más bonitas chiquillas que pueden figurarse. Sus ojos verdes–mar,
sus rizos dorados, su carita blanca y rosada, sus agujerillos de las mejillas, de
la barba, de los codos y de las manos, sus pantorrillas redondas, todo, en fin,
era en ella encantador.
M.
Barthelemy, a quien yo visitaba con el objeto aparente de obtener algunos datos
sobre Angó, invitóme a almorzar el día siguiente, diciéndome que así tendría tiempo
de poner en orden, para complacerme, todos los documentos relativos a ese personaje
histórico, que hasta entonces había logrado reunir. Yo acepté su invitación.
Hago
gracia a mis lectores de la biografía del pirata millonario que prestó dineros a
Francisco I. Lo que querría poder anotar es la manera de hablar de M. Barthelemy.
Cuando él contaba algo, yo lo habría escuchado diez horas seguidas no sólo sin fatiga
pero hasta con una especie de embriaguez que su voz producía. Las palabras brotaban
coloreadas, propias, firmes, profundas, luminosas, sombrías, alegres, tiernas, entre
el sonido de una voz, harmónica cual una sinfonía de Beethoven; y os aseguro que,
al oírla, creeríanse oír flautas, harpas, clarines, y otros muchos instrumentos
de cuerda y de cobre tocados con bastante dulzura para que el pensamiento pudiera
dibujar en relieve, sobre el sonido, sus intenciones más profundas.
M.
Barthelemy conocía perfectamente su propio valor y se complacía observando la influencia
que su voz ejercía sobre todo el mundo y especialmente sobre su mujer que oía extasiada
e inmóvil y del rostro de la cual él no desprendía un solo instante la vista mientras
duraba el relato. En efecto, parecía que el grave narrador hubiese querido envolver
a la andaluza con su aliento, con su palabra, con su voz y con su pensamiento, para
devolver la armonía a su alma desequilibrada. Fue a la hora de los postres, bajo
las ramas inquietas de los álamos de Virginia, al aire libre, en medio de los perfumes
del campo, cuando él comenzó a contarnos esa historia maravillosa que se llenaba,
al salir de sus labios, de la poesía y del color de un cuento oriental. En varias
ocasiones tuve que hacer un esfuerzo para no aplaudir. Era la primera vez que me
sentía completamente dominado por la magia de la voz.
Cuando
acabó de hablar, se lo dije con la mayor buena fe. Madame Barthelemy dio un salto
desde su sitio hasta el de su marido, cogió entre sus manos la bella cabeza castaña
y oprimiendo con sus labios los labios del orador, como para libar en el manantial
la música deliciosa que la había extasiado, gritó apasionadamente:
–¡Ah!
¡Cuánto te adoro!…
En
ese mismo momento, mientras yo me encontraba embarazado ante una escena de tal especie,
el jardinero se presentó diciendo a M. Barthelemy que una persona deseaba hablarle.
La hermosa mujer volvió la cara, sonriendo, con los ojos húmedos y sin pensar en
excusarse.
El
marido se levantó, le dio un beso en la frente, me dijo que iba a volver pronto,
y nos dejó solos.
–Vamos
a un lugar más fresco –me dijo ella; y dirigiéndose a su marido–: Te esperamos allá
arriba.
–¡Qué
voz tan bella! –continuó diciéndome mientras se dirigía hacia la puerta del jardín–
¡qué voz tan bella!… Esa voz me matará porque me hace gozar demasiado. Él sabe que
esa manera de hablar me encanta, me embriaga, y estoy segura de que, cuando está
solo, se da lecciones de elocuencia a sí mismo para hacerla más melodiosa y más
penetrante… ¡Es tan bueno!… ¡Es tan grande!… ¡Es tan hermoso!… ¡Ah! ¡Si usted supiera
lo que es este hombre!…
–Es
un hombre amado, un hombre dichoso.
–Bien
lo merece; pero sería necesario que tuviera una mujer diferente de la que tiene,
porque yo no soy sino una miserable, indigna de él… ¿Creerá usted que lo engañé
como una miserable idiota?
–Al
oír eso me detuve estupefacto.
Ella
me miró fijamente y continuó:
–Es
natural que mi confesión le cause espanto, pues apenas nos conocemos; pero yo querría
hacerla delante del mundo entero; y cuando a veces me siento sofocada, es porque
no puedo gritar y hacerme oír de toda la tierra. Figúrese usted (cada momento más
exaltada)… que yo estaba loca… porque, en realidad, si no lo hubiera estado, mi
traición abominable no tendría ninguna excusa… Mi patria, mi raza y mi origen, son
las causas, pues en aquellos países donde florecen los naranjos, no se oye hablar
sino de amor… sí, de amor, sólo de amor; las madres duermen a sus cachorros con
el ritmo de las historias galantes y apasionadas.
Caseme,
a los diez y siete años, edad a la cual me era imposible comprender a ese hombre
tan superior a todos los otros hombres. Él me amaba sencillamente, noblemente, profundamente,
sin gestos, sin frases, sin contorsiones ridículas… Y yo me agobiaba a su lado…
aunque parezca imposible.
Él
hacía todo lo que podía por instruirme, por iniciarme en los grandes secretos de
la inteligencia, del alma, de la vida presente y de la vida futura; pero cuando
me explicaba algo, yo me aburría, y a los cinco minutos de conversación mi atención
y mi pensamiento abandonaban su relato para ir a perderse entre la música de los
boleros que llenaban mi cerebro. Además yo vivía sin preocupaciones, sin quehaceres;
y ninguna labor doméstica me interesaba tanto como la luna de los espejos y la intriga
de las novelas que leía a hurtadillas, pues él me rogaba que no leyese novelas.
Sucedió
lo que tenía que suceder. Un artista venía a visitarnos con frecuencia. ¿Sabe usted
quién era ese artista? Pues era Liberino, el actor del Teatro Italiano que atrae
con su voz a todo París y que, según dicen las mujeres, es muy guapo. Había sido
compañero de colegio de Barthelemy; y desde el primer día, desde el primer instante
en que lo vi, me enamoré de su belleza, de modo que él no tuvo que trabajar mucho
para conseguir lo que deseaba. Con algunas de esas miradas que le servían desde
hacía diez años en todos los teatros de Europa, y con algunas de esas frases vulgares
que creemos hechas expresamente para nosotras cuando los oímos por primera vez,
tuvo bastante para ampararse de mi corazón y de mi persona. Él era tan necio como
el más necio de los hombres y sin embargo a mí me parecía sublime, pensando en que
la hora de hacer mi novela había llegado y sintiéndome amada como las heroínas de
las óperas que él cantaba. Yo quería huir con él, expatriarme, subir a las tablas
y ser delante de todo el mundo su Julieta, su Rosina, su Desdémona…
Él
me disuadió de la mejor manera que le fue posible, no queriendo poner en peligro
ni mi reputación, ni su vida, porque era cobarde y creía que mi marido lo habría
matado. Cuando mi suegra murió, él vino a cantar la misa de difuntos, para aprovechar,
según decía, la ocasión de verme, pues desde que vinimos a vivir aquí, ya no pudimos
vernos sino muy rara vez… Pero a partir de ese día parecióme que no podía vivir
lejos de mi Liberino y pretextando la muerte de Mme Barthelemy, me hice conducir
a París en donde pude verlo todos los días, todos los días…
Una
tarde mi marido me dijo:
–Es
necesario que esta misma noche salgamos de París con dirección al campo; pero te
prometo que dentro de ocho días te traeré aquí de nuevo para que te establezcas
definitivamente, en caso de que entonces tus gustos no hayan cambiado aún.
–¡Figúrese
usted sí yo aceptaría con placer la proposición! En el acto escribí a Liberino…
Y en la noche del mismo día nos encontramos en Varengeville a donde yo venía con
el propósito de no pasar sino una semana y de donde nunca más he vuelto a salir…
De eso hace tres años.
–¿Qué
fue lo que sucedió, pues?
–Al
día siguiente de nuestro regreso, Barthelemy entró en mi cuarto cuando yo estaba
aún en el lecho. Estaba algo pálido; sentose a mi lado y oprimiéndome una mano:
“He
querido –me dijo– dejarte descansar de las fatigas y de las emociones del viaje
antes de hablarte de ciertas cosas graves; ahora que ya has dormido bien, escúchame.
Yo no soy de los que creen que dos criaturas pueden estar ligadas indisolublemente,
en medio de una sociedad como la nuestra, por obra y gracia de un sacramento y de
un artículo de código. El hombre no tiene ningún derecho para responder del porvenir,
así como Dios no tiene ningún poder para modificar el pasado. Los contratos firmados
tienen un valor efectivo cuando se trata de intereses materiales, pero no cuando
se trata de intereses morales que están sometidos a la incesante variabilidad de
los sentimientos y de las ideas. Estos pactos son voluntarios y el alma tiene derecho
para romperlos cuando se convence, gracias a la influencia de alguien o de algo,
que procedió con demasiada ligereza al empeñarse. El matrimonio es una sociedad
moral en la que el hombre sabe generalmente lo que hace pero en donde la mujer no
lo sabe casi nunca; yo creo pues que el único responsable es el hombre.
“Sí;
y una vez el enlace efectuado, a él le toca conquistar, por todos los medios que
estén a su alcance, a esa persona extraña que a veces sólo se entrega por sorpresa;
y si no lo consigue, suya es la culpa, pues teniendo siempre tiempo para hacerlo,
debiera, antes de pedir la mano de una mujer, observarla atentamente y renunciar
a ella cuando la juzga incapaz de amar, e indigna de ser amada. Al fin llegará una
época en la cual los padres y las madres prepararán a sus hijos para el matrimonio
de manera muy diferente a la que hoy se emplea; y entonces los dos suscriptores
de un contrato sabrán de antemano que con un sí cambiado al pie del altar puede
formarse una asociación indisoluble y admirable. Desgraciadamente la humanidad no
ha llegado aún a comprender eso. Será necesario que las mujeres aprendan muchas
cosas que aún tendrán que ignorar durante largos años, muchas cosas que tú no sabías
cuando te casaste conmigo y que yo mismo no pude enseñarte por completo porque la
tristeza y la reflexión no me las habían revelado aún. El matrimonio, pues, no existe
en realidad, según mi opinión, sino cuando los dos cónyuges proceden con entera
libertad y con pleno conocimiento de los deberes y de los derechos recíprocos; o,
de otra manera, ese no es más que un contrato realizable ante el gran tribunal de
la conciencia.
“Así
pues, tú no estás verdaderamente casada conmigo a pesar de tu firma, a pesar de
los hombres y a pesar del Dios a quien ellos invocaron pero de quien sólo el nombre
les fue dado tomar. Tú no tenías sino diez y siete años cuando me juraste fidelidad
y entonces tú no podías saber lo que esa palabra significa puesto que tampoco sabías
lo que significa amor. En cuanto a mí, yo tenía treinta y dos años de edad cuando
te juré protección; yo estaba ya iniciado en todos los conocimientos sociales y
morales y sabía lo que decía; por eso el único verdaderamente casado soy yo. Tú
ya no tienes familia; la protección que yo te ofrecí, pues, es al mismo tiempo la
del esposo, la del amigo, la del padre y la de la madre.
“Ahora
bien: hoy perteneces a un hombre que no soy yo y al mismo tiempo me perteneces a
mí. Hoy te has entregado, sin que nadie te lo ordenara, sin sacramentos, sin contrato,
sin firmas, pero voluntariamente, libremente, deliberadamente… ¿Por qué al proclamar
tu independencia dándote a un nuevo esposo, proclamas al mismo tiempo tu servidumbre
dejando al primer marido en posesión de todos sus derechos?
“Hace
tiempo que te entregaste a un hombre sin saber si lo amas o no; eso bastaba; y hoy
que estás segura de amar a otro, debías dejar de pertenecer al primero. ¿Es tu nuevo
esposo quien te impone, temeroso de lo que pudiese suceder, el sacrificio de repartir
tu amor? No puedo creerlo porque él debe amarte apasionadamente ya que por ti ha
desoído la voz de ese testigo secreto que nos advierte cuando vamos a cometer un
crimen o una falta… ¿Eres tú misma quien te repartes con gusto? Tampoco puedo creerlo
pues eso denotaría una depravación de que una persona como tú nunca sería capaz…
¿Será la misma honradez de tu alma lo que te obliga a cumplir algunas promesas sabiendo
que es imposible cumplirlas todas? No lo sé; pero en todo caso esta doble sujeción
de tu persona es indigna de ti y de mí… Además es inútil hoy que conozco tu manera
de pensar y de sentir.
“Desde
ahora, pues, dejo de ser tu marido. Siempre seguiré siendo tu amigo, tu padre, tu
protector; y puesto que tu preferido vive en París, dentro de ocho días iremos a
establecernos en esa ciudad. Yo continuaré viviendo a tu lado porque tu llevas mi
nombre y porque fue a mí a quien la ley y tu familia te confiaron; pero tú serás
una verdadera viuda… sí, y lo mismo que todas las demás viudas, podrás casarte de
nuevo.
“Yo
me presento desde luego como candidato a tu mano por segunda vez; y si mi rival
no tiene, como supongo, más ventaja que su voz, yo trataré de encontrar en el fondo
de mi garganta, para gustarte, una voz tan seductora como la suya; y como hablar
es más fácil que cantar, llegaré a ser el vencedor…”
Antes
de que él hubiese acabado de pronunciar estas últimas palabras, yo estaba ya llorando,
avergonzada y vencida, no sólo por la majestad inverosímil de su abnegación sublime,
pero también por la ternura rítmica de esa voz artificial y maravillosa que por
primera vez me era dado oír. Yo había metido la cabeza entre las sábanas como si,
escondiéndome, hubiera querido hacer creer a mi juez que no era a mí a quien se
dirigía… En realidad no era a mí; el velo que anublaba mi vista se rasgó y una luz
inmensa brotó, para alumbrarme, del fondo de mi ser. Él continuaba oprimiendo con
sus manos una de las mías, comunicándome así el poder y la nobleza de su alma sublime:
todo mi cuerpo se estremecía y se llenaba, por decirlo así, de una nueva sangre,
de una nueva carne y de un calor nuevo; las lágrimas brotaban abundantemente de
mis ojos, convirtiendo en placer misterioso e inexplicable mí gran dolor, como si
la corriente amarga del llanto lavase todas mis manchas.
Comprendí
que mi marido lo sabía todo, y, después de sentir el peso de la ignominia, comencé
a sentir el horror y el desprecio de mí misma, viendo la mezquindad de mi alma al
lado de la nobleza de la suya, y la enormidad de mi crimen por la magnanimidad del
perdón.
Entonces
hice un esfuerzo sobrehumano como para arrojar lejos de mí el cuerpo y el alma.
Nunca habría podido creer que una metamorfosis tan completa pudiera operarse en
tan corto espacio de tiempo, mas la evidencia me convenció de que todo es posible.
En un instante me transfiguré; y esa transfiguración que me fatigó, me admiró y
me iluminó, hízome salir de la muerte y de las tinieblas… ¿Comprende usted esa voluptuosidad
celestial?… Sentí que mi ser nacía de nuevo, lleno de un conocimiento de la ciencia
de lo Bello y de lo Bueno que mi otro yo no había nunca gozado; de modo que mi vergüenza,
mi disgusto y el horror de mí misma, se cambiaron súbitamente en una clarividencia
y en un goce tales que, convencida de que mí cuerpo y mi alma eran vírgenes, salté
de mi lecho riendo a carcajadas y me arrojé en los brazos de ese hombre divino.
Esa
es la causa de que nunca más hayamos vuelto a París…
Desde
ese día yo amo tan apasionadamente a mi marido, que me parece, al oírlo hablar,
que voy a morirme… Pero mi miedo de la muerte ha desaparecido en absoluto, porque
ya he muerto una vez y porque, según él mismo me ha dicho, la muerte no sólo no
separa a las personas que se quieren sino que las une más estrechamente…
Después
de oír semejante confesión, salí de la Casa del Viento emocionado y conmovido. Estoy
seguro de que ninguna otra mujer ha sido nunca capaz de decir a un desconocido cosas
parecidas a las que Mme Barthelemy me dijo ese día. Había en su relato tantos sentimientos
contrarios a la naturaleza humana, que yo rumiaba el relato que acababa de oír preguntándome
cuál sería la verdad… ¿Tendría razón aquella mujer al considerar a su marido como
un dios, o tendrían razón los que, conociendo la aventura, trataran de imbécil al
esposo engañado?…
Transcurrieron
seis años. El trabajo, el placer, el aburrimiento, las mil circunstancias de la
vida, en fin, me llevaron a Inglaterra, a Italia y a otros varios países de Europa.
Todos esos viajes me fatigaron, y al volver a Francia un médico me ordenó que tomase,
para curarme, baños de mar. Fui, pues, a Dieppe, y al día siguiente de mi llegada,
dirigime a Varengeville y llamé a la puerta de la Casa del Viento.
Nada
había cambiado ahí de aspecto. M. Barthelemy, que se paseaba por el jardín, vino
a abrirme la puerta en compañía de su hija que entonces contaba ya hasta ocho años
de edad. Reconociome en seguida y me estrechó la mano como si no hiciera más que
algunos días que nos hubiéramos separado. Su fisonomía, siempre igual, había, sin
embargo, ganado en nobleza y gravedad. Es necesario también, decir que su cabellera
comenzaba a empobrecerse y a blanquear. La chiquilla me miraba con sus grandes ojos
admirados; esos ojos acostumbrados a no ver sino el mar cuyas ondas se reflejaban
en sus pupilas.
–¿Y
Madame Barthelemy? –pregunté al cabo de algunos instantes.
La
niña hizo un movimiento brusco, frunció el entrecejo y apretó los labios pálidos;
sus ojos se enrojecieron y se humedecieron.
–Ve
a estudiar tu música –le dijo su padre besándola.
La
orden y el beso la calmaron y la hicieron alejarse.
La
música la consuela aún –dijo entonces M. Barthelemy–. Mi mujer murió ya.
–¡Murió!…
¿Y cuándo?
–
Hace poco más de ocho meses.
–¿Y
de qué murió?
–De
la ruptura de un aneurisma.
–¿Entonces
la muerte fue súbita?
–Sí…
una mañana deliciosa… ella estaba podando ese durazno y de pronto lanzó uno de esos
gritos que no brotan sino una vez en la vida… cuando yo llegué no tuve tiempo sino
para recibir su cuerpo entre mis brazos…
–¡Cuánto
debe usted de haber sufrido!…
–Muchísimo…
–¿Y
a qué atribuye usted esa enfermedad? Porque madame Barthelemy era una de las mujeres
más dichosas del mundo, según me dijo ella misma.
–Ella
me contó la conversación que ustedes habían tenido y la confidencia que le había
hecho.
–Su
exaltación, tal vez, la hizo decirme más de lo que hubiera querido.
–No;
hace mucho tiempo que ella tenía necesidad de hacer a alguien esa confidencia; ya
una vez se la había hecho al cura de la iglesia bajo cuyas naves reposa hoy su cuerpo,
mas eso no le bastaba; habría querido humillarse delante de todos los hombres, delante
de todas las mujeres, delante de todos los que creen tener derecho para no absolver.
“A
usted, pues, que lo sabe todo bien, puedo decirle lo que pienso. A veces se me figura
que yo fui quien la maté, pues tal vez no supe tomar bastantes precauciones para
llenar de Verdad un alma que no estaba hecha para contenerla. La conmoción demasiado
fuerte que su ser sufriera, descompuso, sin duda, algún resorte vital que, después
de vibrar durante algunos años, se rompió solo. Yo debí tener paciencia, dejando
que esa mujer agotara hasta las heces la copa de sensaciones que tenía entre las
manos; tal vez para llenar de nuevo su vaso habría sido menester que ella lo vaciara
naturalmente y sin ninguna precipitación…
–Sí,
pero como usted sufría, sin duda, mucho, desde que supo la verdad, es natural que
no haya podido esperar más tiempo.
–En
efecto, más esa no era una razón. Yo había soportado en silencio, durante algunas
semanas, un dolor inmenso (porque tuve conocimiento de los hechos antes de que muriera
mi madre cuyos últimos días no quise amargar) y el dolor no me mató, pero no debí
figurarme por eso que un choque formidable no la mataría a ella.
“Yo
había reflexionado mucho, visto mucho y querido mucho durante mi vida, en tanto
que ella no se había nunca librado a combates secretos ni a luchas y victorias mortales.
“Debí
haberla iluminado poco a poco. Mucha luz mata. No todo el mundo es como san Pablo.
“Yo
la conocía lo bastante para prever el desenlace que quería obtener y que al fin
obtuve; pero la pasión me hizo olvidar las fatalidades del tipo original. Esa pobre
niña no había nacido para nuestros climas sombríos, ni para nuestro gran mar, ni
para nuestro viento terrible… no; había sido creada por la Naturaleza para vivir
entre cactus, áloes y naranjos, bajo el cielo azul marino y bajo el sol ardiente
de Andalucía; ella había sido creada para cantar, para bailar, para sonreír, para
amar fácil y ardientemente, para morir tal vez de un navajazo en medio de una escena
de celos, pero no para reflexionar sobre una falta, ni para combatir contra un recuerdo,
ni para vencer un remordimiento. Yo la hice comprender por la fuerza y la comprensión
la mató. ¡Ah! ¡cuán difícil es ser perfecto! –dijo M. Barthelemy pasándose la mano
por la frente. Luego agregó–: Es preciso, sin embargo, llegar a serlo.
–Afortunadamente
ella le ha dejado a usted una hija…
–Que
es su retrato blondo ¿no es verdad?; y en la cual trato ya de combatir ciertas influencias
que más tarde serían funestas. Todo lo que heredó de su madre es utilizable, pero
también hay en ella mucho del otro…
–¿Del
otro?
–Sí;
porque no es hija mía; he descubierto la verdad por ciertos indicios de carácter,
de formas y de aptitudes. Entre sus aptitudes hay algunas buenas, pues Liverino
no es un cualquiera; la Naturaleza lo dotó magnánimamente, concediéndole las cualidades
simpáticas y brillantes de que los hombres de lujo, los actores y los cantores,
han menester. Juana heredó de su padre la voz, más flexible y más varonil, pues
gracias a mí, ella será más viril que él… ¡Qué papel tan grande el que la voz habrá
desempeñado en mi familia!… Pero al mismo tiempo tiene cierta inclinación a la vanidad,
a la coquetería, a la inconstancia y al engaño, defectos que utilizaré o destruiré.
Yo examino desde lejos la existencia de Liberino y eso me proporciona algunos datos
que me sirven para dirigir la educación de la niña. Quiero hacer de ella una mujer
tal y como yo concibo a la mujer perfecta. Esa será la única obra de mi vida… ¿Qué
obra sería mejor?… Su alma está a mi cargo.
–Después
de todo ¿qué pruebas tiene usted para creer absolutamente que no es hija suya? Madame
Barthelemy estaba tan exaltada que no habría mentido si usted se lo hubiese preguntado…
–¿Para
qué causarle tal pena y tal vergüenza cuando en realidad no podía contestarme? Ella
no conocía esta verdad. Las adúlteras no tienen necesidad de llevar las cuentas
de su persona por partida doble: hecho cierto y resultado posible… ¡Seguridad dolorosa!
¿Cómo quiere usted que las mujeres se reconozcan entre esos dos pasados y que distingan
al padre verdadero del padre falso? Se entregan al azar momentáneamente y luego
se verían precisadas a preguntar la verdad, como yo hago hoy, a las facciones y
al carácter del niño, si no estuviesen organizadas de tal manera que todo se lo
explican a sí mismas por medio del amor. Ellas creen que la Naturaleza misma es
su cómplice y consideran padre al hombre a quien aman.
“Ahora
bien: mi mujer me adoraba cuando Juana vino al mundo, ocho meses después de nuestra
violenta explicación. De Liverino ni siquiera había vuelto a acordarse; de manera
que su voluntad me nombró desde luego padre. Yo estoy seguro de que por esta parte
nunca tuvo ni dudas ni inquietud. ¡Hágase su voluntad! Después de todo ¿qué importa?
Yo amaba el árbol; yo adoro el fruto. No es con el cuerpo con lo que se crea, sino
con el alma. Juana tiene ocho años; dentro de diez tendrá dieciocho y entonces será
mi hija.”
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